En las profundidades de la Antípoda Oscura, bajo el Bosque Brumoso, se hallaba el judicador Dhairn. Estaba en una gran caverna cuyas paredes estaban llenas de túneles excavados siglos atrás por un gusano púrpura que había desaparecido hacía mucho. Por encima de su cabeza, el techo estaba cruzado de telarañas; de ellas colgaban cadáveres envueltos en capullos, que goteaban un líquido pútrido sobre el suelo, y un olor rancio enrarecía el ambiente. Había docenas de rostros mirando a Dhairn desde los túneles, rostros de piel negra como el ébano y brillantes ojos rojos, se trataba de drañas (drow de cintura para arriba, pero con el tórax de ocho patas y el abdomen abultado de una araña).
Dhairn era un drow, una raza a la que las drañas atacarían nada más verla, pero su entrada repentina y su aspecto había hecho que se detuvieran. Tenía la cabeza afeitada, excepto por un mechón de pelo en la parte posterior de la cabeza que llevaba recogido en una larga trenza y cuyo extremo estaba encostrado y rígido por haberlo sumergido repetidas veces en sangre. Su piel negra estaba surcada por líneas de un blanco reluciente, la marca de la deidad a la que servía. Sus ojos no tenían color, sólo unos puntos negros donde estaban las pupilas. Si se le miraba de cerca, se apreciaban las débiles líneas amarillas con forma de telaraña en el blanco del ojo, y que sus pupilas no eran realmente redondas, sino que tenían forma de araña.
Sin embargo, las drañas no estaban tan cerca, y menos después de haber visto la enorme espada que el judicador asía con ambas manos. La empuñadura del arma mágica tenía dos guardas, con forma de araña. Una de ellas tenía las patas aferradas fuertemente a la mano derecha de Dhairn. No llevaba funda, y sólo podía soltar la espada con la mano izquierda, nunca con la derecha.
Dhairn se echó la capa hacia atrás con la mano que le quedaba libre y mostró una túnica roja y una pechera de adamantina decorada con el símbolo sagrado de Selvetarm: una maza y una espada cruzadas, con una araña superpuesta. La capa mágica le había permitido salir por sorpresa de la roca sólida y acceder a la caverna de las drañas. Mientras le siseaban desde arriba, tratando de reunir el valor para atacarlo, habló:
—¡Prole de Lloth! —exclamó—. ¡Exiliados de Eryndlyn, de Ched Nasad, de Menzoberranzan, por voluntad de Selvetarm ya no sois unos descastados! ¡Hay un lugar para vosotros en las filas de los Selvetargtlin, si estáis dispuestos a reclamarlo!
Desde arriba llegaron crujidos y siseos de conversaciones entre susurros. Una de las drañas salió disparada de un túnel y descendió hacia Dhairn, cabeza abajo, sujeta a una hebra de seda. Era una draña macho. Los mechones de pelo largo y enmarañado que colgaban de su cráneo parecían jirones de telaraña. Tenía el rostro demacrado y los ojos entrecerrados en lo que parecía una mueca permanente de dolor. De cada mejilla le salía un colmillo curvo, cuyas puntas rezumaban veneno. Se giró lentamente sobre la hebra de seda, volviendo también la cabeza para poder tener a Dhairn a la vista.
—¿Sirves al campeón de Lloth?
Dhairn levantó la espada y cortó la hebra. La draña quedó suspendida en el aire demasiado tiempo antes de caer al suelo, lo que confirmó las sospechas de Dhairn. La draña colgante había sido una ilusión. Dhairn continuó el movimiento oscilante de su espada, volviéndose para lanzar un tajo hacia atrás, a lo que parecía el vacío. La hoja se clavó en algo sólido. La cabeza de una draña salió volando hacia un lado, mientras el cuerpo, repentinamente visible, se desplomó. Del cuello cortado manó sangre oscura, como si fuera vino saliendo de un odre roto. En una de las manos, la draña tenía un guante que brillaba con una intensa aura mágica. El charco de sangre en el que aterrizó la mano chisporroteó y se desintegró.
Dhairn miró a las drañas que quedaban al tiempo que su espada se bebía la sangre que la cubría. Varios ojos pestañearon. Algunas drañas se volvieron a meter en sus túneles. La que acababa de matar seguramente sería su mago. Una pena. Sus habilidades podrían haber sido de utilidad.
—Todos somos campeones de Lloth —les dijo Dhairn—. Tanto los drow como las drañas.
—Eso no es lo que dicen sus sacerdotisas —se trataba de una voz femenina, seguramente la de su líder. Dhairn miró uno a uno todos los agujeros, tratando de encontrarla.
—Somos los condenados —prosiguió—. Le fallamos a Lloth y fuimos marcados por culpa de nuestra debilidad. Este es el castigo de Lloth.
Dhairn la vio. Se había encabritado sobre sus patas de araña y tenía los brazos extendidos. Una vez debía de haber sido hermosa. Sus orejas acababan delicadamente en punta, y tenía los ojos rasgados a juego. La parte superior de su cuerpo estaba bien torneada sobre una cintura esbelta. Ni siquiera los colmillos venenosos que le salían de las mejillas estropeaban demasiado su aspecto, pero la vida en el exilio la había despojado de su orgullo. Tenía el cabello enmarañado, y el cuerpo manchado de los apestosos jugos de los cadáveres de que se alimentaban las drañas. Su piel oscura estaba veteada con manchas de polvo de roca.
—¿Nunca se te ha ocurrido —demandó Dhairn— preguntarte por qué Lloth alteró vuestros cuerpos a imagen y semejanza dela más sagrada de las criaturas? ¿Realmente veis vuestra mitad arácnida como un castigo? No, lo vuelvo a decir. Sois sus campeones, al igual que Selvetarm.
Se quedó esperando, dejando que las drañas reflexionaran acerca de lo que acababa de decirles.
