CAPÍTULO DOCE

«De modo que es así», pensó Q’arlynd.

Flotaba en un vacío gris, sin relieve, ni frío ni caliente, ni húmedo ni seco, ni blando ni duro. Simplemente… era. Interminable. Eterno. Silencioso.

—Estoy muerto.

El sonido de su propia voz lo sobresaltó, al igual que algo que se materializó de repente bajo sus pies. El suelo. Gris como el vacío en el que había estado flotando, y terso como el cristal, ni cedía bajo sus pies ni ofrecía resistencia. Al igual que el vacío, simplemente… era. Algo en qué pararse.

Percibía la presencia de los brazos y las manos, aunque no podía verlos ni sentirlos. Los movió contra el cuerpo, tratando de tocarlo. Pasaron por donde debería haber estado. Era como tratar de asir el humo, salvo que sus manos, también, eran de humo, de humo gris, sin una voluta ni un extremo.

Su cuerpo había desaparecido. Estaba realmente muerto.

El pánico mordisqueaba los bordes de su mente, como si se tratara de un ratón rabioso. Si se dejaba, consumiría su conciencia, o lo poco que quedaba de ella. Se hizo fuerte, obligándose a conservar la calma. Estaba muerto, pero seguía existiendo a pesar de todo. Su alma todavía estaba allí.

Su mente, en su estado actual, contenía los hechos lógicos que explicaban su situación. Su alma, como la de todos los que morían, había entrado en el Plano de Fuga. Podía ver cómo empezaba a tomar forma a su alrededor. Allá: un horizonte lejano, una línea gris sobre el gris. Y allí: las torres melladas de la Ciudad del Juicio. Formas inquietas —meros puntos desde la distancia— rodeaban sus altísimas murallas. Los demonios arreaban a unas manchas grises, informes: conducían a las almas no reclamadas a la ciudad donde serían consumidas.

Otras presencias flotaban cerca de Q’arlynd, las almas de otros que, como él, acababan de morir.

—¿Puedes oírme? —preguntó a una que pasó a su lado.

No respondió, sólo suspiró al pasar, dejando una estela de lágrimas a su paso.

Q’arlynd se dio cuenta de que se dirigía lentamente hacia la ciudad. Eso hizo que le recorriera un escalofrío, el más frío que hubiese experimentado jamás. Miró ansiosamente en derredor en busca del rayo de luna que había descrito Rowaan, y aguzó el oído con atención para intentar percibir las notas de una canción.

Nada.

—¡Eilistraee! —llamó—. ¿No vas a reclamarme? Hice el juramento de la espada. Ahora soy uno de los tuyos. ¡Eres mi deidad patrona!

Ninguna respuesta.

Sintió un picor donde debería haber estado su frente. Si todavía hubiera tenido un cuerpo, habría jurado que era sudor nervioso. Se desplazó más rápidamente hacia la ciudad, y vio que estaba a la mitad de distancia que antes.

—¡Eilistraee! —gritó.

Nada.

Las murallas de la ciudad se acercaban. Pudo distinguir a distintos demonios, provistos de látigos, que alzaban los brazos y daban latigazos para fustigar a los muertos. Las almas gemían al atravesar las puertas de la Ciudad del Juicio.

Q’arlynd se estremeció, un viento helado lo atravesó. Una vez más el pánico se apoderó de su conciencia. Miró, desesperado, a su alrededor en busca del sirviente de una deidad —cualquier deidad— que lo reclamara.

—¿Mystra? —suplicó, esperando con desesperación que la otra deidad de Qilué se hiciera cargo de él, aun cuando no le había prestado juramento.

Nada.

Las murallas se habían acercado tanto que pudo distinguir las piedras pegadas unas a otras. Cada piedra era un alma atrapada por toda la eternidad.

Un demonio se volvió y le miró. Lo llamó con un dedo rojo y decrépito, indicándole que se acercara.

—¿Lloth? —clamó Q’arlynd desesperado—. ¿Alguien?

Ven.

Q’arlynd se volvió. No vio nada, pero la voz volvió a sonar. Una voz de varón.

Vuelve a la tierra de los vivos. ¿Quieres regresar?

Reconoció la voz. Era Malvag. Probablemente la última persona que deseaba que lo rescatara de entre los muertos, pero cualquier cosa era mejor que…

¡! —gritó Q’arlynd.

El Plano de Fuga desapareció.

Su cuerpo volvió.

Estaba tendido de espaldas sobre una superficie desigual, con los brazos debajo del cuerpo. Tenía los dedos apretados. Sentía como si lo hubieran atado con alambre. Le dolía la garganta y tenía un leve sabor a sangre en la boca. Escupió.

Entonces vio a los dos Sombras Nocturnas que lo miraban, enmarcados por la caverna recubierta de cristal, y se dio cuenta de dónde estaba y de lo que acababa de suceder. Trató de incorporarse, pero sólo consiguió caer hacia un lado.

