CAPÍTULO DOS

Mes de Uktar,

Año de la Ascensión Élfica (1279 CV).

Q’arlynd estaba de pie, con las manos entrelazadas a la espalda, en el borde roto de lo que una vez había sido una ancha calle de telaraña calcificada. Al otro lado del gran abismo pudo ver un saliente dentado, el lugar donde habían anclado la calle al lejano muro. Por encima y por debajo de él había salientes similares repartidos por todas las paredes. La ciudad que antes llenaba la enorme caverna tenía más de cien capas de profundidad. Aquella telaraña de piedra, antaño intrincada, estaba hecha pedazos a gran profundidad, formando un montón, junto con fragmentos delas Casas nobles, los templos y las academias que habían pendido de ella a modo de brillantes colgantes. El brillo mágico que cubría la piedra casi había desaparecido, oculto bajo la costra de moho y hongos que se había formado en los tres años transcurridos desde la caída de la ciudad.

Q’arlynd se estremeció. El aire era frío y húmedo, debido al constante goteo de agua que mojaba las paredes de la caverna. Aunque había crecido en Ched Nasad, tras un siglo de vida allí aún no se había habituado al clima. Podía sentir cómo el frío le llegaba a los huesos.

Ched Nasad había sido el hogar de casi treinta mil drow. Alrededor de una décima parte permanecía allí, escarbando entre las ruinas para poder subsistir y tratando de recuperar todo lo que las bombas de piedras incendiarias de los duergar no hubieran quemado. Y peleando. Siempre peleando. Sólo un puñado de las casi cien Casas nobles había sobrevivido a la caída de la ciudad, Casas poco importantes, cuyos dominios habían estado en los bordes exteriores menos deseables de la telaraña, contra las húmedas paredes de la caverna. Aun así había disputas entre ellas, incapaces de formar una alianza que librara a lo que quedaba de la ciudad de los señores de Jaezred Chaulssin.

En algún lugar bajo aquel oscuro amontonamiento de rocas, estaban las ruinas de la Casa Melarn. Había sido la primera de las Casas nobles en caer, y se había llevado un buen trozo de la ciudad con ella, algo apropiado ya que la matrona de la Casa Melarn (la madre de Q’arlynd) había sido asesinada por aquellos que estaban por debajo de ella. Aquel asesinato provocó las disputas entre las otras once Casas nobles, impidiendo que fueran capaces de afrontar la amenaza duergar.

—Caemos divididos —murmuró Q’arlynd.

Levantó el brazo derecho y se quedó mirando la insignia de la Casa que llevaba en una ancha muñequera de cuero. En el óvalo de adamantina estaba grabado el símbolo de la Casa Melarn, un glifo que recordaba vagamente a un monigote, con los brazos doblados y una pierna levantada, como si estuviera bailando. La insignia no tenía ahora gran relevancia. Q’arlynd era el único superviviente de su Casa, y era varón. Puesto que la herencia y el título pasaban a través de la línea femenina, no podía reclamar ninguna de las posesiones saqueadas de las ruinas de su antiguo hogar. Había tenido que observar, impotente, cómo otros lo despojaban.

Se inclinó hacia delante, bajando la mano, para observar el saliente situado más abajo, en la pared de enfrente: el domicilio de la Casa Teh’Kinrellz, la casa a la que había ofrecido sus servicios tras la caída de la ciudad, no sin cierta reticencia. Bajo esta había una depresión en los escombros: la excavación del saqueo. Las piedras descubiertas brillaban débilmente con fuego feérico, una mezcla de lavanda, añil y carmesí que desde arriba parecía un charco iridiscente. Lentamente se elevó una plataforma por encima del agujero mientras lo levantaban desde un saliente a gran altura. La docena de siluetas oscuras que bajaron bruscamente de ella debían de ser los esclavos, agotados tras un turno de excavación.

El esfuerzo parecía inútil. A pesar de que algunas criaturas mágicas debían de haber sobrevivido a la caída, seguramente estarían enterradas a tal profundidad que para excavar y sacarlas de allí habrían sido necesarios un ejército de enanos y casi un siglo. Sin embargo, los esfuerzos de la Casa Teh’Kinrellz proporcionaban cierta apariencia de organización. Bajo el liderazgo de aquella Casa, antaño insignificante, los drow de Ched Nasad aún podrían recuperar su caverna.

Q’arlynd rio amargamente. ¿A quién pretendía engañar? Era tan probable que recuperaran la ciudad como que a los rothes de repente les crecieran alas.

Una piedra se movió bajo su pie. Le dio el aviso repentino que necesitaba para apartarlo. Un trozo de roca se desprendió desde el borde y, tras él, varios trozos más pequeños. Q’arlynd se quedó escuchando, pero no los oyó tocar tierra. El fondo de la caverna era demasiado profundo.

Ya era suficiente.

Cerró los ojos, respiró profundamente y dio un paso atrás para retirarse del borde, después otro. Corrió hacia delante y se lanzó al vacío.

El viento tiró de su piwafwi mientras caía, arrancándole la capucha de la cabeza. Hizo que la camisa y los pantalones se le pegaran al cuerpo y se le enredó entre los cabellos blancos, que le llegaban hasta los hombros, convirtiéndolos en toscas serpentinas. Abrió los ojos y sintió cómo el viento hacía brotar lágrimas de ellos. Extendió los brazos para dejar que pasara silbando entre sus dedos abiertos. El corazón le latía con fuerza en el pecho, y sentía como si el estómago se le hubiera pegado a la espina dorsal. Observó, sonriente y con morbosa fascinación, el suelo de la caverna que se apresuraba a encontrarse con él. Aquel montón de rocas que tenía debajo significaba la muerte.

Más cerca, más cerca…

¡Ahora!

Q’arlynd gritó mentalmente una orden, activando la magia contenida en la insignia de su Casa. Su cuerpo se detuvo bruscamente, tan cerca del suelo que el monedero que llevaba colgado al cuello rebotó en una losa de piedra. En cuanto pasó de caer a levitar, sintió como si una mano invisible le arrancara todos los órganos. Empezó a ver chispas de luz brillantes. La oscuridad y la turbulencia de su sangre pugnaban por apoderarse de él, pero se los sacudió de encima y luchó contra las náuseas.

Estaba flotando, mareado pero exultante. Surgió una carcajada de entre sus labios, tan salvaje como la de cualquier víctima de un horrible hechizo de la risa. Después se controló. No era la primera vez que practicaba caída libre desde una gran altura. Cuando estudiaba en el Conservatorio, había competido con otros magos novicios para ver quién tenía más aguante, pero hacía años de aquello.