Su líder lo miró con el ceño fruncido y dijo:
—Las sacerdotisas de Lloth…
—Os mintieron —dijo Dhairn, con frialdad—, tal y como Lloth les ordena que hagan. Es parte del plan de la Reina Araña. Vuestro exilio os ha hecho más fuertes, más astutos. Al cazar a los drow, elimináis de nuestras filas a los débiles, a los incapaces. Hacéis que nuestra raza se fortalezca. —Hizo una pausa para que aquello calara—. Si realmente no gozarais del favor de la diosa, ¿por qué habría de otorgaros tanto poder? Habéis sido despojados de la insignia de vuestra Casa, pero todavía podéis levitar. Ya no sois drow, pero aún podéis ocultaros en las sombras y hacer visibles a los enemigos escondidos rodeándolos con una luz mágica. Tenéis poderes que Lloth les otorga sólo a sus hijos drow favoritos, la habilidad de reconocer a vuestros enemigos por sus auras y de espiarlos mágicamente a distancia mientras planeáis la emboscada. Lloth os ha transformado en el arma perfecta, una criatura poseedora de la astucia de un drow y del sigilo y el veneno de una araña. Lo que os falta es la mano que os dirija.
—¿Y serás tú esa mano? —preguntó la líder, con un deje de amargura en su voz.
Dhairn levantó la barbilla.
—Selvetarm será esa mano —le dijo—. Yo sólo soy su judicador. —Levantó la espada—. Venid y sed bienvenidos a su fe. Es tiempo de reclamar vuestro lugar entre los drow.
Tuvo que esperar un instante más, pero la líder saltó desde su túnel y descendió, sujeta a una hebra de su tela. Cuando sus patas de araña tocaron el suelo de la caverna, otras drañas siguieron su ejemplo, descendiendo algunas por sus hilos y deslizándose otras por las paredes. Dhairn pronto quedó rodeado por varias docenas de las criaturas, machos en su mayoría. Ninguna de ellas estaba al alcance de su espada, y todas mostraban una expresión alerta y desconfiada, pero también de cautelosa esperanza. Habían perdido sus posesiones, su categoría dentro de sus Casas, su capacidad para forjarse sus propios destinos después de su transformación y exilio. Y algo más, lo que más les dolía: llevaban el doloroso estigma de creer que habían sido juzgados por su diosa como deficientes, de pensar que esta deficiencia había sido grabada en sus cuerpos a fin de que todos lo supieran en la Antípoda Oscura.
Sin embargo, alguien había llegado para decirles que todo formaba parte del plan de la Reina Araña, que Lloth todavía los tenía cerca de su oscuro corazón, que había un lugar para ellos en la telaraña de la vida. Y no era un cualquiera el que lo decía, sino un poderoso clérigo de Selvetarm, el campeón de Lloth, un semidiós cuya forma era similar a la suya.
Dhairn podía ver que las drañas rabiaban por creerle, pero necesitaban algo más antes de permitirse aceptar sus palabras como verdaderas. Y Dhairn se lo iba a ofrecer, una sangrienta victoria.
—Existen sin duda drows que son una abominación a los ojos de Lloth —les dijo—, drows que se han desviado mucho de la telaraña de la vida que Lloth pretendía que tejiéramos, drows que viven en el Mundo de Arriba y practican un culto blasfemo. Esta va a ser vuestra tarea: seréis el azote que obligue a estos blasfemos a volver al seno de Lloth, o que arranque la traidora carne de sus huesos. Será vuestra oportunidad de demostrar lo que valéis, una oportunidad en la que no podéis fallar.
Sostenía la espada ante sí. La hoja estaba limpia, la sangre de la draña-mago había sido completamente absorbida por su acero. Recorrió con la mirada a una draña tras otra.
—¿Quién de vosotros será el primero en unirse a las filas de los Selvetargtlin?
Las drañas vacilaron y volvieron los ojos hacia su líder, quien miró a Dhairn a los ojos, estudiándolo. Entonces dio un paso adelante, repiqueteando en el suelo de piedra con sus patas de araña y se arrodilló.
—Chil’triss, de la Casa Kilsek.
Dhairn asintió. Probablemente era la primera vez que aquel ser había usado el nombre de su Casa desde hacía décadas.
—Chil’triss, de la Casa Kilsek —repitió Dhairn, apoyándole en la mejilla la punta de su espada. Lentamente le deslizó la hoja por la cara, donde abrió un sangriento surco en diagonal desde la mejilla hasta la mandíbula. Repitió el movimiento en sentido contrario, convirtiendo el dibujo en una «X». Dos líneas más, una horizontal y otra vertical, completaron el símbolo: las líneas de apoyo de una telaraña—. Te doy la bienvenida a las filas de los Selvetargtlin.
Terminada la ceremonia, ella sonrió a través de la sangre que le corría por los labios y el mentón. Contrajo los colmillos nerviosamente y en sus ojos volvió a brillar el fuego de la determinación.
—¡De rodillas! —le gritó a su gente—. Uníos al enjambre.
Dhairn sonrió.
Q’arlynd estaba sentado a cierta distancia de la hoguera del campamento, con las piernas cruzadas sobre el húmedo suelo del bosque. En lo profundo del bosque, casi en el altar, el aire era frío. La bruma que daba nombre al bosque se aferraba al suelo en parches y dejaba un leve brillo de humedad en todo cuanto tocaba, pero al menos era un poco menos brillante debajo de los árboles. Las ramas de estos impedían el paso de los rayos más intensos de la luz de la luna.
Q’arlynd extrajo el cuarzo de un bolsillo de su piwafwi y observó el bosque circundante a través del cristal mágico. Todo era lo que parecía. No había vigilantes ocultos al acecho en aquellos bosques brumosos. Flinderspeld y las dos sacerdotisas se encontraban a poca distancia, calentándose junto a un fuego. Suspendido sobre las llamas, el cuerpo recién muerto y destripado de una pequeña criatura de los bosques se asaba lentamente.