—Vos…

Su boca se paralizó. Era consciente de una segunda presencia dentro de su cráneo, la mente del Sombra Nocturna más próximo a él: Malvag, el clérigo al que había estado a punto de matar con rayos relampagueantes. Los ojos de Malvag relucían mientras miraba a Q’arlynd, sin sombra de clemencia en ellos. El Sombra Nocturna meneó levemente la cabeza y alzó un dedo admonitorio. Llevaba puesto el anillo de amo de Q’arlynd. Malvag le habló directamente, de mente a mente.

Nada de conjuros, esclavo.

¡Fuera! —dijo Q’arlynd con furia. Seguramente, el otro anillo estaba en uno de sus dedos, debajo del alambre con que lo habían atado—. ¡Fuera de mi mente!

Malvag entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa inclemente.

Levántate.

Viendo que Q’arlynd vacilaba, la conciencia de Malvag se abrió camino a las bravas hacia su torso y sus piernas. Q’arlynd se dio cuenta de que doblaba las piernas hacia el cuerpo. Se puso boca abajo, luego de rodillas y finalmente de pie. Se tambaleó y a punto estuvo de caerse hasta que Malvag recobró el equilibrio. Mientras tanto, Q’arlynd hervía de furia. Era un Melarn, maldita sea. Puede que su Casa hubiera desaparecido, pero seguía siendo de noble cuna. Nunca, jamás, un esclavo.

Pero era como gritar contra un viento aullador. La risa de Malvag reverberaba en su mente y se imponía a la voz interior de Q’arlynd.

De repente, Q’arlynd se dio cuenta de que así era como debía de haberse sentido Flinderspeld.

Pero Flinderspeld era un gnomo de las profundidades, una raza que estaba acostumbrada a esas indignidades y las sobrellevaba estoicamente. Q’arlynd era un drow. Por el momento estaba obligado a soportar los tormentos de Malvag, pero una negra furia se iba formando en su corazón. El Sombra Nocturna pagaría por cada uno de esos momentos. Lo pagaría muy caro.

Lo dudo —dijo Malvag.

Q’arlynd guardó silencio. No quería dar al otro ninguna satisfacción más.

Malvag lo obligó a caminar hacia el disco flotante que sostenía el manuscrito con la plegaria e hizo que se quedara allí de pie, rígido. El segundo Sombra Nocturna, el delgado, enarcó una ceja y observó a Q’arlynd; sus ojos brillaban, fascinados.

—Bienvenido —dijo—. Puesto que estás aquí, supongo que a Eilistraee no le servías para nada —rio—, pero a nosotros sí.

Malvag señaló el cuerpo del Sombra Nocturna al que Q’arlynd había convertido en piedra y le habló al otro.

—Coge su máscara.

Q’arlynd trató de tragar saliva, pero no pudo. Lo sabían todo: que pertenecía a Eilistraee, o así habría sido si la diosa se hubiera molestado en reclamarlo. Y sin embargo, lo habían hecho volver de entre los muertos. Algo a lo que él mismo había dado su consentimiento. ¿En qué estaría pensando?

Seguro de que Malvag estaba escuchando, decidió no hacer el menor comentario.

Desde detrás de Q’arlynd aparecieron unas manos que sostenían la máscara del hombre muerto y la colocaron sobre el rostro de Q’arlynd. A diferencia de la gema polimorfada que había quemado su piel como si fuera pimienta picante, esta máscara era suave como la seda, pero estaba inquieta, trémula, asustada.

Valdar la puso delante de Q’arlynd para que este pudiera verla. Esbozó una sonrisa afectada mientras señalaba la máscara.

—Una de tus amigas del Bosque Brumoso. Vamos, dale un beso de despedida.

Q’arlynd parpadeó, una concesión de Malvag. Ahí dentro estaba el alma de Rowaan. La hizo a un lado. Rowaan lo había tratado bien, pero se dijo que había sido blanda. Débil. Crédula. Si hubiera luchado con más fuerza contra su asesino…

Era su culpa, pero, aun así, Q’arlynd se sentía fatal.

Sintió la máscara aún más fría sobre su cara. Le recorrió un escalofrío. Después se calmó. Parecía… tranquila en cierto modo. Resignada. Era extraño.

Cuando Valdar ocupó su sitio junto a Malvag, el clérigo de más alto rango elevó la mano derecha. El fuego oscuro estalló con vida llameante en la piel de Malvag.

—Empecemos.

Malvag y Valdar inclinaron la cabeza, con los ojos fijos en el manuscrito de la plegaria. También la cabeza de Q’arlynd se vio obligada a asentir. Cuando el dedo delineado de fuego oscuro de Malvag descendió hacia el manuscrito, Q’arlynd pudo sentir al clérigo espiando por sus ojos. Abrió la boca, respiró y empezó a leer.

Q’arlynd escuchó cómo su boca, bajo el control de Malvag, pronunciaba las palabras del manuscrito acompasadamente con los otros dos varones. Mientras leían en voz alta, cada palabra escrita en la hoja de plata relucía y después se desvanecía, deshaciéndose la parte del manuscrito una vez leída. Señales de plata subían en espirales hacia arriba y hacia abajo por la página y formaban círculos sobre sus cabezas. Lentamente, el círculo fue creciendo. Se ampliaba, y jirones de algo gris y fluido, como vapor, salían en torrente de sus máscaras. Q’arlynd se dio cuenta de que eran las almas. Estaban alimentando la magia que entretejían los clérigos. Los cristales de la caverna zumbaban levemente, palpitando al unísono con las palabras que pronunciaban los tres varones.

