Qilué apartó un mechón de pelo del rostro de Nastasia. El cuerpo de la sacerdotisa muerta no presentaba signos de putrefacción a pesar de haber yacido sobre la copa de un árbol, expuesto a los elementos, durante diez días. La marca del asesino de Vhaeraun podía verse todavía, un surco en el cuello dejada por un cordón. La piel oscura estaba escariada en torno a esta marca, y los ojos, abiertos y fijos, estaban tan inyectados en sangre que se veía más rojo que blanco.
Era indudable que la sacerdotisa estaba muerta, sin embargo, su cuerpo estaba incorrupto. Ni siquiera había olor a muerto. Esto podría haberse interpretado como una señal de Eilistraee, salvo por la leve decoloración en la parte inferior de la cara de Nastasia, revelada por un conjuro de detección de Qilué.
Una decoloración en forma de máscara.
Qilué se volvió hacia las cuatro sacerdotisas que habían llevado el cuerpo de Nastasia a la Sala de Sanación de El Paseo. Las novicias del altar del lago Sember se removían, inquietas, mientras Qilué examinaba el cuerpo, especialmente al ver la revelación de una superficie oscura en torno a las mejillas y el mentón de Nastasia. Las manos se retorcían nerviosas sobre las empuñaduras cubiertas de cuero de sus espadas, o manoseaban los sagrados símbolos de plata que llevaban colgados encima de los petos.
Por fin habló una de ellas:
—La marca de Vhaeraun. ¿Qué significa, señora?
—Nastasia no está bailando con Eilistraee en los bosquecillos sagrados —respondió Qilué con voz grave—. Su alma ha sido robada y está atrapada en la máscara de un Sombra Nocturna. Lo llaman «robo de almas».
Todas la miraron asombradas.
—Pero ¿por qué, señora? ¿Qué interés tiene su alma?
—No lo sé —mintió Qilué, reacia a dar explicaciones. Las novicias ya estaban bastante desconcertadas y no quería que fueran presas del pánico. Los Sombras Nocturnas solían usar el robo de almas para revitalizar los encantamientos de un artilugio mágico agotado. En el proceso, el alma se consumía.
Por el aspecto del cuerpo de Nastasia, eso todavía no había sucedido. Al parecer, su alma seguía atrapada dentro de la máscara y su cuerpo todavía no estaba realmente muerto, pero en cualquier momento, el asesino que había robado el alma de Nastasia podía acabar con ella.
—Hicisteis bien en traerla aquí —les dijo Qilué a las sacerdotisas—. Debemos encontrar al que le hizo esto.
—Intentamos un escudriñamiento, inmediatamente después del ataque. No reveló…
—Esto lo hará.
Alzando los brazos, Qilué atrajo la luz fría de la luna hacia la Sala de Sanación. El pálido resplandor rodeó su cuerpo cuando empezó a bailar. Entonando un himno a la diosa, Qilué empezó a girar sobre sí cada vez más rápido hasta que su cuerpo se desdibujó. La luz de la luna que la envolvía cobró mayor brillo y la llenó de resplandor. Un momento más y sabría en qué dirección se encontraba el asesino al que buscaba. Una vez conseguido esto, se teleportaría a otro de los santuarios y repetiría allí su danza. El punto en el que se cruzaran las dos líneas señalaría al asesino. Entonces caería sobre él. Sin embargo, la súbita interrupción de la culminación del conjuro no llegó. En un momento dado, el resplandor que rodeaba a Qilué se debilitó hasta desaparecer. La danza se hizo más lenta y Qilué bajó la mano.
La danza no había revelado nada. O bien el asesino se había protegido con una magia poderosa, o bien había huido a otro plano, o había muerto.
Tal vez Eilistraee conociera la respuesta.
Qilué inició una segunda plegaria. Invocando el nombre de Eilistraee proyectó su conciencia a un rayo de luna para lograr la comunión con su diosa. Sería un vínculo fugaz, pero serviría. El resplandor llenó la mente de Qilué mientras se forjaba el vínculo.
Le formuló a la diosa su primera pregunta:
—¿Vive la persona que mató a Nastasia?
El rostro de Eilistraee, de una belleza no terrenal que Qilué fue incapaz de mirar sin que se le saltaran las lágrimas, hizo un leve movimiento de negación. La respuesta, era la que Qilué había supuesto.
—¿Todavía acompaña la máscara a su cuerpo?
Esta vez el gesto fue afirmativo.
—¿Está todavía el alma de Nastasia…?
Espera.
La palabra sobresaltó a Qilué. La diosa solía responder a las preguntas hechas en comunión con simples gestos afirmativos o negativos. Además la voz de Eilistraee sonaba extraña. La palabra parecía superpuesta a un tono más profundo y áspero cuyas reverberaciones produjeron dolor en la mente de Qilué. Todavía podía ver el rostro de Eilistraee, pero ahora más lejano que antes, más desdibujado. Eso la puso muy nerviosa, pero hizo lo que se le había ordenado. Esperó.
Llegó otra palabra.
No.
La comunión cesó.
Qilué se estremeció. ¿Qué acababa de suceder? ¿Había sido Eilistraee la que había respondido o… alguna otra diosa? Si había sido otra deidad, ¿por qué había permitido Eilistraee esa intrusión? ¿Y a qué pregunta correspondía la respuesta? ¿Acaso la otra deidad, si es que había sido otra deidad la que había hablado, había dicho que el asesino todavía tenía su máscara o había respondido a la pregunta que Qilué no había terminado de formular?
Las cuatro sacerdotisas la miraban a la espera de respuestas. Qilué, muy azorada, respiró hondo para tranquilizarse y la sorprendió el olor corrompido que le llegó. Bajó la vista justo a tiempo para ver que la sombra oscura que cubría la parte inferior del rostro de Nastasia se partía por la mitad, como si la hubieran cortado en dos, y a continuación desaparecía.
Nació una esperanza en el corazón de Qilué, tan brillante como la luna. Por el momento se olvidó de las preocupaciones acerca de la voz que le había respondido.
—¡Que Eilistraee sea loada! —dijo. Algo, tal vez la propia diosa, había roto el control del robo del alma. Qilué posó de inmediato las manos sobre el cadáver—. ¡Uníos a mí! —les gritó a las sacerdotisas subalternas—. Una canción para despertar a los muertos.
Las otras cuatro se sobresaltaron, pero se unieron presurosas a la plegaria de Qilué. Juntas, sus voces se volcaron sobre la mujer muerta y llamaron al alma para que volviera a su cuerpo.
