CAPÍTULO CUATRO

Q’arlynd echó un vistazo al lugar al que lo había teleportado la sacerdotisa. El suelo era una extensión plana de roca que continuaba hasta donde alcanzaba la vista. El lugar era grande, mayor que ninguna de las cavernas en las que había estado. Arriba había una bóveda negra, tachonada de puntos destellantes de luz (el cielo estrellado).

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el Páramo Alto —le contestó la sacerdotisa que lo había teleportado.

La otra sacerdotisa estaba arrodillada junto a Flinderspeld y lo sacudió para que despertara. El gnomo gimió y se levantó, aturdido, con la ayuda de la sacerdotisa.

Q’arlynd lanzó a su esclavo una mirada rápida, asegurándose de que estaba ileso. A continuación concentró su atención en la sacerdotisa.

Las dos mujeres eran muy parecidas. Ambas tenían cuerpos delgados y musculosos y ojos rojos, y caminaban con paso ligero y preciso, como si estuvieran bailando. Iban vestidas igual y compartían varios gestos y expresiones. La diferencia fundamental que Q’arlynd veía era que la que lo había teleportado era mayor, con los cabellos blancos como la nieve, mientras que la más joven, Rowaan, tenía reflejos rubios.

Se dio cuenta de que ambas llevaban un anillo en el dedo índice de la mano derecha: un sencillo aro de platino. Una adivinación susurrada con discreción le reveló que los anillos eran mágicos. Q’arlynd se preguntó si serían el equivalente a sus anillos de amo y esclavo. Rowaan mostraba deferencia a la sacerdotisa mayor, pero Q’arlynd no detectó signos patentes de que la otra sacerdotisa estuviera controlándola.

—Ama —dijo, inclinándose ante la que estaba al mando.

—Es Señora —contestó—, no «Ama».

Q’arlynd se inclinó más aún.

—Señora.

—Preferiría que me llamaras por mi nombre: Leliana.

—Leliana —murmuró sumiso.

La voz de Leliana adquirió un matiz de irritación.

—Y mírame a los ojos, ¿quieres? Ya te lo dije antes; aquí hacemos las cosas de otra manera. Sólo por ser hombre no tienes que arrastrarte.

Q’arlynd se irguió.

—Como… —estuvo a punto de decir «ordenes», pero se corrigió rápidamente—. Como desees —sonrió—. Los viejos hábitos… —añadió, encogiéndose de hombros. A continuación se puso serio otra vez—. Dijiste que conocías a mi hermana Halisstra. Conocías —repitió. Se preparó para las malas noticias—. ¿Está muerta?

Rowaan abrió mucho los ojos.

—¿Este es el hermano de Halisstra?

Q’arlynd se percató de su tono. Halisstra había adquirido algo de estatus en la superficie, al parecer.

Leliana apartó la mirada. Parecía estar eligiendo cuidadosamente su respuesta.

—Hay una posibilidad muy remota de que tu hermana siga con vida —dijo por fin.

—Pero no lo crees —Q’arlynd terminó la frase.

—No.

—Siempre hay esperanza —insistió Rowaan—. Quizás tan pequeña como la luna nueva, pero… —Su voz se extinguió.

Leliana no hizo ningún comentario.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Q’arlynd.

—¿No te lo dijeron?

Q’arlynd se dio cuenta de que Leliana se estaba preguntado por qué la sacerdotisa que le «dio» el obsequio con forma de espada no le había respondido ya a las preguntas sobre Halisstra.

Se encogió de hombros y dijo:

—Las cosas sucedieron… muy deprisa en Ched Nasad. No hubo mucho tiempo para hablar.

Por suerte, Flinderspeld mantuvo una expresión neutral. Estaba bien enseñado. El gnomo se percataba de los extraños comentarios de su amo, pero sin mostrar reacción alguna.

Q’arlynd le dedicó a la sacerdotisa su mejor mirada de aflicción y continuó.

—Han pasado tres años desde que vi a Halisstra por última vez. Desapareció durante la caída de nuestra ciudad, durante el silencio de Lloth. Todo este tiempo me he preguntado si aún vivía o… —Hizo un ruidito como si se atragantara, luchando por contener sus emociones.

Finalmente la expresión de Leliana se suavizó.

—Contadme lo que le ocurrió —rogó Q’arlynd a las dos sacerdotisas—. No os calléis nada, contádmelo todo.

Lo hicieron.

Halisstra, al parecer, se había convertido realmente a la fe de Eilistraee. No sólo eso, sino que se había hecho un nombre. Poco después de su «redención», como lo llamaban las sacerdotisas, Halisstra había comenzado un peregrinaje para recuperar un artefacto sagrado para Eilistraee, una espada conocida como la Espada de la Media Luna. Durante el silencio de Lloth, con aquella arma en las manos, se había encaminado hacia el Abismo con otras dos sacerdotisas para (y Q’arlynd se estremeció por puro reflejo) tratar de matar a la Reina de la Red de Pozos Demoníacos con aquella espada mágica.

¡Menuda presunción! ¡Un mortal matando a un dios! Sin embargo, Leliana y Rowaan le aseguraron que no sólo era posible, sino que había estado a punto de ocurrir. Pero Halisstra, había sido asesinada en la misma entrada de la Red de Pozos Demoníacos por una de las fieles de Lloth. Halisstra había fracasado en su misión. Poco después, el silencio de Lloth terminó.

Q’arlynd reconoció a la asesina de su hermana por la descripción.

—Danifae —dijo.

Leliana hizo una pausa.

—¿La conocías?

Q’arlynd asintió.

—Era la prisionera de guerra de mi hermana. Lo que me acabáis de contar no me sorprende. Danifae era… traicionera.

Diciendo aquello se quedaba corto. La traición era algo que todos los drow esperaban de sus semejantes, especialmente de sus prisioneros de guerra. Danifae, sin embargo, elevó aquel concepto a niveles más altos. Danifae, una seductora cuyos talentos a ese respecto eran casi legendarios, combinaba su belleza exquisita con la más absoluta crueldad. Durante años, Q’arlynd había observado el resentimiento que ardía en los ojos de Danifae cada vez que su hermana le daba la espalda, pero aun así la prisionera había logrado convencer a Halisstra de que era su amiga. Danifae estuvo trabajando todo el tiempo para ganarse a los hombres (y mujeres) de la Casa Melarn, intentando seducirlos para que mataran a Halisstra. Finalmente, Danifae le había dedicado sus lascivas atenciones a Q’arlynd, esperando conseguir su ayuda para eliminar el vínculo mágico que la obligaba a mostrar lealtad a Halisstra, y así poder matar a su ama por sí misma.

Q’arlynd meneó la cabeza mientras pensaba en aquella época. De todos los hijos de Drisinil Melarn, él hubiera sido el último en apuñalar a Halisstra por la espalda. No porque le importara, sino por algo que ella había hecho.

Q’arlynd resistió el impulso de llevarse una mano a la boca, para esconder la sonrisa que estaba a punto de esbozar. Cuando era niño, resultó herido en un accidente de monta. Se había caído de su lagarto, una caída corta hasta la calle (no más de doce pasos de altura), pero había ocurrido tan deprisa que no había tenido tiempo de activar la insignia de su casa. Aterrizó boca abajo, aplastándose la cara contra la piedra. Por aquel entonces, tan sólo era un mago novicio un patán torpe en quién no valía la pena desperdiciar una curación mágica, en opinión de la Matrona Melarn; pero Halisstra lo había curado en secreto. Tuvo que hacerlo sin dejar rastro, así que había lanzado el hechizo de forma selectiva, dejando tal como estaban su nariz y sus ojos morados. Q’arlynd había esperado que su hermana le pidiera algo a cambio. Se había preparado para toda una vida como esclavo suyo, pero Halisstra no le pidió nada. Lo había curado, tal y como se dio cuenta después, por lástima y algo más. Afecto. Algo que era tan raro entre los hermanos drow como una araña que no mordiera.

Fue una revelación sorprendente. Q’arlynd nunca había pensado que las mujeres pudieran ser suaves, especialmente si habían jurado servir a Lloth.