A medida que se iba desplegando el conjuro, la aprehensión de Q’arlynd iba dando paso a una sensación creciente de admiración. La presencia de Malvag era un puño brutal dentro de su mente, pero Q’arlynd podía sentir también la conciencia de Valdar. Los dos hombres estaban excitados, tensos y expectantes. ¡Lo estaban consiguiendo! Hacían funcionar la alta magia, algo que ningún drow había conseguido antes, no desde los tiempos de los ssri Tel’Quessir, los elfos oscuros originales.

Sus voces seguían entonando la letanía.

—susurraba Malvag en la mente de Q’arlynd—. Juntos podemos hacerlo.

Juntos —susurraba Q’arlynd a su vez. Lo veía, la hermandad era posible. Su vínculo con los dos varones que tenía a su lado era tan real como la conexión entre piel, músculo y hueso. Separados, los tres eran materia muerta. Juntos, se movían, respiraban y vivían… y hacían magia. Q’arlynd podía ver el propio Tejido, podía entrever las conexiones, invisibles hasta entonces, que vinculaban a un drow con otro. Toda su vida había ansiado algo así, un vínculo, un verdadero vínculo. Había creído que lo encontraría en su Ched Nasad en cuanto Halisstra estuviera en el trono. Había planeado forjarlo eslabón por eslabón buscando a Melarn leales deseosos de trabajar juntos para construir y mantener su noble Casa, pero había llegado a ver lo fútil de ese sueño. Sólo alguien que hubiera experimentado la vinculación de mentes, la unidad que era la alta magia, podía comprender lo que realmente significaba la palabra «vínculo». Q’arlynd comprendía a Malvag, comprendía lo que había motivado su búsqueda durante casi un siglo para encontrar ese manuscrito. Y Valdar, un varón al que Q’arlynd acababa de conocer —un hombre que le había abierto la garganta a él un rato antes— era como un hermano para él. Valdar se había criado en Menzoberranzan, bajo el azote de las sacerdotisas de Lloth, antes de que la Casa Jaerle abandonara esa ciudad, pero había conseguido ser amo de su propio destino.

Amo.

Q’arlynd no podía sentir los dedos —el alambre que se los sujetaba estaba muy apretado— pero ya no le importaba. Consiguió desviar la vista hacia un lado para mirar a Malvag a los ojos. El Sombra Nocturna inclinó la cabeza en un levísimo gesto de asentimiento, sin apartar los ojos del manuscrito.

Vhaeraun —consiguió transmitir Malvag mientras no dejaba de leer el propio manuscrito ni de obligar a la boca de Q’arlynd a hacer lo mismo. El autocontrol del drow era sorprendente—. Vhaeraun ofrece poder. Acéptalo.

Apenas por un instante, el rostro de Qilué pasó por la mente de Q’arlynd. El geas que le había lanzado tomó el control, y un dolor, casi paralizante, le atravesó; sin embargo, un instante después desapareció, eliminado ese hilo del Tejido como una endeble cinta por la espada de Vhaeraun. Q’arlynd vio unos ojos suspendidos en el aire delante de él, unos ojos azules de gozo.

Malvag y Valdar hicieron una pausa, conteniendo la respiración. Lo mismo hizo Q’arlynd. Juntos observaron. Las tres almas que habían estado girando vertiginosamente dentro del círculo, como humo, fueron absorbidas de repente hacia el centro en un destello de luz blanca. Eso sorprendió a Malvag; Q’arlynd lo percibió a través de su conexión con el otro varón. Malvag pensaba que las almas se desvanecerían simplemente, consumidas por la puerta, pero tal vez, pensó Malvag con un gesto mental de indiferencia, era así como supuestamente debía funcionar el conjuro.

Casi habían terminado, casi no quedaba nada del manuscrito. El vínculo entre Q’arlynd y los otros dos varones era tan fuerte que podía sentir su corazón latiendo al unísono con los suyos. Los cristales también palpitaban al unísono.

¿Preparados?, inquirió Malvag.

Valdar asintió.

También Q’arlynd.

Q’arlynd se sobresaltó al darse cuenta de que Malvag había interrumpido su control y que su cuerpo volvía a ser suyo. Su sorpresa se intensificó cuando se dio cuenta de que el Sombra Nocturna le estaba dando la posibilidad de elegir. Q’arlynd podía estropear el conjuro en ese mismo momento por el simple hecho de cerrar la boca, o podía continuar leyendo el conjuro.

Una opción. Algo que Qilué le había ofrecido sólo nominalmente. Se había apresurado a respaldar esa «opción» con un geas.

La puerta se perfilaba ya en la mente de Q’arlynd con tamaño y claridad suficiente, de tal modo que podía ver un bosque oscuro y después un pozo oscuro y desolado. El dominio de Eilistraee y el de Vhaeraun, casi conectados. Sólo quedaban dos líneas del manuscrito.

Q’arlynd fijó los ojos en él y siguió leyendo, su voz en perfecta consonancia con los dos Sombras Nocturnas.