La canción acabó en la nota sostenida de Qilué, apoyada en las armonías de las otras cuatro sacerdotisas… y los ojos de Nastasia se abrieron de golpe. Enseguida agitó un brazo, como tratando de apartar a un atacante, mientras que con la otra mano buscaba la espada. Entonces se dio cuenta de dónde estaba y miró a Qilué con los ojos muy abiertos.
—Señora —dijo con voz entrecortada. Se incorporó y se frotó la garganta para luego mirarse la mano con expresión atónita. Era evidente su alegría por encontrarse otra vez viva, pero aún así había una sombra de tristeza en su rostro, comprensible en una sacerdotisa que por un brevísimo instante había estado danzando a la vera de Eilistraee. Alzó la vista hacia Qilué—. Me has hecho volver.
Qilué le habló con un suave tono.
—Tu alma fue robada, pero algo hizo que quedara liberada. Ahora todo está bien —hizo una pausa—. Te hice volver porque necesitamos saber lo que pasó. Cuéntame lo que recuerdes. Todo lo que sucedió después del ataque del asesino.
Nastasia tragó saliva y parpadeó.
—Estaba muerta.
—¿Y después? ¿Entre ese momento y el presente, cuando te encontraste danzando en el bosquecillo de Eilistraee?
Nastasia miró hacia un punto distante e invisible.
—La oscuridad. La nada.
Qilué suspiró para sus adentros. Había esperado algo más.
—Y… —Nastasia frunció el entrecejo tratando de recordar—. Una voz, la voz del hombre que me mató.
Las cuatro novicias susurraron inquietas.
Qilué alzó una mano.
—Silencio. —Tocó levemente el hombro de N astasia—. Trata de recordar. ¿Qué decía? ¿Pudiste distinguir alguna palabra?
Nastasia cerró los ojos. Con expresión aún más reconcentrada empezó a negar con la cabeza, pero de repente abrió mucho los ojos, alarmada.
—Tiene pensado abrir una puerta. —Miró a Qilué con la cara gris de preocupación—. Una puerta hacia el dominio de Eilistraee para que Vbaeraun pueda atacarla. Usará nuestras almas para alimentarla.
—¡No! —dijo con un respingo una de las novicias. Y volviéndose hacia Qilué—: ¿Es posible, señora?
—Los Sombras Nocturnas son proclives a las conjuras —dijo Qilué—, pero tendrían que enviar a uno de los suyos al dominio de Eilistraee para abrir una puerta allí, y ningún seguidor del Señor Enmascarado puede entrar en el reino de Eilistraee sin que ella lo sepa.
Nastasia negó enérgicamente con los ojos desorbitados.
—No necesitan entrar en su dominio. El asesino les dijo que podían formular el conjuro desde Toril, desde una caverna de la Antípoda Oscura que está dentro de un poderoso nodo de la tierra. Les dijo a los demás clérigos que conocía un ritual de alta magia que era capaz de conseguirlo.
—¿Hombres drow? —Los labios de Qilué se plegaron en una sonrisa—. ¿Alta magia?
Aunque las demás reían por lo bajo, más tranquilas, Qilué se preguntaba qué pasaría si eso fuera posible.
El espía de Iljrene había presentado un informe, algo sobre los clérigos de Vhaeraun y sus planes para «abrir» algo. Ese informe se había interrumpido en medio de una frase e Iljrene había sido incapaz de contactar nuevamente con su espía, pero había dado un detalle, un nombre: Malvag. Qilué sospechaba que Malvag y el asesino que había robado el alma de Nastasia eran el mismo.
—¿Pudiste oír algún nombre? —le preguntó a Nastasia.
La sacerdotisa cerró los ojos, pensando. Luego asintió.
—Nombres de Casas —respondió—. Jaerle y Auzkovyn, y otro nombre… Jezz. El asesino estaba furioso con él. Creo que Jezz lo acusaba de adorar a Lloth.
Qilué asintió y luego se volvió hacia las demás.
—Sean o no capaces los fieles de Vhaeraun de realizar alta magia —prosiguió—, esto no augura nada bueno para nosotras.
—Pero el asesino está muerto, ¿no es cierto? —preguntó una de las sacerdotisas—. ¿No fue eso lo que dijo Eilistraee?
—Esa fue su respuesta —dijo Qilué.
—Entonces no hay de qué preocuparse. Eso pone punto final al plan.
Qilué hizo un breve gesto afirmativo, pero de todos modos siguió preocupada. Aunque Malvag estuviera realmente muerto, los otros clérigos seguirían adelante con su plan. Dos noches atrás, uno de los fieles de Vhaeraun había sido sorprendido tratando de introducirse en el templo de Eilistraee en Yuirwood. Se lo habían impedido, pero apenas la noche anterior habían sufrido otro ataque, esta vez contra el altar del Bosque Gris. No lo habían descubierto hasta esa mañana, cuando encontraron el cuerpo de una sacerdotisa asesinada.
Mientras las cuatro novicias ayudaban a su compañera resucitada a ponerse de pie, Qilué se puso en contacto con la suma sacerdotisa del Bosque Gris con una consulta. La respuesta llegó poco después, en un susurro que sólo Qilué pudo oír. No eran buenas noticias.
La sacerdotisa del bosque Gris también tenía una sombra oscura sobre la parte inferior de la cara. Su alma también había sido robada.
Q’arlynd corría a través de los bosques seguido obedientemente por Flinderspeld. Al acercarse al bramido del cuerno, Q’arlynd pudo oír gritos de mujeres y también el zumbido de las flechas voladoras, así como el chasquido de las armas al contacto con la carne. Por encima y por delante pudo ver docenas de figuras que se lanzaban entre las copas de los árboles. Una pasó tan cerca que Q’arlynd pudo reconocer en ella a una combinación de araña y drow.
¿Una draña? ¿En la superficie?
La criatura vio a Q’arlynd y le lanzó una daga pero fue desviada por el conjuro de protección del drow que hizo que se clavara en un árbol próximo. La draña se envolvió en una esfera de oscuridad tan amplia como el espacio abarcado por las ramas del árbol. Sin embargo, antes de que pudiera escapar, Q’arlynd formuló un conjuro y envió una bola de fuego del tamaño de un guisante que se estrelló contra ella. El calor le llegó a la cara cuando explotó y creó una bola de fuego que colmó la oscuridad mágica. Un instante después, el cadáver ennegrecido de la draña cayó del árbol, seguido por las ramas ardientes.