Desde aquel momento, había hecho todo lo posible para asegurarse de que Halisstra sobreviviera el tiempo suficiente para llegar a ser la siguiente madre matrona de la Casa Melarn. Había arreglado la presentación con el bardo que le había enseñado magia bae’qeshel, y había eliminado a sus rivales. Gracias a su elaborado plan, probablemente Halisstra sería la sucesora de la Casa Melarn, y él se había asegurado para sí mismo una posición como mago de la Casa, el poder en la sombra.

Entonces llegó el Silencio, y todo se desmoronó (literalmente) con la caída de la ciudad.

Volvió al presente con un tirón mental.

—¿Fuisteis vosotras las que acompañasteis a mi hermana al interior del Abismo? —preguntó—. ¿La visteis morir?

Leliana meneó la cabeza.

—Iba acompañada por Feliane y Uluyara, dos sacerdotisas que también murieron en aquella misión. Sí que vi la muerte de tu hermana. Ayudé a lady Qilué con su escudriñamiento. Pude ver los acontecimientos, por encima de su hombro, en el interior del cuenco.

Q’arlynd memorizó el nombre y el título, lady Qilué. Probablemente era una alta sacerdotisa, ya que era capaz de obtener imágenes claras de un escudriñamiento en el Abismo.

—Descríbeme la muerte de Halisstra —dijo Q’arlynd.

Leliana lo hizo en voz baja, como si Q’arlynd no estuviera familiarizado con las muertes violentas. Halisstra había sido abatida de un golpe en la cabeza, un golpe de la Estrella del Alba de Danifae. Añadió que había pocas esperanzas de que Halisstra hubiera sobrevivido al golpe.

A menos…

Viendo que dudaba, Q’arlynd presionó a Leliana para que continuara. Le contó que su suma sacerdotisa intentaba resucitar a Halisstra en el momento en que se desvaneció el escudriñamiento. Poco después, Qilué había entrado en comunión con su diosa. La alta sacerdotisa no le había transmitido las palabras de Eilistraee a nadie, pero se le había escapado algo. La diosa, al parecer, había hablado de Halisstra en tiempo presente, como si estuviese viva.

Q’arlynd lo escuchó todo sin mostrar emoción alguna. Era demasiado realista como para esperar que Halisstra se hubiera beneficiado de un hechizo de última hora, y aunque así hubiera sido, era improbable que hubiera sido capaz de escapar de la Red de Pozos Demoníacos, lo cual significaba que la búsqueda de su hermana era prácticamente inútil.

Suspiró. Parecía que iba a tener que volver al penoso trabajo de excavar las ruinas de Ched N asad, y a los tediosos años de servidumbre en la Casa Teh’Kinrellz.

A menos…

—Qilué —reflexionó en voz alta—. Creo que he oído antes ese nombre, pero no consigo situar su Casa.

Rowaan contestó.

—Veladorn.

Veladorn. Q’arlynd no reconoció la Casa.

Leliana inclinó la cabeza.

—Lady Qilué Veladorn, Alta Protectora de la Canción, y Mano Derecha de Eilistraee —hizo una pausa—. ¿Te resulta familiar?

Q’arlynd extendió las manos.

—Soy nuevo en todo esto, me temo. Tan sólo un aspirante —le dedicó una sonrisa infantil—. Estoy seguro de que aprenderé todos vuestros títulos y menciones honoríficas con el tiempo. —De hecho, no tenía la más mínima intención. Ya había conseguido lo que pretendía al subir a la superficie, ya le había sacado todo lo que podía a la sacerdotisa. Su hermana estaba muerta. Era el fin. No había nada más que ganar fingiendo ser un aspirante.

Abrió la boca, con la intención de decirles adiós, coger a Flinderspeld y teleportarse de vuelta al portal, cuando Rowaan retomó la conversación donde la había dejado Leliana.

—Qilué no es sólo una sacerdotisa de Eilistraee —continuó, con un molesto tono de ayuda—. También es una de las siete hermanas.

Q’arlynd la miró inexpresivo. Estaba claro que aquel título debía impresionarlo, pero no tenía ni idea de qué estaba hablando Rowaan.

—Es una de las Elegidas de Mystra —continuó.

Había conseguido captar su atención.

—¿Es eso cierto? —dijo con voz suave. La mayor parte de los dioses de la superficie no tenían ningún interés, en especial los adorados por los humanos, pero reconoció ese nombre—. ¿Mystra, diosa de la magia? ¿La que cuida del Tejido y hace la magia posible para todos los mortales?

—Veo que estás familiarizado con ella —dijo Leliana.

Q’arlynd le dedicó una sonrisa de disculpa.

—Soy un mago —le dijo—. Mis instructores del Conservatorio mencionaron a la diosa de la magia un par de veces. —Tocó el bolsillo donde se había metido el símbolo de la espada—. Pero mi solicitud es ante Eilistraee.

—Está bien —dijo Leliana—. En ese caso, deberíamos ponernos en marcha. El páramo puede ser un sitio peligroso, en el que habitan orcos y hobgoblins que merodean por doquier, e incluso trolls. Cuanto antes lleguemos al templo, mejor.

Q’arlynd hizo una reverencia, que lo ayudó a ocultar el brillo de sus ojos. Esa Qilué parecía poderosa, al mismo tiempo sacerdotisa y maga, y no cualquier maga, sino una de las «Elegidas» de Mystra. Esa sí que era una matrona a la que a Q’arlynd no le importaría servir.

—¿Podré ver…? —Fingió excitación infantil y trató de ruborizarse—. ¿Podré ver a Qilué cuando lleguemos al templo?

Leliana y Rowaan intercambiaron una mirada.

Q’arlynd mostró una expresión de súplica.

—Si pudiera escuchar de sus labios lo que le pasó a Halisstra, lo que vio en su escudriñamiento, entonces quizás…

Rowaan asintió, comprensiva. Fue Leliana, sin embargo, la que habló.

—Veré si se puede arreglar.

Q’arlynd hizo una reverencia.

—Gracias, Señora.

Sonrió. Prellyn tenía razón. Los fieles a Eilistraee eran demasiado confiados.

En las profundidades del bosque Cormanthor, en un lugar poco frecuentado, el clérigo Malvag miró a los drow a los que había convocado en aquel enorme árbol hueco: de los nueve varones, todos menos uno llevaban los rostros ocultos bajo máscaras negras que sólo dejaban a la vista sus inquietos ojos. Casi todos llevaban armadura de cuero, tan oscura como las capas que los protegían del frío invernal. Su aliento se transformaba en niebla bajo sus máscaras y se miraban unos a otros con cautela, con las ballestas de muñeca y las dagas ocultas en sus brazales bien visibles. Estar tan apretados en un lugar tan pequeño los inquietaba, tal y como Malvag había pretendido. El olor del sudor nervioso se mezclaba con el aroma terroso de las hojas caídas hacía ya tiempo y el leve olor agridulce del veneno que cubría las puntas de sus flechas.

—Hombres de Jaerle —dijo, saludando a los cinco que venían de esa Casa. Todos llevaban máscaras excepto su líder, un lisiado con una abrazadera de cuero y hierro que le cubría la pierna izquierda.

Malvag se volvió hacia los otros e inclinó la cabeza levemente.

—Y hombres de Auzkovyn. Oscuros hechos.

—Oscuros hechos —murmuraron.

—Enviaste un llamamiento de las sombras —dijo el lisiado—. ¿Por qué?

—Ah, Jezz. Siempre el primero en ir al grano —dijo Malvag. Los miró uno por uno, asintiendo como si los contara en silencio, después se encogió de hombros—. Envié el llamamiento a varios fieles más, pero sólo contestaron nueve. Está bien, así tocamos a más recompensa.

—¿Qué recompensa? —preguntó uno.

—Poder —dijo Malvag—. Más del que hayáis imaginado jamás. La habilidad de realizar arselu’tel’quess, magia de alto nivel.

Se hizo el silencio durante unos instantes. Jezz lo rompió con un resoplido de risa mal contenida.

