Malvag se tambaleó cuando la puerta se cerró con un ruido atronador que sacudió todos los cristales de la caverna. Pasaron unos instantes antes de que cesara el zumbido en sus oídos. Cuando lo hizo, se volvió hacia Valdar y Q’arlynd temblando de emoción.
—¡Vhaeraun sea loado! ¡Lo hemos conseguido!
El delgado Valdar se tambaleó hacia atrás y hacia delante en su sitio, exhausto. Q’arlynd parecía igualmente agotado. Su cara estaba gris como la ceniza. Los dos sonrieron débilmente.
El mago se volvió y alzó las manos atadas.
—Si fueras tan amable…
Malvag vaciló, pero sólo un instante. Antiguos hábitos. En el momento de comunión, el conjuro conjunto le había dado ocasión de entrever el alma de Q’arlynd. El mago no le atacaría.
Malvag dio un paso adelante y soltó el alambre, liberando las manos del mago. A continuación, por añadidura, quitó el anillo de esclavo del dedo de Q’arlynd e hizo lo propio con el de amo que llevaba él. Guardó los dos anillos en un bolsillo del piwafwi del mago.
Q’arlynd tenía los dedos grises e hinchados, con profundas marcas dejadas por los alambres. Se los frotó con un gesto de desagrado.
—No los siento —dijo, mientras extendía un poco las manos—. ¿Podrías…?
—Claro.
Malvag cogió las manos del mago en las suyas y susurró una plegaria. Sintió que lo recorría una corriente de poder, que era la respuesta del Señor Enmascarado mientras los dedos se curaban. Cuando soltó las manos de Q’arlynd, unos puntos de color blanco plateado bailaron sobre la piel oscura del mago.
Malvag retiró las manos.
—¿Qué fue eso?
Valdar miró las manos del mago.
—Fuego lunar —dijo, asombrado.
El mago, al que no se le escapó el tono peligroso de Valdar, mantuvo las manos absolutamente quietas mientras las chispas desaparecían lentamente.
—Si esto es realmente fuego lunar, no es cosa mía —dijo—. Soy un mago, no un clérigo.
Valdar estaba a la izquierda de Malvag, tan tenso como la cuerda de un arco. Miró de reojo a Malvag. Tenía una mano a la espalda, donde el mago no podía verla.
¿Ha vuelto a Eilistraee? ¿Deberíamos matarlo?
Malvag respiró hondo. Por la sagrada máscara de Vhaeraun. ¿Se acabaría todo tan rápido?
—No —dijo, en voz alta, al tiempo que se volvía—. Tú has tocado su mente, Valdar, y sabes que no es ningún traidor. Ahora es uno de nosotros.
—Hay una explicación simple para lo que acaba de suceder, Valdar —añadió el mago—. Acabamos de abrir una puerta hacia el dominio de Eilistraee. Es lógico que haya efectos residuales.
Valdar se tranquilizó, pero sólo un poco.
El mago sonrió y mostró las manos abiertas.
—Más aún, podría haberme teleportado con toda facilidad, lo cual hubiera sido lo lógico en caso de ser un traidor, pero sigo aquí, con vosotros. —Hizo un gesto de exasperación—. Acabamos de hacer alta magia. Drows haciendo alta magia, tal vez por primera vez. ¿De verdad creéis que le daría la espalda a semejante poder?
Antes de que pudiera hacerlo Valdar, respondió Malvag.
—Por supuesto que no. —Sin previo aviso, el mago se volvió y se dirigió a donde estaba Urz. Tocó al Sombra Nocturna y dijo una palabra—. Ahí tenéis. Acabo de transformar a Urz en carne y hueso. Sigue inconsciente. Da la impresión de que se dio un buen golpe en la cabeza al caer, pero estoy seguro de que vuestra magia de sanación puede solucionarlo. —Hizo un leve gesto de contrariedad—. Sólo os pido que cuando se despierte le hagáis saber que estoy de vuestra parte. Sin rencores, espero.
Malvag asintió y señaló el cuerpo de Urz.
—Hazlo —le dijo a Valdar.
El drow de ojos rosados enarcó una ceja.
—Está bien. —Se arrodilló junto a Urz, le apoyó una mano en el pecho e inició una plegaria mientras que con la otra mano se cubría la boca para ocultarla.
Mientras lo observaba, Malvag reflexionaba sobre lo extraño que le resultaba ver a un clérigo de los suyos haciendo magia a cara descubierta. Tuvo que resistirse al impulso de cubrirse él también la boca con la mano. Incluso en compañía de otros clérigos, andar sin máscara era como ir desnudo.
De los labios de Urz salió un ronco gruñido cuando Valdar terminó su plegaria. Se removió, y su cuerpo quedó envuelto en una bruma de luz blanco plateada. Valdar se echó hacia atrás.