Q’arlynd se volvió, arrancó del árbol la daga de la draña y se la entregó a Flinderspeld.
—Quédate aquí. No combatas a menos que te veas forzado a hacerlo.
—Creí que habías dicho que los dos íbamos a incorporarnos a la batalla.
Q’arlynd miró significativamente al gnomo de las profundidades desde su aventajada estatura. Flinderspeld era muy pequeño, apenas la mitad de alto que él, la estatura de un niño.
—Eres demasiado valioso para perderte en un combate —le dijo al esclavo. Dicho esto pronunció las palabras de un encantamiento que volvió invisible al gnomo. Sacó su varita mágica y partió a grandes zancadas hacia el origen de los sonidos de la batalla.
Aunque los árboles cubrían gran parte del campo de batalla, estaba bien iluminado. Entre los árboles volaban bolas de luz blanca plateada iluminando la escena con una claridad de varias lunas llenas, que obligaba a las drañas a entrecerrar los ojos. Caminando a través del bosque, Q’arlynd contó casi tres docenas de las criaturas. Las sacerdotisas, protegidas muchas de ellas por auras mágicas, combatían con la espada y con conjuros, cantando mientras atacaban. Las espadas volaban por el aire como guiadas por manos invisibles, y perseguían a las drañas en las copas de los árboles.
Las drañas cambiaban de posición constantemente, se escabullían entre las ramas más altas y lanzaban sin parar flechas con efecto letal. Una alcanzó a una sacerdotisa en un brazo produciéndole un rasguño que la derribó de inmediato. Veneno. Otra sacerdotisa corrió a su lado e inició una plegaria, pero una segunda draña se dejó caer de repente de un árbol y aterrizó sobre su espalda. Cuando se aprestaba a morderla, Q’arlynd le lanzó una descarga de su varita. Bolas desiguales de hielo se estrellaron contra el pecho de la draña y la obligaron a apartarse de la sacerdotisa. Los golpes no fueron suficientes para matar a la cosa, pero la sacerdotisa acabó el trabajo. De un revés de su espada decapitó a la draña. Q’arlynd, observó la cabeza que rodó hasta el dibujo de cicatrices frescas sobre la cara parecía casi una telaraña. Curioso.
La sacerdotisa miró a ver quién había acudido en su ayuda. Q’arlynd hizo un gesto rápido con la mano —aliado—, luego le hizo una reverencia. La sacerdotisa asintió y volvió a su conjuro de sanación.
Q’arlynd salió corriendo en busca de nuevos objetivos, asegurándose, dentro de lo posible, de que hubiera cerca una sacerdotisa que lo viera combatir. Se enfrentó a las drañas con ráfagas de hielo, sin que le importara agotar la magia de su varita; si la batalla le deparaba un encuentro con la suma sacerdotisa, ya habría valido la pena. Luchó también con los conjuros de evocación que había aprendido en el Conservatorio. Se sentía bien al volver a aplicar su talento. Hacía explotar a las drañas con misiles mágicos olas atravesaba con rayos zigzagueantes. En un momento, consciente de que varias sacerdotisas le observaban, usó la vara recubierta de piel, que era el componente material del conjuro para alcanzar con un rayo relampagueante a cuatro objetivos diferentes y se deleitó con su propia demostración de poder.
Poco después, una de las drañas —otra que también tenía la cara marcada con el dibujo de cicatrices— trató de lanzarle un encantamiento. Q’arlynd había sido instruido para proteger su mente, y rio cuando la draña trató de implantar una sugestión que él rechazó. La apartó con una ráfaga de su varita y salió corriendo en busca de Leliana y Rowaan.
Vio a alguien, a quien tomó por Leliana, luchando contra dos drañas, pero cuando se acercó se dio cuenta de que era otra sacerdotisa y que no parecía necesitar su ayuda. Q’arlynd observó extasiado cómo lanzaba la espada, que salió cantando mientras surcaba el aire. Mientras el arma alcanzaba a una de las drañas, manteniéndola ocupada, ella cantó una plegaria. Bajó las manos e hizo descender del cielo nocturno una brillante luz blanca que golpeó a la segunda draña y la derribó al suelo. En el mismo instante, su espada atravesó el corazón de la primera y a continuación voló de regreso hasta la mano de la sacerdotisa.
El rayo de luz había cegado a Q’arlynd. Cuando su visión se aclaró, se dio cuenta de que la sacerdotisa se enfrentaba ya a otro adversario. Esta vez no era una draña sino un drow, un varón con una armadura tan negra y tan satinada como la obsidiana, y que sostenía una espada bastarda con una intrincada empuñadura de cesta. La piel del guerrero estaba cubierta con un dibujo de delgadas líneas blancas similares a las cicatrices que Q’arlynd había visto en las caras de las drañas, aunque en este caso las líneas eran brillantes.
El guerrero lanzó un tajo a la sacerdotisa y la espada silbó en el aire. Ella a duras penas la esquivó. El guerrero giró azotando el aire con su larga trenza blanca y le lanzó otro tajo. La sacerdotisa trató de parar el golpe, pero la espada del guerrero cortó la suya a la altura de la empuñadura. La sacerdotisa tiró a un lado lo que quedaba de ella y trató de formular un conjuro, pero no había acabado de formular la primera palabra de su plegaria cuando la enorme espada negra asestó un golpe de arriba abajo que abrió en dos a la sacerdotisa, desde la cabeza hasta la ingle.
Una mitad del cuerpo cayó enseguida al suelo. La otra mitad vaciló un momento antes de caer. Ante la mirada de Q’arlynd, las dos mitades se ennegrecieron y se desmoronaron a continuación como el hollín. Muy pronto, de la mujer no quedaron más que la armadura y las botas, rodeadas por un charco de sangre que se ennegrecía rápidamente y empezó a borbotear transformándose en un lodo hediondo lleno de pequeñas arañas. El guerrero hundió su espada en él y estas subieron rápidamente por la hoja, desapareciendo después como absorbidas por el acero.
Q’arlynd se dio cuenta de que estaba allí de pie, mirando. De repente recuperó la conciencia y se volvió invisible, un instante antes de que se volviera el guerrero.
