CAPÍTULO TRES

Q’arlynd apuntó con un dedo hacia el cascote irregular y susurró un encantamiento. El cascote, que era un trozo de telaraña calcificado perteneciente a los muros de la casa Ysh’nil, se elevó en el aire y dejó al descubierto un agujero entre los escombros.

Hizo un gesto de asentimiento al svirfneblin que estaba junto a él.

—Métete dentro.

El gnomo de las profundidades inclinó la calva cabeza hacia un lado. Sus ojos, negros como el carbón, estudiaron el agujero abierto entre los escombros.

—Parece inestable —dijo Flinderspeld, con voz baja y ronca.

Q’arlynd se irritó.

—Por supuesto que es inestable —dijo con brusquedad—. La ciudad no aterrizó en filas ordenadas, como bloques apilados. Se derrumbó.

—Me sentiría mejor si antes lo apuntalaran.

Q’arlynd movió ligeramente el dedo y, haciendo levitar el cascote sobre el lugar donde estaba Flinderspeld, lo amenazó con un gesto significativo.

—Te sentirás peor si dejo caer esto sobre tu cabeza.

El gnomo de las profundidades se encogió de hombros.

—Si lo haces, no tendrás a nadie que se meta ahí dentro a buscar lo que irradiaba esa aura mágica que viste.

Q’arlynd entrecerró los ojos. Retiró el cascote hacia un lado y lo hizo descender, con suavidad suficiente como para que el único sonido que hiciera fuese un leve chirrido al rozar piedra contra piedra. A continuación levantó la mano izquierda y meneó el dedo índice, aquel en el que lucía un sencillo anillo negro, y cuyo único homólogo superviviente se encontraba en la mano de Flinderspeld.

—No me hagas usar esto.

El gnomo de las profundidades lo fulminó con la mirada.

—Vale, vale, ya voy. —Trepó hasta el agujero, murmurando entre dientes.

Q’arlynd entrecerró los ojos. Sabía que debería disciplinar a Flinderspeld, despellejarlo y dejarlo atado a una estaca para que los lagartos se alimentaran de él, pero el gnomo de las profundidades tenía su utilidad. Como todos los de su raza, se manifestaba, en el mejor de los casos, apenas como una imagen borrosa a cualquiera que intentara escudriñarlo o encontrarlo por medios mágicos. Eso hacía de Flinderspeld el vehículo perfecto para transportar objetos que Q’arlynd no quería que nadie encontrara, por ejemplo los anillos que le había quitado al cadáver de la sacerdotisa recientemente.

El gnomo de las profundidades no se daba cuenta de que era utilizado de aquella manera, e ignoraba que las ropas nuevas que Q’arlynd le regalaba constantemente tenían objetos cosidos por dentro. Veía aquellos regalos como muestras de bondad. Había llegado a la conclusión de que Q’arlynd lo había comprado por compasión, o algo parecido, después de ver el lamentable estado al que lo habían reducido los mercaderes de esclavos. Era una idea bastante ridícula, en realidad. El corazón de Q’arlynd era tan negro como el de cualquier drow.

—¡Veo algo! —exclamó Flinderspeld—. Es… algún tipo de daga. Es plateada, con el filo delgado; por la forma parece más una espada que una daga. Está ensartada en una cadena, como un colgante.

Q’arlynd lo conocía, por supuesto. Él mismo había puesto allí el colgante de la sacerdotisa, para que lo revelara el hechizo de detección.

—Hay una espada mucho más pequeña junto a ella —continuó Flinderspeld—. No es más larga que mi dedo. Otra joya, creo.

—Tráemelas.

Mientras Flinderspeld se arrastraba por la grieta para volver, Q’arlynd oyó cómo se desplazaban los escombros tras él. Debía de tratarse de Prellyn, el puño con guante de seda de la matrona Teh’Kinrellz. Tal y como había planeado, lo había «descubierto» cuando se escabullía de los dominios de Teh’Kinrellz un rato antes, y lo había seguido hasta allí. Q’arlynd fingió sobresaltarse ante su llegada.

—Te has montado tu propia excavación, por lo que veo —dijo Prellyn con voz sedosa pero amenazante—. ¿Has encontrado algo interesante?

—Nada —hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Sólo un agujero vacío.

—Mentiroso.

Prellyn lo cogió por la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás, obligándolo a mirarla de frente. Como la mayor parte de las drow, era cabeza y media más alta que él. Sus ojos rojos ardían bajo unas cejas que se juntaban en un ceño permanentemente fruncido. Sus brazos eran más musculosos que los de Q’arlynd, y tenía las manos encallecidas. La ballesta de muñeca que llevaba sujeta al antebrazo estaba cargada, y su punta llena de aristas estaba incómodamente cerca de la mejilla de Q’arlynd. Si giraba la cabeza le sacaría un ojo.

—Aun así —susurró Prellyn—, me gustan los muchachos con algo de fuego en la mirada. Un fuego… —la mano que tenía libre se deslizó hacia abajo, a la entrepierna— que se enciende a mi antojo.

Lo besó. Con fuerza. Q’arlynd sintió cómo su cuerpo respondía a las caricias. Su aire amenazador era tan excitante como una caída libre. La drow iba a tomarlo. En ese instante. Y cuando terminara, lo castigaría por haberse atrevido a saquear por su cuenta. No lo azotaría, como correspondía a los criados comunes, sino que sería mucho más sutil. Quizás un hechizo hiriente, uno que le dejaría mil pequeñas mordeduras de araña marcadas a fuego en la piel.

Esperaba que mereciera la pena.

Prellyn obligó a Q’arlynd a tumbarse boca arriba sobre los escombros y se puso a horcajadas sobre él. Le recorrió la nariz con un dedo, deteniéndose en el lugar donde se la había fracturado hacía décadas. A continuación le abrió la camisa de un tirón.