—Todo el mundo sabe que los drow no son capaces de tocar el Tejido de esa manera, y aunque lo fueran, sólo los magos pueden realizar magia de alto nivel. Los clérigos simplemente los ayudan con los hechizos.

—¡Te equivocas! —dijo Malvag, con firmeza—. En ambas cosas. Hay hechizos de alto nivel creados para clérigos o, más bien, los había en el pasado. He descubierto un pergamino, escrito por un sacerdote del antiguo Ilythiir, que contiene un rezo de ese tipo. Si la magia de alto nivel era posible para nuestros ancestros ssri’ Tel’Quessir, puede ser posible para nosotros.

—Pero somos drow —dijo otro de ellos.

—Sí que lo somos —dijo Malvag. Levantó las manos y las giró de atrás hacia delante, como si las estuviera examinando—. Pero ¿qué es lo que nos impide realizar magia de alto nivel? ¿Nuestra piel oscura? ¿Nuestro pelo blanco? —rio quedamente y bajó las manos—. Ninguna de esas cosas. Simplemente nos falta voluntad. —Los miró uno a uno—. ¿Quién de vosotros no apuñalaría por la espalda a un camarada Sombra Nocturna, si hubiera algo que ganar con ello? Formamos alianzas, pero son tan débiles y mutables como el fuego feérico. Para realizar magia de alto nivel, debemos forjar algo más sólido, un vínculo permanente entre nosotros. Debemos dejar a un lado nuestras sospechas y aprender a trabajar en conjunto.

Jezz volvió a dejar escapar una risa burlona.

—Bonitas palabras —dijo—, pero este no es el momento para alianzas imposibles y grandes planes. Por si se te ha olvidado, tanto la Casa Jaerle como la Casa Auzkovyn están luchando por la supervivencia. El ejército de Myth Drannor no descansará hasta que nos hayan enviado a todos bajo tierra o a los brazos de esas zorras bailarinas (hemos perdido más de un fiel por culpa de Eilistraee en los últimos meses). Y además está esa cosa que nos ha estado cazando —meneó la cabeza—. La propia Lloth se ha interesado por ambas Casas por alguna razón.

Malvag sonrió tras su máscara. Había contado con comentarios como los del brujo lleno de cicatrices de batalla, por lo que había incluido a Jezz en el llamamiento. Jezz ayudaba a los demás a recordar que la situación había llegado a ser desesperada. Malvag sabía que aquellos que ya estaban apoyados de espalda contra la pared eran más fáciles de convencer para alcanzar lo «imposible».

—Son tiempos revueltos —coincidió Malvag, con voz suave como la seda estranguladora de un asesino—. Pero ¿qué mejor momento para atacar a nuestros enemigos que cuando menos se lo esperan? En vez de seguir con escaramuzas, contraatacaremos. Con fuerza. Con magia de alto nivel. El mismo Vhaeraun será nuestra arma.

Varios de ellos fruncieron el ceño. Jezz hizo la pregunta que sin duda todos estaban pensando.

—¿Esperas convocar a un avatar del Señor Enmascarado para que libre la batalla por nosotros?

Malvag meneó la cabeza.

—No estaba hablando de su avatar. Estaba hablando de Vhaeraun en persona.

Jezz rio abiertamente.

—Déjame adivinar. Vas a hacer una réplica de la Era de los Trastornos y a obligar a Vhaeraun a recorrer Toril en forma física utilizando «magia de alto nivel». —Puso los ojos en blanco—. Estás loco. Debes de creerte al mismo nivel que Ao.

Malvag miró al lisiado fijamente a los ojos.

—¿Cuándo he mencionado yo una invocación, o Toril? —preguntó con voz dura. Meneó la cabeza—. Tengo en mente algo totalmente distinto. El pergamino que poseo nos permitirá abrir una puerta entre los dominios de Vhaeraun y los de otro dios. Una puerta trasera, por así decirlo, que el Señor Enmascarado puede utilizar para escabullirse de Ellaniath sin ser detectado.

—¿Con qué fin? —preguntó uno de ellos.

—El asesinato —dijo lentamente Malvag—, de otro dios.

Todas las miradas estaban fijas en él.

—¿Cuál? —preguntó uno de los Sombras Nocturnas.

—Corellon Larethian. —Malvag sonrió y entrecerró los ojos—. La muerte del señor de los Seldarine debería detener al ejército de Myth Drannor, ¿no os parece?

Los Sombras Nocturnas intercambiaron miradas de excitación. Jezz, sin embargo, meneó la cabeza lentamente.

—A ver si lo entiendo —dijo—. ¿Quieres abrir una puerta entre los dominios de Vhaeraun y Arvandor?

Malvag asintió.

—Una puerta que bien podría funcionar en la dirección contraria a la que tú describes, permitiendo a los Seldarine invadir los dominios de Vhaeraun en vez de al revés. —Cargó todo el peso de su cuerpo sobre la pierna sana. Una de sus manos se deslizó hacia la empuñadura de su kukri—. Esto hace que me pregunte a qué dios sirves realmente.

Las miradas iban rápidamente de un lado a otro entre Jezz y Malvag. Los demás se apartaron ligeramente del brujo, dándole espacio suficiente para cualquier traición que estuviera planeando.

Malvag no hizo ningún movimiento.

—¿Qué quieres decir?

—No eres ni Jaerle ni Auzkovyn. Apareciste hace un año de la nada, afirmando ser del sur, por la misma época que esa cosa demoníaca comenzó a asesinar a nuestra gente. Ahora propones algo que, suponiendo que sea posible, bien podría suponer la muerte del Señor Enmascarado. Vuelvo a preguntar: ¿a qué dios sirves?

Malvag se quedó completamente quieto, sin hacer ningún movimiento amenazante.

—Deberían haberte llamado Jezz el Suspicaz —dijo, arrastrando las palabras—, en vez de Jezz el Cojo.

Uno de los miembros de la Casa Auzkovyn rio quedamente.

Jezz entrecerró aún más los ojos.

—Creo que eres un besaarañas.

Todos abrieron mucho los ojos. Malvag oyó varios gritos ahogados.

—¿Me estás llamando traidor? —susurró—. ¿Crees que soy un servidor de Lloth? —Curvó los dedos de la mano derecha y de repente giró la mano hacia arriba. El símbolo de una araña muerta—. Esto va para la zorra araña. Si la venero, que me mate por blasfemo.

Mientras el aire se llenaba de risitas nerviosas, Malvag añadió.

—Soy un leal servidor de Vhaeraun, una sombra en la Noche Superior, como todos vosotros —hizo una pausa—. Bueno… casi todos vosotros —añadió, posando la mirada largamente en el rostro descubierto de Jezz.

La sostuvo durante unos instantes y después la desvió.

—Algunos de nosotros, al parecer, piensan que Corellon Larethian es un objetivo demasiado difícil para el Señor Enmascarado —les dijo a los otros, dedicándole a Jezz el tipo de mirada desdeñosa que se reserva para los cobardes—, así que dejadme que os proponga una alternativa. En vez de Arvandor, usaremos el pergamino para abrir una puerta hacia los dominios de Eilistraee —dejó escapar una risita—. ¿No sería un estupendo giro de los acontecimientos que el Señor Enmascarado abatiera a Eilistraee? Sus sacerdotisas ya nos han robado a bastantes delos nuestros en los últimos años. Creo que es el momento de que Vhaeraun lleve la voz cantante en ese baile. De forma permanente.

Recibieron el chiste riendo en voz baja.

Jezz los miró indignado.

—Esto no es cosa de risa. Estás hablando de interferir en los dominios de los dioses.

—Cierto —dijo Malvag, nuevamente con rostro serio—. Por eso vine preparado para mostraros cuán en serio me tomo este asunto. Sabía que algunos se mostrarían… reticentes a abordar Arvandor, así que inicié los preparativos para abrir una puerta a los dominios de Eilistraee en su lugar.

Se llevó las manos a la nuca y se desató la máscara. Se la quitó del rostro y la puso en alto. A continuación la retorció salvajemente, como si la estuviera escurriendo para quitarle el agua. Se oyó un sonido débil pero penetrante que llenó el árbol hueco: una voz femenina que gritaba.