—El puente entre reinos está tejido —entonó—. El cruce está completo.

Al completar el conjuro, la puerta se formó plenamente y se abrió. Las máscaras salieron volando de sus caras y flotaron hacia la puerta. Una figura saltó a través de la puerta, siguiendo a las máscaras, y se desvaneció en los bosques del dominio de Eilistraee: Vhaeraun, espada en mano, con destellos de oro en los ojos por encima de su máscara negra.

Ávido de la sangre de Eilistraee.

Qilué llegó a la caverna, último vestigio del antiguo templo de Ghaunadaur, y miró en derredor. La caverna estaba vacía. El suelo estaba sembrado de escombros desprendidos de las paredes y el techo para sellar el profundo pozo al que había sido empujado el avatar de Ghaunadaur. Fragmentos más pequeños de piedra permanecían suspendidos por encima del suelo por medios mágicos para formar una estatua de Eilistraee con apariencia de mosaico, el sello que coronaba el pozo. La estatua representaba una pose danzante, en equilibrio inestable, con los dedos de un pie sobre el suelo y la otra pierna extendida, los brazos abiertos hacia arriba. Casi imperceptiblemente, la pose de la estatua iba cambiando a medida que la magia que animaba los trozos de piedra pasaba por las distintas fases de un ciclo, que volvía a empezar con cada luna llena.

Con un pensamiento, Qilué cambió su conciencia para poder ver la magia. El aura de la estatua era de un puro y suave color plateado. El sello estaba intacto.

Un instante después, Iljrene se materializó a su lado. La menuda señora de la batalla lucía su armadura completa y llevaba una espada cantora en la mano. Su cara de muñeca se hallaba contraída por un rictus de determinación cuando ocupó su sitio junto a Qilué. Se llevó una mano a la oreja delicadamente puntiaguda y escuchó.

—Ahí vienen.

Qilué, concentrada en su plegaria, apenas asintió. Apuntó un dedo hacia la única entrada intacta de la caverna, el pie de la escalera que caracoleaba desde arriba. De abajo llegaba el eco de pasos presurosos.

Jasmir, transmitió Qilué. ¿Ha entrado alguna de nuestras sacerdotisas en la escalera que conduce al Foro?

Ninguna, fue la decidida respuesta.

Qilué sonrió. El fuego de plata danzaba en su cabellera y sobre su piel. Concentrándolo en su mano, dejó que se convirtiera en una voraz llama blanca. El fuego de plata rugió e inundó la caverna de una luz repentina y brillante. Cuando el primero de los selvetargtlin irrumpió en la habitación, Qilué lo lanzó contra él. Un rayo de plata salió disparado hacia la base de las escaleras y sacudió el suelo de escombros mientras avanzaba. Impactó contra el clérigo de Selvetarm, incineró su túnica escarlata y puso al rojo vivo la cota de malla que llevaba debajo. Qilué había pensado que se desplomaría, incinerado, pero el clérigo seguía avanzando mientras la carne quemada abandonaba su osamenta. Se lanzó sobre las dos sacerdotisas, gritando el hombre de su dios y lanzando un conjuro. Tres de las piedras del piso entre Qilué e Iljrene aumentaron de tamaño en un abrir y cerrar de ojos, y se convirtieron en monstruosas arañas que se cernieron, amenazadoras, sobre ambas sacerdotisas.

Arañas de piedra.

Después, el selvetargtlin cayó muerto.

Iljrene estaba muy ocupada con una plegaria cuando un segundo selvetargtlin apareció en la caverna, también gritando el nombre de su deidad. Cantando a todo pulmón mientras hacía girar la espada mágica por encima de la cabeza en un vertiginoso contrapunto, Iljrene apuntó la mano hacia él y apretó. Los ojos del clérigo se desorbitaron. Dio un paso tambaleante, luego otro, y su cuerpo cayó, transformado en una bola sanguinolenta de carne informe atravesada por astillas de hueso de una túnica repentinamente grande.

Había sido un conjuro brutal, pero Qilué no tuvo tiempo de lamentar que otra alma drow hubiera perdido para siempre toda esperanza de redención. Tenían encima a las dos arañas de piedra y cuatro selvetargtlin más irrumpieron en el recinto con el nombre de su dios en los labios. El segundo de ellos llevaba una vara negra en la mano, la vara capaz de romper el sello del Foso.

No había ni rastro del judicador que antes abría la marcha.

Las arañas de piedra eran grandes. Sus lomos llegaban a la altura de la cabeza de Qilué, pero no eran más que una distracción. La más próxima a Qilué le clavó los colmillos en el hombro, lacerando la piel e inyectando veneno, pero el fuego de plata de Mystra eliminó de inmediato el veneno del cuerpo de Qilué y cerró la herida. Chasqueando los dedos y sin perder de vista a los clérigos que cargaban contra ella, Qilué tocó a la criatura y pronunció una palabra arcana que produjo a la araña una muerte instantánea. Salió de debajo de la criatura cuando esta se desplomó, y dejó que se estrellara contra el suelo detrás de ella. Otro chasquido de los dedos hizo aparecer la espada cantora en su mano. La hizo girar sobre la cabeza y escuchó su jubilosa canción.