Q’arlynd pronunció una palabra y se hizo invisible. Se despojó del cinturón, al tacto lo colocó cruzado encima de sus rodillas y puso el cristal mágico sobre la parte interna de la ancha cinta de cuero cercana a la hebilla. Aunque el resto del cinturón seguía siendo invisible, la sección del mismo que estaba inmediatamente por debajo del cristal se volvió visible. Sobre ella había palabras escritas en unos glifos diminutos: los conjuros de Q’arlynd. Acercándose el cinturón a los ojos para poder leer la escritura, pasó el cristal despacio por el cinturón y volvió a memorizar su «libro de conjuros».
Al llegar a la mitad hizo una pausa y alzó la vista. Flinderspeld estaba hablando con las dos sacerdotisas mientras esperaban que se terminara de asar su comida de final de la noche, pero ahora se había inclinado hacia Leliana en una pose sospechosa, con un hombro levemente girado hacia adelante.
Q’arlynd trató de introducirse en los pensamientos de Flinderspeld, pero el vínculo se resistía. Entrecerró los ojos. Era evidente que el gnomo de las profundidades estaba lo bastante cerca para que la magia de los anillos de Q’arlynd actuara sobre él. Las sacerdotisas debían de haber hecho algo para bloquear el vínculo. Eso era algo de lo que Q’arlynd tendría que ocuparse en el futuro, pero por el momento dejó que pensaran que gozaban de privacidad. Él contaba con otros medios, puestos a punto a lo largo de toda una vida de espiar por las esquinas y en el interior de habitaciones cerradas. Formuló un conjuro que le permitiría observar y escuchar desde lejos.
Flinderspeld se había quitado los guantes. Leliana le sostenía la mano y estudiaba el anillo de esclavo que llevaba en el dedo.
—… retirarlo —estaba diciendo—. Cuando lleguemos al altar le pediré a Vlashiri que lo haga. Ella conoce la plegaria que necesitas.
Q’arlynd asintió calladamente. Era una traición previsible, sobre todo por parte de los esclavos, pero de todos modos le causaba irritación. El anillo que Flinderspeld llevaba en el dedo era el último de sus anillos de esclavo. Los otros cuatro, que formaban conjunto con su anillo de amo, habían quedado sepultados —junto con los cuerpos de los esclavos que los llevaban puestos— en el derrumbamiento de Ched Nasad. Q’arlynd no podía permitirse perder también el último.
Leliana soltó la mano de Flinderspeld y se inclinó más hacia su compañera. Bajó el tono de la voz para que Flinderspeld no pudiera oírla, pero gracias a la magia, Q’arlynd sí pudo oír sus palabras.
—Voy a tener unas palabras con este «amo» suyo. Sospecho que no se comporta precisamente como un aspirante.
—Pero lleva la señal de la espada —respondió Rowaan con un susurro sobresaltado.
Leliana no pareció impresionada.
—¿Y qué? —dijo con un bufido—. Nuestras señales ya han caído en manos indebidas antes. Ya oíste que cuando dije que el nombre de la sacerdotisa que iba a Ched Nasad era Milass’ni no me corrigió.
Rowaan se encogió de hombros.
—Hay gente a la que no se le dan bien los nombres.
—Él no es ningún tonto. Es un mago, y las academias no admiten a los torpes.
Flinderspeld se había puesto de pie mientras las sacerdotisas susurraban. Se apartó del círculo del fuego lentamente, tratando no llamar la atención. Se puso en cuclillas y empezó a desvanecerse…
De pronto Leliana se volvió hacia él.
—¡Detente! —había desenvainado la espada y la empuñaba, lista para atacar.
Q’arlynd se puso de pie y se llevó una mano al bolsillo en busca del componente de un conjuro.
Flinderspeld se detuvo y recuperó su aspecto normal, aunque varios tonos más pálido.
—Tú también tendrás que contestar algunas preguntas —le dijo Leliana.
Q’arlynd se detuvo, con el componente en la mano. Después de todo parecía que Leliana no tenía intención de cortar en dos a su esclavo. Sólo quería algunas respuestas y, si todo iba bien, Flinderspeld le diría exactamente lo que ella quería oír. Q’arlynd volvió a guardar el componente.
Sin embargo, en lugar de interrogar al gnomo de las profundidades, Leliana hizo lo inesperado. Hizo girar la espada por encima de su propia cabeza describiendo un círculo cerrado hasta que siseó en el aire y a continuación suspendió la hoja sobre la cabeza de Flinderspeld.
—Dime de qué modo consiguió tu amo el signo de Eilistraee —exigió.
Q’arlynd lanzó una maldición. Era evidente que Leliana había hecho un conjuro a su esclavo, y Q’arlynd supuso cuáles serían sus efectos. Cuando Flinderspeld abrió la boca para responder, Q’arlynd trató una vez más de introducirse en la mente del esclavo. Por fin funcionó. Fuera cual fuese el escudo mágico que las sacerdotisas habían interpuesto entre los dos anillos había desaparecido. Q’arlynd oyó que Flinderspeld ensayaba la historia que él le había enseñado antes de atravesar el portal.
Flinderspeld estaba a punto de decir que había visto que una sacerdotisa de Eilistraee le había dado a su amo el signo, pero las palabras se negaban a salir de su boca. En lugar de eso, el gnomo empezó a balbucear algo totalmente diferente.
—Encontramos el signo entre los escombros. Mi amo me mandó que dijera…
Furioso, Q’arlynd se apoderó del cuerpo de su esclavo. Flinderspeld cerró tan violentamente la boca que se mordió la lengua. Q’arlynd lo obligó a sonreír, impidiendo así que se reflejara en su cara el dolor por el mordisco.