Dejó de retorcer la tela.

—Un alma —explicó—, atrapada mediante robo de almas y sujeta aún allí.

Los demás clérigos abrieron mucho los ojos. Malvag se dio cuenta de que estaban impresionados. La mayor parte de los Sombras Nocturnas podían atrapar un alma en la máscara durante pocos segundos.

—¿Habéis oído hablar del ataque al templo del Lago Sember hace cinco noches?

Varias cabezas asintieron.

Jezz pareció impresionado. Fugazmente.

—¿Pretendes decirnos que tienes el alma de una sacerdotisa de Eilistraee atrapada ahí? —preguntó uno de los Auzkovyn, un hombre enjuto cuya prominente nariz hacía que su máscara pareciera una tienda de campaña. Su respiración era rápida y ligera, y tenía los ojos muy abiertos.

—¿Qué mejor herramienta para abrir una puerta a sus dominios? —preguntó Malvag—. Como muchos de vosotros sabréis, hacer magia de alto nivel tiene un precio. Es mejor alimentarlo con esto —agitó suavemente la máscara—, que con nuestras propias almas. ¿No estáis de acuerdo?

Los demás Sombras Nocturnas fruncieron los ojos mientras se reían de la ironía de su chiste.

—Puedo enseñaros a hacer lo mismo, a atrapar un alma en vuestra máscara hasta que estéis preparados para utilizar su energía —les dijo Malvag—. Cuando todos hayamos conseguido la concentración necesaria, nos volveremos a reunir para realizar el conjuro. —Volvió a colocarse la máscara sobre la cara—. Gracias al robo de almas, cada uno de vosotros tendrá el combustible necesario para realizar magia de alto nivel. —Los miró uno a uno a los ojos—. La única pregunta que queda es: ¿tenéis la fe necesaria?

Los Sombras Nocturnas permanecieron en silencio unos instantes. Detrás de las máscaras, los ojos parecían pensativos.

Todos menos los del líder de la Casa Jaerle.

—Suponiendo que ese pergamino tuyo exista realmente, tu plan tiene un fallo —dijo Jezz—. Para crear una puerta, quien lance el hechizo tendrá que entrar en el plano de destino de la puerta. Tan pronto como uno de vosotros invada los dominios de otro dios, ya sea el de Eilistraee o el de Arvandor, el elemento sorpresa se perderá.

—Eso podría ser cierto —admitió Malvag—, si no fuera porque el hechizo nos permitirá abrir una puerta entre dos dominios a distancia, desde un punto de Toril.

—Tonterías —se mofó Jezz—. Para eso sería necesario más poder del que tú posees. Los esfuerzos combinados de cien clérigos. Mil.

—¿Y si te dijera que conozco algo que multiplicará por cien la magia de cada clérigo que participe en el hechizo? —preguntó—. Quizás incluso por mil. Hay una caverna, en las profundidades de la Antípoda Oscura —les dijo a los Sombras Nocturnas—. Una caverna repleta de cristales de piedra oscura, un vehículo perfecto para la magia del Señor Enmascarado. Está en el centro de un nodo terrestre de increíble poder, algo que aumentará nuestra magia hasta los niveles requeridos para lanzar el hechizo.

—Y esa caverna… —preguntó Jezz—. ¿Dónde está, exactamente? ¿O eso es algo que no estás dispuesto a compartir con nosotros? —Miró a los demás, y después de nuevo a Malvag—. Quizás, al igual que el «pergamino antiguo» del que nos has hablado, no existe.

Malvag ocultó su regocijo cuidadosamente. No podría haber escrito mejor los comentarios de Jezz.

—Al contrario —respondió—. Quienes se unan a mí verán tanto la caverna como el pergamino esta misma noche. Los teleportaré hasta allí.

La palabra se quedó suspendida en el aire. «Los». No «os».

Jezz fulminó a Malvag con la mirada, a continuación se volvió para mirar a los otros, meneando lentamente la cabeza.

—¿Confiáis en él? —una palabra cargada de desdén en la boca de un drow.

Las miradas fueron de Jezz a Malvag y viceversa.

—Entonces sois unos necios —dijo Jezz—. Cualquiera que tenga ojos puede ver que esto es una treta para disminuir las filas de los fieles, de modo que este recién llegado ascenderá a una posición de mayor importancia. Os teleportará hasta una caverna llena de piedras malignas, o a algún lugar igualmente malsano, y os abandonará allí.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire varios segundos.

Los Sombras Nocturnas se removieron inquietos, mirándose unos a otros. Uno de los miembros de la Casa Jaerle, un tipo grande con el pelo muy corto y una vieja quemadura en la mano derecha, rompió el silencio.

—Cuenta conmigo —gruñó tras su máscara. Se puso junto a Malvag.

Jezz simplemente dio un bufido. Sin hacer más comentarios giró sobre sus talones y se perdió en la noche. Dos de los miembros de la Casa Jaerle lo siguieron de inmediato. El resto de los miembros de esa Casa que aún no habían tomado una decisión miraron de reojo a los Auzkovyn, como si estuvieran esperando a ver qué hacían.

Uno de los Auzkovyn miró a sus camaradas, meneó la cabeza y también se marchó.

Malvag esperó, conteniendo el aliento, mientras los cuatro que aún no se habían decidido (uno de la Casa Jaerle y tres de la Casa Auzkovyn) se removían inquietos, dudando. Uno de los Auzkovyn susurró algo entre dientes a sus compañeros y a continuación se marchó. El Auzkovyn de la nariz prominente también se giró para marcharse; después, dudó y miró por encima del hombro. Incluso desde donde estaba, Malvag pudo oler el tufo de sudor nervioso que lo cubría. Unos segundos más de duda y luego se marchó bruscamente.

Eso dejó tan sólo a dos, además de Malvag y el varón de la Casa Auzkovyn que había sido tan rápido en ponerse de su lado. Si ambos se quedaban, Malvag tendría un margen minúsculo. El hechizo que Malvag esperaba usar requería al menos otros dos clérigos, además de él, para lanzarlo.

—Que el Señor Enmascarado los perdone por su falta de fe —dijo entre dientes, pero lo bastante alto para que lo oyeran los dos que quedaban. Miró hacia el agujero en el tronco, meneando la cabeza tristemente—. Han renunciado a la oportunidad de estar junto a Vhaeraun. Nunca conocerán el verdadero poder.

Por el rabillo del ojo vio que los que quedaban erguían los hombros y se volvían ligeramente hacia él. Habían tomado su decisión. Se quedarían.

Se dio la vuelta hacia los tres clérigos que se habían quedado y abrió los brazos. Pudo ver, por el destello cauteloso de sus miradas, que no confiaban demasiado en él. Aún. Pero lo harían.

Tendrían que confiar en él antes de la noche del solsticio de invierno, si quería que su plan funcionase.

Sonrió tras su máscara.

—Bueno —dijo al tiempo que preparaba su hechizo de teleportación—, dejadme que os enseñe ese pergamino.

Halisstra estaba esperando en lo alto del árbol. El viento agitaba su cabello, enredando los blancos mechones pegajosos. Una hoja pasó volando y se quedó pegada a aquella maraña. No le hizo caso y concentró toda su atención en el árbol hueco que tenía debajo. Dentro estaba su presa.

Tres varones drow salieron de él. El que iba delante cojeaba. Su aura, dejaba patente que poseía una poderosa magia arcana, pero no llevaba máscara. No era uno de los que Lloth quería ver muertos. Los observó mientras se alejaban.

Salieron otros dos del árbol hueco, uno detrás del otro. Ambos eran clérigos, pero no demasiado poderosos, por lo que sus muertes carecerían de importancia. Halisstra los dejó ir también, escuchando mientras sus pasos se perdían en la penumbra del bosque.

Unos instantes después, salió otro más, solo; lo rodeaba una fuerte aura de magia divina. Se detuvo para apoyarse contra un árbol, como si se sintiera mal, pero tras un instante se enderezó de nuevo, con una mirada decidida en su sudoroso rostro.