Aunque estaba excitado, Q’arlynd tenía una necesidad más acuciante: quería información.

Flinderspeld estaba oculto en el agujero, poco dispuesto a salir. Se había desvanecido y sólo le faltaba ser invisible, aunque el anillo que llevaba permitía que Q’arlynd escuchase todos sus pensamientos siempre que quisiera. En aquel momento, Flinderspeld meneaba la cabeza mentalmente ante el encaprichamiento de su amo con Prellyn, una drow a la que sabía que Q’arlynd temía tanto como él. Flinderspeld esperaba asimismo la ocasión para escabullirse y esconder el botín mágico que su amo acababa de encontrar.

Algunas veces, Flinderspeld podía llegar a ser demasiado eficiente. Q’arlynd tomó el control del cuerpo de su esclavo, lo obligó a suprimir su camuflaje mágico, salir a gatas de su escondite e intentar escabullirse.

El gnomo de las profundidades llamó la atención de Prellyn, que se puso de pie y se olvidó de Q’arlynd que yacía entre los escombros. Su mirada se fijó en el colgante.

—Dame eso —le ordenó.

Q’arlynd hizo dudar a Flinderspeld.

—Ya la has oído, esclavo —dijo con voz áspera, mientras se incorporaba—. ¡Dáselo!

Flinderspeld miró a su amo, confundido. ¿Qué tramaba Q’arlynd? Normalmente el hechicero habría deseado que se quedara tumbado y conservara cualquier botín que hubiera encontrado.

Q’arlynd, impacientándose, le dio un tirón mental. La mano del gnomo de las profundidades se extendió de repente. El colgante, que estaba sujeto por la cadena, comenzó a balancearse como un péndulo.

Prellyn se acercó a cogerlo, pero de repente retiró la mano como si hubiera estado a punto de tocar algo cubierto por veneno de contacto.

Q’arlynd se puso de pie. A través de los anillos pudo sentir que Flinderspeld empezaba a comprender la situación. Su amo quería que Prellyn viera el colgante de plata. El gnomo de las profundidades se preguntó por qué ella temía aquel objeto.

Q’arlynd se hizo el tonto.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a Prellyn. Fue hacia Flinderspeld y se inclinó para mirar más de cerca el colgante, fingiendo que lo observaba por primera vez—. Un emblema interesante en la hoja —dijo, estirando la mano para tocarlo—. Un círculo y una espada. Sino me equivoco esos son los símbolos de…

La única advertencia que recibió fue el chirrido del acero resultante de desenvainar un arma. Retiró la mano justo cuando la espada de Prellyn cortó la cadena que Flinderspeld sostenía. Si Q’arlynd no se hubiera movido, la hoja le podría haber hecho un tajo en la mano. El colgante cayó ruidosamente al suelo.

Flinderspeld todavía sostenía la pequeña espada. Q’arlynd hizo que el gnomo de las profundidades la pusiera sobre una piedra plana. Después, lo liberó de la dominación mental y dejó que se marchara.

No quería que el gnomo fuera objeto de la ira de Prellyn. Si eso sucedía, Q’arlynd se quedaría sin esclavo y, sin una sola moneda a su nombre, no podía comprar otro.

—Ese colgante es el símbolo sagrado de Eilistraee —escupió Prellyn, torciendo la boca como si acabara de probar algo que sabía mal—. Agradece que estuviera aquí para evitar que lo tocaras.

—Ya lo hago —dijo suavemente Q’arlynd—. ¿Y esa pequeña espada? ¿También está conectada con el culto a Eilistraee?

Prellyn usó la punta de la espada para empujarla hacia un agujero profundo entre los escombros.

—Eso es algo que tampoco querrás tocar.

—No lo haré —dijo Q’arlynd—, pero ¿qué hace un símbolo sagrado de Eilistraee aquí, en Ched Nasad?

—Debió de haberlo traído alguna de sus sacerdotisas, antes de que cayera la ciudad. A veces lo hacen: vienen aquí abajo para tratar de subvertir a los hijos de Lloth y seducirlos para que vayan a los reinos de la superficie.

—Donde, sin duda, los simplones que se lo tragan son asesinados de inmediato.

Prellyn rio.

—Qué pocas cosas sabes, hombre. De hecho, los seguidores de Eilistraee dan la bienvenida a los extraños en su seno.

—¿Cualquier extraño? —preguntó Q’arlynd, pensando en su hermana—. ¿Incluso un fiel de Lloth?

Prellyn lo miró con dureza. Por un instante, Q’arlynd pensó que no contestaría.

—Si el drow se muestra dispuesto a cambiarse al culto de Eilistraee, sí.

—Pero… —Q’arlynd frunció el ceño, fingiendo pensar en voz alta—. ¿Cómo saben quién miente y quién hace una petición sincera?

—Se basan en la… confianza —dijo, usando una palabra del lenguaje de los elfos de superficie. No existía un verdadero equivalente en lengua drow o en alto drow—. Le ofrecen esas pequeñas espadas a cualquiera que las pida. Es su mayor debilidad, y demuestra lo bajo que han caído. La confianza entre los drow es una esquirla de hielo en la lava, salvo que el hielo dura más tiempo.

Q’arlynd rio por obligación ante la broma, a pesar de que sabía demasiado bien que ningún drow sería tan estúpido como Prellyn acababa de pintar a las sacerdotisas de Eilistraee. Suponiendo que Prellyn tuviera razón, acababa de averiguar para qué servían aquellas pequeñas espadas.

—Aquellos a quienes embaucan para que abandonen a Lloth son unos necios, por supuesto —continuó Prellyn—. No sólo se enfrentan a la ira de la Reina Araña, sino también a los estragos que causan los reinos de la superficie. La luz del sol los ciega, y caen víctimas de extrañas enfermedades. Su armadura y sus armas se ven reducidos a polvo, y quedan indefensos. Los drow no están hechos para vivir en la superficie. Somos criaturas de la Antípoda Oscura, hijos de Lloth.