Jamás había estado tan cerca de alcanzar el suelo.

Girando el cuerpo hacia arriba, envió una segunda orden mental, que invocaría a un disco deslizador para que lo llevara de vuelta a la Casa Teh’Kinrellz. Mientras esperaba su llegada, algo atrajo su mirada. El cuerpo de una drow estaba tendido sobre los escombros. Un cadáver en la ciudad caída no tenía nada de especial, pero no había oído nada acerca de peleas recientes, y el cuerpo parecía fresco.

Muy fresco.

Se dejó caer al suelo y aterrizó con elegancia. La parte de atrás de la cabeza parecía una copa vacía y rota.

Algo la había destrozado. La mancha roja que ensuciaba el pelo y los escombros sobre los que estaba tendida aún se extendía.

Q’arlynd, receloso, miró a su alrededor, seguro de que acababa de interrumpir algo, pero no vio a nadie por allí. Ni siquiera un vistazo a través de su cristal le reveló que hubiera enemigos ocultos que acecharan en las cercanías. Se guardó el cuarzo mágico en el bolsillo y lanzó un encantamiento que revelara los objetos mágicos evidentes que llevara la drow muerta: la espada envainada, las botas, dos anillos en la mano que tenía extendida. Todos detectores mediocres de conjuros.

Parte del misterio quedó resuelto cuando Q’arlynd se acercó más al inestable montón de escombros. Había un trozo de telaraña calcificada, manchado de sangre, junto a los pies del cadáver.

—Por la Madre Oscura —susurró. Miró hacia arriba, intentando calcular las probabilidades de que la piedra que había desprendido con el pie hubiera caído en el punto preciso para golpearla en la cabeza. Era obra de Lloth, eso seguro.

Meneó la cabeza.

Se arrodilló sobre los escombros y puso el cuerpo boca arriba para ver si llevaba la insignia de alguna Casa. No era el caso, pero tenía una cadena de plata alrededor del cuello con un colgante en forma de espada con los bordes mellados. El grabado presentaba un círculo en el filo que tenía superpuesta otra espada. El símbolo bendito de Eilistraee.

El colgante emitía un aura mágica. Q’arlynd estuvo a punto de dejarlo donde estaba, pero el misterio de qué estaría haciendo en Ched Nasad una sacerdotisa de una fe prohibida lo intrigaba. Rompió la cadena y se metió el colgante en un bolsillo. Le resultaría útil si alguna vez necesitaba poner en duda la lealtad de alguien.

La sacerdotisa parecía joven, debía de estar aún en su primer siglo de vida. Su frente aún no tenía arrugas. Q’arlynd no la reconoció. Quizás fuera una carroñera que había venido a Ched Nasad en busca de botín.

Torció la boca ante la ironía de todo aquello. Todo lo que había cosechado de aquellas ruinas era la muerte.

Le quitó los anillos de los dedos y se los metió en el bolsillo. A continuación sacó la mitad de la espada de su funda. La hoja rechinaba contra algo. Se había metido arena en la funda. La hoja no era de adamantina, sino de acero, y con filigrana de oro. Parecía hecha por elfos de la superficie. No era algo que Q’arlynd quisiera conservar. Prefería luchar a distancia, con hechizos. Volvió a envainarla y continuó registrando el cadáver.

De un aro de metal en el cinturón de la sacerdotisa colgaban una docena de espadas pequeñas. A Q’arlynd le recordaron a un manojo de llaves colgando de una anilla, aunque no tenían muescas en los bordes. Eran de plata y tenían la misma forma que el colgante, pero no eran mágicas. Siguiendo un impulso, las sacó del cinturón y también se las metió en el bolsillo. Le revisó los bolsillos, pero no encontró nada interesante. La parte interior de los mismos también estaba llena de arena. Sin embargo, sus ropas estaban secas, así que no era arena de río.

Le sacó las botas de los pies. En ese momento eran muy grandes para él, pero la magia que contenían haría que se adaptaran a sus pies, suponiendo que decidiera quedárselas en vez de hacer trueque con ellas. Una de las botas tenía pequeñas espinas clavadas en la suela, y en el extremo de cada una de ellas había un trozo de planta verde y húmeda. Q’arlynd la olió, pero no reconoció el olor.

Extrajo las espinas y las arrojó a un lado, rascándose la barbilla con un dedo a continuación.

—¿Una planta de la superficie? —reflexionó en voz alta.

Se quedó de pie, considerando el misterio que planteaba la sacerdotisa. Estaba claro que había usado la magia para llegar a Ched Nasad. La materia vegetal que había en las espinas estaba todavía fresca, cosa que no hubiera sucedido si hubiera caminado hasta la ciudad a través de la Antípoda Oscura. No podía haberse teleportado hasta allí. Los Faerzress que rodeaban la ciudad en ruinas habrían hecho que las probabilidades de llegar a destino fueran tan pocas como…

Bueno, tan pocas como aterrizar en el punto preciso para que una roca, desprendida por un pie más arriba, le asestara un golpe mortal.

¿Un portal, quizás?

Si existía un portal, Q’arlynd quería mantenerlo en secreto.

Sabiendo que otros podrían ver el cuerpo y llegar a las mismas conclusiones, lo tocó y pronunció las palabras de un conjuro. El cuerpo desapareció de la vista. Un segundo conjuro garantizaba que la invisibilidad permaneciera. Se enderezó, sacó del bolsillo una ramita con forma de horquilla, y entonó una adivinación. Cerró los ojos y se volvió lentamente, con la ramita en la mano.

Allí. Un débil tirón en su conciencia hizo que se inclinara hacia delante.

Abrió los ojos y avanzó a través de los inestables escombros. Tan sólo había avanzado unos doce pasos cuando vio una grieta horizontal entre dos trozos de roca, una abertura lo bastante grande como para que un drow pudiera arrastrarse sobre el vientre. El tirón mental salía con fuerza de su interior.

Se arrodilló y echó un vistazo dentro. Al fondo de la grieta algo brillaba con una luz fantasmagórica de color violeta: escritura mágica, colocada en forma de semicírculo a lo largo de la parte superior de un arco medio enterrado. ¡Estaba en lo cierto! La sacerdotisa muerta había llegado a través de un portal. La mitad superior del arco estaba despejada. Los escombros que antes lo ocultaban debían de haberse desprendido a través del portal cuando este se activó. La parte inferior del arco aún se encontraba oculta bajo un enorme trozo de roca. Aun así, quedaba despejado lo suficiente para que se pudiera utilizar.