—¿Más fuego lunar? ¡Es cosa del mago! —Alzó su ballesta de muñeca.
—¡Basta ya, Valdar! —le gritó Malvag.
La ballesta silbó. El mago retrocedió pero no fue lo bastante rápido. El proyectil le dejó una brillante línea roja en la mejilla. Devolvió el ataque de Valdar: chasqueó los dedos y le lanzó un rayo de energía mágica. Valdar gruñó cuando recibió el impacto en el pecho e inició una plegaria para invocar fuego oscuro suficiente como para incinerar al mago instantáneamente.
—¡Basta ya! —gritó Malvag—. Los dos. ¡Tiene que haber otra explicación!
Urz se incorporó, llevándose las manos a la cabeza. El resplandor blanco plateado había desaparecido de su piel.
El fuego oscuro salió de la mano de Valdar y atravesó la caverna, pero en lugar de quemar al mago, lo rodeó sin hacerle daño. Dentro de las llamas oscuras había celajes blancos. Más fuego lunar. Valdar se miró la mano con expresión atónita.
—¿Cómo hizo…?
Malvag miró a Q’arlynd y a Valdar, preocupado. Era auténtico fuego lunar dentro del mismísimo fuego oscuro, algo contra toda lógica. Y no sólo había aparecido cuando el conjuro golpeó a Q’arlynd, sino que había salido de la propia mano de Valdar al mismo tiempo que el fuego oscuro. ¿Acaso el hecho de abrir una puerta hacia el dominio de Eilistraee había corrompido su magia?
El mago había interrumpido el conjuro por la mitad y en sus dedos extendidos crepitaba la energía mágica. Abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero pareció pensárselo mejor. Lentamente, la magia se disipó de su mano.
Urz lanzó un gemido de angustia que les sobresaltó a los tres.
—Está muerto —gritó. Con los ojos cerrados y el rostro contraído en una mueca golpeó el suelo de cristal hasta que empezaron a sangrarle las manos—. ¡Está… muerto!
—¿Quién está muerto, idiota? —le soltó Valdar.
Malvag, sin embargo, no tuvo necesidad de preguntar. Sintió como si un cuchillo frío como el hielo le atravesara el estómago. Pronunció una plegaria rápida, buscando la comunión con su dios.
—¿Vhaeraun? —susurró, sintiendo la boca seca—. ¿Estás ahí?
Valdar lo miró, tenso.
Urz seguía gimiendo y golpeando el suelo.
—¡Muerto!
Por fin, la respuesta le llegó a Malvag en una voz que tenía un extraño timbre, masculino y femenino a la vez.
—Estoy… aquí—dijo, y las voces se fundieron en la palabra final.
Malvag se sintió palidecer. Era como si las piernas no pudieran sostenerlo. Se desplomó. Sintió que los cristales se le clavaban en las rodillas y la enormidad de lo que acababa de hacer cayó sobre sus hombros, como un túnel que se derrumba. Había sido Eilistraee quien había hablado, no Vhaeraun. En vez de ser el Señor Enmascarado el que había absorbido el poder, había pasado lo contrario. Eilistraee se hacía pasar por Vhaeraun y respondía a las plegarias de los clérigos de Vhaeraun señalándolos con fuego lunar, y sólo había una explicación para ello.
Había matado a Vhaeraun.
Malvag trató de transmitirle eso a Valdar, pero sólo le salían ronquidos inconexos.
—Eilistraee… Es inútil… Vhaeraun… no está. No podemos… —señaló a Q’arlynd con un débil gesto. Podían lanzarle al mago todos los conjuros que quisieran, pero él estaba bajo la protección de Eilistraee, aunque él mismo no lo supiera.
Valdar miró a Urz, que no paraba de gemir, y volvió a mirar a Malvag.
—¡No! —gritó con rabia. El esbelto clérigo volvió a invocar el fuego oscuro —fuego oscuro mezclado con fuego lunar— y lo lanzó. No contra el mago, como había supuesto Malvag, sino contra el propio Malvag.
Resbaló sobre Malvag, igual que había hecho sobre el mago. Cuando se desvaneció el resplandor oscuro, Malvag se dio cuenta de que Q’arlynd había desaparecido. Debía de haberse teleportado. Y también Valdar, al parecer, después de lanzar el fuego oscuro. En la caverna sólo quedaba Urz que, a juzgar por sus gritos desquiciados, debía de haberse vuelto loco por la pérdida de su dios.
Todo aquello por lo que Malvag había trabajado se había venido abajo. El vínculo, fuerte como la adamantina, que había permitido a los drow hacer alta magia, se había roto. Claro que ya no importaba.