Q’arlynd asintió con gesto sumiso. Prellyn tan sólo repetía lo que enseñaban las sacerdotisas del templo. En el Conservatorio, cuando Q’arlynd era un hechicero novicio, sus instructores le habían hecho advertencias aún más terribles, enseñándoles que todos los objetos mágicos hechos por los drow perdían sus poderes si se los separaba de las energías de la Antípoda Oscura y se exponían a la luz del sol. Siempre advertían contra los viajes a la superficie.

Sin embargo, Q’arlynd no creía en las historias de enfermedades y penurias. Sabía reconocer las exageraciones cuando las oía. Una vez había conocido a un drow que había vivido en la superficie y le había ido bastante bien, afortunadamente, pero de eso hacía mucho tiempo. Se preguntó si el culto a Eilistraee prevalecía en el reino de la superficie al que conducía el portal, y si Halisstra, si es que había sobrevivido, habría abrazado aquella fe hereje. De ser así, se explicaría por qué jamás había vuelto a Ched Nasad. A Q’arlynd, el culto a Lloth siempre le había parecido algo falso. Se acarició la barbilla, fingiendo mirar pensativo el montón de escombros.

—Estas ruinas tienen los glifos de la Casa Ysh’nil —dijo, nombrando a la Casa menor, cuyos miembros supervivientes eran una espina en el costado de la Casa Teh’Kinrellz—. ¿Crees que alguien de esa Casa adoraba secretamente a Eilistraee? —bajó la voz a un susurro—. Eso no pintaría muy bien para los supervivientes, especialmente si la Casa Jaezred Chaulssin lo supiera.

Prellyn, que le sacaba una cabeza a Q’arlynd, lo miró fijamente desde arriba.

—Eres muy listo para ser un hombre. —Le tocó la punta de la nariz casi con afecto—. Esto es cosa de mujeres. Mantente al margen.

Q’arlynd le devolvió brevemente la mirada.

—Lo haré —prometió.

Prellyn retiró la mano. Clavó la punta de su espada en el blando metal del colgante y lo levantó como si fuera una cabeza de trofeo.

—Y mantén las manos lejos de los escombros. Cualquier botín pertenece a la Casa Teh’Kinrellz. Busca otra manera de hacer travesuras.

Q’arlynd hizo una reverencia.

—Como ordenéis, ama.

Prellyn chasqueó los dedos para llamar a su deslizador. Montó en él y se alejó en silencio, seguramente para informar sobre la antigua blasfemia de la Casa Ysh’nil. Su partida fue tan apresurada que se olvidó de castigar a Q’arlynd. Él casi se sintió decepcionado.

Flinderspeld asomó detrás de una roca. Miró cómo Prellyn se alejaba y a continuación miró a Q’arlynd, quien sacó la pequeña espada del agujero al que la había arrojado Prellyn y se la guardó en el bolsillo.

¿Estás planeando un viaje a la superficie, amo?, preguntó el enano en el lenguaje de signos de los drow.

Q’arlynd frunció el ceño. Eres demasiado listo para ser un svirfneblin.

Qilué escuchó mientras la Dama Canción Oscura le presentaba su informe. La lucha de Cavatina con el selvetargtlin y el devorador de magia había ocurrido hacía tres días, pero una alteración de ese tipo requería un informe de primera mano. Afortunadamente no se habían producido más incidentes desde entonces. Iljrene había informado que todas las estancias de los techos de las cavernas situadas al sur del Sargauth habían sido inspeccionadas y halladas vacías, salvo por las alimañas habituales, que las patrullas exterminaron rápidamente. Asimismo, se comprobó que las protecciones mágicas del propio Paseo y los sellos del Foso se mantenían intactos.

Habían recuperado la túnica y el equipamiento de la aranea, y en ellos encontraron la respuesta a cómo consiguió sortear las defensas mágicas. Se valió de un anillo, un aro de oro con tres oquedades vacías donde deberían haber estado las gemas. Tras examinarlo y comprobar que no era mágico, habían estado a punto de descartarlo, como si no mereciera su atención, pero la mirada experta de Qilué descubrió muchas cosas. El «abalorio» había sido uno de los objetos mágicos más poderosos: un anillo de deseos, con el débil rastro de un aura que rodeaba el lugar donde había estado la tercera gema.

La aranea se había teleportado a un área fuertemente protegida gracias al tercer y último deseo del anillo. Una vez dentro, la selvetargtlin había utilizado su magia de clérigo para volverse indetectable por las alarmas. Llevó consigo al devorador de magia para que consumiera la energía mágica que liberaba los símbolos que se disparaban. Por eso el hechizo de Cavatina había funcionado: el devorador de magia ya estaba empachado cuando la

Dama Canción Oscura lo descubrió. Consumir las espadas mágicas que Cavatina había conjurado con su hechizo lo hizo reventar, debido a la presión que había ejercido sobre el Tejido.

No había manera de saber cuánto tiempo había estado la aranea dentro del área recuperada por El Paseo antes de que la descubriera Cavatina. Si los símbolos de las cavernas meridionales no hubieran sido permanentes, podrían haber rastreado el camino que siguió el selvetargtlin; pero, debido a que se reactivaban solos poco después de dispararse, el objetivo del selvetargtlin al penetrar el área siguió siendo un misterio. Tras hacer un inventario del templo vieron que no faltaba nada. No habían profanado ni alterado nada, pero sabían que la misión de la aranea había sido de gran importancia, a juzgar por sus últimas palabras y la muerte que eligió. Había destruido su cuerpo deliberadamente, sin dejar atrás nada que pudiera ser interrogado por un nigromante.

El cadáver del devorador de magia estaba intacto, pero interrogarlo no serviría de nada. Los devoradores de magia no podían distinguir la diferencia entre una simple bolita de luz y un artefacto. Todos los objetos mágicos eran iguales para ellos: pura energía esperando a ser consumida.