Además, ahí estaba lo verdaderamente asombroso, había visto antes aquel portal. Era el portal al que había conducido a su hermana y sus compañeros tres años atrás, cuando huían de la ciudad que se estaba desmoronando.

Se balanceó sobre los talones, asombrado ante la coincidencia.

Estaba recordando.

El portal había estado en el interior de la Torre Colgante. Q’arlynd había conducido a Halisstra y a sus compañeros hasta él, donde se enfrentaron al protector del portal, un golem de hierro. El golem había atacado al grupo, apartándolo del portal y cogiendo a Q’arlynd. El golem cayó a través de una fisura que se abrió bajo sus pies, y arrastró consigo a Q’arlynd. Este permaneció en las garras del golem, cayendo, mientras la estalactita que albergaba la Torre Colgante se desprendía del techo de la caverna y se desplomaba sobre la ciudad, destrozando todas las calles y edificios que había debajo. Escapó del golem teleportándose a otro lugar en plena caída.

Q’arlynd supuso que su hermana y sus compañeros habían muerto cuando la torre se hizo pedazos sobre el suelo de la caverna a gran profundidad. Ni siquiera se había molestado en buscar el cuerpo de Halisstra, al pensar que estaría enterrado entre los escombros, pero la supervivencia del portal le devolvía ahora la esperanza y le abría nuevas posibilidades. Quizás Halisstra se las había ingeniado para escapar a través de este mientras caía la torre. Si eso era así, podría estar aún en el lugar al que conducía. Ella también podría haber supuesto que su hermano estaba muerto. Lo último que había visto de Q’arlynd era cómo un golem lo arrastraba en su caída a una muerte segura. Probablemente habría oído las noticias acerca de la total destrucción de la ciudad, lo cual explicaría por qué, aunque estuviera viva, no había regresado a Ched Nasad.

Si Halisstra vivía y Q’arlynd conseguía localizarla, podría mejorar su suerte. En vez de ser un vasallo en otra Casa (realmente era poco más que un esclavo), volvería a formar parte de una Casa noble. Por supuesto sería una casa de dos, pero el tiempo pondría remedio a eso. La Casa Melarn resurgiría de nuevo.

Respiró profundamente, obligándose a calmarse. Se recordó a sí mismo que Halisstra podría no haber conseguido atravesar el portal. Era perfectamente posible que su esqueleto estuviera bajo la montaña de escombros sobre la que se encontraba agachado. No se permitiría tener esperanzas. Todavía no.

De repente escuchó tras de sí un suspiro; se volvió y alcanzó con la mano que tenía libre la varita que llevaba sujeta a la cintura, pero tan sólo era el disco deslizador que había invocado un rato antes. Sin embargo, podría haber sido uno de sus enemigos. Se recriminó el haber bajado la guardia. Era algo estúpido si uno quería seguir vivo. Y Q’arlynd lo deseaba con fuerza.

Volvió la vista hacia el arco. La inscripción ya no brillaba. No parecía difícil reactivar el portal, ya que estaba escrito en dracónico y Q’arlynd podía leerlo, pero no iba a adentrarse a ciegas en un territorio desconocido, no sin averiguar antes todo lo que pudiera acerca de la sacerdotisa muerta. Después de todo, había venido del lugar al que conducía el portal.

Miró a su alrededor cautelosamente, tomando puntos de referencia en el montón de escombros. A continuación se sentó sobre el disco deslizador con las piernas cruzadas y se alejó a gran velocidad.

A casi trescientas leguas hacia el este, en una sección poco visitada del extenso laberinto subterráneo conocido como Bajomontaña, una Dama Canción Oscura y una sacerdotisa novicia de Eilistraee patrullaban una oscura caverna que se abría camino entre varias columnas naturales de piedra. Hacía casi mil años, la caverna había sido una de las alas de una floreciente ciudad de la Antípoda Oscura. Los drow que construyeron aquella ciudad habían desaparecido hacía tiempo, consumidos por los mismos limos y cienos que veneraban, pero aún se podían ver vestigios de lo que habían construido. Las columnas y los muros, por ejemplo, tenían muescas talladas que antaño habían servido para sujetarse y apoyar los pies. Los agujeros en el techo de la caverna eran las entradas a los edificios que habían sido ahuecados mediante magia en la piedra virgen. Otros agujeros, dispuestos en intrincados patrones en forma de lazos, habían servido como ventanas en los suelos de dichos edificios. Algunas de las piedras traslúcidas de las ventanas estaban aún intactas, pero tras siglos de acumular guano de murciélago, era imposible ver lo que había dentro.

La Dama Canción Oscura iba señalando los detalles mientras caminaban.

—Hemos recuperado esta zona recientemente. Esperamos poder incorporarla a El Paseo en un futuro —le contó Cavatina a la novicia—. Por ahora, sin embargo, únicamente es el hogar de murciélagos terribles, mantos, gusanos carroñeros… y del aventurero ocasional que entra por error y consigue no ser comido por los tres primeros.

La novicia le dedicó a Cavatina una sonrisa complaciente. Sin embargo, se la veía tensa. Sus ojos se posaban una y otra vez en los oscuros agujeros del techo de la caverna. Era comprensible, pensó Cavatina. Era la primera patrulla de Thaleste al sur del Río Sargauth. La novicia se había entrenado durante dos años, pero aún no había manchado de sangre su espada. Había pasado todo ese tiempo en los seguros confines de El Paseo (el nombre que los fieles de Eilistraee le habían dado al templo que estaba al otro lado del río). Cavatina aún podía oír el suave gorgoteo del Sargauth, pero los sonidos reconfortantes de la Caverna del Canto quedaban muy atrás.

Señaló un punto en el suelo.

—¿Ves este parche pulido? —preguntó.

La novicia asintió.

—Un limo pasó por aquí hace mucho, pero fue enviado, junto con el resto de los subordinados del Dios de los cienos y los limos, al Foso de Ghaunadaur. ¿Qué es…? —le preguntó.

La novicia habló con tono solemne.

—El foso en el que el Anciano fue encerrado por la Elegida de Eilistraee, Qilué, Primera Dama de la Danza. Construyó el Túmulo de Eilistraee para señalar el lugar donde Ghaunadaur fue derrotado.