—Es cierto —dijo Malvag, respondiendo a Valdar, que ya no estaba—. Vhaeraun está muerto. Hemos ayudado a Eilistraee a matarlo. Fui un necio al pensar que no prevalecería dentro de su propio dominio. —Enterró la cabeza en las manos, una máscara que ya no contenía el menor poder. Entonces apartó las manos. Una de ellas rozó la daga que llevaba sobre la cadera.
Lentamente la sacó. Se quedó largo rato contemplando la hoja cubierta de veneno. Ya no había ningún dios que pudiese reclamar su alma cuando entrara en el Plano de Fuga, pero era lo que merecía. Los tormentos de los demonios no serían nada comparados con lo que sentía en ese momento, y si Eilistraee trataba de reclamarlo, le escupiría a la cara.
Aplicó la hoja a su brazo y se la clavó en la muñeca.
Q’arlynd caminaba tambaleándose por El Paseo, buscando a una sacerdotisa, con la máscara que le había servido para disfrazarse colgando de una mano. Estaba en la caverna donde vivían los fieles legos —todo en derredor se levantaban edificios pero los pasadizos que los comunicaban estaban vacíos. ¿Dónde estaba todo el mundo? Tenía la cara hinchada y le pesaban las piernas: el veneno de la ballesta estaba haciendo efecto. No duraría mucho sin un conjuro de sanación, pero si moría allí. Qilué seguramente se ocuparía de que lo devolvieran a la vida. Tendría que hacerlo para averiguar qué había sucedido.
A menos, por supuesto, que le bastara con que un nigromante interrogara a su cadáver.
No, pensó Q’arlynd. Qilué no haría eso. Querría detalles, matices descriptivos que la mente estancada de un cadáver no puede transmitir, y aunque usase un conjuro de verdad con él, Q’arlynd tenía la excusa perfecta para sus acciones.
Deslizó un dedo en el bolsillo y tocó los anillos de amo y esclavo. Podía decir sinceramente que lo habían obligado a abrir la puerta a pesar del geas, que no había tenido elección. Bueno, no hasta el final, pero eso la suma sacerdotisa no tenía por qué saberlo. Si Q’arlynd elegía bien las palabras, nunca lo sabría.
Resbaló con algo, pero, manoteando, consiguió sujetarse a la pared de piedra. Al mirar, vio una mancha de sangre en el suelo de la caverna. Alguien había sido herido allí, y de gravedad. Apartándose de la pared, siguió con paso vacilante, buscando todavía a la sacerdotisa. ¿Adónde habían ido todos?
Qilué se enfadaría, sin duda, al enterarse de que las almas de tres sacerdotisas habían sido consumidas por el conjuro, pero él se las había arreglado para traer de vuelta la «máscara» que contenía el cuerpo y el alma de la cuarta. Eso tendría que contar; además la apertura de la puerta había resultado bien, después de todo. Vhaeraun estaba muerto. Si elegía bien las palabras, incluso era posible que la suma sacerdotisa lo recompensara. Al fin y al cabo, Qilué era una de las Elegidas de Mystra. Debía de conocer conjuros capaces de rivalizar con la alta magia. Si pudiera convertirse en su cons… ella…
Se le nubló la cabeza. No podía encontrar la palabra ni podía ver apenas. Estaba perdiendo la vista y sentía el estómago como si hubiera comido carbones encendidos. Tropezó con algo. Un cuerpo. Al mirar hacia abajo vio una túnica de color rojo sangre y una trenza blanca. Pasó un momento de terror al pensar que era el judicador al que se había encontrado en el bosque. Después se dio cuenta de que era otro selvetargtlin, y de que estaba muerto.
Uno o dos pasos más allá había un revoltijo de cadáveres, machos y hembras de diversas razas cortados en trozos. Fieles legos del templo. De rodillas junto a ellos había una sacerdotisa. Q’arlynd cayó de rodillas junto a ella y la sacudió por un hombro.
—Señora —balbució—. Ayúdame. Veneno…
La sacerdotisa cayó de lado y Q’arlynd vio que su cuerpo se encontraba empapado de sangre. También ella estaba muerta. Q’arlynd echó mano del colgante que llevaba al cuello: la daga sagrada de la diosa. Si rezaba, entonces tal vez, sólo tal vez… Dio un respingo cuando una mano lo tocó en el hombro. Trató de volverse, pero sólo consiguió caer de lado junto a los cadáveres. Al levantar la vista del frío suelo de piedra quedó aterrado: una hembra vestida con armadura, con el pelo y el cuerpo envueltos en viscosas telarañas, llevaba en una mano una espada cuya magia latente emitía un zumbido. Una de las sacerdotisas de Lloth, estaba seguro. Rio débilmente. Vaya estúpida suerte la suya…
La mujer dejó la espada en el suelo al arrodillarse a su lado. Q’arlynd sintió en la mejilla el frío del metal… una daga de plata. ¿Pensaba cortarle el cuello? Eso era demasiado rápido, demasiado limpio para una sacerdotisa de Lloth. Desollarlo poco a poco con un látigo de siete puntas sería más de su estilo. Q’arlynd trató de que no se reflejara en su cara el dolor de estómago que sentía, cada vez más intenso. No le daría la satisfacción de verlo mucho que estaba sufriendo.