Qilué esperaba encontrar pistas en los informes de la Dama Canción Oscura o de la novicia Thaleste, pero no había hallado ninguna.

Todo aquel episodio era profundamente perturbador, y no eran las únicas malas noticias que Qilué había recibido últimamente. Al parecer, otro de los enemigos de Eilistraee se había puesto en marcha.

Cuatro noches antes uno de los asesinos de Vhaeraun se había infiltrado en el altar del Lago Sember. Una sacerdotisa y dos seguidores laicos habían sido aniquilados antes de que se consiguiera expulsar al intruso. Esto sucedía en un momento en que las Casas drow de Cormanthor deberían haber estado plenamente concentradas en su guerra contra las compuertas de la recientemente recuperada Myth Drannor. ¿Por qué los sacerdotes del Señor Enmascarado habrían dirigido su atención hacia el altar de Eilistraee en medio de su batalla contra un poderoso adversario? Con suerte, la espía de Iljrene les daría algunas respuestas, pero por el momento Qilué estaba desconcertada.

Corrían rumores de que otros problemas les acechaban. En el norte, al parecer, había resurgido un mal que había sido enterrado hacía tres años. En el año de la Magia Desatada, cuando los seguidores de Kiaransalee tomaron Maerimydra, habían abierto un terrible agujero en el Tejido. La corrupción se extendió desde aquella ciudad hasta los reinos de la superficie antes de que pudieran ser derrotados. Aún había bolsas de magia desatada desperdigadas por los Valles. A pesar de que las sacerdotisas responsables de aquello habían sido vencidas, todo indicaba que al menos una de las brujas enemigas de alto rango podría haber sobrevivido. Las sacerdotisas de Eilistraee que ayudaban a los drow del lejano norte habían oído historias que los supervivientes contaban acerca de muertos vivientes y una bruja fantasmal capaces de aniquilar a decenas de drow de una sola pasada. Una vez muertos los drow eran añadidos a las espantosas filas enemigas. Las historias eran evidentes exageraciones, pero tendrían que vigilar cuidadosamente la región. Si surgían nuevas alteraciones del Tejido, Qilué se vería obligada a responder.

Por último, desde el lejano sur llegaban inquietantes noticias de que el culto a Ghaunadaur en Lurth Drier era cada vez más activo. Los drow de aquella ciudad de la Antípoda Oscura, no contentos con pelear unos con otros, habían llegado en tropel a la superficie como un feo forúnculo, no muy lejos de los templos de Eilistraee en Zhar y en el bosque Khondal. Algo había hecho que dejaran a un lado sus implacables contiendas y actuaran como una fuerza cohesionada. Qilué rezaba para que no hubiera surgido un avatar de Ghaunadaur allí. Si era así, se vería obligada a liderar un contingente de sacerdotisas al sur para volver a enviarlo a las profundidades, una cruzada que disminuiría drásticamente los recursos de El Paseo.

Al parecer, el único de los enemigos de Eilistraee que no estaba activo en ese momento era Lloth. De hecho, los seguidores de la Reina Araña llevaban tiempo sin dejarse ver. Eso era sospechoso de por sí. Lloth, inmóvil y silenciosa, probablemente esperaba con paciencia el mejor momento para atacar, mientras otros hacían el trabajo de enredar a los fieles de Eilistraee en una red de conflictos.

La Dama Canción Oscura había terminado con su informe y permanecía de pie en silencio, esperando la respuesta de Qilué.

—Demos un paseo —dijo Qilué.

Acababan de volver de una inspección en las cavernas cuando tuvo lugar el ataque de la aranea; se encontraban en la ribera sur del río subterráneo que fluía más allá de El Paseo, en un punto donde un puente recién construido formaba un alto arco sobre el río. El puente original se había desplomado hacía más de un siglo, pero Qilué aún podía recordar el aspecto que tenía cuando luchó por atravesarlo junto a los compañeros que la habían ayudado a derrotar al avatar de Ghaunadaur. Los limos y los cienos habían reducido sus escalones de piedra a montículos redondos, de modo que era peligroso caminar sobre ellos. Ch’arla, una de las compañeras de infancia de Qilué, había muerto, con su espada cantora en la mano, precisamente en el punto al que se aproximaban Qilué y Cavatina. Su muerte había sido un golpe terrible, pero el alma de Ch’arla bailaba con Eilistraee. Todo su dolor había quedado atrás.

El orgullo se avivó en el interior de Qilué mientras atravesaba el puente reconstruido y reflexionaba acerca de los frutos de dos décadas de trabajo. El Paseo era un lugar de belleza y tranquilidad, extraído de las profundidades de la Antípoda Oscura. Un lugar donde antes sólo había locura y desesperación había sido sacralizado y se había llenado de personas que se sentían completas debido a la gracia de Eilistraee. Cada vez que visitaba El Paseo, un dolor furioso anidaba en su corazón y sus ojos se llenaban de dolorosas lágrimas. Los sacrificios de tantos siglos atrás habían merecido la pena, cada uno de ellos.

Bajo el puente, los fieles laicos del templo trabajaban en el río, levantando redes finamente tejidas llenas de blancos peces ciegos, no más grandes que un dedo, que se debatían frenéticos. Otros, con cestas colgando de sus caderas, recogían huevos de lagarto y setas de corteza rugosa de las fisuras que recorrían las paredes de la caverna. La mayor parte eran drow, conversos provenientes de ciudades de todas partes de la Antípoda Oscura, pero también había varios que habían sido rescatados de los barcos de esclavos del Puerto de la Calavera: elfos de la superficie, enanos, humanos, incluso algún halfling que otro, que habían vuelto los ojos hacia la diosa. Uno de ellos, un fornido semidrow de cabellos erizados y colmillos prominentes que delataban su parentesco orco, paró de trabajar cuando Qilué y Cavatina pasaron junto a él, e hizo el signo de Eilistraee, uniendo los índices y los pulgares para formar un círculo que representaba la luna llena.