Halisstra siseó. Le salieron unos colmillos curvados de las protuberancias que tenía en las mejillas, uno debajo de cada ojo. Los colmillos se juntaron expectantes, mientras el veneno goteaba desde sus puntas huecas. Aquel.

Halisstra lo siguió, moviéndose por las copas de los árboles, ignorando el dolor que recorría su cuerpo a cada latido de su sangre. Sus manos y pies desnudos se agarraban a las ramas como los pies pegajosos de una araña, así que no hacía falta sujetarse. Tan sólo tomar velocidad y saltar. En un determinado, momento el drow se detuvo y miró hacia arriba, con la ballesta de muñeca levantada. Halisstra se quedó quieta donde estaba, no porque tuviera miedo de su insignificante arma, sino para dar rienda suelta a su creciente inquietud.

Tras un instante, bajó su arma. Hizo un movimiento abarcador con la mano, evocando la magia, y formó un círculo con el dedo índice y el pulgar. Levantando su máscara, habló en el círculo que había formado. Los agudos oídos de Halisstra captaron cada palabra.

—Señora, informo como me han ordenado —dijo con voz tensa—. Tus sacerdotisas están en peligro. Un Sombra Nocturna llamado Malvag planea abrir un…

Mientras hablaba, Halisstra movió rápidamente los dedos y libró una hebra de telaraña voladora. Aterrizó en el hombro y en el brazo del clérigo. Este se sobresaltó, miró hacia arriba, la vio, e inmediatamente abandonó su mensaje, y le disparó un virote de ballesta. El misil rebotó la piel endurecida de Halisstra, saliendo disparado hacia la oscuridad de la noche.

El clérigo abrió mucho los ojos. Entonó una oración, y un cuadrado de oscuridad se formó sobre su máscara, ocultándola.

—¡Muere! —gritó, al tiempo que la apuntaba.

El cuadrado de oscuridad se elevó desde su máscara y voló hacia Halisstra, girando de canto justo antes de golpearla. Le rajó el pecho de lado a lado y abrió una herida entre sus hombros. Un poco más arriba y le habría seccionado el cuello. Gruñó, sintiendo cómo la sangre espesa y pegajosa se deslizaba por su cuerpo. Goteaba desde sus pechos desnudos y las ocho pequeñas patas de araña que le salían de la parte de abajo del torso tamborileaban como dedos inquietos. El dolor era intenso. Exquisito. Casi suficiente para mitigar el dolor menos intenso pero constante que le causaban los ocho pares de punciones que nunca curaban en cuello, brazos, torso y piernas. Disfrutó un instante, mientras se amortiguaba el torbellino de emociones que bullía en su mente.

A continuación saltó.

Aterrizó sobre el clérigo, lo derribó y lo llenó de sangre. La combatió con fuego oscuro mientras maldecía entre dientes (cualquier otro varón habría pedido ayuda a gritos a sus compañeros, pero los clérigos de Vhaeraun estaban entrenados para luchar en silencio). Unas llamas negras abrasadoras rodearon la mano izquierda del clérigo, que la golpeó con fuerza en la cabeza. El cabello de Halisstra ardió al instante, y una llamarada de fuego negro le envolvió la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas ante la agonía de un cráneo y unas orejas llenas de ampollas, pero no necesitaba ver para encontrar su marca. Tiró del clérigo, acercándolo a ella, y lo envolvió con sus patas de araña. Después lo mordió.

Esperaba que gritara mientras le hundía los colmillos en la blanda carne una y otra vez, inyectándole veneno en el cuerpo. No lo hizo. Continuó luchando con ella, gritando las palabras de una plegaria de expulsión. Podría haber funcionado si Halisstra hubiera sido un demonio, pero era mucho más que eso. Era la Dama Penitente, más alta que cualquiera de las doncellas demoníacas de Lloth, prisionera de guerra y mano izquierda de la elfa oscura que se había convertido en Lloth.

Los esfuerzos del clérigo se debilitaron. Cuando cesaron, Halisstra le arrancó la máscara y la arrojó a un lado. Era hermoso, con un hoyuelo en la barbilla y los ojos de un rojo intenso. En otra vida, podría haber sido alguien a quien le hubiera gustado seducir, pero su mandíbula colgaba laxa y sus ojos estaban vidriosos. Las ropas y los largos cabellos blancos estaban manchados con sangre oscura, la de ella.

Lo dejó caer al suelo.

Halisstra esperó varios instantes hasta que la herida de su pecho se cerrara. El ardor de su cráneo cesó y fue reemplazado por una sensación de escozor: el pelo que volvía a crecerle. Cuando la presión de la carne uniéndose de nuevo cesó por fin, cogió el cadáver que ya se estaba enfriando. Lo hizo girar rápidamente entre sus manos, y lo cubrió de telaraña. A continuación lo enderezó. El hombre, totalmente desarrollado, era como un niño para ella, la cabeza cubierta de seda apenas le llegaba al estómago. Lo elevó y lo colgó de una rama donde los otros pudieran encontrarlo.

Observó su obra un instante más. Otro de los enemigos de su ama, muerto. La llenó una sensación de triunfo cruel que después decreció, reemplazada por una enfermiza sensación de culpa.

Cómo odiaba a Lloth.

Si pudiera…

Pero aquella vida se había terminado.

Saltando a las ramas más altas, se escabulló en la oscuridad de la noche.

Q’arlynd siguió a Leliana y Rowaan a través del terreno rocoso abierto; Flinderspeld caminaba con dificultad, pero sumiso, tras él. Aquella era la cuarta noche que pasaban atravesando el Páramo Alto hacia el punto donde se ponía la luna, pero aún tenían que llegar al templo. Aunque la luna se hacía más delgada cada día (menguaba) y los puntos de luz centelleantes que la seguían a través del cielo brillaban cada vez menos, su luz aún obligaba a Q’arlynd a entrecerrar los ojos.

Durante el día había sido peor, una luz amarilla brillante, insoportable, que procedía de un orbe en llamas en el cielo. Se habían detenido para acampar siempre que amanecía, en consideración a sus «ojos sensibles al sol». Las sacerdotisas se habían reído cuando Q’arlynd, refugiándose bajo su piwafwi y abanicándose, se había quejado del calor.

—Es invierno —había dicho Rowaan—. Si crees que el sol está caliente ahora, espera al verano.

Invierno. Verano. Q’arlynd conocía los términos, pero hasta ese momento habían significado poco para él. Rowaan le había explicado pacientemente lo que eran las «estaciones», pero tampoco eso ayudó. Le dijo que ya lo entendería, una vez hubiera pasado un año entero en la superficie.

¿Un año entero allí? Le resultaba difícil de imaginar.

—Leliana —dijo, llamando su atención—. Perdona mi ignorancia, pero todavía no veo ningún templo.

—No lo verías —contestó secamente—, a menos que pudieras ver lo que está a muchas leguas y a través de la piedra.

—¿Señora?

Rowaan dejó escapar una risita.

—Lo que quiere decir es que sólo hay un templo: El Paseo. Está en la Antípoda Oscura. Los lugares de culto inferiores se llaman santuarios.

—Ya veo —dijo Q’arlynd. Miró a su alrededor—. ¿Y el altar al que vamos es…?

Rowaan señaló hacia un punto en línea recta, donde la luna se estaba poniendo tras lo que parecía una fila de estalagmitas dentadas.

—Allí, en el Bosque Brumoso.

Q’arlynd asintió. Aquellos baches dentados debían de ser los «árboles» sobre los que había leído.

—¿Cuánto falta?

—Preguntaste lo mismo anoche —dijo Leliana—. Esta noche faltará una noche menos. Cuenta con los dedos, si tienes que hacerlo.

Q’arlynd apartó la mirada, fingiendo sentirse ofendido por su reproche. Suspiró. Le dolían los pies. El Mundo de la Superficie era demasiado grande.

Rowaan le tocó el brazo, compasiva.

—Deberíamos llegar al bosque al alba —le explicó con paciencia—. Dentro de dos noches.

—¿Y no podríamos sencillamente teleportarnos hasta allí?

—No —dijo Leliana con voz firme—. Iremos a pie.