El guerrero miró hacia donde estaba Q’arlynd; describió con la espada un lento arco directamente hacia él y la invisibilidad con que Q’arlynd se había revestido se desvaneció. El mago rebuscó entre sus componentes mágicos, maldiciendo el temblor de sus manos. Maldita sea. ¡Era un mago de batalla! Ya se había enfrentado antes a poderosos enemigos. ¿Qué demonios tenía este guerrero que lo ponía tan nervioso?
Los ojos, pensó. Esas pupilas parecían arañas revolviéndose en los globos oculares del guerrero. Era como si estuvieran a punto de saltar directas al alma de Q’arlynd.
El guerrero sonrió.
Justo cuando había conseguido encontrar los componentes del conjuro que andaba buscando, una draña llamó al guerrero desde lo alto.
—¡Por aquí! —gritó—. Otra que es demasiado fuerte para nosotros.
Echándose al hombro la espada bastarda, el guerrero partió a grandes zancadas en la dirección que le había señalado la draña y dejó atrás a Q’arlynd.
El drow cerró los ojos y se estremeció. El guerrero le había perdonado la vida.
¿Por qué?
Q’arlynd tardó varios instantes en recuperar la compostura. Cuando lo hubo hecho, siguió atravesando el bosque, esta vez con menos descaro que antes, mirando constantemente por encima del hombro en busca del menor indicio del guerrero de los ojos de araña. Casi había llegado a olvidar que estaba buscando a Leliana cuando, de repente, la vio delante de él. Estaba sola, rodeada por tres drañas, todas ellas con la cara marcada.
Buscó en el bolsillo de su piwafwi y luego vaciló. No había nadie más cerca, y daba la impresión de Leliana combatiría sola. Decidió esperar a ver qué pasaba. Si las drañas la mataban, lo daría por bueno. Le ahorraría el trabajo de hacer algo que un conjuro de verdad podría revelar más adelante.
Se ocultó tras un árbol y se puso a observar con los brazos cruzados sobre el pecho.
Aunque eran tres contra una, Leliana presentó una buena defensa hasta que una cuarta draña se le lanzó encima desde arriba, salida de repente de una nube de oscuridad. La sacerdotisa se la sacó de encima, pero una de las otras tres saltó y le clavó los colmillos en el muslo, justo por debajo de su cota de malla. Leliana dio un grito, pero no cayó de inmediato, tal vez tuviera alguna protección mágica contra el veneno. Entonces la draña sacó los colmillos de su carne. De la herida saltó la sangre y salpicó un árbol que estaba a varios pasos de distancia. Le había abierto una arteria. Leliana cayó al suelo con la cara gris como la ceniza.
Justo lo que Q’arlynd esperaba. Las drañas habían hecho el trabajo por él.
Tres de las drañas abandonaron el cadáver, levitando, y se ocultaron en las copas de los árboles. La cuarta, sin embargo, se quedó rezagada. Desde detrás del árbol, Q’arlynd apuntó a la criatura con su vara envuelta en piel y le lanzó un rayo relampagueante. La draña no lo vio venir. El rayo impactó en la parte posterior de su cabeza, y la hizo volar del cuerpo de la criatura. Las patas de araña se desmoronaron bajo el peso de un cadáver humeante.
A Q’arlynd le pareció oír movimiento en los bosques, a su espalda. Era difícil de distinguir, dado el estruendo de la batalla; echó una rápida mirada pero no pudo ver nada. Caminó hacia Leliana con el propósito de asegurarse de que estuviera muerta. Cuando miró el cadáver sintió el escozor momentáneo de una emoción a la que no estaba acostumbrado. Realmente había sido una desgracia que tuviera que morir. Leliana era una mujer atractiva, y él había disfrutado mucho con los duelos verbales que habían mantenido.
Se desprendió del sentimiento. El mundo era duro. Leliana había estado a punto de destripar a Q’arlynd para divertir a su diosa. En cambio, ahora no podría contarles a las demás lo de la sacerdotisa que había muerto en Ched Nasad. A lo hecho, pecho.
¿O acaso? Q’arlynd oyó algo así como una respiración ronca. Miró más atentamente y vio que las pestañas de la sacerdotisa aleteaban. ¿Estaría viva Leliana todavía?
Preparó un conjuro capaz de acabar con ella sin dejar la menor señal, pero por alguna razón sintió cierta reticencia a hacer lo que debía. Decidió ignorar ese sentimiento y apuntó con su dedo al pecho de Leliana. Un débil esbozo de energía mágica bailó en la punta de su índice.
A su espalda oyó que alguien gritaba el nombre de Leliana. Era Rowaan. La tenía prácticamente encima, lo bastante cerca como para que viera lo que hacía si seguía adelante con el conjuro. Eso cambiaba las cosas. Adoptando una actitud protectora sobre Leliana, Q’arlynd envió la descarga mágica al cuerpo de la draña a la que ya había matado. A continuación se volvió y se postró en el suelo.
—Había cuatro como esa, señora, atacando a Leliana —gritó, señalando a la que había fulminado con su rayo relampagueante—. Maté a una y ahuyenté a las demás.
Detrás de él, la respiración de Leliana se hacía cada vez más ronca. Su muerte era cuestión de segundos.
Rowaan a duras penas le dio las gracias. Cayó de rodillas junto a Leliana con expresión afligida. Q’arlynd alzó ligeramente la cabeza, observando. Todavía tenía la varita en la mano; cambió de posición y apuntó directamente a Rowaan. En cuanto se le presentara la oportunidad, la fulminaría.
Rowaan hizo caso omiso de él. Alzó la mano derecha y aplicó los labios al anillo de platino que llevaba en el dedo índice mientras susurraba algo. Después apretó la mano y cerró los ojos.
Q’arlynd sabía que ese era el momento que había estado esperando, pero la curiosidad pudo más que él. Un momento después lo sobresaltó un angustioso grito de Rowaan. Miró en derredor, esperando encontrarse con una draña, pero no había enemigos cerca. Cuando se volvió hacia Rowaan, esta yacía en el suelo con la cara gris, su respiración era superficial y entrecortada. Tenía una fea herida en el muslo, idéntica a la que había acabado con la otra sacerdotisa. Cuál no sería su sorpresa al ver que Leliana, en cambio, se estaba incorporando. No tenía una sola marca. Era como si el ataque de la draña simplemente no hubiera tenido lugar.
Después de un estertor final, Rowaan murió.
La primera reacción de Leliana fue mirar a Rowaan y dar un grito. La segunda, al ver a Q’arlynd, que la miraba varita en mano, fue apuntarlo con su espada.