—Eilistraee —susurró, sin demasiada convicción. Como si la diosa fuera a contestarle.
—Eilistraee —repitió la mujer—. Cúralo. Elimina el veneno de su cuerpo.
El dolor desapareció.
Q’arlynd se incorporó. Se llevó una mano a la mejilla cicatrizada y se estremeció. Había estado al borde de la muerte, pero ahora volvía a estar bien. Fuerte. Se dio cuenta de que era una sacerdotisa de Eilistraee la que había acudido en su ayuda, pero no la reconocía. Se puso de pie e hizo una reverencia de agradecimiento.
—Señora. ¿A quién debo mi recuperación?
—Cavatina Xarann —dijo—. Dama Canción Oscura.
Q’arlynd echó una mirada a la espada de la sacerdotisa cuando la recogió. Parecía antigua y llevaba algo grabado en su hoja curva. Q’arlynd movió los dedos de la mano con que sujetaba la espalda y simuló toser para ocultar una adivinación de una palabra. El aura de la espada, visible sólo para él, casi le hizo parpadear. Era un arma poderosa. Un artefacto. Sorprendido, se dio cuenta de que debía de ser la Espada de la Medialuna.
La sacerdotisa recuperó la espada y miró a su alrededor.
—¿Qué ha sucedido aquí?
Q’arlynd se encogió de hombros.
—Sé tanto como tú. Acabo de teleportarme aquí.
Unos ojos, rojos como brasas, escudriñaron los suyos.
—Eso es algo que sólo puede hacer una sacerdotisa.
Q’arlynd hizo un gesto con una mano, tratando de parecer despreocupado.
—Ya sé, ya sé… las custodias y todo eso. La propia Qilué me enseñó la canción para superarlas.
Cavatina levantó levemente la espada, como una sutil amenaza.
—Cántala ahora.
Q’arlynd lo hizo.
Cavatina bajó la espada.
—Parece que eres lo que dices ser. Mis disculpas. No te he preguntado tu nombre. ¿Cuál es?
Q’arlynd hizo otra reverencia.
—Q’arlynd Melarn.
La sacerdotisa abrió mucho los ojos. Sin duda debía de haber conocido a su hermana.
—Tengo que irme —dijo Q’arlynd, con tono de disculpa—. Tengo cosas urgentes de que informar. Debo encontrar a Qilué. —Alzó la máscara—. Tengo que devolverle esto.
—Espera. —La voz de Cavatina sonó como un látigo. Su mano lo sujetó fuertemente por el hombro, y casi apestaba a araña. Miró a lo lejos un momento y luego lo volvió a mirar a él, con aire de sospecha en su expresión—. Parece ser que Qilué te está esperando. Viene de camino.
Su breve contacto había dejado hebras de telaraña sobre su piwafwi, que Q’arlynd se sacudió.
Cavatina sonrió y se quitó parte de las que se le habían quedado pegadas a la cara. No le quitaba ojo de encima, pero parecía un poco más relajada después de haber hablado con Qilué.
—Los restos de la Red de Pozos Demoníacos —dijo, con orgullo en la voz. Sonrió—. Pero con gusto volvería a pasar por eso si la recompensa fuera la misma.
Esperó a que él le hiciera la pregunta y él le dio el gusto.
—¿Qué recompensa?
Los ojos de Cavatina relucieron cuando alzó la Espada de la Medialuna.
—Hoy he matado a una deidad.
Esperó. Evidentemente esperaba algo de admiración. Estaba orgullosa. Su vanidad era comparable a la de una madre matrona. Q’arlynd no pudo resistirse.
—Yo también —dijo, con una sonrisa.
Cavatina escuchaba mientras el hermano de Halisstra desgranaba su informe. Era una historia increíble, casi inverosímil. ¿Tres varones drow trabajando con alta magia? ¿Abriendo una puerta que unía los reinos de Vhaeraun y de Eilistraee?
Esperaba con impaciencia, ansiosa de poder presentar su informe. La historia del mago era increíble, y casi seguro que no era cierta. Estaba mechada, de principio a fin, de presunción disfrazada de modestia. Actuaba como si esperase alguna recompensa de Qilué. Sin embargo, la suma sacerdotisa, o no veía o no quería ver.