—Sólo preparamos un santuario —le explicó Rowaan—. El lugar al que nos teleportamos para escapar de los lamias.

Q’arlynd frunció el ceño.

—Pero eso…

—¿Qué? —dijo Leliana con brusquedad.

—Nada —murmuró Q’arlynd.

Había estado a punto de decir que la explicación de Rowaan no tenía sentido. Hubiera sido mucho más prudente elegir el santuario como destino del hechizo. A menos que, se percató demasiado tarde, tuvieras a un extraño siguiéndote. Teleportar a un extraño directamente a un altar sagrado, incluso si esa persona llevaba el símbolo de la espada de Eilistraee, hubiera sido verdaderamente estúpido. Teleportarlo a un lugar en medio de la nada y observarlo durante el largo y tedioso viaje hacia el altar era mucho más prudente.

Sonrió para sus adentros. Aquellas mujeres eran drow, al fin y al cabo. A pesar de que vivían en la superficie, aún conservaban algo de astucia.

Le dedicó a Rowaan su sonrisa más triunfal.

—Yo también puedo realizar teleportaciones. Soy bastante hábil, de hecho. Si me describís detalladamente el altar, quizás pueda llevarnos hasta allí.

—¿Podrías hacer eso? —Rowaan enarcó las cejas—. ¿Teleportarnos únicamente con una descripción?

Q’arlynd asintió.

—Claro, Señora. —En realidad nunca lo había intentado, pero estaba seguro de que algún día estaría a su alcance.

Leliana dejó escapar una risotada

—No, gracias —dijo—. Aunque estoy deseosa de bailar algún día en la arboleda de Eilistraee, por ahora prefiero seguir viva.

Q’arlynd bajó los ojos en un gesto sumiso. Su mente, sin embargo, reflexionaba acerca de las posibilidades que ofrecía la superficie. Tan sólo había utilizado su hechizo de teleportación para distancias cortas dentro de los límites de Ched Nasad, por ejemplo para escapar del golem de hierro. Estaba ansioso de comprobar los límites del hechizo lejos del Faerzress que rodeaba la ciudad en ruinas. Intentar teleportarse hasta un destino que jamás había visto sería como una caída libre, excitante y al mismo tiempo aterradora.

Sin embargo, las sacerdotisas parecían empeñadas en hacer las cosas difíciles.

Mientras avanzaban con dificultad, Q’arlynd se dio cuenta de que Flinderspeld no se encontraba en su campo de visión. Por pura costumbre, se sumergió en la mente del gnomo de las profundidades, para comprobar si estaba tramando algo. Se llevó un chasco. Flinderspeld estaba pensando acerca de su antigua casa, la ciudad svirfneblin de Blingdenstone. Al igual que Ched Nasad, estaba en ruinas, pues había sido destruida hacía cinco años por los menzoberranios. Flinderspeld recordaba cómo los esclavos-soldado orcos y goblins habían destrozado su tienda, rompiendo los mostradores y cogiendo las gemas que estaban dentro. El trabajo de toda una vida, recogido con avaricia dentro de los bolsillos de aquellos que jamás apreciarían las complejidades de…

Q’arlynd cortó la conexión, ya que no quería escuchar por más tiempo las reflexiones de Flinderspeld. En vez de eso, observó el paisaje.

Se fijó en que el Páramo Alto no era totalmente llano. Había puntos de referencia. No eran del tipo que Q’arlynd estaba acostumbrado a ver (formaciones rocosas, placas de cristonita, hongos y géiseres), pero lo suficiente para que las sacerdotisas encontraran el camino. A la derecha, por ejemplo, había una extensión circular de piedra con matas de vegetación que crecía sobre ella. Leliana había llamado «hierba» a aquello. Aquel afloramiento circular era el sexto que Q’arlynd veía esa noche. Eran los cimientos casi desaparecidos de una torre en ruinas, pero lo que le llamaba la atención era la hierba. Había crecido entre las grietas del suelo de piedra: grietas que seguían un patrón peculiar. Le recordaban un poco al glifo que había en el vestíbulo principal del Conservatorio Arcano.

Interesante. Guardó el lugar en su memoria, por si deseaba volver más adelante. Uno nunca sabía qué secretos podía esconder una vieja construcción en ruinas.

Leliana lo pilló mirando hacia la torre en ruinas.

Q’arlynd le dedicó una gran sonrisa e inclinó la cabeza.

—¿Esos círculos son formaciones naturales? —preguntó—. ¿Se pueden encontrar en cualquier lugar de la superficie o solamente aquí? —era una pregunta deliberadamente estúpida, como el resto de las preguntas con las que había molestado a la sacerdotisa con anterioridad: qué era un bosque, por qué caía agua desde el cielo, y si el sol y la luna siempre salían y se ponían por el mismo lado, o si alguna vez cambiaban su recorrido. Ya sabía las respuestas a esas preguntas, por supuesto. Podía ser su primera incursión fuera de la Antípoda Oscura, pero había leído acerca del Mundo de la Superficie y sus extraños fenómenos. Sin embargo, años de tratar con las mujeres de Ched Nasad le habían enseñado a ser cauto. Los hombres «guapos pero tontos» solían ser olvidados. Los listos se convertían en objetivos. Había aprendido aquello viendo morir a sus hermanos, uno tras otro.

Fue Rowaan quien le respondió.

—Son los cimientos de torres derruidas —le explicó—. Una vez hubo una ciudad aquí. Hace milenios, en los tiempos que precedieron al Descenso…

Leliana se detuvo bruscamente.

—Ya basta —le dijo a Rowaan. Se volvió hacia Q’arlynd, con semblante enfadado, y le habló directamente—. Si quieres saber dónde estamos, pregúntalo. Estoy harta de tus preguntas indirectas.

—De acuerdo —dijo Q’arlynd—. ¿Dónde estamos?

—En Talthalaran.

A Q’arlynd no le resultaba conocido aquel nombre, aunque sonaba un poco como el término formal utilizado para denominar un consejo de matronas. Se debatía entre la curiosidad y la necesidad de seguir fingiendo ignorancia. Ganó la curiosidad.

—¿Talthalaran era… el nombre de una antigua ciudad? —preguntó.

—Sí —dijo RoWaan—. Una de las ciudades de Miyeritar.

—Miyeritar —susurró Q’arlynd, demasiado sorprendido para eliminar el tono sobrecogido de su voz.

Ahora veía el páramo con ojos distintos. Hacía miles de años, aquel imperio de elfos oscuros había sido aniquilado por completo. Según decían las leyendas, había llovido ácido. Los rayos habían destruido las ciudades de Miyeritar, y los truenos que los siguieron habían hecho pedazos lo que quedaba, como martillazos invisibles. Habían muerto decenas de miles de elfos oscuros, y los vientos rugientes habían hecho volar sus restos por los aires, destrozando los cuerpos como si fueran tela podrida. Cuando todo terminó, lo único que quedó fue la tierra desnuda y manchada de sangre.

Esa había sido la magia que los altos magos de Aryvandaar habían invocado.

Q’arlynd habría dado cualquier cosa por verlo. Desde una distancia segura, por supuesto. Flinderspeld, que había estado escuchando, se quedó rascándose la calva.

—¿Qué es Miyeritar? —preguntó.

Q’arlynd solía permitir que el gnomo de las profundidades hiciera ese tipo de preguntas. Desde la caída de la ciudad, había habido pocos con los que conversar. Ilustró a su esclavo.

—Fue un reino que existió en los tiempos de las Guerras de la Corona. Hace catorce mil años, durante la Tercera Guerra de la Corona, fue destruido por Aryvandaar, una nación de elfos de la superficie, durante una tormenta mágica de proporciones inimaginables. Según dicen… —Se detuvo de repente, al darse cuenta de que Leliana lo miraba fijamente.

Se encogió de hombros con expresión triste.

—Soy un mago. Nos enseñaron acerca de Miyeritar en el Conservatorio de Ched Nasad.

—Pero ¿no acerca de la lluvia normal? —se burló—. Parece una educación extrañamente sesgada.

Q’arlynd volvió a encogerse, de hombros, avergonzado.