—¡Espera, señora! —gritó él. Señaló a la draña fulminada—. Traté de salvarte la vida y maté a la criatura. ¿Es así cómo me lo agradeces?
Leliana vaciló. Miró a la draña muerta y lentamente bajó la espada. Se volvió hacia Rowaan y presionó con los dedos la garganta de la sacerdotisa muerta en varios sitios, buscando infructuosamente una palpitación vital. Sin hacer caso de Q’arlynd, se llevó su propio anillo a los labios.
Q’arlynd meneó la cabeza. No podía creer lo que veían sus ojos. Aquellos no eran anillos de esclavo. Al parecer, lo que hacían era transferir las heridas de una persona a otra. Rowaan había entregado voluntariamente su vida para salvar a Leliana, y Leliana estaba a punto de intentar otro tanto.
Las seguidoras de Eilistraee estaban locas.
O tal vez existía alguna otra razón para sus acciones, una que Q’arlynd no alcanzaba a entender. Tal vez las sacerdotisas que morían en batalla recibían alguna recompensa de su diosa después de morir. Quizá Rowaan le había arrebatado ese honor a Leliana al morir en su lugar, y la otra sacerdotisa pretendía recuperarlo.
Aunque la expresión de Leliana no era de enfado por haber sido engañada, sino de angustia…
Antes de que Q’arlynd pudiera desentrañar el misterio, otra sacerdotisa llegó corriendo por el bosque, una a la que él mismo había ayudado antes. Leliana bajó la mano en la que llevaba el anillo. Al parecer, quería seguir viviendo después de todo.
—¡Acaban de matar a Rowaan! —gritó—. ¡Ayúdala!
Cuando la sacerdotisa se puso a la labor, Leliana se dio la vuelta y miró a Q’arlynd.
—Nos has seguido hasta aquí. ¿Por qué?
—Esperaba mostrarme digno de pertenecer a las fuerzas de Eilistraee, señora —dijo el drow, con una inclinación de cabeza. Estaba acostumbrado a las hembras furiosas y sabía exactamente lo que debía decir; además, sus palabras no estaban condicionadas por un conjuro de verdad—. Pensé que sumándome al combate podría compensar aquel desafortunado accidente de Ched Nasad. Llegué cuando estabas luchando con las cuatro drañas. Conseguí matar a la que ahí ves, pero las otras tres huyeron. ¿Es mucho pedir que en vista del servicio que te he prestado reconsideres tu anterior decisión de acabar conmigo?
Leliana lo miró, extrañada.
—¿Matarte? ¿Qué te hace pensar…?
Un gruñido ronco la interrumpió. La sacerdotisa que acababa de hacer el conjuro restaurador se incorporó y susurró una plegaria de agradecimiento a su diosa.
Rowaan volvía a la vida.
Leliana se dejó caer de rodillas y la abrazó. Tocó el anillo que llevaba Rowaan en el dedo.
—Ese fue un gesto muy valiente, Rowaan.
Rowaan se encogió de hombros débilmente.
—No hay por qué dar las gracias. —Con un gesto señaló a la mujer que acababa de devolverla a la vida—. Sabía que Chezzara llegaría tarde o temprano.
—Aun así —dijo Leliana—, la muerte te debilitó. Tu magia nunca volverá a ser tan fuerte.
—Tú harías lo mismo por mí, madre. Sé que lo harías.
Q’arlynd abrió mucho los ojos, sorprendido, mientras asentía para sus adentros. Ya había notado el parecido entre las dos sacerdotisas, sin embargo, le sorprendía saber que eran madre e hija. Normalmente, entre los drow eso contaba muy poco. «La sangre —como solía decirse— no era más que una daga clavada a fondo». La mayor parte de las veces, las madres sobrevivían a sus hijas. La menor sospecha de traición merecía unas represalias brutales. Sin embargo, Leliana y Rowaan parecían compartir algo más que el mero nombre de su Casa: uno de esos escasos vínculos de auténtico afecto.
En otro lugar del bosque, se oyó el entrechocar de las espadas y una mujer gritó el nombre de Eilistraee, lo que les recordó que la batalla todavía continuaba.
—Me necesitan —dijo la sacerdotisa que había ayudado a Rowaan. También señaló a Q’arlynd—. Y también a él. Sea quien sea, es un luchador formidable y no nos enfrentamos sólo a las drañas. Hay un judicador luchando junto a ellas.
Leliana y Rowaan se sobresaltaron.
Tras decir aquello, la sanadora salió corriendo hacia el interior del bosque.
Leliana ayudó a Rowaan a incorporarse y luego se volvió hacia Q’arlynd. Se lo quedó mirando un buen rato y luego inclinó la cabeza.
—Gracias —le dijo.
Q’arlynd le devolvió el gesto.
—De nada, pero antes de que volvamos a la batalla tengo una pregunta. ¿Qué es un judicador?
—Uno de los campeones de Selvetarm —respondió Leliana.
—¿Uno de sus clérigos? —preguntó Q’arlynd. Se estremeció al recordar los ojos de araña.
—Más. —La expresión de Leliana era sombría—. Mucho más que eso.
A juzgar por la forma abrupta en que se interrumpió el lejano grito de lucha, otra sacerdotisa acaba de descubrir eso mismo.
Cuando salió el sol a la mañana siguiente, Flinderspeld caminaba sin rumbo por el bosque, tratando de protegerse los ojos del hiriente resplandor del sol. Por todos lados había cadáveres de drañas, enganchados en las ramas o espachurrados contra el suelo formando un montón de patas rotas, sangre y restos de quitina. Era extraño, pero no había visto a ninguna sacerdotisa muerta aunque había pruebas de que habían muerto varias. Tres veces encontró un peto cortado en dos encima de una cota de malla y unas botas vacías y una espada tirada al lado. Era como si las mujeres que habían muerto portando la armadura hubieran desaparecido de pronto y hubieran abandonado sus armas y su equipo.
Flinderspeld estaba tremendamente contento de no haber encontrado al responsable de todas aquellas muertes.
Vio a una sacerdotisa viva un poco más allá y corrió hacia ella. De un desgarrón de la cota de malla de la guerrera colgaban los eslabones rotos, y su peto estaba empapado de sangre. Estaba de pie, con la hoja de la espada apoyada en un hombro, y miraba una armadura vacía.
—Ah, perdona —dijo Flinderspeld—. Estoy buscando a la sacerdotisa Vlashiri. Leliana me dijo que la buscara.