Cavatina ya había tenido suficiente. No le gustaba Q’arlynd. Tenía esa mezcla de falsa humildad y zalamería tan propia de los varones recién llegados de la Antípoda Oscura.
Estaba un poco por detrás del mago, donde él no podía ver su comunicación silenciosa con Qilué.
Recuerda la profecía. Su hermana demostró su lealtad. Este debe de ser el Melarn que nos traicionará.
Qilué le echó una rápida mirada.
La traición de Q’arlynd ya ha tenido lugar —le dijo a su vez, comunicándose mentalmente—. Era lo que me esperaba de él. Sin embargo, será redimido.
El mago seguía hablando.
—Da la impresión, lady Qilué, de que Eilistraee ha triunfado sobre el Señor Enmascarado. Momentos después de que la puerta se cerrara otra vez, la magia de los clérigos de Vhaeraun se corrompió. Los conjuros que trataban de lanzar estaban entremezclados con el fuego lunar de Eilistraee. Al ver eso y darme cuenta de que debía de ser importante, volví de inmediato para presentar mi informe. —Levantó la máscara—. Y para devolverte esto.
Q’arlynd miró a la suma sacerdotisa con mirada expectante, pero Qilué se limitó a asentir y recogió la máscara de manos del mago. Su expresión seguía siendo reservada.
El mago se desanimó un poco, pero enseguida se recuperó.
—Señora —dijo, con una nueva reverencia—. Debo decir que me causa mucha alegría el hecho de que, a pesar de mis meteduras de pata, a pesar de haber sido muerto y luego esclavizado, fui capaz de servir a Eilistraee. —Una nueva reverencia antes de añadir—. Y también a ti.
El silencio se prolongó. Cerca de allí, unos fieles legos retiraban a los muertos. Los cuerpos de los fieles eran colocados con suavidad en mantas y retirados, pero el cadáver del selvetargtlin permanecía allí. Más tarde sería incinerado.
Qilué tocó el hombro del mago y le indicó que se levantase.
—Ve a la Sala de Sanación —dijo en voz alta—, Q’arlynd. Allí hay alguien que te espera.
El mago supo ocultar su decepción. Miró a Qilué con expresión intrigada.
—¿Quién, señora?
—Rowaan.
La expresión de Q’arlynd se transformó en sorpresa.
—Pero… su alma…
—Voló directamente al dominio de Eilistraee con las de las otras dos sacerdotisas cuando se abrió la puerta. Por la gracia de nuestra diosa, no se consumió.
El hermano de Halisstra suspiró aliviado. Tal vez no fuera tan insensible como parecía, o quizá supiera mentir muy bien.
—Señora —exclamó—. No puedo expresar lo contento que estoy de oír eso. —Inclinó otra vez la cabeza y se marchó a toda prisa.
Cavatina observó a Q’arlynd mientras se marchaba de la caverna y se volvió hacia Qilué.
—¡Vaya historia que acaba de contar ese!
La suma sacerdotisa asintió.
—Es cierta. Puede que no palabra por palabra, pero al menos lo es en esencia.
Eso hizo parpadear a Cavatina.
—¿De veras? ¿Realmente está muerto Vhaeraun?
Otro gesto afirmativo.
—Tenía la sospecha de que Q’arlynd me fallaría en la tarea que le asigné, a pesar del geas que le impuse. Poco después de enviarlo, entré en comunión con Eilistraee y la puse sobre aviso de que Vhaeraun se proponía entrar en Svartalfheim. La diosa estaba preparada. Vhaeraun podía ser un maestro del sigilo, pero al anularse la ventaja del factor sorpresa, prevaleció la destreza de Eilistraee con la espada.
Cavatina dejó escapar un largo y lento suspiro.
—Entonces es cierto. Dos deidades muertas. En un día. —Sonrió con fiereza, incapaz de ocultar su orgullo—. Y una de ellas por mi mano.
Qilué miró la Espada de la Medialuna.
—Tu espada te prestó un buen servicio.
La voz de la espada sonó en la mente de Cavatina.
Muerta —una risita—. Por mi hoja.
Cavatina estaba que hervía. Había sido su victoria. La espada era sólo eso… una espada. No sólo estaba irritada con la espada, sino también con la respuesta casi indiferente de Qilué ante la noticia. Por muy Elegida de Mystra que fuera, tenía que reconocer que Cavatina acababa de matar nada menos que a un semidiós. Y en cambio, sólo parecía… agotada.
—¿Ya sabías que Selvetarm estaba muerto? —preguntó Cavatina.
Qilué señaló con un gesto al clérigo muerto que yacía a unos pasos de ellas.
—Los selvetargtlin estuvieron a punto de vencer. Estaban a punto de tomar El Paseo cuando sus plegarias les fallaron.