Iljrene, mientras tanto, se había ocupado con igual eficacia de las otras dos arañas. Su plegaria cantora hizo que se ablandaran y cayeran. Se deshicieron en barro, que se filtró por entre los escombros del suelo. La señora de la batalla dio un paso adelante y se afirmó al lado de su superiora para hacer frente a los cuatro clérigos que corrían hacia ellas.

Uno de los selvetargtlin entonó una plegaria que hizo brotar de su cuerpo docenas de hojas, convirtiéndose así, en un arma viviente. Otro lanzó una plegaria de confusión a Iljrene, pero la señora de la batalla hizo girar la espada alrededor de la cabeza y la confusión mágica se desactivó.

Sin embargo, otro de los selvetargtlin gritó una plegaria que hizo aparecer una nube de la más negra oscuridad tramada de crepitantes telarañas blancas para envolver a Qilué. Las llamas se extendían por ellas cuando se encendió la telaraña. Qilué sintió una breve oleada de calor sobre la piel, que fue absorbido por el cetro que colgaba de su cinto. El fuego de plata la rodeó y estalló, y consiguió sofocar la tormenta de fuego.

Ya tenían a los clérigos encima y se encontraron luchando mano a mano. Iljrene se enfrentó al que tenía el cuerpo erizado de espadas, mientras que Qilué combatía con otros dos, despachando rápidamente a uno con una estocada que lo alcanzó en la garganta e intercambiando con el otro una rápida sucesión de golpes. A pesar de todo, mantenía vigilado al portador de la vara, el único que hasta ese momento no había presentado batalla. Cuando vio que echaba el brazo hacia atrás, supo que iba a lanzarle la vara a la estatua en un intento de desbaratar el sello, un acto de desesperación, sin duda, ya que un lanzamiento desde tan lejos tenía muchas probabilidades de errar. Al tiempo que bloqueaba al clérigo que la atacaba ferozmente con su espada mientras gritaba el nombre de Selvetarm, Qilué esperó el lanzamiento: cuando la vara pasara por encima de ella, Qilué lanzaría el fuego plateado de Mystra bajo otra forma, una capaz de perturbar temporalmente el Tejido, impidiendo que funcionara la vara. El clérigo tomó impulso, lanzó…

Antes de que Qilué pudiera soltar el fuego de Mystra, la vara había pasado tan rápido que ni siquiera tuvo ocasión de alzar la cabeza para observar el haz negro en que se convirtió. El clérigo que lanzó la vara, también atravesó la habitación como un rayo hasta colocarse junto a Iljrene y le clavó la espada en el estómago, haciendo que saliera la punta por la espalda. La señora de la batalla dio un respingo de sorpresa e impresión.

Qilué se dio cuenta de lo que había pasado. Los selvetargtlin habían detenido el tiempo.

La vara de metal debería haber caído ruidosamente detrás de Qilué, pero ella no había oído nada. Dio la vuelta y vio a un quinto selvetargtlin —el judicador perdido— parado junto a la estatua. Sostenía la vara en la mano derecha, todavía levantada en el gesto en que la recogió. El drow tenía la cabeza rapada excepto por una trenza en la parte posterior que se sacudía mientras él se volvía para asestar el golpe contra la estatua.

—¡No! —gritó Qilué.

Un destello de fuego plateado atravesó la caverna, cegando a todos, ella incluida. Oyó el choque del metal contra la estatua y luego un repiqueteo: trozos de piedra que salían despedidos. Cuando por fin pudo ver, observó con alivio que la magia del sello todavía se mantenía. Aunque se había abierto un boquete en medio de la estatua que a punto había estado de partirla en dos, se resistía a caer. La bola de negro vacío de la maza había desaparecido, absorbida temporalmente por el fuego de plata de Qilué.

El judicador dijo algo entre dientes. Las relucientes líneas blancas que formaban sobre su piel una telaraña lanzaron un destello cuando tiró a un lado la vara agotada.

Mientras tanto, Iljrene se retrajo del clérigo que acababa de atravesarla. Los otros dos se cerraron sobre ella, dispuestos a asestarle la estocada final. Qilué se apartó del judicador para lanzarles fuego plateado. El rugiente torbellino en forma de cono alcanzó a los tres clérigos e hizo que se tambalearan con las ropas y el pelo humeantes. Uno cayó muerto al instante. También la señora de la batalla recibió parte de la ráfaga, pero sólo la hizo girar como una hoja bajo el influjo del viento, sin producirle el menor daño.

Dio las gracias a Qilué, con voz entrecortada, y aplicó una mano a su herida mientras pronunciaba una plegaria de sanación.

Mientras Qilué se ocupaba de los otros tres clérigos, el judicador cubrió la distancia que lo separaba de ella. La atacó con un golpe de arriba abajo de su espada bastarda, y ella apenas consiguió levantar su propia arma para evitarlo. La espada cantora gimió en clave menor al golpear contra ella la espada del judicador, desviándola hacia un lado. El judicador prosiguió con un golpe de la empuñadura que hizo que Qilué retrocediera, tambaleándose. Sentía que la cara le ardía donde la había golpeado la empuñadura de la espada del judicador.