—… que dijera a todo el mundo… que… él… había encontrado el signo. La… propia… sacerdotisa… le dijo que ella… no quería… que nadie supiera que… ella… había ido a… Ch-Ch-Ched… Nas-Nas…
Q’arlynd frunció el entrecejo. ¿Por qué estaba resultando tan difícil? Incluso bajo la acción de un conjuro de verdad, debería haber sido capaz de controlar a Flinderspeld, pero las palabras primero salían titubeantes de la boca del gnomo de las profundidades, y atropelladamente después. Todo el tiempo, la mente de Flinderspeld lanzaba alaridos, luchando con desesperación por librarse del control que Q’arlynd ejercía sobre su cuerpo y ansiosa de decir toda la verdad.
Rowaan miraba a Flinderspeld boquiabierta. Leliana salió antes de su asombro.
—El mago lo está controlando —le dijo a su compañera con tono sibilante—. Debe de andar cerca. Encuéntralo.
Rowaan tocó su signo, susurrando una plegaria.
Q’arlynd se retiró de la mente de Flinderspeld. El gnomo siguió balbuciendo el resto de su respuesta a la pregunta de Leliana, pero a Q’arlynd ya no le importaba lo que su esclavo pudiera decirles a las sacerdotisas. El daño estaba hecho, y si Leliana le aplicaba a él su magia de la verdad y averiguaba lo que había hecho, las cosas se pondrían realmente feas. La muerte de una de sus sacerdotisas, aunque hubiera sido por accidente, era algo que ninguna drow estaría dispuesta a perdonar.
Las esperanzas de Q’arlynd de conocer a Qilué se habían esfumado con tanta velocidad como una telaraña al contacto con una antorcha. Era hora de poner fin a esta pequeña incursión por el Mundo de Arriba y volver a Ched Nasad.
Pero no sin su esclavo, que, cosa rara, estaba totalmente quieto en lugar de retroceder lentamente como era su costumbre cuando surgía algún contratiempo.
Q’arlynd lanzó una maldición al darse cuenta de que Flinderspeld debía de estar retenido por medios mágicos. Decidió colocarse el cinturón y teleportarse hasta situarse junto al gnomo. Una segunda teleportación le…
—¡Ahí está! —gritó Rowaan, señalándolo directamente a través del fuego crepitante.
El conjuro de Rowaan había conseguido encontrarle, pero no importaba. Q’arlynd puso una mano invisible sobre la cabeza de su esclavo y pronunció las palabras que los teleportarían a los dos a…
Q’arlynd sintió que su cuerpo se ponía rígido. Perdió el equilibrio y cayó de bruces en el suelo, junto a Flinderspeld, salvándose a duras penas de dar con la cara en el fuego. El olor terroso de las hojas caídas inundó sus fosas nasales.
Oyó el cántico de Rowaan. De repente pudo ver otra vez su nariz. Su invisibilidad había sido desactivada.
Leliana se lanzó contra él y le tocó el hombro con la punta de la espada, haciéndole una pequeña herida en su carne. De haber podido, Q’arlynd habría dado un respingo.
Leliana sonrió.
—Te estás preguntando qué ha sucedido.
Así era, sin duda.
Leliana levantó por detrás el chaleco de Flinderspeld y señaló algo: un glifo, dibujado en su interior. Q’arlynd no reconoció el glifo aunque estaba escrito con el alfabeto drow. Debía de ser un glifo sagrado de Eilistraee.
—Rowaan tuvo la idea al verte leer tu cinturón —le dijo Leliana.
Los párpados de Q’arlynd mantenían su función, de modo que parpadeó involuntariamente de sorpresa. Se abrió camino hacia los pensamientos de Flinderspeld. El gnomo de las profundidades era el único que sabía dónde guardaba Q’arlynd su «libro de conjuros» de viaje, pero Flinderspeld hizo el equivalente de un gesto negativo. No les había dicho nada a las sacerdotisas. Q’arlynd se dio cuenta de que Rowaan era más lista de lo que él había supuesto. Debía de haberlo espiado en alguna ocasión anterior mientras él recargaba su magia.
Leliana dejó caer el chaleco.
—El glifo fue desencadenado por algún conjuro que trataste de hacer a tu antiguo esclavo —le dijo a Q’arlynd. Al decirlo le relucían los ojos con aire triunfal. La complacía mucho haber demostrado que era más lista que él.
Q’arlynd cayó en la cuenta de que las sacerdotisas de Eilistraee no eran diferentes de las demás hembras. Había sido un incauto al bajar la guardia frente a ellas.
—Ahora nos vas a decir quién eres realmente —prosiguió Leliana—, y por qué tienes tanto interés en conocer a Qilué.
Dicho esto, Leliana hizo girar la espada en torno a su cabeza y repitió la plegaria que antes había usado, formulando un conjuro de verdad. Q’arlynd sonrió. Estaba seguro de que la sacerdotisa se limitaría a liberar su boca del influjo mágico y dejaría bajo el conjuro el resto de su cuerpo, pero, cuando lo hiciera, bastaría una palabra para dejar ciegas a las dos sacerdotisas, disipar la magia que lo mantenía paralizado y teleportarse lejos de allí, con Flinderspeld.
Leliana le tocó los labios, liberándolos, y sostuvo la espada sobre su cabeza.
Q’arlynd trató de hacer su conjuro, pero su boca se negó a cooperar. Por más concentrado que estuviera, no podía pronunciar la palabra arcana capaz de desencadenar su conjuro. En lugar de eso, se encontró respondiendo con sumisión a las preguntas de Leliana, mientras que el resto de su cuerpo seguía rígido e inútil. Le contó que había encontrado las espadas simbólicas en el cadáver de la sacerdotisa, que la había despojado de las botas y anillos mágicos, quedándose con ellos, y lo de la roca que la había matado.
Al oír esto, Rowaan dio un respingo y a continuación miró a Leliana, pesarosa.
—¿Dónde está su cuerpo? —preguntó Leliana.
—En Ched Nasad. Lo hice invisible y lo dejé donde estaba.