Cavatina observó la armadura tenida de sangre y las heridas recién cicatrizadas de Qilué, una de las cuales rodeaba por completo su brazo derecho. Realmente habían estado a punto. Al darse cuenta de eso, a Cavatina la recorrió un escalofrío que atemperó la emoción de su triunfo.
—Presenta tu informe —dijo Qilué—. Cuéntame todo lo que pasó. —Apretó con una mano el hombro cubierto de telaraña de Cavatina—. Y… bien hecho. Te debo la vida.
Eso ya estaba mejor. Respiró hondo y contó su historia, terminando con su huida de la Red de Pozos Demoníacos.
—Estoy preocupada por Halisstra —concluyó—. No había ni rastro de ella al otro lado del portal. Habría vuelto a la Red de Pozos Demoníacos en su busca, pero no quise correr el riesgo de que la Espada de la Medialuna cayera en manos de Lloth. En lugar de eso, vine aquí, lo más rápido que pude.
—Hiciste lo correcto —respondió Qilué—. Haré un escudriñamiento. La encontraremos.
La convicción que reflejaba la voz de la suma sacerdotisa tranquilizó a Cavatina que se sentía fatal por haber abandonado a Halisstra. La antigua sacerdotisa no sólo se había redimido, sino que había inclinado la balanza hacia la victoria. Halisstra se merecía algo más que caer en manos de Lloth.
—Si Halisstra está todavía en la Red de Pozos Demoníacos, me gustaría liderar la misión para su rescate —dijo Cavatina.
—Por supuesto. —Qilué señaló la Espada de la Medialuna—. Pero la espada se quedará aquí, en El Paseo, donde yo pueda tenerla vigilada. Hasta que llegue el momento de retar a la propia Lloth, lo más seguro es que yo la guarde.
Sí —susurró la espada. Se estremeció, levemente, inclinándose hacia la suma sacerdotisa.
Cavatina se dio cuenta de que Qilué tendía la mano, pero no quería entregar la espada. Todavía no. Le gustaba tanto asir su empuñadura. Sus dedos parecían reacios a desprenderse de ella.
Echó una mirada a la espada cantora que llevaba en la vaina sobre su cadera, un arma consagrada de El Paseo. Era un arma mágica, pero parecía la espada de madera de una novicia comparada con la Espada de la Medialuna, con un arma forjada por deidades vengadoras.
De repente se dio cuenta de algo. No importaba lo que cazara a continuación. No importaba lo poderoso que fuera el demonio al que se enfrentara, siempre sería una decepción. Esa idea la llenó de hondo pesar.
Suavemente, Qilué separó los dedos de Cavatina de la empuñadura de la Espada de la Medialuna.
Cavatina la soltó por fin. Cosa extraña, sus sentimientos eran encontrados. Separarse de la espada fue, en cierta medida, un alivio… y una decepción. Sería Qilué quien esgrimiría la Espada de la Medialuna cuando llegara el momento de cobrarse la vida de Lloth, Cavatina se dijo que la suma sacerdotisa era la elección lógica —una Elegida de Eilistraee—, pero la idea hacía que le doliera todo el cuerpo. Por un momento comprendió la envidia que las mujeres irredentas eran capaces de sentir unas de otras. Por un breve instante, llegó realmente a odiar a Qilué.
Sofocó la emoción, suavizándola, y preguntó:
—¿Y ahora qué?
La suma sacerdotisa miró en derredor con aire cansado. Sus ojos se posaron en dos fieles legos —una mujer drow y un varón humano— que estaban retirando los cadáveres. Bajaron la cabeza en señal de reconocimiento antes de levantar un cuerpo y ponerlo sobre una manta para llevárselo.
—Ahora recogemos a nuestros muertos y reconstruimos nuestras defensas —respondió Qilué—. Debemos proteger El Paseo y mantener nuestra vigilancia contra los enemigos que quedan: Ghaunadaur y Kiaransalee. —Apretó la Espada de la Medialuna contra su pecho—. Y debemos prepararnos para la batalla final contra Lloth.
Otra vez sintió Cavatina la punzada de los celos. Miró al servetargtlin muerto.
—Con su dios muerto, supongo que los selvetargtlin se volverán hacia Lloth, pero ¿y los Sombras Nocturnas?
—Eilistraee se ha adueñado de los fieles de Vhaeraun. Sus clérigos ahora reciben poder de ella, aunque… —Qilué sonrió—, puede que pase algún tiempo antes de que se den cuenta. Cuando lo hagan, estarán maduros para la redención y listos para ser atraídos a la danza. A nuestras sacerdotisas les espera mucho trabajo. Cavatina miró a Qilué, con ojos penetrantes.
—¿Nada menos que los Sombras Nocturnas se unirán a nuestras filas?