La mujer lo miró con expresión vacía y exhausta.
—Acabas de encontrarla.
Flinderspeld no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Levantó el dedo en el que llevaba el anillo de esclavo.
—Leliana dijo que tú podrías eliminar la maldición de este anillo de esclavo.
—Eso ya no es posible.
Flinderspeld parpadeó.
—Pero Leliana lo prometió. Ella…
—Demasiado tarde para promesas —dijo la sacerdotisa—. Vlashiri… se ha marchado. No queda nada que resucitar.
—Oh. —Flinderspeld miró la armadura vacía y se dio cuenta de repente de que la sacerdotisa a la que estaba hablando no era Vlashiri, después de todo—. ¿Hay alguien más que pueda…?
La expresión de los ojos de la mujer hizo que se callara.
—Ya no. Al menos en este altar —después suspiró—. Lo siento, es sólo que… Prueba en El Paseo, cerca de Aguas Profundas. Ese es nuestro templo principal. Varias de las sacerdotisas de allí están familiarizadas con las maldiciones. Tal vez una de ellas pueda ayudarte.
Flinderspeld asintió con gesto amable, si bien jamás había oído hablar de ese lugar. Aunque ese Aguas Profundas estuviera sólo a una legua de allí, era poco probable que llegara. Había conseguido evitar a su amo durante el frenesí del ataque de las drañas, pero ahora que la batalla había acabado, tarde o temprano Q’arlynd…
Como si lo hubiera oído, sintió que la conciencia de su amo se deslizaba en su mente, como una daga en una vaina bien aceitada. Flinderspeld se volvió y vio al mago, que caminaba hacia él.
—Vaya, Flinderspeld. Estás aquí. Estaba preocupado pensando que hubieras desaparecido.
No has elegido bien las palabras, amo, le respondió mentalmente Flinderspeld echando una mirada significativa a la armadura vacía.
Q’arlynd palideció. Flinderspeld se preguntó por qué la armadura vacía de Vlashiri desazonaba de esa manera a su amo.
—¿Vlashiri ha muerto? —preguntó Q’arlynd, repitiendo en voz alta la información que acababa de extraer de la mente de Flinderspeld. El mago miró el anillo que el gnomo llevaba en el dedo—. Supongo que tendrás que encontrar a otra sacerdotisa que te quite el anillo, ¿no es cierto?
Si pretendes hacer una broma, no tiene la menor gracia.
Q’arlynd lo amenazó con un dedo.
—No seas tan mordaz, Flinderspeld. No es momento para eso. Estoy a punto de aceptar a Eilistraee como deidad patrona. Serás mi testigo. Vamos.
Sumisamente, Flinderspeld partió tras su amo. No tenía elección. Si le desobedecía, Q’arlynd se adueñaría de su cuerpo y le obligaría a andar, como si fuera una marioneta. Flinderspeld había soportado aquello con estoicismo allá, en Ched Nasad, como esclavo en una ciudad drow, cuya única posibilidad de supervivencia era obedecer a su amo, y Q’arlynd, a pesar de sus bravatas, jamás le había hecho daño. Después de todo lo que había visto la noche pasada, Flinderspeld empezaba a tener dudas sobre la decencia de su amo. Amparándose en su invisibilidad, lo había seguido y había visto cómo permanecía impávido mientras las drañas asesinaban a Leliana. También había notado la reverberación de la energía mágica en las manos de Q’arlynd mientras examinaba las heridas casi letales, una reverberación que siempre presagiaba un rayo mágico. Hasta ese momento, Flinderspeld había pensado que su amo se había unido a la batalla para ponerse a prueba ante las sacerdotisas, pero pronto comprendió que su intención era matar a Leliana y a Rowaan.
Era algo que Flinderspeld debía de haber previsto. Había sido un tonto al pensar que su amo era diferente de los demás elfos oscuros.
Q’arlynd lo condujo a una parte del bosque que estaba llena de bloques de piedra: las ruinas de edificios caídos tiempo atrás. En un momento dado llegaron a una estructura de extraño aspecto que debía de haber sido un altar a la diosa drow de la espada. Consistía en una docena de columnas de obsidiana negra con forma de espada colocadas de punta en una plataforma circular de piedra blanca. Las empuñaduras de las columnas-espada estaban aplanadas y sostenían un techo circular, también de piedra blanca, que tenía un agujero en el centro. El altar parecía antiguo; su techo en forma de luna estaba tan erosionado que los bordes parecían redondeados.
Flinderspeld admiró las columnas mientras se acercaban al altar en medio de la niebla que rozaba el suelo. La obsidiana era una piedra difícil de trabajar, ya que sus bordes se desconchaban y se rompían con facilidad. Quienquiera que hubiese tallado los contornos redondeados de esas empuñaduras era un maestro que seguramente sabía también usar la magia. Incluso tras siglos de exposición a los elementos, los bordes de esas espadas todavía parecían filosos. Había sangre seca en el filo de una de ellas, una sangre vertida seguramente por drañas.
Una sacerdotisa, que aún llevaba puesta su cota de malla salpicada de sangre y con cicatrices frescas de heridas curadas por medios mágicos visibles contra su negra piel, esperaba en el centro del altar. Al ver a Q’arlynd y Flinderspeld les hizo señas de que se acercaran. Q’arlynd entró en el altar sin vacilación. Flinderspeld fue más precavido. Podía sentir la magia que rodeaba el altar. A esto se sumaba un sonido como de voces femeninas agudas cantando a lo lejos. Flinderspeld tanteó el espacio entre dos de las columnas-espadas con un dedo, como si temiera encontrarse con una barrera mágica. Después, con gran cautela, entró en el altar.
Cuando la sacerdotisa sacó la espada, Flinderspeld se escondió detrás de su amo. Observó con desconfianza cómo le entregaba el arma a Q’arlynd y se preguntó qué papel le tocaría desempeñar a él.
Su amo «juró sobre su espada», haciéndose un corte en la palma de la mano mientras pronunciaba el juramento. A instancias de la sacerdotisa, Q’arlynd dijo que realmente quería honrar a Eilistraee por encima de todas las demás deidades, e incorporarse a su fe como un fiel laico. Prometió usar su magia para ayudar a los débiles, combatir a los enemigos de Eilistraee y obedecer a sus sacerdotisas, algo que seguramente le resultaría natural a Q’arlynd, después de toda una vida de sometimiento a las mujeres de Ched Nasad. El juramento final fue un voto de trabajar altruistamente para «atraer a otro drow a la luz» y tratar con bondad a todo el que se encontrase, mientras no se demostrase indigno de ese trato.