Qilué saludó a Jub con un gesto de asentimiento y murmuró una bendición. Sus ojos la siguieron, con una expresión de adoración en el rostro. Qilué sonrió secretamente. Incluso los seguidores más extraños eran bienvenidos allí.

El Paseo se componía de cinco cavernas principales que antaño habían formado parte del Enclave Sargauth, una avanzada de la caída Netheril. Los edificios antiguos situados dentro de las cavernas habían sido ganados y utilizados. Una de las cavernas alojaba a las sacerdotisas, otra a los seguidores laicos, y una tercera contenía almacenes y los barracones de los Protectores de la Canción, los soldados que guardaban el Paseo. La cuarta caverna, que antaño sirvió como templo de un espantoso dios, había sido convertida en Sala de Sanación.

La quinta caverna era la más sagrada de todas: La Caverna de la Canción. A pesar del ruido del río a sus espaldas, Qilué pudo oír los cánticos: las sacerdotisas de Eilistraee continuaban entonando el salmo, que no había decaído desde la construcción del templo hacía veinte años, en el Año del Arpa.

Mientras se dirigían a uno de los túneles laterales que conducían a la Caverna de la Canción, Qilué le habló a la Dama Canción Oscura.

—Cavatina, estás familiarizada con el bosque de Vélar, ¿verdad?

Cavatina asintió.

—Mi madre nació allí. Lo he visitado con frecuencia.

—Me gustaría ir ahora.

Las fosas nasales de Cavatina se ensancharon.

—Lady Qilué, si se trata de la aranea…

—No.

—Me doy cuenta de que debería haber estado más alerta. Si lo hubiera hecho, quizás hubiera encontrado al selvetargtlin en mi primer paseo por la caverna.

—Lo hecho, hecho está. Bailaste bien. Ganaste la batalla. Tan sólo es una pena que…

Qilué no terminó la frase. No estaba allí para regañar a la Dama Canción Oscura. Cavatina había sido entrenada para matar, y jamás se le habría ocurrido capturar vivo a un enemigo.

—Te gusta la caza —dijo Qilué.

Cavatina se detuvo.

—Protejo El Paseo con la misma diligencia que cualquier otra sacerdotisa.

—Estoy segura de ello.

—Y no creo estar por encima de adoctrinar a una novicia, tal como piensan algunos.

—No he sugerido nada por el estilo.

—Seguí los procedimientos que me proporcionó Iljrene. Cuando Thaleste percibió movimiento sobre nosotras, yo…

Qilué hizo callar a Cavatina con una mirada severa. Se daba cuenta de que el haber estado a punto de perder a una novicia había herido el orgullo de la sacerdotisa guerrera. Los Caballeros Canción Oscura no solían tomarse bien los fallos, ni los propios ni los ajenos.

Cuando Cavatina estuvo por fin lista para escuchar, Qilué continuó.

—Se ha avistado una extraña criatura en el bosque de Vélar en los últimos meses. Tiene el aspecto de un drow, pero es mucho más grande y fuerte. Parece estar alimentándose de la Casa Jaerle. Anoche, un superviviente de sus ataques entró tambaleándose en nuestro templo, suplicando una sanación. Describió a la criatura con una piel tan dura como la obsidiana, que ninguna espada puede atravesar, y con ocho pequeñas patas que le salen del torso, bajo los brazos, como si le sobresalieran las costillas.

Cavatina levantó la cabeza como si fuera un sabueso siguiendo un rastro.

—¿Alguna nueva forma de draña? —aventuró—. ¿O… demonio?

—Nadie lo sabe. Lo que si sabemos es que el superviviente desvió la atención de la criatura hacia nuestro templo. Lo siguió aquí anoche y después, antes de que las sacerdotisas pudieran organizar una partida de caza se escabulló. Estoy preocupada que llegue a atacar a uno de los nuestros. Por eso te envío al bosque Vélar. Quiero que elimines la amenaza.

Cavatina asintió, con ojos brillantes.

—¿Se distingue la mano de Lloth tras todo esto?

Qilué hizo una pausa.

—Es difícil decirlo, pero la criatura, sea lo que sea, tiene una mordedura venenosa y es capaz de tejer telarañas. El superviviente dijo que encontraron colgando de las ramas de los árboles, dentro de capullos, a aquellos a los que se llevó. Muertos. —Su expresión se endureció—. Inocentes que podrían haber sido traídos a la luz de Eilistraee… Pero ahora sus almas se han perdido.

—Ojalá esas almas encuentren misericordia —entonó Cavatina.

Ambas permanecieron en silencio un instante. A continuación, Cavatina habló de nuevo.

—Señora, perdí mi espada, Azotademonios, por culpa del devorador de magia.

Qilué hizo un gesto de asentimiento. Se quedó con la mirada fija en la distancia y habló en voz baja, como si lo hiciera para sí.

—Intendente, una espada, por favor. —Levantó una mano y un instante más tarde una de las espadas cantoras del templo salió de la nada. Qilué la cogió hábilmente por la empuñadura y se la dio a Cavatina—. Puedes usar esta.

Cavatina abrió mucho los ojos. Se separó de Qilué e hizo oscilar el arma de atrás hacia delante, formando amplios arcos, cogiéndola alternativamente con una o dos manos. Del arma fluyó una nota, pura como el agua bendita. La espada emitió un leve fulgor, trazando una línea de fuego lunar en la oscuridad.

Qilué la observó, admirando la habilidad de la otra sacerdotisa.

—Sólo quedan veinticinco de estas espadas. Asegúrate de darle buen uso.

Cavatina hizo una reverencia y prometió:

—La mantendré a salvo, Señora.