—Si estudiaste Miyeritar, sabrás que antaño todos fuimos «elfos de superficie» —continuó.

Flinderspeld se volvió hacia ella.

—¿Los drow vivían en la superficie?

—Elfos oscuros —le contó Leliana—. Aún no eran dhaerrow. No eran drow.

—¿Y con eso quieres decir…? —preguntó Q’arlynd.

—Que venimos de la superficie y debemos volver a ella. Los drow no son criaturas naturales de la Antípoda Oscura.

Q’arlynd se señaló los ojos.

—Entonces, ¿cómo explicas la visión en la oscuridad?

—Adaptación —dijo Leliana—. Nuestra raza la desarrolló lentamente, a través de muchas generaciones, después de ser expulsada a las profundidades.

—En Ched Nasad nos enseñaron que la visión en la oscuridad era un regalo que nos había hecho Lloth durante el Descenso —dijo Q’arlynd—, y que los drow estaban hechos para vivir en la Antípoda Oscura.

Leliana se cruzó de brazos. Q’arlynd se dio cuenta de que, al igual que él, disfrutaba con el debate.

—Entonces, ¿por qué nuestros ojos se adaptan, al cabo del tiempo, a la luz de los reinos de la superficie? —contestó—. Y si la visión en la oscuridad es un regalo de Lloth, entonces, ¿por qué yo, y el resto de los drow que adoran a Eilistraee, la principal rival de Lloth, aún somos capaces de ver en la más absoluta oscuridad?

—Porque Lloth… —Q’arlynd interrumpió abruptamente lo que había estado a punto de decir, no porque tuviera un argumento para refutar lo que había dicho Leliana, sino porque se dio cuenta de lo que intentaba la sacerdotisa: Quería sonsacarle información. Lo estaba poniendo a prueba. Trataba de averiguar si realmente deseaba convertirse a la fe de Eilistraee.

Q’arlynd no tenía intención de hacer tal cosa, por supuesto, a menos que pudiera obtener algún beneficio de ello.

Flinderspeld se había acercado durante el debate, y se encontraba junto a Q’arlynd, con la cabeza gacha.

—Muchas razas que no adoran a Lloth tienen visión en la oscuridad —comentó. Levantó sus dedos enguantados y comenzó a contarlos—. Svirfneblin, duergar…

Q’arlynd estuvo a punto de echarse a reír. Flinderspeld le había proporcionado la distracción perfecta. Volviéndose de repente, cogió a su esclavo por la capa, fingiendo estar enfadado con él por haberse puesto de parte de Leliana en el debate.

—¡Tú cállate! —ordenó, agitando un dedo frente al gnomo.

Un rayo de energía mágica (uno pequeño, más doloroso que dañino) salió crepitando de la punta de su dedo enguantado. Apenas tocó la piel de la amplia frente de Flinderspeld (Q’arlynd no iba a dañar a un esclavo valioso), pero Flinderspeld emitió un fuerte aullido de dolor. Lo había fingido tantas veces que cada vez le salía mejor. Por un instante, Q’arlynd pensó que el rayo realmente lo había herido.

Aquella escena desvió la atención de Leliana, pero no del modo que Q’arlynd había planeado. El metal chirrió cuando desenvainó su espada. Antes de que Q’arlynd pudiera siquiera pestañear, tenía la punta del arma apoyada en la garganta. La voz de Leliana era dura como el acero.

—No vuelvas a hacer eso. Este gnomo —dijo, señalando a Flinderspeld— está bajo la protección de la diosa.

Q’arlynd tragó saliva, y su nuez, al subir y bajar en la garganta, recibió un pinchazo. Le dedicó a Leliana su mirada más lastimera, pestañeó con sus ojos de largas pestañas, y después miró el símbolo de la espada que colgaba de un cordel alrededor de su cuello.

—Al igual que yo, ¿no es cierto? —sugirió con dulzura.

Leliana retiró la espada de su cuello.

—Al igual que tú —coincidió, envainando la espada—. Pero recuerda esto: cualquiera que fuese tu relación allí abajo con el gnomo de las profundidades, aquí, bajo la brillante luna de Eilistraee, somos todos iguales. No hay esclavos, ni matronas… ni amos —entrecerró ligeramente los ojos—. ¿O acaso Milass’ni no te lo dijo?

—Por supuesto que sí —dijo Q’arlynd, dándose cuenta al instante de que Leliana debía de estar hablando de la sacerdotisa a la que había matado la piedra al caer—. Las instrucciones que me dio eran muy precisas. Pero resulta difícil abandonar las antiguas costumbres —hizo una profunda reverencia, manteniendo una postura sumisa más tiempo del que era necesario.

Cuando se irguió, vio dos cosas que no le gustaron. Una expresión desconfiada en los ojos de Leliana. Y a Flinderspeld, que miraba pensativo a Leliana y acariciaba distraídamente con su rechoncho pulgar el bulto que formaba el anillo de esclavo bajo su guante.

Thaleste se estremeció mientras trepaba por la columna. Necesitaba ambas manos para agarrarse a las muescas talladas en la piedra, lo que significaba que había tenido que envainar la espada, aunque no es que fuera muy hábil con el arma, por supuesto.

La Dama Cavatina había sido muy amable al fingir que el débil pinchazo de Thaleste había influido en la lucha contra la aranea, pero la novicia sabía que no era cierto. Aun así, se sentiría algo mejor con un arma en la mano.

Se encaramó por el agujero de la parte superior de la columna, introduciéndose en la habitación que había arriba. Un pequeño pasillo conducía a la estancia donde la Dama Cavatina había luchado contra el devorador de magia. Thaleste desenvainó la espada, haciendo una mueca ante el fuerte chirrido que hizo al salir de la vaina, y recorrió el pasillo. Estaba oscuro y silencioso. Iljrene y los demás ya habían inspeccionado las habitaciones y habían dicho que estaban despejadas. Aun así, Thaleste tenía la boca seca y le latía con fuerza el corazón. Las cavernas nunca estaban totalmente vacías de monstruos, a pesar de las constantes patrullas. Cualquier amenaza podría estar acechándola en la estancia que había más adelante.

La estancia, sin embargo, resultó estar vacía, aparte de las manchas púrpuras de sangre del devorador de magia. Su cuerpo y la telaraña habían sido quemados. Todo lo que quedaba era un lugar chamuscado en el suelo, cerca del agujero que había sido una ventana.

Thaleste se detuvo y estudió la forma del hollín en las paredes. Comprobó que el humo había salido hacia arriba, había llegado al techo y había vuelto a bajar; finalmente, había salido por los pasillos laterales y el agujero del suelo. También se había concentrado detrás de uno de los pedestales cercanos a la tarima, donde había dejado una leve espiral.

Thaleste sonrió. Acababa de encontrar lo que buscaba. Ahora podría probar a los demás que ser tímida tiene sus ventajas. Había aprendido un par de cosas a lo largo de los años, arrastrándose por los pasadizos de su casa. Una sala de audiencias siempre tiene, al menos, una puerta secreta por la que una matrona puede escapar en momentos de crisis. La aranea y su devorador de magia habían sorteado las defensas de las sacerdotisas a través de una puerta secreta que nadie más conocía. Thaleste la había encontrado. Ya no la compadecerían como a la novicia que se asustaba de las sombras y corría de un lado a otro con una espada. Acababa de probar su valor o, más bien, estaba a punto de hacerlo.

El pedestal tenía que ser la clave. El busto que estaba sobre él tenía la boca abierta y hueca. Miró en su interior y encontró el mecanismo. Seguramente estaría protegido por una aguja trampa. El veneno se habría secado hacía tiempo, pero Thaleste no quería arriesgarse. Si la aranea había entrado por ahí, podría haberlo repuesto.

Sacó la daga, metió la hoja dentro de la boca de la estatua e hizo saltar el mecanismo. El pedestal se movió, rotando sobre la base. Envainó la daga e hizo girar aún más el pedestal. Una parte de la pared que había detrás se abrió con un fuerte ruido al rechinar piedra contra piedra.