Retrocedió ágilmente, hurtándose del alcance del siguiente golpe. No tenía tiempo para lanzar un conjuro ni de preocuparse de Iljrene, que había reanudado el enfrentamiento con los otros dos clérigos y cuya espada cantaba furiosamente mientras ella arremetía, paraba y se movía con agilidad. El judicador puso a prueba a Qilué con una andanada de golpes, fijos en ella sus ojos con pupilas en forma de araña.

—Esta noche —anunció con tono lúgubre—, moriréis todas, y Eilistraee con vosotras.

Qilué repelió el ataque con determinación, mientras se preguntaba si los selvetargtlin estarían aliados con Malvag. El hecho de que su ataque tuviera lugar la noche en que los Sombras Nocturnas tenían pensado hacer funcionar su magia no le había pasado desapercibido. Después de todo, Selvetarm era hijo bastardo de Vhaeraun.

La espada del judicador silbó peligrosamente cerca de la cara de Qilué, lo que la devolvió a sus preocupaciones más inmediatas. Respondió con un corte que alcanzó de refilón el peto del judicador y dejó un surco en la adamantina sobre el símbolo sagrado que llevaba grabado. Su adversario no prestó atención al golpe. A diferencia de los otros dos clérigos, que no paraban de gritar el nombre de su dios, este luchaba en silencio, y no sólo con esa enorme espada. Cuando su arma se trabó con la de Qilué y ambos lucharon, cara a cara, abrió la boca dejando ver sus colmillos. Le mordió la mano y luego se dio la vuelta, golpeándola en la cara con la punta de su trenza, endurecida con sangre.

Gracias a Mystra, Qilué era inmune al veneno. Bastaron unas palabras susurradas para que las punciones de la mano se curaran. Por el rabillo del ojo vio que Iljrene le cortaba las piernas a uno de los selvetargtlin con los que luchaba y después describía un arco hacia arriba y alcanzaba con la espada al otro por encima de la oreja, rebanándole la parte superior de la cabeza.

Qilué susurró una plegaria de agradecimiento. El sello se mantenía, los seis selvetargtlin menores habían caído. Sólo quedaba el judicador. Lo superaban dos a uno, pero, según pudo ver, la vara se había recuperado. Su cabeza redonda había recobrado su forma, una mancha negra sobre el suelo en el que yacía. Por suerte, se encontraba a por lo menos, media docena de pasos de la estatua.

Su ataque arreció y empujó al judicador por delante, hasta que lo dejó con la espalda contra la estatua. Iljrene atacó por la izquierda. Su propia espada entonaba un contrapunto letal. Qilué dejó que su señora de la batalla tomara la iniciativa y retrocedió con la idea de lanzar un conjuro, pero el judicador fue increíblemente rápido. Movió su espada como un relámpago, primero hacia arriba y luego hacia abajo, y alcanzó a Iljrene en el punto en que se unen hombro y cuello. Atravesó su menudo cuerpo en un instante, abriéndole el torso en dos, del cuello a la cadera. La sangre brotó de las dos mitades y, al caer estas, salpicó la cara del judicador, cegándolo momentáneamente.

Qilué gritó y le lanzó fuego mágico, con la esperanza de matarlo antes de que pudiera enjugarse la sangre, pero aunque la ráfaga blanco plateada le hizo retroceder, permaneció de pie.

Mientras las dos mitades del cuerpo de Iljrene se desmoronaban, reducidas en un instante a una masa pululante de arañas negras, el judicador la tocó con la punta de su espada. La masa se levantó en busca de la espada, y produjo un bisbiseo mientras se disolvía. Él no apartó la espada mientras fijaba en Qilué sus ojos de pupilas con forma de araña. Un desafío.

Furiosa, la suma sacerdotisa se lanzó contra él, apartando de un golpe su espada del montón de arañas diminutas. El espectáculo de Iljrene, su fiel compañera y maestra de batalla, reducida a una masa profana de arañas, la sacudió. Atacó al judicador con la furia salvaje que brotaba de su cuerpo en oleadas de fuego plateado.

Fue su perdición. La espada del judicador hizo un movimiento descendente, cercenándole el brazo derecho a la altura del codo. Qilué retrocedió, tambaleándose, a punto de desmayarse de dolor. Su espada cantora cayó al suelo con un gemido y se quedó muda. Qilué tropezó con una piedra y a punto estuvo de caer al suelo. Con la mano izquierda se cogió el muñón del brazo derecho y la sangre se le coló por entre los dedos.

—¡Eilistraee! —gritó, con voz entrecortada—. Cúrame.

Sintió que la carne se unía bajo sus dedos, vio que se detenía la hemorragia y su brazo empezaba a regenerarse.

Pero el judicador no le dio tregua. Corrió hacia ella con la terrible espada preparada para un golpe mortal, y Qilué no tenía con qué parar el golpe. Podía escapar con sólo pronunciar una palabra, pero eso significaría abandonar el Foso y su sello, y la vara estaba otra vez plenamente activa.

—¡Mystra! —gritó, invocando desesperadamente el fuego mágico.