—Donde su avatar fue derrotado, Thaleste —la corrigió Cavatina—. El mismo Ghaunadaur aún acecha en sus dominios. Por eso patrullamos estas oscuras estancias, y hemos construido nuestro templo en este lugar. Debemos asegurarnos de que su avatar no vuelva a levantarse.

Thaleste asintió, nerviosa.

Cavatina sonrió.

—Hace mucho tiempo que no rezuma nada por estas salas —le aseguró a la novicia—. Unos seiscientos años.

Cavatina suspiró para sus adentros. A las novicias, por regla general, no se les permitía aventurarse en áreas realmente peligrosas, ni siquiera cuando las acompañaba una Dama Canción Oscura experimentada. Había poco por lo que Thaleste debiera preocuparse en aquel lugar. El propósito de la patrulla era sencillamente comprobar los glifos y símbolos defensivos que habían sido colocados allí recientemente e informar si había que reponer alguno.

Continuaron avanzando por la caverna, una novicia con una sencilla armadura de cuero, y una sacerdotisa-guerrera con una cota de malla de mitril y la pechera de acero grabada con los símbolos de su diosa. Cada una tenía una espada envainada colgando sobre la cadera, junto con una daga. La Dama Canción Oscura llevaba también un cuerno de caza, colgado de una correa al hombro. Ambas sacerdotisas eran drow. Su piel de ébano se fundía con la oscuridad mientras el cabello y las cejas blancas destacaban en marcado contraste.

Cavatina, a pesar de su rango muy superior, estaba aún en su primer siglo de vida. Apenas era adulta según los estándares drow. Era la hija de una Espada Danzante y tenía la misma constitución atlética de su madre. Era alta, incluso para ser una drow. La mayor parte de las sacerdotisas le llegaban sólo por el hombro. Sólo Qilué era más alta. Durante su juventud, se habían burlado mucho de Cavatina por ser tan alta y estrecha como la hoja de una espada, pero rotunda como un maul cuando se trataba de expresar sus opiniones.

Thaleste, por otro lado, era de mediana edad, y su cuerpo estaba fofo tras décadas de sedentarismo. Había entrado en la fe de Eilistraee recientemente, después de una vida de lujos en una de las Casas nobles de Menzoberranzan. Había hecho enfadar a su matrona y había sobrevivido de milagro al veneno que le habían deslizado en la copa. De camino al Puerto de la Calavera a por un veneno propio, se había equivocado de camino y se había topado con El Paseo, un desvío en el camino de su vida que más tarde interpretó como la mano invisible de Eilistraee.

Thaleste había pasado de ser una víbora indolente y egoísta a ser una ferviente devota que había abrazado la fe de la diosa sin reservas, una vez entendió lo que significaba realmente el culto a Eilistraee. Cuando le llegó aquella revelación, lloró abiertamente, algo que un drow de la Antípoda Oscura jamás hacía. Más tarde le confió a Cavatina que había sido la primera vez en dos siglos y medio que se había permitido a sí misma sentir.

Cavatina lo había oído muchas veces. Nacida dentro del culto a Eilistraee, había visto muchas conversiones. Envidiaba cada una de ellas. Ella misma no podría conocer nunca el momento de éxtasis que traía consigo la redención. Aunque sí había experimentado, y sonrió ante aquello, el intenso regocijo de ensartar a uno de los esbirros demoníacos de Lloth con su espada. A más de uno, de hecho.

Suspiró. En comparación con una caza de demonios, patrullar era un trabajo aburrido. Casi deseaba que un manto se dejara caer desde el techo. Dio unos golpecitos a la espada bastarda que colgaba de su cintura. Azotademonios acabaría rápidamente el trabajo. La espada no emitiría un zumbido tan bello como las espadas cantoras del templo, pero había acompañado a Cavatina durante más batallas de las que podía recordar.

Continuaron atravesando la caverna, asegurándose de que ninguno de los símbolos mágicos hubiera sido desactivado. Cada símbolo era tan grande como un peto, pintado para destacar sobre una pared, un suelo o una columna, allí donde quienes atravesaran la caverna no pudieran evitar verlos. Dichos símbolos se pintaron con una pasta elaborada a partir de mercurio líquido y fósforo rojo, espolvoreada con polvo de ópalo y diamante. Estaban sintonizados con los seguidores de Eilistraee, por lo que las sacerdotisas y los devotos laicos podían mirarlos sin peligro, pero cualquiera que tuviera intenciones aviesas haría que se activaran con sólo una mirada, al igual que cualquier clérigo que sirviera a los enemigos de Eilistraee. Cavatina le señaló a Thaleste la diferencia entre aquellos símbolos, que causaban un dolor atroz, y los que drenaban las fuerzas.

—¿No hay ninguno que mate? —preguntó la novicia—. ¿Por qué no eliminar a nuestros enemigos sin más?

—Porque para todo drow, hay una oportunidad de redención —respondió Cavatina. A continuación sonrió amargamente—. Aún así para algunos la oportunidad es mucho menor que para otros. Para eso sirven nuestras espadas. Una vez se ha debilitado a un intruso, le damos una oportunidad. Puede vivir por la canción, o morir por la espada.

Thaleste asintió, con los ojos brillantes por las lágrimas. Había hecho esa misma elección dos años atrás.

Siguieron avanzando, cantando suavemente el himno que desactivaba las demás protecciones mágicas de la caverna. Habían ocultado unas campanillas que colgaban de hilos de plata entre las columnas. Las campanillas encantadas eran capaces de detectar cualquier cosa que se moviera por la caverna, y si no se cantaban los conjuros necesarios, hacían sonar una clamorosa alarma audible a docenas de pasos de distancia. Un hechizo silenciador podía amortiguar el sonido, pero tendría que lanzarse varias veces (una vez por campanilla) y antes habría que haber localizado todos los escondites donde se ocultaban.

Todas las campanillas que Cavatina eligió inspeccionar aleatoriamente estaban en su lugar; ninguna había sido perturbada. Todas resonaban con un claro tintineo cuando Cavatina les daba un golpecito con la uña.

Al igual que El Paseo, las cavernas no sólo estaban protegidas por defensas visibles, sino también por magia menos tangible. Se habían colocado hechizos de interdicción con chorros de agua bendita y bocanadas de incienso, invisibles para aquellos que no poseían magia capaz de detectarlos. Eran una barrera potente, que evitaba que los enemigos se teleportaran o desplazaran hasta allí, incluso en forma etérea o astral. Los hechizos de interdicción eran permanentes y sólo los hechiceros más poderosos podían eliminarlos. La única manera de saltárselos era una de las canciones sagradas de Eilistraee, y ni siquiera eso garantizaba la seguridad. Quienes usaran la canción para saltarse la barrera mágica, si iban con malas intenciones, acabarían con heridas graves, o incluso fatales.