Qilué asintió.
—Ya lo han hecho, aunque inadvertidamente. —Miró al otro extremo de la caverna, como para ver el futuro—. Todavía queda mucho por descubrir.
Cavatina meneó la cabeza. Si alguna vez una afirmación se había quedado corta, había sido esta. La idea de los clérigos de Vhaeraun profanando los sagrados santuarios de Eilistraee con sus máscaras negras y sus perversas acciones —especialmente después de todo lo que acababa de suceder— hizo que se le pusieran los pelos de punta.
—No me gusta —dijo Cavatina. Era la verdad desnuda, pero había que decirla—. Los Sombras Nocturnas son cobardes y ladrones, y traidores, y se escabullen como…
—Las personas cambian. Hasta los vasallos de Lloth han sido redimidos, entre ellos la Dama Penitente, según parece.
—¿Y si rechazan la redención? ¿Si rechazan a Eilistraee y prefieren a Lloth? Es posible que lo que acabas de hacer fortalezca al enemigo.
Los ojos de Qilué brillaron como brasas.
—Lo que he hecho era necesario e inevitable.
—A pesar de todo, me preocupa —continuó Cavatina—. Estoy segura de que no necesito recordarte, lady Qilué, las sagradas enseñanzas. Del mismo modo que Selvetarm fue corrompido después de haber destruido Zanassu y asumió el poder divino del Demonio Araña, lo mismo podría pasarles a nuestros fieles si aceptamos a los clérigos de Vhaeraun en nuestras filas. —Hizo una pausa al darse de cuenta, de pronto, de las ramificaciones—. Y lo mismo podría pasarle a Eilistraee, si la corrupción de Vhaeraun la impregnase…
—¡Ya basta! —La voz de Qilué fue terminante—. Está hecho. Eilistraee ha matado a Vhaeraun. No hay vuelta atrás. —Sus ojos se clavaron en los de Cavatina—. ¿Realmente piensas, Dama Canción Oscura, que no tuve todo esto en cuenta antes de encomendarle a Q’arlynd esta misión?
Cavatina dejó caer la cabeza.
—Por supuesto que no, señora.
Cavatina estaba secretamente asombrada. No conocía bien a Qilué, pero, según su reputación, la suma sacerdotisa no era proclive a mostrar su enfado.
Seguramente las palabras descarnadas de Cavatina la habían molestado, y mucho.
Claro que, pensó Cavatina, era posible que no hubiera tenido elección. La suma sacerdotisa sin duda se había dado cuenta de lo arriesgada que había sido la misión de Q’arlynd y seguramente sabía que era probable que fracasara. De no haber mediado la advertencia de Qilué, Vhaeraun podría haber sorprendido a Eilistraee, o incluso podría haberla matado. Cavatina trató de imaginar la luz sagrada de Eilistraee corrompida por los zarcillos insidiosos de la sombra, y se imaginó que ella misma era lentamente corrompida. Se estremeció.
—Por ahora —dijo Qilué—, me gustaría que mantuvieras en secreto todo lo que Q’arlynd acaba de decirnos. Preferiría que los Sombras Nocturnos pensasen que la destrucción de Vhaeraun fue algo totalmente nuestro. Recuerda, la buena voluntad nace de esto. Los Sombras Nocturnas serán atraídos a la luz.
Cavatina inclinó la cabeza.
—Eilistraee sea loada —murmuró.
No obstante, su corazón siguió sumido en la duda.
Mientras se alejaba, Q’arlynd rechinaba los dientes pensando en la falta de respuesta de la suma sacerdotisa. Había esperado la gratitud de Qilué, incluso su alabanza, pero no le había echado ni un mendrugo. En lugar de eso, había escuchado su informe como si se aburriera y lo había despachado como a cualquier plebeyo. Evidentemente, cualquiera que fuera el pretencioso informe que la Dama Canción Oscura estaba desgranando, tenía más importancia para la suma sacerdotisa.
Caminaba con lentitud, concentrándose en su conjuro, y sin molestarse en seguirles el paso a los dos legos a los que se suponía que debía acompañar. En realidad no tenía interés en hablar con Rowaan. Prefería escuchar a Cavatina y a Qilué gracias a su conjuro.
Atravesó el templo, aparentando normalidad, y llegó a un puente que atravesaba el río. Por entonces ya estaba casi en el límite del alcance del conjuro. No importa, pensó. El informe que la suma sacerdotisa no había querido que escuchara era sorprendente, pero era verdad: la muerte del semidiós Selvetarm, a manos de Cavatina. Sin embargo, para él apenas tenía interés. Había averiguado todo lo que necesitaba para…
Un momento. ¿Qué acababa de decir la Dama Canción Oscura? ¿Acababa de pronunciar el nombre de Halisstra?