—¿Y su colgante?
—Se lo llevó Prellyn.
—¿Quién es Prellyn?
—La maestra de armas de la Casa Teh’Kinrellz, la Casa a la que servía.
Ella dejó pasar aquello sin más explicación.
—¿Dónde estás las demás espadas simbólicas que llevaba?
—Escondidas, junto con las botas y los anillos, salvo… —Q’arlynd trató de guardarse el resto, pero no pudo—. Salvo la que está cosida en el cuello del capote nuevo de Flinderspeld.
Leliana le hizo una señal a Rowaan que palpó con las manos el cuello del gnomo de las profundidades, encontró el símbolo de la espada dentro, cortó la costura y se apropió de él. Q’arlynd se sintió aliviado al ver que no seguía palpando el capote. Dentro del dobladillo había cosas que prefería conservar.
Q’arlynd siguió parloteando mientras Leliana le hacía más preguntas. Confirmó que era realmente un Melarn y hermano de Halisstra, pero que había usado el portal porque quería averiguar qué había sido de su hermana, que no tenía la menor intención de convertirse a la fe de Eilistraee pero quería conocer a Qilué para ofrecerle sus servicios como mago de batalla.
Cuando por fin Leliana le tocó los labios otra vez, estaba sudando. La sacerdotisa lo miró desde su altura con expresión torva. Seguramente estaba pensando en la sacerdotisa muerta en Ched Nasad. Era obvio que tenía intenciones de ejecutarlo, aunque no de inmediato, no estaba tan furiosa como para eso. Probablemente estaba pensando por dónde empezar a hacerlo picadillo. Era una mujer, después de todo, y nada les gustaba más a las mujeres drow que torturar.
Si Q’arlynd hubiera podido, se habría protegido la entrepierna con las manos. Por lo general, eso era lo primero que se llevaba la espada. Todas las mujeres coincidían en que era lo que causaba los gritos más divertidos.
Leliana se quedó mirando a Rowaan. Le dijo algo en la silenciosa lengua drow sin dejar que Q’arlynd le viera las manos. Rowaan miró brevemente a Q’arlynd y luego negó con la cabeza.
Leliana enfundó la espada y sacó una daga. Se agachó, cogió a Q’arlynd por el piwafwi y lo levantó un poco del suelo. Tras ella, Flinderspeld se inclinó hacia delante, tratando de decir algo. Sus labios se esforzaban por formar una palabra.
Q’arlynd no pudo evitar que se le abrieran mucho los ojos por la sorpresa. El conjuro de sujeción que Leliana había hecho sobre Flinderspeld estaba empezando a disiparse. El gnomo de las profundidades se retorció un poco las manos mientras luchaba contra la magia del hechizo. En cuanto el conjuro llegara a su fin, Q’arlynd podría usar al gnomo para distraerlas. Lanzó su conciencia a las profundidades de la mente de Flinderspeld, disponiéndose a apoderarse de ella.
Lo que oyó lo dejó tan sorprendido que a punto estuvo de perder su conexión. ¡Flinderspeld quería rogar a Leliana para que le perdonara la vida a su amo! Estaba dispuesto incluso a sujetar la mano de la sacerdotisa, si era necesario, para evitar que hiciera daño a Q’arlynd.
Era inconcebible. Los esclavos no hacen esas cosas, especialmente un esclavo al que aquellas mismas sacerdotisas acababan de prometerle la libertad. Q’arlynd se preguntó qué pensaba Flinderspeld que podía ganar con semejante acción. Seguro que algo esperaría.
Leliana, mientras tanto, acercó su daga a la garganta de Q’arlynd. Su castigo estaba a punto de empezar. Q’arlynd deseaba cerrar los ojos. Un instante más, y las sacerdotisas lo mutilarían dolorosamente. A juzgar por el punto en que estaba el cuchillo, tal vez fuera una parte de su cara o de la garganta. Trató de recuperar el ánimo susurrando mentalmente una plegaria a Lloth. Era un esfuerzo simbólico, sin duda, pero la diosa era bastante caprichosa en eso de permitir o no que un alma entrara en sus dominios después de la muerte.
Un cuerno sonó en las profundidades del bosque, un sonido estridente, prolongado y alto.
Las dos sacerdotisas se sobresaltaron. El cuerno volvió a sonar como una serie compleja y estridente de notas.
—Un ataque al altar —dijo Rowaan. La tensión se reflejaba en su voz.
Leliana asintió.
Rowaan señaló a Q’arlynd con un gesto.
—¿Qué hacemos…?
—Los dejamos —dijo Leliana. Usó su daga para cortar la cuerda que rodeaba el cuello de Q’arlynd y dejó que cayera al suelo. Cuando se puso de pie nuevamente, el símbolo de la espada estaba en su mano—. En marcha.
Se internó corriendo en el bosque.
Rowaan se quedó atrás un instante para mirar a Q’arlynd.
—Todavía es posible la redención —susurró—. Tal vez un día encuentres dentro de ti…
—¡Rowaan! —la llamó a gritos Leliana desde el bosque.
La sacerdotisa dio un salto y luego se volvió y salió corriendo tras su compañera.
Un momento después, Flinderspeld empezó a moverse con lentitud y rigidez. Q’arlynd sabía cómo se sentiría. También a él le hormigueaba todo el cuerpo y sentía las articulaciones tan rígidas como una pieza de carne desecada. Alzó la vista hacia el gnomo de las profundidades sin poder creer todavía lo que había oído en la mente de su esclavo.
Cuando Q’arlynd pudo moverse otra vez, se valió de Flinderspeld para ponerse de pie. A pesar de su reducida estatura, el gnomo resultó un apoyo sorprendentemente firme.
Leliana no se había llevado la varita de Q’arlynd. Un descuido, sin duda.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Flinderspeld. Después de un instante añadió—: Amo.