La caverna se estrechó, y el suelo subía y bajaba. Las sacerdotisas trepaban por estalagmitas a medio formar, que parecían trozos fláccidos de masa. En varias ocasiones la vaina de Thaleste rozó la blanda piedra caliza y trazó una delgada línea en ella. La novicia aún tenía mucho que aprender acerca de moverse en silencio.

—Los mantos tendrán tiempo de sobra para preparar una emboscada, con todo el ruido que estás haciendo —la advirtió Cavatina.

Thaleste respiraba con dificultad debido a sus esfuerzos. Su rostro se oscureció al ruborizarse.

—Mis disculpas, Ama.

—Señora Oscura —la corrigió Cavatina—. Aquí no hay matronas.

—Señora Oscura. Mis disculpas.

Cavatina aceptó la disculpa con un movimiento de cabeza.

Finalmente llegaron al punto donde terminaba la caverna. El techo era tan bajo que Cavatina podría haberlo tocado. Por una grieta que había sobre sus cabezas entraba una leve brisa. Una estrecha chimenea, apenas tan ancha como sus hombros, serpenteaba en dirección a la superficie. Vigiló mientras Thaleste echaba un vistazo a su interior.

Hubo un movimiento dentro de la chimenea, un batir de alas. Thaleste gritó cuando algo pequeño y negro surgió repentinamente. Cavatina, que había empezado a desenvainar la espada ya cuando Thaleste se había estremecido, la volvió a envainar. Se quedó mirando a la criatura que se alejaba volando entre chillidos.

—Un murciélago —suspiró—. La próxima vez que algo se lance a por ti, Thaleste, intenta desenvainar la espada o lanzar un hechizo —señaló la chimenea con la cabeza—. Ahora comprueba el glifo.

Thaleste, sonrojándose, murmuró una plegaria, lanzando un hechizo de detección. Justo dentro de la chimenea un glifo se iluminó de repente, brillando como un diamante. Con el ceño fruncido por la concentración, Thaleste estudió sus trazos, delineándolos con el dedo en el aire.

—Un glifo de soplo canoro —anunció por fin, dejando que se extinguiera el brillo—. Sin disparar. Nada maligno ha pasado por aquí. —Sus hombros se relajaron un poco al decirlo.

—A menos que fuera etéreo —le recordó Cavatina.

Volvió a tensar los hombros.

—Afortunadamente, la habilidad de asumir una forma etérea es algo que pocas criaturas (y sólo las más poderosas) son capaces de hacer —continuó Cavatina—. Además aquellos que son capaces de hacer viajes etéreos no necesitan entradas como esta. Pueden atravesar la piedra sólida.

Thaleste tragó con dificultad y miró de reojo hacia la pared que había junto a ella.

—Aquí las paredes son gruesas —le aseguró Cavatina—. Cualquier hechicero en plena excursión etérea se materializaría dentro de la piedra sólida mucho antes de llegar a este punto.

Thaleste asintió.

—Hemos acabado aquí —dijo Cavatina—. Volvamos.

Cuando regresaban por el sinuoso pasadizo que acababan de recorrer, Cavatina notó que Thaleste se sobresaltaba de nuevo.

—¿Has detectado algo, novicia?

Thaleste señaló hacia el techo.

—Un movimiento. Tras esa ventana rota. —Le dedicó a su mentora una mirada de disculpa—. Seguramente era otro murciélago.

Cavatina se reprochó haberse perdido lo que había visto Thaleste. Debería haber prestado más atención. También era cierto que Thaleste era bastante nerviosa. Pocas veces se había aventurado más allá de las murallas de su residencia en Menzoberranzan. Su viaje al Puerto de la Calavera había sido un acto de desesperación. Sólo Eilistraee sabía cómo se las había arreglado Thaleste para sobrevivir tantas décadas en el interior de la Ciudad de las Arañas. Tenía tendencia a ver monstruos en cada sombra.

Aun así, Cavatina desenvainó la espada. La maestra de batalla del templo les había dado órdenes específicas a las que patrullaban. Cualquier monstruo, por pequeña que fuera la amenaza que representara, debía ser eliminado. Las cavernas recientemente anexionadas a El Paseo debían permanecer limpias de alimañas, y había que seguir los protocolos. Por ejemplo, el uso del habla silenciosa durante las alertas.

Quédate aquí, dijo Cavatina a Thaleste por signos. Voy a investigar. Por si acaso, protégete con un hechizo.

¿No debería ir contigo?

No. Lo último que necesitaba Cavatina era una novicia entrometiéndose en una cacería; incluso si resultaba ser un manto lo que había allá arriba, todo acabaría en unos instantes.

Mientras Thaleste susurraba apresuradamente un rezo protector, Cavatina pronunció la palabra que activaba sus botas mágicas y estas la elevaron por los aires hacia la ventana señalada por la novicia. El techo estaba aproximadamente a unos cien pasos de altura, y la ventana era una de las que estaban rotas. Tan sólo unos cuantos fragmentos de piedra traslúcida colgaban de un agujero que medía unos doce pasos de ancho. Mientras Cavatina levitaba hacia él, un fragmento de piedra traslúcida tan grande como una mano se desprendió de lo que quedaba de la ventana y cayó, haciéndose añicos al llegar al suelo. Thaleste retrocedió para esquivarlo, al tiempo que sostenía la espada con mano temblorosa.

Cavatina sonrió mientras ascendía hacia el agujero del techo. Había algo dentro de la habitación. Agarró a Azotademonios con ambas manos y ajustó la sujeción sobre el cuero desgastado de la empuñadura. Fuera lo que fuese, estaba preparada.

La ventana daba paso a lo que antaño había sido un gran salón. Había pedestales alineados a lo largo de las paredes que sostenían los bustos de aquellos que alguna vez habitaron la noble mansión. Varios de ellos se habían caído y estaban hechos pedazos sobre el suelo, pero otros habían sobrevivido. En uno de los extremos de la habitación se veía un estrado que probablemente había servido de soporte para un trono. Detrás de él se encontraban los restos de un mosaico, cuyas baldosas se habían desprendido tiempo atrás. Sin embargo, aún podían distinguirse sus dibujos: varios drow arrodillados frente a un altar, aunque no se veía el objeto de su veneración. A izquierda y derecha se abrían pasillos laterales.