La espada del judicador golpeó a pesar del estallido de fuego blanco como la luna que llenó la caverna.

Selvetarm se perfilaba por encima de Cavatina. Otro coágulo de ácido se deslizó de su maza y fue a caer con un silbido gorgoteante sobre la piedra que tenía a su lado, salpicándola y quemándole la piel. El dios tenía una boca enorme, ancha como un portal. Su aliento ardiente y fétido la inundó cuando sus colmillos asieron su torso. Cavatina contuvo el aliento mientras él la levantaba del suelo. Las telarañas que se habían acumulado sobre su cuerpo pendían de él como una cabellera lánguida. Sostenida boca arriba por los colmillos de Selvetarm, que todavía tenían que atravesar su peto para inocularle el veneno letal, vio borrosamente que la traidora Halisstra abandonaba su campo visual.

Halisstra agitó uno de sus brazos retorcidos. Detrás de ella, el punto negro que era la fortaleza de hierro de Lloth avanzaba atronadora hacia ellos sobre sus ocho patas de metal, con sus pies sonando como gongs al tocar el suelo.

Halisstra gritó algo. Palabras inconexas a los oídos de Cavatina en los que todavía resonaba la palabra maldita que había usado Selvetarm para derrotarla. Cavatina podía ver ahora con más claridad. El destello plateado era la Espada de la Medialuna, agitada en el aire por una Halisstra triunfal, una criatura que había simulado buscar la redención, una pertenencia demoníaca de Lloth.

Halisstra gritó algo que sonó como la palabra «mata».

Cavatina estuvo a punto de romper a reír. Como si Selvetarm necesitara que lo animasen. Un momento más y sus colmillos la atravesarían e inyectarían veneno en su cuerpo paralizado.

Las fauces de Selvetarm seguían oprimiendo el pecho de Cavatina, impidiéndole respirar. Era extraño, pero todavía no habían atravesado su armadura. Un milagro, pero no exactamente el que ella le había pedido a su diosa. Ni siquiera una armadura reforzada por medios mágicos detendría durante tanto tiempo los colmillos de un semidiós.

Halisstra reboleó la espada por encima de su cabeza sin dejar de gritar ni de mirar con nerviosismo por encima del hombro en dirección ala fortaleza, cada vez más cercana.

—¡Mata!

Selvetarm la sujetó de otra manera, tratando todavía de abatir sobre Cavatina sus colmillos. Todavía tenía que levantar totalmente la cabeza; Cavatina se balanceó de atrás para adelante, justo por encima de la cabeza de Halisstra.

Cavatina se dio cuenta de lo que gritaba Halisstra. No decía «mata», sino «agarra». Sostenía la espada por la punta. Su mano sangraba por el contacto con la hoja, y le ofrecía la empuñadura a Cavatina.

Cavatina estuvo a punto de gritar al darse cuenta de ello. Con un esfuerzo que requirió toda su fuerza de voluntad, obligó a su entumecido brazo a moverse. Los dedos pegados se abrieron, y al balancearse por encima de Halisstra agarró la empuñadura de la espada.

Selvetarm se enderezó y Cavatina casi dejó caer el arma. Lentamente, con intensa concentración, obligó a su otra mano a cerrarse sobre la empuñadura. Cerró los ojos, susurrando una plegaria con sus labios dormidos…

Y pudo volver a moverse.

Selvetarm abrió mucho los ojos.

¡Ahora! —aulló la espada.

Retorciéndose entre las fauces de Selvetarm, inclinó hacia delante la parte anterior del cuerpo, hacia la cabeza del dios, balanceando al mismo tiempo la Espada de la Medialuna.

—¡Eilistraee! —gritó—. ¡No me falles!

La Espada de la Medialuna se lanzó como un rayo hacia el cuello de Selvetarm, despidiendo un resplandor rojizo a la luz fantasmagórica de las ocho estrellas agrupadas en lo alto.

Los ojos de Selvetarm se abrieron aún más.

La brisa que soplaba incesantemente en la Red de Pozos Demoníacos se aquietó.

Las arañas se pararon en seco cuando la hoja alcanzó la carne y la cortó limpiamente, haciendo saltar un chorro de sangre oscura.

Le había cortado el cuello.

La cabeza cayó, liberando por fin a Cavatina.

—¡Eilistraee sea loada! —gritó Cavatina, exultante—. ¡Selvetarm está muerto!

Se retorció en el aire, frenando su caída con las botas mágicas. La cabeza del semidiós se estrelló contra el suelo y se deshizo en piezas sanguinolentas mientras el cuerpo se desplomaba y formaba un montón a su lado. Cavatina echó la cabeza atrás y rompió a reír al tiempo que le saltaban las lágrimas. ¡Lo había conseguido! Había matado a Selvetarm.

Matado a un semidiós.

Era increíble, lo más emocionante que hubiera sentido jamás. Levantó la Espada de la Medialuna por encima de la cabeza con entusiasmo triunfal. Apenas un instante, su cuerpo brilló con el blanco lunar del fuego sagrado de Eilistraee. En el suelo, las arañas huían en desbandada, aterrorizadas, y se refugiaban en las sombras.