Eso mismo se preguntaba Q’arlynd. ¿Admitir la derrota, teleportarse de vuelta al portal y volver a Ched Nasad? Suspiró. La perspectiva de seguir cavando entre las ruinas y humillándose durante años ante Prellyn no le gustaba nada. Tampoco tenía mucho que ganar con ello. Si Prellyn hubiera querido reconocerlo formalmente como su consorte y le hubiera brindado una posición dentro de su Casa, lo habría hecho hacía tiempo ya. Para la Casa Teh’Kinrellz él no sería nunca más que un chico de los recados y su talento se dilapidaría en levantar rocas y en recuperar chucherías mágicas de los montones de escombros en que se había convertido su hogar. Su propia Casa le había dado la formación de un mago de batalla, un hacedor de bolas de fuego y tormentas de hielo y ya llevaba tres años preguntándose si alguna vez volvería a usar esos conjuros.
Apenas unos momentos antes había pensado que la respuesta a esa pregunta sería afirmativa. Sus conjuros lo habrían transformado en un activo valioso para Qilué. Había pensado que podría ganarse un lugar como aprendiz al lado de esa mujer para aprender conjuros más poderosos, pero ahora sus esperanzas parecían vanas.
Se detuvo súbitamente al darse cuenta de algo. Rowaan y Leliana eran las únicas que le habían oído admitir que había matado a una sacerdotisa, y no podrían decírselo a nadie hasta que no acabara la batalla a la que habían corrido a incorporarse. En caso de que murieran en la batalla, nadie más tenía por qué enterarse del pequeño y culposo secreto de Q’arlynd. Podría empezar de nuevo, convertirse una vez más en un «aspirante».
El cuerno volvió a sonar. Q’arlynd miró hacia el interior del bosque y se frotó el mentón. Entonces sonrió.
—¿Y ahora qué hacemos? —repitió. Señaló en la dirección de la que provenían los toques de cuerno—. Vamos a incorporarnos a la batalla. Las sacerdotisas necesitan nuestra ayuda.
Flinderspeld lo miró intranquilo.
—Pero…
—Quieres que te quiten ese anillo del dedo —dijo, arqueando una ceja—. ¿No es cierto?
Flinderspeld parpadeó. Inició un gesto afirmativo, vaciló y luego miró receloso a su amo.
Q’arlynd lo interpretó como un sí.
—Vamos entonces.
Cavatina iba a través del bosque, disfrutando del olor de la fronda. Hacía poco que había llovido, y los aromas de la tierra, las hojas caídas y la corteza de los cedros la rodeaban. Era agradable volver a estar en la superficie, aunque la brillante faz del sol estaba oculta por espesos nubarrones.
Vestía una guerrera gruesa y guateada bajo la cota de malla, y flexibles botas y guantes de cuero. Había peinado su larga cabellera blanca en dos trenzas unidas en la nuca. Además de su pequeño petate de viaje iba cargada con todo lo necesario para la cacería.
Hizo una pausa para recobrar el aliento y apoyó una mano en la empuñadura de la espada cantora. Si resultaba que lo que estaba persiguiendo era algo de naturaleza demoníaca, estaba bien equipada para hacerle frente. Además del arma, llevaba algunos otros elementos mágicos. Colgado junto al mágico cuerno de caza y sujeto con su propio correaje iba un recipiente de hierro capaz de atrapar demonios. También había añadido otro amuleto al que llevaba habitualmente: una piedra negra y satinada colgada al cuello con una cadena de plata. Si el veneno de la criatura resultaba tan potente como para que a Cavatina no le diera tiempo de pronunciar una plegaria, el amuleto la protegería.
Llevaba seis días viajando desde su llegada al altar. Había dejado atrás el Velarswood y se había adentrado profundamente en Cormanthor, primero con rumbo norte, a lo largo del río Duathamper, y luego hacia el este. Dos días antes había divisado a una partida de caza de elfos salvajes y apenas el día anterior a una patrulla de elfos del sol con sus relucientes armaduras —sin duda, parte del ejército de Myth Drannor—, pero no se había dejado ver. Aunque los fieles de Eilistraee hubieran encontrado un santuario en el Velarswood, en el bosque los drow corrían el riesgo de ser atacados en cuanto los vieran. Cavatina no tenía la menor duda de que era capaz de defenderse incluso de un grupo de atacantes, pero era reacia a meterse en una situación en la que pudiera verse obligada a enviar a almas inocentes ante la presencia de sus dioses antes de tiempo.
Tampoco perseguía a los drow de Cormanthor. Los miembros de la Casa Jaerle eran fervorosos seguidores de Vhaeraun, lo mismo que los de la Casa Auzkovyn. Blasfemos. Odiaban a Lloth tanto como ella, pero ella jamás se había sumado a ninguna de esas tonterías de los «enemigos de mi enemigo».
Por fortuna, había otros medios para averiguar lo que necesitaba saber. Jaerle, que había sobrevivido al ataque de la criatura y había acudido a las sacerdotisas en busca de ayuda, él mismo un aspirante que iba en camino de convertirse a la fe de Eilistraee, le había proporcionado el punto de partida: el lugar donde había sido atacado. Desde allí, Cavatina había seguido rastros muy endebles: un hilo de telaraña pegado a la rama de un árbol, a tanta altura que se había visto obligada a levitar para encontrarlo, puntos en el suelo donde las hojas habían sido removidas por algo pesado que había aterrizado sobre ellas, una rama rota donde la criatura había pasado a través de las copas de los árboles…
En varias ocasiones, el rastro se había enfriado y había tenido que recurrir a los árboles en busca de respuestas. Varias veces, la criatura había resultado estar a poca distancia, y una de ellas había vuelto atrás sobre su propio rastro, casi como si supiera que Cavatina la estaba siguiendo y quisiera que la encontrara.
Como si quisiera tenderle una emboscada.