—Si lo que vas a cazar resulta ser un demonio, la espada cantora te otorgará inmunidad contra cualquier ataque mental. También puede utilizarse para contrarrestar ciertos cantos y gritos funestos, los de arpías y chillones, por ejemplo, y para hacer entrar en trance a criaturas inferiores.

—Un arma muy poderosa —dijo Cavatina. A continuación miró a Qilué—. Pensé que las espadas cantoras no debían abandonar jamás El Paseo.

La expresión de Qilué se tornó amarga.

—La caza a la que te diriges, según mis adivinaciones, será de gran importancia. —Señaló la espada con la cabeza—. Será digna de esa espada.

Cavatina volvió a hacer una reverencia.

—Por la gracia de Eilistraee, espero ser yo también digna de ella.

—Estoy segura de que lo serás —dijo Qilué con una sonrisa—. Ahora que estás armada, debes partir. Ven.

Entraron en la Caverna de la Canción. Los edificios habían sido eliminados y la caverna había recuperado su estado original hacía dos décadas, durante la construcción del templo. Estaba inundada del fuego lunar de Eilistraee, que iluminaba la estatua de Qilué que las Protectoras habían insistido en erigir sobre las escaleras ocultas que conducían al Foso de Ghaunadaur. Olas centelleantes de luz bailaban en el techo cambiando constantemente de color: azul blanquecino, verde pálido, blanco lunar y plateado.

Tres sacerdotisas cantaban, sus voces unidas en complejas armonías que subían y bajaban. Dos de las cantantes eran drow, la tercera era una elfa de superficie cuya piel pálida estaba bañada de colores cambiantes por el fuego lunar que venía de lo alto. Estaban desnudas, salvo por el símbolo sagrado que colgaba de una cadena de mitril alrededor de sus cuellos. Cada cantante estaba sentada en un afloramiento de roca distinto, sosteniendo una espada sobre su cabeza con la punta dirigida hacia la luna. Apuntaban por encima de sus cabezas, pero las espadas descendían lentamente, con las puntas moviéndose de manera casi imperceptible hacia abajo mientras la luna se hundía en el horizonte invisible. Las sacerdotisas mantendrían esa posición hasta que otras llegaran y se unieran a la canción. Algunas veces sólo cantaba una, pero durante la hora de vísperas eran dos docenas o más las que prestaban sus voces al himno sagrado.

Qilué se unió a la canción mientras atravesaban la caverna: «Sal de la oscuridad, elévate hacia la luz…». Aquel era uno de sus versos favoritos.

Su propio ascenso hacia la luz se había producido hacía siglos. Casi no recordaba la pequeña ciudad en la Antípoda Oscura en la que había nacido. Había sido una lucha larga y difícil reavivar el culto a Eilistraee entre los drow, pero había valido la pena. La joven Dama Canción Oscura que estaba junto a ella era la prueba. Cavatina era una devota de cuarta generación de la Dama de la Danza, nacida en la superficie. Los drow estaban reclamando lo que les pertenecía por derecho.

Qilué y Cavatina se introdujeron en una caverna lateral que conducía a un estanque. Una de las Protectoras de la Canción montaba guardia en aquel lugar siempre que la luna estaba en lo alto, aunque era improbable que pasaran enemigos por allí. Hizo una reverencia cuando se acercaron.

—¿Está activo el portal? —preguntó Qilué.

La sacerdotisa asintió. Señaló un punto en la superficie del estanque, un círculo que centelleaba como un reflejo de la luna llena.

—Me gustaría que partieras de inmediato hacia el bosque Vélar a través del Manantial de la Luna —dijo Qilué—. Tómate todo el tiempo que necesites para averiguar qué es lo que está pasando allí. Sé concienzuda, y utiliza los recursos que Eilistraee pone a tu alcance. Haz lo que tengas que hacer para proteger nuestros templos de Cormanthor.

Los ojos de Cavatina brillaban de expectación. Parecía encantada con la idea de salir a la caza de nuevo, y Qilué sabía que las patrullas del templo habían aburrido a la Dama Canción Oscura hasta hacerla llorar. Saludó a Qilué con la espada cantora.

—Estarán seguros bajo mi espada —le prometió. A continuación hizo una pausa—. ¿Alguna otra orden, Señora?

—Sólo una —dijo Qilué, ocultando una sonrisa—. Si llevas encima algún pergamino u otro equipamiento que pueda resultar dañado por el agua, te sugiero que te los quites.

Q’arlynd hizo una mueca de dolor cuando el ojo arcano que acababa de conjurar atravesó el portal. Había realizado un reconocimiento similar en un par de ocasiones anteriores, esperando la caída de la noche en el mundo de la superficie, pero incluso bajo la luz del disco menor de aquel reino (la luna), todo era dolorosamente brillante. Le llevó varios segundos encontrarle algún sentido a lo que estaba viendo: paredes blancas de piedra, un suelo cubierto de arena, y el cielo negro lleno de puntos blancos (las estrellas). Le recordaban un poco al mágico y destellante fuego féerico que había cubierto los edificios de Ched Nasad, pero no era tan hermoso.

El portal estaba fijado a una pared en un edificio en ruinas cuyo techo se abría al cielo. Un segundo arco, no mágico, daba a una calle pavimentada con grandes adoquines de piedra. El edificio probablemente había sido construido por humanos o elfos de superficie, a juzgar por la altura del arco. Los frescos en las paredes le hubieran dado más pistas, pero estaban tan desgastados que lo único que se veía eran débiles manchas de pigmento.

Q’arlynd envió al ojo a través del arco y hacia la calle. No parecía haber nadie en los alrededores.

Su visión se nubló cuando terminó el hechizo. Se volvió hacia Flinderspeld, que estaba tumbado boca abajo junto a él en el agujero entre los escombros. Su esclavo se movía nervioso, tirando delos apretados guantes de cuero que Q’arlynd le había ordenado llevar. Q’arlynd lo golpeó en la cabeza con el nudillo.