Thaleste se felicitó. ¡Lo había conseguido! Miró el pasadizo que había tras la puerta, preguntándose si debería ir más lejos. Deseó conocer la plegaria que le hubiera permitido informar de su descubrimiento a la maestra de batalla Iljrene de inmediato, pero aquel hechizo estaba fuera de su alcance, y además ¿qué pasaría si estaba equivocada y el pasadizo no conducía a ninguna parte? Eso les daría más motivos a las sacerdotisas para dudar de sus capacidades. Incluso si el pasadizo conducía a alguna parte, llamar a Iljrene demasiado pronto sólo significaría que su descubrimiento se vería eclipsado. Seguramente Iljrene no se atribuiría, de forma deliberada, el mérito de resolver aquel misterio, pero igualmente todos se lo atribuirían a la maestra de batalla.

Thaleste cuadró los hombros. Era una sacerdotisa de Eilistraee. Ella misma se ocuparía.

Tan pronto como soltó el pedestal, la puerta comenzó a cerrarse. Thaleste cogió el pedestal y se quedó quieta un segundo, preguntándose si debería dejar la puerta abierta, pero después decidió que preferiría tener una pared detrás. Además, la puerta tenía un tirador tallado en la piedra por la parte interior. Era evidente que se podía abrir desde dentro. Soltó el pedestal, atravesó la puerta y dejó que se cerrara a su espalda.

El pasadizo recorría bastante distancia (hacia el norte, según los cálculos de Thaleste), unas veces subiendo y otras bajando. En su punto más alto, oyó el murmullo lejano del agua. Apoyó la oreja en la pared y después en el suelo. El sonido venía de abajo. Imaginó que el pasadizo debía pasar por encima del Sargauth.

Finalmente el pasadizo terminaba en una pared de piedra. Mirándola de cerca, Thaleste pudo ver una grieta rectangular, tan fina como un cabello: otra puerta secreta. A la derecha había una escalera de caracol, tallada en la piedra, que conducía hacia abajo. Decidió dejar la puerta para más tarde y descendió por la escalera, contando los escalones mientras lo hacía. Las paredes estaban húmedas (debía de estar al mismo nivel que el río), pero aun así la escalera seguía descendiendo en espiral. Miró a su alrededor mientras bajaba, en busca de rastros de telaraña que confirmaran que la aranea y el devorador de magia habían pasado por allí. No encontró ninguno.

Uno de sus pies resbaló y a punto estuvo de caer. Al mirar hacia abajo vio que los escalones ya no tenían los bordes angulosos. Eran redondeados, como si hubieran sido muy utilizados. Al doblar la esquina, comprobó que la escalera terminaba en un gran espacio abierto, una caverna con el suelo totalmente liso, como si un cieno hubiera pasado por allí y lo hubiera pulido por completo.

Thaleste se quedó allí de pie unos instantes, respirando agitadamente. ¿Y si hubiera un cieno allí abajo? Los drow que construyeron la ciudad que había encima de ella habían venerado a Ghaunadaur así que el agujero solitario podía ser uno de sus altares. Incluso podía ser una entrada al mismísimo Foso.

Sentía las piernas débiles y temblorosas. Tenía el estómago revuelto. Todos sus instintos le gritaban que se diera la vuelta y huyese por donde había venido, pero rendirse sería incluso peor que jamás haberlo intentado.

Con voz temblorosa entonó una plegaria para protegerse contra el mal, y eso le insufló algo de valor. A continuación bajó sigilosamente los últimos escalones y echó un vistazo a la estancia.

Estaba vacía, por completo. No había salidas, ni agujeros abiertos en el suelo ni en el techo. La estancia debía de tener unos cuatro metros de largo y más o menos lo mismo de ancho. Las paredes y el techo eran lisos, al igual que el suelo. Era evidente que había sido la guarida de un cieno, pero hacía mucho tiempo que aquella criatura se había marchado. Las paredes estaban secas y el aire tan sólo olía a piedra fría.

Sin embargo, había varios objetos desperdigados por el suelo. Tenían el tamaño y la forma de huevos (debía de haber unos sesenta, calculó Thaleste con rapidez). Entró en la habitación y se agachó junto a uno de ellos: un óvalo de obsidiana negra pulida. Susurró una plegaria y vio que todas las piedras emitían un brillo mágico. No tenía ni idea de lo que aquello significaba, pero debía informar a Iljrene cuanto antes. Cogió una de las piedras y se la guardó en la bolsa que le colgaba del cinto.

Cuando llegó a lo alto de la escalera respiraba con dificultad. En Menzoberranzan siempre se había desplazado en un deslizador, así que, a pesar de tras dos años de entrenamiento, todavía no estaba acostumbrada a tales esfuerzos, especialmente llevando una pesada túnica de cota de malla. Aun así, prácticamente bajó corriendo por el pasadizo, de vuelta a la primera puerta secreta que había encontrado. La abrió un poco y echó un vistazo, pero la habitación estaba vacía. Salió del pasadizo y cerró la puerta tras de sí. Descendió con rapidez por la columna, y se apresuró a volver hacia El Paseo, casi sin aliento, deseosa de informar a la maestra de batalla Iljrene acerca de lo que acababa de encontrar.

De repente, a pocos pasos de distancia sonó una alarma. Thaleste se sobresaltó, y a punto estuvo de dejar caer la espada cuando se dio cuenta de que había olvidado cantar el himno que evitaría que las alarmas mágicas sonaran. Lo hizo, pero la alarma continuó sonando.

Algo blando y fangoso le tocó la espalda y se retiró con un sonido de ventosa, tirando de la cota de malla que acababa de tocar. Thaleste gritó y se dio la vuelta. A su espalda había una criatura de pesadilla, una cosa enorme parecida a un gusano y tan gruesa como el tronco de un árbol. Ocho tentáculos se agitaban en la parte frontal de su cara, y abría y cerraba la hambrienta boca. De ella salía un hedor terrible a carne podrida, junto con una hilera de gusanos.

Se trataba de un reptador carroñero.

La mano de Thaleste tremolaba con tal violencia que la espada que sostenía con ella parecía una hoja temblorosa. Mientras se apartaba lentamente, comenzó a recitar una oración para fortalecerse, pero antes de poder completarla, dos tentáculos salieron disparados hacia ella. Thaleste consiguió esquivar uno, pero el otro la golpeó en la mano de la espada. Notó como si le ardiera la piel. La sensación se expandió de inmediato por el brazo, dejándoselo insensible. En un segundo, había llegado al torso. Se quedó paralizada, e interrumpió la oración. Su respiración era débil y entrecortada.

Consciente de que estaba a punto de ser devorada, trató de alcanzar el cinturón con las manos. Al menos arrojaría la piedra que había encontrado para que la pudiera encontrar una patrulla. Se esforzó hasta que se le saltaron las lágrimas, pero sus brazos se negaron a moverse.

El reptador carroñero avanzó, ondulando el cuerpo, mientras sus pies llenos de garras producían ruiditos secos sobre el suelo de piedra. Thaleste vio, horrorizada, cómo el reptador se alzaba y después caía sobre ella. Su boca le cubrió la cabeza, y le clavó los dientes en los hombros. El dolor era muy intenso. Dejó escapar un gorgoteo sofocado que hubiera sido un grito de no haber estado paralizadas sus cuerdas vocales. Los dientes del carroñero serraron la túnica de cota de malla de Thaleste hasta romperla. Hubo más dolor, y sangre, que caía caliente por su cuerpo y le empapaba la camisa y los pantalones. Entonces experimentó un dolor intenso, más fuerte que cualquier cosa que hubiera sentido jamás, y…

Thaleste pestañeó. El dolor, el hedor… todas las sensaciones habían desaparecido. Estaba flotando en una planicie gris, monótona, acunada por una canción tranquilizadora. La luz de la luna caía suavemente sobre ella. Levantó algo… ¿Brazos? No, no exactamente. Ya no podía sentir su cuerpo. La canción se hizo más intensa, la luz de la luna la elevó hacia su fuente: un baile giróvago que llenaba el aire.

—Eilistraee —suspiró.

El alma de la drow que una vez se había llamado Thaleste se unió al baile y encontró la paz.