Se paró en seco y escuchó con atención.
Así era.
Q’arlynd se quedó parado, totalmente inmóvil, ajeno a la corriente del río que pasaba por debajo.
Halisstra. Viva.
Había estado con la Dama Canción Oscura en la Red de Pozos Demoníacos cuando murió Selvetarm. Había acudido en ayuda de Cavatina cuando todo parecía perdido, pero entonces ella misma se había perdido, quizás abandonada en la Red de Pozos Demoníacos. Sin embargo, Qilué prometió que la encontrarían.
Le invadió la alegría. Por fin había algo con lo que sabía qué hacer. Con Halisstra viva, podría refundar la Casa Melarn. Halisstra sería su madre matrona y Q’arlynd, su hermano obedientísimo, sería el verdadero poder detrás del trono. En el momento adecuado, los dos podían volver a Ched Nasad y reclamar su derecho como Casa gobernante. Devolverían la ciudad a su antigua gloria. Ellos…
Las maquinaciones de Q’arlynd se dieron de bruces con la realidad cuando se dio cuenta de lo que había pasado por alto. Halisstra era una de las fieles de Eilistraee. Si Q’arlynd conseguía convencerla de volver a Ched Nasad, lo más probable era que insistiese en «redimir» a cuantos se le pusieran en el camino. Así duraría, más o menos, lo mismo que el vino de hongos en el bock de un orco sediento. Entonces Q’arlynd se volvería a quedar solo, y todavía en peor situación que antes. Acabaría rechazado, perseguido, puede que incluso muerto.
Puso fin a su conjuro. Ya había oído suficiente.
Se detuvo, tamborileando con los dedos sobre el pretil del puente, y pensó. ¿Y ahora qué?
Un par de fieles legos atravesaban el puente a la carrera portando un cuerpo hacia el templo. Q’arlynd se pegó al pretil para dejarlos pasar. A lo lejos y débilmente se oían las voces que salían de la Caverna del Canto; los cánticos llegaban en oleadas rítmicas. La canción era dulce, seductora, pero no atraía a Q’arlynd. Ya no.
De abajo llegaba el ruido del torrentoso río. Con una mano sobre el pretil del puente, Q’arlynd contempló las aguas frías y oscuras que venían de algún lugar distante y, después de cruzarse brevemente con el templo de Eilistraee, seguían su curso.
A lo mejor había llegado también para él el momento de seguir su camino, pero ¿adónde?
Suspiró, lamentando que el breve vínculo que había sentido con Malvag y Valdar en la caverna de piedra oscura no hubiera durado un poco más y hubiera desaparecido. Malvag estaba muerto, como Vhaeraun, gracias a Eilistraee.
Q’arlynd meneó la cabeza. Todavía no se lo podía creer, un vínculo como aquel, forjado con clérigos de Vhaeraun, los más recelosos y traicioneros de todo Toril. ¿Quién iba a pensar que…?
Una idea asaltó de pronto a Q’arlynd, como un rayo de fuego oscuro. Si podía establecerse semejante vínculo con los Sombras Nocturnas, seguramente también podía crearse entre magos. Tal vez él consiguiera consolidar su propio poder en torno a un grupo de varones de mentalidad parecida a la suya. Sabía dónde tenía más probabilidades de reclutarlos: en Sshamath, una ciudad gobernada por un cónclave de magos, y no por un consejo de madres matronas; por magos, y no por sacerdotisas.
Excitado, sopesó las posibilidades. Durante su breve vinculación con la mente de Malvag, se había enterado de que el templo en ruinas que había encontrado el Sombra Nocturna, en un lugar lejano, al sur, sólo contenía aquel único manuscrito. Aquellas ruinas eran un callejón sin salida, pero existía la posibilidad de que hubieran sobrevivido otros artefactos de tiempos de las Guerras de la Corona en otros lugares. Sólo había que encontrarlos. Q’arlynd ya tenía una idea de por dónde empezar: en las ruinas de Talthalaran, en la antigua Miyeritar. Más específicamente, dentro de la torre en ruinas que había encontrado cuando atravesaba el Páramo Alto con Leliana y Rowaan, la torre cuyo suelo tenía un dibujo que le había recordado al Conservatorio Arcano de Ched Nasad.
La torre había sido una escuela de magos. Estaba seguro.
Por primera vez en muchos años, una sonrisa se propagó a los ojos de Q’arlynd. No necesitaba para nada a Halisstra ni a la Casa Melarn. Encontraría su propio camino hacia el poder, un camino en el que no se vería obligado a marchar a la sombra de una hembra.
Se encaramó al pretil del puente y dio un salto en el espacio. Un segundo antes de tocar la fría y oscura superficie del río, se teleportó lejos.