—Los gnomos primero —dijo, señalando hacia el arco con sus runas brillantes.

—¿Adónde conduce? —preguntó Flinderspeld.

El anillo de Q’arlynd le permitió echar un vistazo a los pensamientos más profundos del gnomo. Flinderspeld estaba barajando posibilidades: si el portal conducía hacia otro plano, quizás podría liberarse al fin del vínculo con el anillo.

—Atraviésalo y descubrirás si estás en lo cierto —sugirió Q’arlynd en voz alta. En su fuero interno estaba riendo.

Flinderspeld dudó y después se dio cuenta de que con negarse a atravesar el portal sólo conseguiría que su amo lo obligara a hacerlo. Mascullando entre dientes, avanzó a gatas y su cabeza, hombros y pecho desaparecieron gradualmente a través del arco.

Cuando el gnomo de las profundidades estaba a medio camino, sus piernas y sus pies avanzaron de manera abrupta, como si hubieran tirado de él. Q’arlynd se dio cuenta de que el nivel del suelo al otro lado del portal estaba muy por debajo de la parte más alta del arco, que era la única parte del portal que no estaba oculta bajo los escombros. Sencillamente, Flinderspeld se había caído. Q’arlynd se concentró, pero ya no podía oír los pensamientos del gnomo. Era de esperar, ya que el alcance del anillo era limitado y el gnomo de las profundidades estaba muy lejos.

Conjuró un segundo ojo arcano y lo envió a través del portal. Flinderspeld estaba junto a la puerta, frotándose una mejilla mientras hacía una mueca de dolor. Se debía de haber raspado mientras caía, pero no había nadie atacándolo.

Hasta ahí todo había ido bien, pero antes de usar él mismo el portal, Q’arlynd lanzó un hechizo que lo encerraría en un campo de fuerza a modo de armadura mágica. A continuación, atravesó el portal con los pies por delante. Sintió una leve sacudida que lo desorientó y luego aterrizó en el suelo al otro lado, junto a Flinderspeld. El gnomo de las profundidades estaba temblando, a pesar de que llevaba una gruesa capa.

Q’arlynd se percató enseguida de la sequedad del aire. Hacía tanto frío como bajo tierra, pero el aire que le entraba en los pulmones sabía a polvo. Sus pies rozaron la arena cuando se volvió a inspeccionar la habitación sin techo. En contraste con el constante goteo de agua que se oía en Ched Nasad, el silencio de la superficie era sobrecogedor. Incluso podía oír respirar a Flinderspeld.

—¿Dónde estamos? —preguntó el gnomo de las profundidades entre susurros.

Una sombra atravesó la habitación, rápida como un parpadeo, mientras algo saltaba a través del techo abierto y aterrizaba en la pared al otro lado. Q’arlynd vislumbró una criatura del tamaño de un lagarto de monta, pero cubierto por un pelaje amarillo leonado. El torso tenía forma humanoide y piel dorada, y una cola remataba la cadera del animal.

La criatura no parecía haberlos visto, ni siquiera cuando Q’arlynd levantó las manos para lanzar un hechizo. Aquel ser se agachó, tensando los músculos, mientras miraba hacia otro lado; después, salió disparado y se alejó.

¿Alguna idea de lo que era?, preguntó Q’arlynd en lenguaje de signos.

Flinderspeld tenía la mente en blanco. Jamás había visto nada parecido. Negó en silencio con la cabeza.

Q’arlynd se quedó escuchando, pero no pudo oír a la criatura. A modo de precaución, se hizo invisible. Un segundo susurro y un toque hicieron a Flinderspeld también invisible. Notó que Flinderspeld se agarraba del ruedo de su piwafwi. Se dirigieron hacia el arco que daba a la calle.

Antes de alcanzarlo, un drow se coló dentro. Tenía el cabello largo y blanco y llevaba un piwafwi y unos guantes de piel de lagarto parecidos a los de Q’arlynd. Tenía los ojos de color azul pálido, en vez de rojos.

—Rápido —susurró en la lengua alto drow, con acento de Ched Nasad—. Antes de que vuelva el monstruo. Seguidme.

Q’arlynd sospechó inmediatamente. ¿Por qué el drow no estaba usando el lenguaje de signos si había una criatura hostil en los alrededores? ¿Y por qué, si podía penetrar en su hechizo de invisibilidad, miraba fijamente hacia el portal?

Las sospechas que captó en Flinderspeld le proporcionaron la pieza del puzle que faltaba. Donde Q’arlynd veía un drow, Flinderspeld veía un gnomo de las profundidades que le hablaba en svirfneblin. El recién llegado era una ilusión.

Por supuesto, eso no significaba necesariamente que quien la había creado fuera un enemigo. Quizás sólo estaba siendo cauteloso.

Q’arlynd se sacó del bolsillo una de las, pequeñas espadas que llevaba la sacerdotisa muerta, buscó la mano de Flinderspeld, e hizo que la cogiera. A continuación hizo visible de nuevo al gnomo de las profundidades y se hizo rápidamente a un lado. La ilusión drow se volvió hacia Flinderspeld (quienquiera que hubiese lanzado el hechizo estaba observando la habitación) y volvió a exhortarlo a que lo siguiera.

Q’arlynd obligó a Flinderspeld a levantar el abalorio. La ilusión apenas miró la pequeña espada.

Q’arlynd levitó mientras obligaba a Flinderspeld a caminar hacia la ilusión drow. Tan pronto como estuvo a suficiente altura para mirar por encima de los muros en ruinas, vio a la criatura de pelaje amarillo escondida en un callejón calle arriba. Mientras Q’arlynd hacía girar a Flinderspeld, que protestaba en silencio, para que siguiera a la ilusión drow, la criatura se agazapó, meneando la cola con expectación. Sacó las uñas de sus patas peludas.

Definitivamente era un enemigo, pero, quizás pudiera contarle a Q’arlynd más cosas acerca de aquel lugar.