Cavatina sonrió. Que así fuera. Ya se había enfrentado antes a esa táctica. Los demonios eran maestros del engaño, pero Cavatina tenía experiencia acumulada a lo largo de las décadas que llevaba persiguiéndolos. Iba pendiente del terreno, de lo que había a su alrededor y de las ramas que la cubrían, esperando un ataque en cualquier momento. Sin embargo, no lo hubo.
Una vez más, perdió el rastro.
Era hora de pedir ayuda a sus guías. Tras elegir un enorme cedro cuyas largas ramas tocaban las de los árboles circundantes, se quitó un guante y apoyó la palma desnuda sobre el tronco, y dejó que el sencillo anillo de madera que llevaba en el dedo entrase en contacto con la roja corteza agrietada. Susurró la palabra de mando del anillo y sintió que su magia alteraba sus sentidos. Fue como si la sangre se acompasara en sus oídos a la circulación de la savia y al roce de rama contra rama, al susurro verdoso de hojas como escamas, al lento gruñido del tronco en continuo crecimiento. Sintió que sus cuerdas vocales se alargaban y se volvían ásperas. Echando hacia atrás la cabeza, habló con una voz que se asemejaba al sonido del cedro, un gruñido lento y crepitante.
El árbol estudió su pregunta. Sus ramas superiores se curvaron en el equivalente de un lento gesto afirmativo. Sin duda había percibido, deslizándose entre sus ramas, a una criatura como la que ella describía, pero se movía con rapidez y había pasado hacía tiempo.
Cavatina planteó al árbol otra pregunta. El cedro pensó su respuesta. Inició un gesto negativo, pero se detuvo. Un estremecimiento sacudió sus ramas, de las que salieron despedidas pequeñas gotas de agua que salpicaron las hojas que había a los pies de Cavatina. El estremecimiento también se comunicó a las ramas de los árboles próximos y fue repetido un momento después por estos árboles. La pregunta de Cavatina se transmitió en un susurro de hojas que describía un círculo cada vez más amplio y removió toda la fronda del bosque. Durante algunos instantes, sólo hubo silencio mientras el cedro al que Cavatina había interrogado aguardaba la respuesta. Después, esta llegó en forma de remolino de hojas. Un olmo informó de un envoltorio semejante a un capullo que pendía de su rama, todavía pringoso, como recién tejido. Colgaba de un árbol por el que acababa de deslizarse una criatura exactamente igual a la que había descrito Cavatina.
—¿Dónde? —preguntó Cavatina, cuya voz se asemejaba a un zumbido ronco.
Por encima de ella, una rama se movió. Unos dedos verdes desplegados señalaron la dirección.
Cavatina sonrió. El viento —¡alabada sea Eilistraee!— soplaba exactamente en la dirección adecuada. Dio las gracias al cedro y de un salto se confió al aire. Al elevarse entre las ramas desenvainó la espada y rezó. Eilistraee le concedió su deseo y la hizo invisible. Lentamente flotó por encima de las copas de los árboles, llevada por el viento.
Tuvo que renovar su invisibilidad dos veces antes de distinguir un óvalo de color blanco sucio que se retorcía levemente con la brisa. El olmo en el que estaba suspendido se encontraba cerca de un enorme tronco hueco, el lugar perfecto para que una criatura tendiera una emboscada.
Demasiado perfecto.
Cavatina hizo un conjuro de detección sobre el tronco hueco y obtuvo el resultado que esperaba: no había nada maligno dentro. Amplió su búsqueda, examinando el bosque circundante, girando en una danza aérea y describiendo un círculo en derredor con su espada. Nada. El aire cantaba una canción dulce y pura, sin la menor muestra de maldad.
La criatura se había marchado.
Un momento. Una débil nota de discordancia brotó del propio capullo.
Por un momento Cavatina se preguntó si la criatura podría haber sido aún más lista de lo que había creído, si se habría encerrado dentro de uno de sus propios capullos para sorprender a un paseante, pero el aura que la plegaria de Cavatina había detectado era débil, casi había desaparecido.
Se posó junto al capullo. Quienquiera que fuera el que estaba dentro, todavía vivía. Apenas. Pudo ver a la víctima debatirse débilmente entre las hebras pegajosas. Algo sobresalía. ¿Un codo? Desde dentro del estrecho envoltorio de seda se oía una respiración sofocada, como si alguien luchara por respirar.
Cavatina cortó con la espada el capullo en el lugar donde podía estar la cara. La punta de la espada se enganchó en algo y lo sacó del agujero.
Una máscara negra, que flotó hasta posarse en el suelo y quedó allí inmóvil. Pero Cavatina captó mucho más que la respiración entrecortada proveniente del otro lado del agujero que había abierto en el capullo. Había algo malo en aquel trozo de tela negra…, algo mucho más perturbador que el hecho de que fuera el símbolo sagrado de un dios que era uno de los principales enemigos de Eilistraee.
En cierto modo, la máscara estaba viva. Cavatina lo percibía, como si se lo gritara en el límite mismo de su audición, como una nota capaz de romper el cristal.
Se ocuparía de ella en un instante, pues antes debía atender a la víctima encerrada en el capullo. Todavía tenía los ojos cerrados por una gruesa capa de seda pegajosa, pero la boca se movía. Los labios estaban separados en una mueca de agonía dejando ver un solo diente de oro. Por entre los dientes apretados balbucía una plegaria blasfema en la que pedía al Señor Enmascarado que lo curase, que eliminase el veneno de su cuerpo.
Cavatina tendió la mano y le cerró la boca antes de que pudiera completar su plegaria. El varón que estaba dentro del capullo se sacudió con fuerza, pero apenas consiguió mover el envoltorio de seda pegajosa.
—Hoy no habrá más plegarias a Vhaeraun —dijo—, no mientras una sacerdotisa de Eilistraee te mantenga la boca cerrada.