«Esto debe de ser lo que siente Qilué cada vez que invoca el fuego plateado de Mystra», se dijo Cavatina.

Era increíble, inefable, glorioso.

—susurró la espada—. Así se sienten los dioses.

Las palabras sobresaltaron a Cavatina, devolviéndola a la realidad y recordándole que estaba en la Red de Pozos Demoníacos. Vio que la fortaleza de la Reina Araña se acercaba a ella a una velocidad increíble, acrecentada por la furia que le producía el resplandor de la luna, el signo de Eilistraee.

Cavatina asió firmemente la Espada de la Medialuna y decidió no probar suerte una segunda vez. Para matar a una deidad había sido necesario un milagro. Tratar de matar a otra era pedir demasiado, especialmente si se trataba de Lloth, que sabía lo que acababa de suceder y estaba protegida dentro de su fortaleza de hierro.

Cavatina miró a su alrededor. Ni rastro de Halisstra. ¿Acaso habría huido por el portal? Esperaba que así fuera. Se daba cuenta ahora de que se había equivocado con ella. Al parecer, incluso alguien desfigurado hasta convertirse en una triste caricatura delo que había sido podía redimirse.

—¡Halisstra! —gritó Cavatina. El viento arreciaba y las telarañas se enganchaban en las comisuras de su boca abierta.

No obtuvo respuesta.

La fortaleza de Lloth se acercaba. Con o sin Halisstra, tenía que marcharse.

Meneando la cabeza ante la maravilla de lo que acababa de hacer, salió corriendo hacia el portal y saltó.

Dhairn dio un grito triunfal cuando descargó su espada en un golpe mortal. La luz que brotaba de la sacerdotisa lo enceguecía, pero la partiría en dos aunque fuera con los ojos cerrados.

—¡Selvetarm! —gritó

¡La victoria era suya! ¡El Paseo era suyo!

La hoja golpeó la frente de la sacerdotisa y se le deshizo en las manos. En lugar de sólido acero, se encontró sosteniendo apenas una fina línea de arañas. Las criaturas se dispersaron como si hubieran salido de un huevo cuando chocaron con la frente de la sacerdotisa y se derramaron sobre sus hombros como el hollín. Dhairn se las quedó mirando, boquiabierto; luego flexionó la mano derecha, que estaba vacía por primera vez en más de un siglo. La levantó y la miró incrédulo. ¿Y su espada? ¿Había desaparecido?

—¿Selvetarm? —susurró.

No sintió nada. Sólo… vacío.

La sacerdotisa se inclinó y recogió su arma con la mano izquierda. Dhairn se agachó instintivamente cuando la plata destelló junto a su cara. Retrocedió en zigzag para evitar la espada. Algo le había pasado a su arma, algo inexplicable, pero le quedaban los conjuros. Alzó una mano para lanzar uno y parpadeó sorprendido al ver su piel, que ahora era totalmente negra.

Las líneas blancas, la red sagrada de Selvetarm, había desaparecido.

La espada de la sacerdotisa bajó como un destello. Era demasiado tarde cuando retiró la mano. La espada le alcanzó entre los dedos, y le cortó la mano a lo largo. Lanzó un aullido de angustia que luego se transformó en un grito:

—¡Selvetarm!

Trataba de invocar la furia batalladora que le haría superar el dolor, pero el grito sonó hueco a sus oídos.

No se desmayaría de dolor. No podía. Obligó a su cuerpo a girar y lo hizo, golpeando la cara de la sacerdotisa con su trenza. Al mismo tiempo susurró con furia una plegaria. Extendió la mano herida, esperando la curación de Selvetarm, pero no se produjo.

Preocupado, intentó otro conjuro, uno capaz de cubrir su cuerpo de espadas venenosas de modo que se convertiría en un arma letal. Sin dejar de agacharse para tratar de esquivar a la furiosa sacerdotisa, cuyos ataques no eran muy coordinados, gritó el nombre de su deidad.

—¡Selvetarm! —gritó—. Transfórmame en tu arma.

No sucedió nada. El semidiós se negaba a responder.

Un sudor nervioso le corría por la piel. Algo había pasado. Algo horrible. ¿Les había vuelto la espalda Selvetarm a Dhairn y a sus seguidores? ¿Había abandonado a los que pretendían adorarlo como a un dios? ¿Le habría ordenado Lloth a su campeón que lo hiciera?

¿Qué había… fallado?

Totalmente desconcertado por la súbita ausencia de su deidad, Dhairn retrocedió ante la suma sacerdotisa, que lo perseguía con mirada encendida de furia. A su espalda oyó que otra de las sacerdotisas de Eilistraee corría escaleras abajo gritando algo sobre la derrota de los selvetargtlin.

No se dio cuenta de lo cerca que estaba de la salida hasta que una espada se le clavó por la espalda. Se quedó mirando, sin comprender, la punta de la espada que misteriosamente había surgido de su pecho. Cuando la caverna empezó a desvanecerse en medio de una bruma gris, pronunció con voz ronca una plegaria final.

—Selvetarm —dijo a través de unos labios que súbitamente se habían quedado helados—. Encomiendo… mi alma… a…

Pero el semidiós ya no estaba allí para reclamarlo.