Flinderspeld tendría que verlo para creerlo.
Q’arlynd completó su juramento y devolvió la espada a la sacerdotisa. Ella se inclinó y la ofreció a Flinderspeld. Tardó un momento en darse cuenta de que le estaba pidiendo que se incorporara a su fe. Echo una mirada de reojo a su amo. ¿Qué quieres que haga?
Q’arlynd hizo un gesto de desentendimiento.
—Es cosa tuya —dijo.
Y entonces, para asombro del gnomo, se retiró de su mente.
Era una especie de prueba, pero Flinderspeld no sabía qué hacer para superarla. ¿Esperaba su amo que jurara sometimiento a la diosa drow? ¿O que se negase y diera, así, más relieve a la «conversión» de Q’arlynd?
La sacerdotisa le observaba, desde su altura, a la espera.
Por fin, Flinderspeld reunió coraje para negar con la cabeza. Con firmeza. Él tenía su propia deidad. No quería saber nada de ninguna religión drow.
—No puedo unirme a tu fe —le dijo a la sacerdotisa—. He jurado lealtad a Calarduran Manostersas.
—Muy bien. —A la sacerdotisa pareció traerle sin cuidado su negativa. Volvió a envainar la espada y se volvió hacia Q’arlynd—. Ya está. Bienvenido a la luz, Q’arlynd Melarn. Que sirvas bien a Eilistraee.
Q’arlynd asintió.
—¿Querrás excusarnos, Señora? —tomó a Flinderspeld por el hombro—. Mi amigo se marcha y quisiera disponer de unos instantes para despedirme de él.
A Flinderspeld empezó a latirle muy fuerte el corazón mientras la sacerdotisa abandonaba el altar. ¿Qué sería lo que su amo no quería que viera ella? No serviría de nada llamarla, ya que Q’arlynd se limitaría a controlarlo mentalmente. Se limitó a obedecer la orden mental del mago y a seguirlo hacia el bosque. Recorrieron en silencio varios cientos de pasos hasta que Q’arlynd hizo un alto y metió una mano en un bolsillo de su piwafwi, el bolsillo donde guardaba los componentes para sus conjuros.
Flinderspeld abrió mucho los ojos.
—¡Espera! —le dijo a su amo—. ¡No se lo voy a contar a nadie!
Q’arlynd frunció el entrecejo.
—¿Y qué se supone que es lo que no le vas a contar a nadie?
Nervioso, Flinderspeld tragó saliva.
—Debes de haberlo leído en mi mente —balbució—. Sabes que yo estaba allí, observando, cuando dejaste que las drañas mataran a Leliana.
—Ah, eso. —Q’arlynd abrió los brazos—. Eran cuatro y mi magia estaba casi agotada —dijo sin más—. No tenía ninguna posibilidad de matarlas a todas. Sabía que otra de las sacerdotisas acudiría tarde o temprano a resucitar a Leliana, pero no estaba tan seguro de que fueran a hacer lo mismo por mí. No podía correr el riesgo de que me mataran.
La expresión de pesar que mostraba parecía auténtica y Flinderspeld se preguntó si después de todo se habría equivocado en lo que había creído ver.
—Ahora dame la mano —ordenó Q’arlynd.
Flinderspeld lo hizo, preguntándose qué pasaría.
Q’arlynd le apartó la mano de una palmada.
—Esa no, zoquete, la izquierda.
Al ver que Flinderspeld vacilaba, Q’arlynd se agachó, se la cogió y a continuación le quitó el guante. El mago pronunció unas palabras en lengua drow y arrancó el anillo del índice de Flinderspeld.
—El anillo de esclavo. Fuera con él.
Flinderspeld dio un respingo.
—¿Qué estás… por qué has…?
El mago lanzó el anillo al aire, lo recogió y se lo guardó en un bolsillo del piwafwi.
—Ahora soy un fiel de Eilistraee —dijo—, y eso es lo que hacemos, tratar a todos con bondad.
—Pero…
Q’arlynd suspiró y abrió los brazos.
—Está bien, considera que tengo otro motivo: ya que voy a quedarme en la superficie al menos durante un tiempo, entre las sacerdotisas de Eilistraee, si te mantengo a mi lado, seguro que darás con alguna otra sacerdotisa capaz de eliminar maldiciones. El anillo abandonará tu mano tarde o temprano y, si te lo quita una sacerdotisa, sus poderes mágicos se perderán para siempre —dio una palmadita al bolsillo donde lo había guardado—. De esta manera, seguiré manteniendo mi propiedad —alzó una ceja—, o al menos parte de ella.
—Ya veo —dijo Flinderspeld. Empezaba a entender.
A Q’arlynd le gustaba pasar por alguien tan cruel y desalmado como cualquier drow, pero sus acciones a menudo contradecían sus palabras. No le habría resultado difícil al mago mantener a Flinderspeld bajo su control e impedir que pidiese ayuda a las sacerdotisas.
Q’arlynd estaba de pie con los brazos en jarras.
—Ahora me aseguraré de que no le cuentas a nadie lo que viste.
Flinderspeld empalideció.
—Supongo que no vas a hacerme volar por los aires mientras me alejo, ¿verdad?
Q’arlynd dio un bufido.
—¿Por qué habría de querer matarte? ¿Acaso no eres una propiedad valiosa?
—Ya no soy de tu propiedad.
—Es cierto —dijo Q’arlynd, acariciándose el mentón—. ¿Qué voy a hacer para mandarte lejos? Lo ideal sería enviarte a algún lugar donde no haya ninguna sacerdotisa de Eilistraee. Puedes elegir el lugar a donde quieras ir. No tienes más que nombrar el lugar y te teleportaré a él.
Flinderspeld lo miraba boquiabierto. Estudiaba la cara de su amo en busca de algo que le revelara que la oferta era sincera.
—¿De verdad?
—De verdad —respondió Q’arlynd, con una mueca.
Flinderspeld se rascó la calva mientras pensaba. A pesar de que había fantaseado cientos de veces con escapar, nunca había conseguido decidirse.
—No sé adónde quiero ir —respondió con sinceridad—. Blingdenstone está destruida; queda menos de ella que de Ched Nasad. Tal vez debiera ir a uno de los asentamientos menores de los svirfneblin… suponiendo que haya un gremio que quiera aceptarme.
Q’arlynd asintió.