Un grito sofocado de rabia salió de los labios cerrados. Cavatina se los sujetaba de tal modo que las comisuras del labio superior podían elevarse levemente. El hombre resoplaba por estos pequeños orificios como un caballo que acabara de participar en una carrera.
—Te quedan unos instantes de vida —le dijo Cavatina—. Los labios ya se te están poniendo grises. Pronto te presentarás ante tu dios, pero me pregunto si te darás cuenta de que todo lo que te han enseñado es mentira. Puede que Vhaeraun proclame que está trabajando para derrotar a Lloth, pero la verdad es que él existe sólo porque ella lo permite. La independencia que proclama es una mentira.
El hombre movió levemente la cabeza dentro del capullo, negándose a escuchar, a creer.
—Ellaniath no es un refugio, sino una prisión —continuó Cavatina—. ¿Por qué si no habría de estar dentro de Colothys, la cuarta capa del plano del exilio? Los que os esforzáis por uniros allí con el dios sois tan esclavos de la Reina Araña como el propio Vhaeraun. De todos los Seldarine Oscuros —Vhaeraun, Kiaransalee y Selvetarm— sólo Eilistraee ofrece alguna esperanza de escapar al mal que teje Lloth, alguna esperanza de auténtica recompensa.
Hizo una pausa para darle tiempo a pensar en eso.
—No es preciso que mueras —añadió luego—. Eilistraee puede eliminar el veneno de tu cuerpo. Basta con que la aceptes, con que renuncies a Vhaeraun y abraces al único dios que realmente ama a la raza drow. Ya has dado el primer paso en la danza de Eilistraee al venir a los reinos de la superficie. No es demasiado tarde para la redención. Si tu respuesta es un sí sincero, lo sabré. —Le dejó un poco más de apertura en los labios—. ¿Quieres abrazar a Eilistraee?
Su respuesta fue un resoplido que hizo que su saliva se derramara por su barbilla, lo más parecido al acto de escupir que pudo conseguir en esas circunstancias.
Cavatina dio un bufido. La respuesta era exactamente la que había imaginado. Había respetado las formas y le había dado la oportunidad que exigían las normas. Su obligación para con él había terminado. Volvió a cerrarle los labios y observó cómo iban palideciendo poco a poco. El sudor le corría por los labios, tornándolos resbaladizos, y sus intentos eran cada vez más débiles.
Cuando por fin cesaron, Cavatina soltó los labios. Se quedó mirando al hombre muerto mientras este se retorcía lentamente dentro del capullo. Su madre habría dicho que la suya era una más de las almas que podrían haberse redimido, en lugar de perderse. Pero su madre estaba muerta y precisamente fue esa manera de pensar lo que la había matado.
Cavatina se inclinó con cautela para recoger la máscara, poco dispuesta a tocarla. Había oído rumores de semejantes abominaciones. Los fieles de Vhaeraun llamaban robo del alma a esta práctica. El alma de alguien estaba atrapada en ese trozo de tela negra.
Sujetó la máscara sobre la hoja de su espada y cantó una plegaria de desencantamiento. El débil quejido que provenía de la máscara cesó. El trozo de tela se alisó y quedó colgando inerte. Cavatina dejó que se deslizara de su espada y la cortó limpiamente en dos mientras flotaba.
Se alejó sin volverse a mirar ni los trozos de tela ni el cadáver encerrado en el capullo, que se retorcía lentamente.
Su cacería continuaba.
Mucho después de que la Dama Canción Oscura se hubiera marchado, Halisstra volvió al árbol hueco. Para entonces había oscurecido, pero la luna todavía no había salido. Cuando saliera, la Dama volvería a encontrar el rastro de Halisstra. La cacería volvería a empezar.
Sin embargo, por el momento había otras cosas a las que debía atender Halisstra, según las órdenes de su señora. Caprichosa como de costumbre, Lloth había cambiado de idea. No había que matar a los clérigos de Vhaeraun, especialmente a aquel al que Halisstra acababa de despachar.
Por las huellas que había en el suelo, Halisstra pudo ver que Cavatina, la guerrera—sacerdotisa de Eilistraee, había encontrado al clérigo y había perforado el capullo a la altura de la boca del muerto. Eso no sorprendió demasiado a Halisstra. La misericordia era una de las mayores debilidades de los fieles de Eilistraee. Sin embargo, no le había servido de nada al clérigo de Vhaeraun. Estaba muerto.
Después encontró el símbolo sagrado del sacerdote. Estaba allí cerca, en el suelo, cortado en dos. Halisstra asintió. Tal vez ese había sido precisamente el motivo por el cual la sacerdotisa de Eilistraee había abierto un orificio en el capullo: recuperar el símbolo sagrado y destruirlo. Después de todo era probable que la sacerdotisa no fuese tan compasiva.
Esa idea hizo sonreír a Halisstra.
Echó mano del capullo y lo destrozó. Sus garras abrieron profundos surcos en el cuero cabelludo, el torso, los brazos y los muslos del clérigo muerto mientras desgarraba los hilos que envolvían el cuerpo. La sangre fluía copiosamente de estas heridas.
En un momento dado, el cadáver se salió del continente y cayó al suelo. Halisstra se inclinó sobre él. Primero desplegó los colmillos del interior de sus carrillos y luego los ocultó en los sacos que los contenían. Le daría al clérigo otro tipo de beso.
Los labios del cadáver estaban fríos y rígidos. Ella apretó los suyos contra la boca del muerto y susurró el nombre de Lloth, insuflando una bocanada de plegaria en los pulmones del hombre. A continuación retrocedió y se quedó mirando.
Los ojos del clérigo se abrieron vacilantes y por ellos salió un aliento entrecortado que apestaba a arañas. Por un momento elevó la mirada vacía hacia el cielo oscuro y sus pupilas empezaron a dilatarse. Después miró fijamente a la criatura que tenía sentada sobre su pecho.
Lanzó un alarido.
Halisstra se apartó de un salto y, riendo, desapareció en la noche.