Lanzó un hechizo. La losa de piedra sobre la que estaba agazapada la criatura se volvió blanda como el polvo y los pies del animal se hundieron en ella. Con un segundo susurro, igual de rápido, la losa volvió a ser sólida. La criatura, al darse cuenta de que tenía los pies atrapados, se removió de un lado a otro, tratando de liberarse. Cuando comprendió que no podía, lanzó un gruñido.

La ilusión drow desapareció. Al hacerlo, Q’arlynd dejó libre el cuerpo de Flinderspeld. El gnomo de las profundidades había cumplido su cometido como distracción, y Q’arlynd no quería ponerlo al alcance de cualquier otra magia que la criatura de pelaje amarillo tuviera a su disposición.

En vez de volver hacia atrás, el gnomo de las profundidades se desplomó en medio de la calle y dejó caer la pequeña espada de plata.

Q’arlynd comprobó la mente de su esclavo. Flinderspeld aún estaba vivo. Sus pensamientos eran lentos y parecían sueños, pero estaban ahí.

La criatura de pelaje amarillo emitió un fuerte rugido. Como respuesta, se oyó otro rugido procedente de algún lugar en la ciudad en ruinas. Q’arlynd, aún invisible, caminó con rapidez hacia Flinderspeld. No era el único. Una drow salió corriendo desde una puerta al otro lado de la calle. El blanco cabello le llegaba hasta la cintura e iba vestida con una cota de malla sobre unos pantalones y una camisa almohadillada. Llegó hasta Flinderspeld un instante antes que Q’arlynd y plantó una mano sobre el pecho del gnomo.

—¡Altar! —exclamó.

Tanto la drow como Flinderspeld desaparecieron.

Q’arlynd derrapó al detenerse sobre las losas llenas de arena y profirió un juramento entre dientes. Su único esclavo, perdido. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo para lamentarse, notó una sensación de cosquilleo en lo más profundo de su mente.

Sé que estás ahí, en algún lugar. Libérame. Puedo ayudarte.

Q’arlynd miró en dirección a la criatura atrapada. Estiraba los brazos implorante, con la mirada fija en el polvo que comenzaba a amontonarse alrededor de las botas de Q’arlynd.

El drow rio. La sugestión mágica de la criatura podría haber funcionado con alguien menos suspicaz que un drow. Sacó la varita de su funda, apuntó, y pronunció una orden. Unas bolas de hielo dentadas salieron de ella. Atravesaron la calle a gran velocidad e impactaron de lleno contra el pecho de la criatura con un golpe seco. Q’arlynd corrigió la trayectoria y volvió a disparar, y el hielo se estrelló contra la cara de la criatura, echándole bruscamente la cabeza hacia atrás. La criatura se desplomó, inconsciente o muerta, con los pies aún atrapados en la piedra. Q’arlynd oyó el crujir de un hueso cuando uno de sus tobillos se torció y se rompió.

Su ataque directo lo había vuelto visible. Pudo sentir cómo lo observaban. Se volvió de repente y vio a otra drow de pie en la calle, mirándolo. Llevaba, como la primera, una cota de malla y una espada. Su pelo era más blanco que el de la anterior, y estaba recogido en un moño. El colgante de Eilistraee en forma de pequeña espada colgaba de su cuello. Miró más allá de donde estaba Q’arlynd, hacia la criatura que se había desplomado, asintió y avanzó.

—Bien hecho. Los lamias pueden llegar a ser unos adversarios difíciles.

Q’arlynd bajó la varita sin enfundarla. Susurró un sencillo truco entre dientes. Cuando juntó los dedos, la pequeña espada de plata que estaba en el suelo junto a sus pies (la que había dejado caer Flinderspeld) se elevó hasta su mano. La sostuvo con una floritura e hizo una reverencia. Cuando se irguió, la drow estaba visiblemente más relajada.

—¿Adónde llevó la otra mujer al gnomo de las profundidades? —preguntó Q’arlynd.

—Tu amigo está a salvo. Rowaan cuidará de él.

Q’arlynd estuvo a punto de reír en voz alta. ¿Amigo? Alguien con un poco de astucia se habría dado cuenta de que Flinderspeld era su esclavo.

Mientras, la sacerdotisa caminaba hacia Q’arlynd, con la mirada fija en su rostro y reprimiendo un suspiro. A pesar de su nariz rota, solía causar ese efecto sobre las mujeres. Aún así, la drow frunció el ceño cuando le preguntó:

—¿De qué Casa eres?

Q’arlynd estuvo a punto de mentir (el engaño era un reflejo), pero después decidió no hacerlo.

—De la Casa Melarn.

La sacerdotisa abrió mucho los ojos.

El corazón de Q’arlynd comenzó a latir más deprisa. Se arriesgó, algo que no habría hecho normalmente.

—Conoces a mi hermana —dijo. Fue una afirmación, más que una pregunta—, Halisstra Melarn.

Comenzó a asentir, pero luego se contuvo.

—La conocía.

—¿Conocía? —preguntó Q’arlynd—. ¿Está…?

Desde otro punto de la ciudad en ruinas resonó un rugido.

La llamada de la segunda criatura de pelaje amarillo. O quizás de la tercera.

—Debemos irnos. —La mujer levantó una mano con la palma dirigida hacia el pecho de Q’arlynd—. ¿Estás dispuesto?

Q’arlynd la miró a los ojos brevemente; a continuación, bajó la mirada en actitud sumisa.

—Sí, llévame.

Ella enarcó las cejas, sorprendida. Después rio. La risa sonaba pura, desprovista de la brusquedad a la que Q’arlynd estaba acostumbrado.

—Tienes mucho que aprender, aspirante —dijo la sacerdotisa—. No es así como lo hacernos aquí.

Le tocó el pecho, pronunció una palabra, y la ciudad en ruinas desapareció.