Cavatina lo abarcó todo de un solo vistazo. Al parecer, la estancia estaba tan vacía como otra cualquiera de la misma área, pero las apariencias podían ser engañosas. Se dio la vuelta mientras ascendía a través de la ventana, se volvió y quitó lo que quedaba del alféizar. Cayó otro trozo de piedra traslúcida, que Thaleste tendría que esquivar. Mientras, Cavatina se deslizaba hacia un suelo más firme, entonando una plegaria. Surgió magia divina de ella, en forma de un círculo que se fue expandiendo en ondas hasta llenar la habitación. Si lo que había allí dentro era invisible, la magia que lo ocultaba a la vista estaba a punto de ser purgada.

La criatura se reveló en medio de un salto: una araña del tamaño de un perro grande, cuyas largas y delgadas patas medían el doble que Cavatina. La araña se abalanzó sobre ella con la mandíbula abierta, llena de colmillos; de la boca le caían gotas de saliva que brillaban como fuego feérico dorado.

Cavatina le lanzó un tajo a la criatura mientras esta se lanzaba a por ella, pero la araña se volvió en medio del salto y evitó la espada. El tajo, que tendría que haberla partido en dos, sólo cortó un par de las cerdas que sobresalían de su carrillo. Era extraño que la araña hubiera girado la cabeza en dirección a la espada; casi daba la impresión de que intentara morderla.

La araña aterrizó en una pared e inmediatamente dobló el abdomen hacia ella. Mientras se abrían sus espinetas, Cavatina echó la mano izquierda hacia delante y gritó el nombre de Eilistraee. Un escudo brillante con forma de media luna surgió frente a Cavatina justo a tiempo para bloquear la telaraña que le había disparado. El escudo mágico tembló cuando lo golpearon las redes; a continuación cayó lentamente al suelo, arrastrado por el peso de una masa de telaraña dorada y brillante. Cavatina disipó el escudo, dejando caer la masa pegajosa.

Atacó. Entonó una plegaria que lanzó a la espada Azotademonios por los aires hacia el monstruo, una estratagema que le permitiría organizar un segundo ataque. Esperaba que la araña se apartara de la espada, pero en vez de eso el monstruo la observó inmóvil, mientras Azotademonios, dirigida por la mano extendida de Cavatina, avanzaba hacia ella. La araña saltó desde la pared, directamente hacia la espada. Sus colmillos se cerraron sobre el metal. La araña pasó junto a Cavatina y se colocó cabeza abajo en el techo, con la espada entre las fauces. A continuación, comenzó a masticarla, como si la estuviera saboreando.

Cavatina se dio cuenta tarde de qué era aquello a lo que se enfrentaba.

—¡Un devorador de magia! —exclamó. Echó bruscamente la mano hacia atrás, intentando arrancar a Azotademonios de las mandíbulas de la criatura, pero la tenía bien aferrada. El devorador de magia se quedó quieto durante un instante, mientras le caían babas centelleantes por las comisuras de la boca. A continuación escupió el arma al suelo. Esta emitió un sonido metálico apagado al caer. Aterrizó junto al pie de Cavatina. Tenía una serie de marcas de dientes en la parte central.

Aquello le dio una idea a Cavatina. Entonó una plegaria para invocar una cortina de espadas giratorias entre ella y el monstruo.

—Vamos —lo tentó, manteniéndolas sobre su cabeza—. Dales un bocado a estas, ¿quieres?

El devorador de magia miró, hambriento, las espadas giratorias, compuestas en su totalidad de energía mágica, y se dejó caer desde el techo. Con un gesto de la mano, Cavatina le metió las espadas en la boca abierta, al tiempo que se agachaba y se apartaba a un lado. La araña abrió más la boca y se las tragó mientras caía, sin que le importaran los trozos de carne que le arrancaban de la cara. Le cortaron los palpos, le reventaron los ojos multifacéticos, y le comenzó a gotear sangre de la herida en la que se había convertido su boca, pero aún así el devorador de magia, en pleno frenesí, de pie sobre el suelo, se tragó las espadas, moviendo la cabeza de un lado a otro para cogerlas en el aire. Conforme comía, su abdomen se hinchaba y comenzaba a temblar. Cavatina lo observó conteniendo el aliento. El cuerpo del devorador de magia estalló con un gran crujido. El suelo se llenó de trozos sanguinolentos de quitina y de manchas de sangre de color azul pálido. La araña se tambaleó sobre sus largas patas y se desplomó. Se quedó tendida en el suelo con los dientes rechinando débilmente.

Cavatina cogió la espada. El devorador de magia levantó la cabeza, aturdido, con los ojos vacíos mirando sin ver dónde estaba Cavatina pero intentando alcanzar los objetos mágicos de esta. Una lengua rasgada llenó de sangre la bota de la Dama Canción Oscura. Cavatina apartó el pie y apuntó hacia abajo con Azotademonios. A continuación lanzó una estocada. La quitina crujió cuando la punta de la espada atravesó el cráneo del devorador de magia. La araña monstruosa tembló y se desplomó, muerta.

Cavatina puso un pie en la cabeza del monstruo y tiró de la espada para liberarla. Sostuvo la palma de la mano sobre ella, y una rápida oración le confirmó lo que ya sabía. El arma había quedado completamente desprovista de magia. Azotademonios había abatido a su último enemigo.

Limpió la espada con el ruedo de su guerrera y la volvió a envainar. Por un momento, la espada se atascó cuando la parte que tenía las marcas de dientes se trabó con el borde. Cavatina la empujó hacia abajo. No la desenvainaría nunca más.

Se quedó mirando al devorador de magia muerto.

—Que el Abismo te lleve —gruñó—. Esa era la espada de mi madre. —Le dio una patada al cuerpo sin vida.

Sólo entonces se paró a preguntarse qué hacía un devorador de magia en aquel lugar. Sabía poco de esas criaturas, pero no recordaba que normalmente fueran capaces de volverse invisibles.

Aun así, no debería haber podido entrar en el área sin ser detectado. Era un simple animal, aunque fuera mágico, carente de un aura benigna o maligna, pero debería haber hecho saltar las alarmas. Lo que más la inquietaba era la posibilidad de que fuese una de las criaturas de Lloth. Sólo eso ya era motivo para molestar a la maestra de batalla del templo.