—Ya veo. No tienes hogar, ni Casa, ni nada —lanzó una carcajada exagerada, tal vez con la intención de que sonara cruel—. Todo lo que tienes es…
El mago se calló de golpe y miró hacia otro lado.
Flinderspeld miró a su antiguo amo a la cara, dándose cuenta de pronto de lo que Q’arlynd trataba de decir. El mago drow realmente le había tomado cariño a lo largo de los tres últimos años. Después de todo, tenían algo en común: su hogar y su familia habían sido destruidos. Q’arlynd echaría de menos a Flinderspeld.
Pensó que tal vez no fueran tan diferentes, al fin y al cabo. El propio Flinderspeld se había quedado escondido mientras su amo se abría camino por un bosque plagado de drañas. Durante unos instantes en que lo perdió de vista, albergó la esperanza de que estuviera muerto.
Flinderspeld se encogió de hombros.
—No has sido un amo tan malo —le dijo al mago—. Cualquier otro drow me habría matado hace tiempo por mi «insolencia».
Q’arlynd dio un bufido.
—No me hagas pensar en mis faltas —su voz se endureció—. Elige el lugar a donde quieras ir. Rápido, antes de que cambie de idea y decida hacerte volar por los aires.
—Está bien —dijo Flinderspeld—. ¿Qué tal Luna Plateada? Nuestra ciudad mantenía allí una representación comercial.
—Vale.
—¿Has estado alguna vez en Luna Plateada?
—Nunca —dijo Q’arlynd, con una sonrisa.
A Flinderspeld no le gustó cómo sonaba aquello.
—Entonces ¿cómo vas a teleportarme allí? ¿No necesitas haber estado antes en la ciudad? —se pasó la lengua por los labios con nerviosismo—. Tengo entendido que si una teleportación no acierta con su destino, una persona puede quedar perdida, llegar a morir incluso.
Q’arlynd rebuscó en el bolsillo donde había guardado el anillo de esclavo.
—Si le tienes miedo a un pequeño salto, tal vez debería retirar mi ofrecimiento.
—¡No, no! —se apresuró a decir Flinderspeld—. Iré. Es sólo que parece… peligroso.
—Lo es —dijo Q’arlynd—. Eso es precisamente lo que lo hace tan divertido. —Sacó del bolsillo el anillo de esclavo y se lo dio—. Quiero que te lo pongas otra vez.
Flinderspeld frunció el entrecejo. ¿Acaso Q’arlynd había estado provocándolo? ¿Qué clase de retorcida broma era aquello?
—Sólo será un momento —dijo el mago, con impaciencia—. Sólo el tiempo necesario para que observe tus pensamientos mientras tú visualizas un lugar específico en Luna Plateada, un lugar al que pueda teleportarte. Necesito verlo para poder dirigir mi conjuro.
Tras un momento de vacilación, Flinderspeld tendió la mano.
—Hay una caverna, cerca de la superficie, debajo de la plaza del mercado. Allí suelen acampar los mercaderes svirfneblin cuando visitan la ciudad.
—Bien. —Q’arlynd dejó caer el anillo en la palma de la mano de Flinderspeld—. Visualízala, lo más detalladamente que puedas.
Flinderspeld se puso el anillo y cerró bien los ojos. Imaginó la caverna tal como la había visto, describiendo con cuidado cada roca, cada grieta. Después de unos instantes, el mago le dio un golpecito en la cabeza.
—Ya basta —dijo—. Ya puedes parar. —Le quitó el anillo y se lo volvió a guardar. Susurró algo y miró a Flinderspeld con los dedos crepitantes de magia.
—¿Listo?
Flinderspeld tragó saliva y asintió.
—Adiós, Q’arlynd, y gracias. Si alguna vez…
Q’arlynd rio.
—Tonto —dijo—. No digas adiós todavía. Yo voy contigo.
A Q’arlynd le dio un vuelco el estómago cuando se encontró cayendo en un espacio vacío. Flinderspeld gritó de terror al ver que el suelo de la caverna les salía al encuentro. Q’arlynd asió con más fuerza la camisa del gnomo de las profundidades y activó la insignia de su Casa, frenando el descenso justo cuando estaban a punto de tocar el suelo.
La caverna era tal como Flinderspeld la había evocado: un espacio amplio con suelo nivelado y un techo lleno de estalactitas. Por todas partes había cajones, cestos, lagartos de carga y todo lo que puede encontrarse en un campamento. Las dos docenas de svirfneblin que estaban acampados allí se pusieron de pie de un salto y gritaron alarmados cuando Q’arlynd y Flinderspeld se materializaron ante sus ojos. Uno de ellos les lanzó una daga que chocó contra el escudo protector del que se había rodeado el mago.
Flinderspeld alzó las manos y gritó algo en su propia lengua, pero los demás gnomos de las profundidades se limitaron a mirarlo con gesto hostil. Probablemente Q’arlynd los ponía nerviosos.
—Sigue —dijo este, empujando suavemente a Flinderspeld—. Háblales. Estoy seguro de que entrarán en razón. Parecen amistosos.
Flinderspeld no parecía nada convencido.
Q’arlynd vio que otro de los gnomos cargaba una ballesta.
—¡Buena suerte! —dijo tras hacer una señal a su antiguo esclavo, y se teleportó lejos de allí.
Todavía no había dejado de reírse cuando se encontró de vuelta en el bosque. ¡Eso sí que había sido un salto! No había previsto que el techo fuera tan bajo. Según la evocación de Flinderspeld, la caverna le había parecido realmente enorme.
Se preguntó si volvería a ver alguna vez al gnomo de las profundidades. Esperaba que los otros svirfneblin no mataran a su antiguo esclavo, aunque cayó en la cuenta de que eso sería una garantía de que no le traicionaría jamás. Se dijo que tenía razones prácticas para liberar a Flinderspeld. Por una parte, si en algún momento lo sometían a otro conjuro de verdad, podría decir con sinceridad que el gnomo se había marchado por su propia voluntad y no había sufrido el menor daño; y por otra, si alguna vez llegaba a necesitar que Flinderspeld le prestara algún servicio, la gratitud de este por haberle salvado la vida podría hacer que se sintiera obligado hacia él.
A pesar de todo, Q’arlynd lo echaría de menos.
Trató de apartar esa idea. No era momento para sentimentalismos. Tenía que ocuparse de la tarea que tenía entre manos: encontrar a Qilué y ganarse un lugar en su Casa.