Cavatina entonó una plegaria que terminó con el nombre de Iljrene. Cuando captó la atención de la maestra de batalla, le envió un mensaje silencioso.

Encontré un devorador de magia en las cavernas que están al sur del río y al oeste del puente. No hizo saltar ninguna alarma. Lo maté.

La voz de Iljrene respondió de inmediato. Sonó alta y chillona, igual que en persona. Un devorador de magia no podría sortear las alarmas por sí mismo; alguien lo ayudó a llegar allí. Comienza una búsqueda. Enviaré más patrullas.

Cavatina se inclinó inmediatamente para inspeccionar el cadáver del devorador de magia. Algo brillaba en su espalda: polvo de diamante. Alguien había ayudado al devorador de magia a sortear las alarmas, alguien capaz de lanzar un hechizo de indetectabilidad. Aquellas abjuraciones no solían durar mucho. Quien hubiera usado su magia con el devorador de magia debía de estar cerca.

Cavatina se acordó de que Thaleste la esperaba abajo.

Avanzó a grandes zancadas hasta la ventana rota y miró hacia abajo, pero no había ni rastro de Thaleste. Cavatina esperaba que la novicia estuviera escondida tras alguna columna. Le lanzó un recado a Thaleste.

¿Dónde estás? ¿Qué es lo que ves?

La respuesta tardó un instante en llegar. Hay otra sacerdotisa aquí abajo. Una danzante. Voy a hablar con ella.

Cavatina frunció el ceño. Aún no era la hora de las devociones de la tarde, y aunque lo hubiera sido, una danzante no debería estar allí. Las fieles a Eilistraee bailaban desnudas, luciendo sólo sus símbolos sagrados. Aunque aquella área estaba vigilada, seguía teniendo su peligro. Adentrarse en la zona sin armadura era una estupidez y realizar un baile de devoción allí sería aún más estúpido.

A Cavatina se le heló la sangre cuando se dio cuenta de lo que podría haber visto Thaleste. Le envió un segundo mensaje, más urgente.

¡Thaleste! ¡Podría tratarse de una yochlol en forma de drow! ¡Poseen encantamientos muy potentes! ¡Aléjate de ella!

No obtuvo respuesta.

Soltando una maldición, Cavatina saltó a través del agujero del suelo y buscó a Thaleste mientras descendía. Detectó movimiento: las piernas de Thaleste desaparecían tras una columna. Alguien, o algo, se la llevaba a rastras.

Cavatina volvió a maldecir. Jamás debería haber dejado a la novicia sola. Cruzó la caverna a grandes saltos, levitando ligeramente con cada paso. Mientras corría, se lanzó a sí misma un hechizo protector. Ya no tenía a Azotademonios, un arma que habría atravesado a una yochlol, incluso si cambiaba a forma gaseosa, pero tenía su cuerno mágico. Lo levantó y sopló con fuerza, apuntando hacia la columna que tenía enfrente. Un ruido atronador se extendió por la caverna, haciendo vibrar las piedras que había en el suelo y haciendo pedazos los fragmentos de piedra traslúcida. El sonido no dañaría a Thaleste (el cuerno mágico había sido diseñado para no dañar a las fieles de Eilistraee), pero aturdiría y ensordecería a cualquier otra criatura que tuviese delante, dejando a las más grandes sangrando por los oídos y matando directamente a las más pequeñas. Seguramente un yochlol se teleportaría fuera de la explosión, pero al menos así se alejaría de Thaleste.

Soltó el cuerno y se arrancó su símbolo sagrado del cuello. Lo sostuvo en alto y entonó una plegaria. Un rayo de luz surgió alrededor del colgante y creció hasta alcanzar la longitud de una espada bastarda. El rayo de luna con forma de espada crepitaba con energía mágica mientras Cavatina lo sostenía en alto.

—Sal de ahí detrás —gritó—. Sé lo que eres.

Una drow desnuda salió tambaleándose de detrás de la columna, tapándose los oídos con las manos y con una expresión de angustia en el rostro. Durante un instante, Cavatina aún creyó que se trataba de una yochlol debilitada y herida por la explosión. En ese momento, vio el colgante con forma de espada que colgaba entre sus pechos. Ninguna sirviente de Lloth llevaría el símbolo sagrado de Eilistraee, ni siquiera uno falso. Entonces la sacerdotisa tropezó y cayó de rodillas, pero los escombros sobre los que aterrizó no se movieron ni emitieron ningún sonido, por lo que Cavatina se dio cuenta de que todo era una ilusión. Levantó la vista y vio una masa de telaraña que se precipitaba hacia ella.

—¡Eilistraee, protégeme! —gritó.

El escudo mágico apareció sobre ella justo a tiempo de apartar a un lado la telaraña. Cavatina dio un salto y empujó la masa pegajosa tras ella. Finalmente pudo ver a qué se enfrentaba: una aranea, una araña cambiaformas capaz de asumir aspecto humanoide. La aranea lucía su forma híbrida: a simple vista era una drow pero con una extraña mandíbula articulada y cerdas negras en la cabeza en lugar de cabello. Llevaba una túnica de color rojo sangre que caía pesadamente por estar forrada de cota de malla, pero sus piernas estaban desnudas. De la parte inferior de la túnica, que era lo bastante larga para cubrir sus abultados cuartos traseros arácnidos, colgaban hebras de telaraña. Se sujetó a la columna de piedra con los pies descalzos y la mano derecha. Su mano izquierda estaba metida en un guantelete con una hoja como de daga saliendo de entre los nudillos. Llevaba colgado al cuello un disco de platino con una cadena. Cavatina sabía cuál sería el símbolo del medallón sólo con ver las vestimentas de la aranea. Era una de las fieles de Selvetarm, una selvetargtlin.

El estallido del cuerno de Cavatina no parecía haberla afectado lo más mínimo. Probablemente, la aranea estaba arriba, a salvo del cuerno cuando este sonó.

Todo eso se le pasó rápidamente a Cavatina por la cabeza en un instante, seguido por una furia helada al ver que el enemigo había penetrado en las cavernas que rodeaban el templo de Eilistraee. La aranea lanzó un grito. Un agradable zumbido llenó la cabeza de Cavatina, pero se desvaneció un instante después. Cualquiera que fuese el hechizo lanzado por la aranea, era demasiado débil para afectar a la Dama Canción Oscura.

Cavatina atacó con uno de los suyos, una canción de castigo. La aranea se tambaleó cuando la alcanzó, poniendo los ojos en blanco, pero se recuperó a tiempo para apartarse de la columna en que se encontraba, antes de que Cavatina la atacara con la espada lunar.

La aranea aterrizó en el suelo de la caverna, y Cavatina la siguió. Hizo una finta con la espada lunar, lanzó una estocada, pero la selvetargtlin era demasiado hábil para caer ante tales tácticas. De repente, superó la protección de Cavatina, y el hedor de su almizcle arácnido llenó las fosas nasales de la Dama Canción Oscura. Cavatina giró, anticipándose a un tajo de la cuchilla del guantelete, y volvió a empujar al enemigo con el brazo, pero la aranea extendió los dedos con rigidez.

—¡Selvetarm! —gritó.

Le surgieron cuchillas de las manos, las piernas, el rostro y el cráneo, incluso de la ropa. Cientos de ellas, delgadas y mortíferas. Aún gritando el nombre de Selvetarm, se lanzó contra Cavatina.

Fue un movimiento suicida. Cavatina lanzó una estocada al pecho de la aranea con la espada lunar. Cualquier otra espada habría resultado desviada o al menos ralentizada por el forro de cota de malla de la túnica rojo sangre de la aranea, pero la espada lunar estaba hecha de magia pura, como la barrera de cuchillas invocada un rato antes por Cavatina. Atravesó la cota de malla como un cuchillo caliente atravesaría un bloque de cera blanda, y la mano y el brazo de Cavatina se empaparon de sangre. Aunque la estocada iba dirigida al corazón, la aranea aún tuvo fuerzas para juntar los brazos con fuerza y clavarle a Cavatina las finas cuchillas a través de los agujeros de la cota de malla. Cavatina jadeó de puro dolor mientras le atravesaban los flancos.

La aranea se desplomó contra Cavatina, pero seguía viva. Sangre oscura y caliente salpicó el pecho y el rostro de Cavatina mientras la selvetargtlin, con los ojos en blanco y una expresión salvaje, torcía el brazo izquierdo, tratando de girar la cuchilla del guantelete. Sólo le hizo un rasguño a Cavatina en la mejilla derecha, pero la herida le ardió como si le hubieran echado aceite hirviendo encima. Del corte salía un olor horrible, y Cavatina pudo sentir cómo se debilitaba con cada latido de su corazón. El amuleto que llevaba alrededor del cuello había absorbido la herida inicial, el corte, pero había algo más.

La aranea había usado la magia para envenenarla.

La apartó de un empujón, furiosa, y gritó cuando las cuchillas salieron de su carne. La espada lunar que Cavatina sostenía emitió una llamarada blanca plateada cuando por su superficie empezó a resbalar la sangre de la aranea.

La sacerdotisa de Selvetarm cayó al suelo y quedó allí tendida, mientras le salía sangre de la boca.

—Llegas demasiado tarde —dijo, con voz entrecortada por la sangre y por su risa desquiciada—. Ya está hecho.

Dirigió una mano sangrienta y temblorosa hacia el símbolo sagrado que colgaba de su cuello. Cavatina, sufriendo por sus múltiples heridas y con la sangre cayéndole por los costados, se dio cuenta de que la selvetargtlin intentaba lanzar un último hechizo. Lanzó un tajo con la espada lunar a la muñeca de la aranea, cortándole la mano. La sangre salió a borbotones del muñón, como si fuera agua saliendo por una cañería. La aranea tembló y quedó inmóvil.

Cavatina había comenzado a volverse cuando el cuerpo explotó y la cubrió con una lluvia de carne ensangrentada y esquirlas de hueso. Se agachó y miró hacia el lugar en el que la aranea había caído. Todo lo que había allí era una túnica ensangrentada y vacía. El trozo más grande que quedaba del cadáver tenía el tamaño de una uña.

No había tiempo para reflexionar acerca de lo que acababa de pasar. La pérdida de sangre había debilitado a Cavatina, y sus piernas estaban a punto de ceder. Con un llamamiento a su diosa, entonó un hechizo curativo. La luz lunar de Eilistraee iluminó su cuerpo, cerró sus heridas y repuso la sangre que había perdido. Sin embargo, el corte superficial de la mejilla, permaneció. Se cerraría a su tiempo, pero durante un rato la magia oscura de la selvetargtlin impediría que se beneficiara de la curación mágica.

Sin embargo, no había tiempo para preocuparse de aquello. Cavatina se apresuró a rodear la columna, buscando a Thaleste.

La novicia estaba tendida boca abajo en el suelo de la caverna, enterrada bajo una gruesa madeja de telaraña. Tras romper la masa pegajosa, Cavatina vio una punción ensangrentada en la nuca de Thaleste: una mordedura. Normalmente, el veneno de una aranea no era letal, solía drenar las fuerzas, más que matar directamente, pero algunas veces resultaba fatal. Cavatina se arrodilló, puso la palma de la mano sobre la herida, entonó una plegaria curativa. Bajo su contacto, la herida se cerró. Una segunda plegaria eliminó las toxinas que quedaban dentro del cuerpo de la novicia.

Thaleste se incorporó con un quejido. Cavatina le puso una mano en el hombro para tranquilizarla. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la espada de la novicia estaba junto a ella. Su punta estaba ligeramente manchada de sangre; si había herido a alguien, la herida debía de haber sido bastante leve.

Thaleste se tocó la nuca con mano temblorosa y después se miró los dedos, claramente sorprendida al no ver sangre alguna. Todavía era lo bastante inexperta como para asombrarse por el hecho de que otra drow hubiera acudido en su ayuda.

—¿La matamos?

Cavatina se colgó el símbolo sagrado del cuello.

—Lo hicimos. Tu estocada la debilitó, y yo acabé el trabajo.

Thaleste sonrió. En sus ojos se vislumbraba una incipiente confianza, que con el tiempo iría creciendo.

Cavatina susurró y envió una plegaria: Iljrene, era un selvetargtlin. Lo maté. Nos hirió pero ya nos hemos curado.

La respuesta de Iljrene llegó de inmediato: Bien hecho, pero manteneos alerta. Donde hay un selvetargtlin, suele haber más.

Cavatina asintió, aún preocupada por las últimas palabras de la aranea. El selvetargtlin no sólo había hablado del devorador de magia que había conseguido introducir secretamente en las cavernas que rodeaban El Paseo, sino de algo más, algo que había provocado un destello maligno de placer en su mirada incluso al morir.

Había ido hacia la muerte segura, sabiendo que Selvetarm lo recompensaría por el oscuro servicio que le había prestado.