Malvag esperaba con impaciencia en la caverna. Resultaba difícil reprimir el deseo de pasearse, aunque el entorno ayudaba. Allí reinaba la paz. Todo estaba oscuro, aislado, silencioso. Lo único que se oía eran los latidos de su corazón y su respiración. Los cristales de piedra oscura que recubrían las paredes creaban un vacío del negro más absoluto a su alrededor y absorbían incluso el fuego oscuro que bailaba como una sombra sobre la piel de su mano derecha. Sin embargo, las sombras no conseguían tranquilizarlo del todo.
Era la noche del solsticio de invierno —la noche más larga del año— y la medianoche se aproximaba rápidamente. El momento que había estado esperando casi había llegado. Pronto llegarían Urz, Valdar y Szorak con sus máscaras impregnadas de alma, y empezaría el conjuro.
Según los astrólogos, a medianoche la sombra de Toril se proyectaría totalmente sobre la luna y producía un eclipse total. La hora más oscura de la noche más larga del año empezaría con el más sagrado de los símbolos de Eilistraee envuelto totalmente en las sombras.
Malvag bajó la vista hacia el disco, no mayor que un plato, que flotaba en el aire, a la altura de su cintura. Sobre él había un tesoro que le había llevado casi un siglo encontrar: un rollo con una plegaria de los antiguos Ilythiir. Era de hoja de plata, ennegrecida y mellada en los bordes debido a que había permanecido tirada durante diez mil años entre las ruinas de un antiguo templo. Tan delicado como una hoja seca, tenía profundos dobleces por haber sido aplastado por las piedras que habían ayudado a conservarlo, pero las palabras que habían sido escritas sobre él, en espruar antiguo, por los altos clérigos de los desaparecidos Ilythiir todavía podían leerse.
Malvag pasó por encima el dedo índice, leyendo en silencio, con la ayuda del fuego oscuro. Cuando llegara el momento, él y cualquiera de los Sombras Nocturnas que hubiera realizado con éxito su robo del alma, las leerían en voz alta y activarían la magia del manuscrito.
Malvag saboreó la ironía de lo que iba a suceder. La finalidad pretendida del manuscrito había sido abrir una puerta entre el dominio de Lloth y el de Arvandor, para que la Reina Araña pudiera mandar un segundo ataque contra los seldarine. Sin embargo, jamás había sido usado, probablemente porque lo crearon en los últimos años de la Cuarta Guerra de la Corona, antes de que los ssri Tel’Quessir fueran transformados en drow y relegados a las profundidades.
En lugar de eso, los enemigos de Lloth lo usarían para hacer más fuerte a su dios. Después de matar a Eilistraee, Vhaeraun se apoderaría secretamente de los fieles de la diosa, a los que sumaria a sus filas. Todos los drow de la Noche Superior —mujeres y varones— quedarían unificados bajo un solo dios. Fortalecido por su adoración, Vhaeraun lanzaría un ataque sobre la propia Lloth y, después de tanto tiempo, el reinado de la Reina Araña llegaría a su fin.
La idea hizo que un escalofrío sacudiera a Malvag.
Quedó atemperado por el recuerdo de la criatura demoníaca que primero le hizo prisionero y después lo devolvió a la vida. Se estremeció. Cuando aquella cosa demoníaca lo había atacado, había supuesto que era un enviado de Lloth, pero después de que lo resucitara ya no estaba tan seguro. Más tarde se le ocurrió que talvez fuera una enviada de Selvetarm, pero los selvetargtlin le aseguraron que no lo era, por lo que se quedó con la duda de si la criatura habría sido Lloth, después de todo. Era indudable que la Reina Araña querría que Malvag viviera para que pudiera continuar su obra y matar a Eilistraee, pero la intervención de Lloth en lo que debería haber sido puramente una venganza de Vhaeraun hacía que Malvag se sintiera incómodo.
Desechó la idea. No podía permitirse ninguna distracción cuando tanto dependía de él. Necesitaría toda su concentración para invocar los poderes del manuscrito.
Cerró los ojos y respiró hondo, pensando en las energías invisibles que se removían en el espacio cerrado. La caverna no podía sustentar la vida durante mucho tiempo. El aire ya empezaba a oler a cerrado. Al menos bastaría para una noche, y esa noche era todo lo que importaba.
Un soplo de aire anunció la llegada de otro clérigo. Malvag se volvió y vio a Urz, cuyos ojos rojos relucían por encima de su máscara. La expresión del otro clérigo era de ansiedad y tenía el pelo muy corto de punta, como si acabara de recorrerlo un escalofrío. Sólo llevaba encima una daga de hoja ancha sobre la cadera e iba vestido con una camisa negra y unos pantalones de tejido basto con los puños deshilachados y las rodilleras desgastadas. Parecía más un obrero que un asesino, pero ese camuflaje natural era muy oportuno. Urz se había ganado muchas veces el favor de Vhaeraun con sus atrevidos ataques a los clérigos de Lloth.
—Hechos oscuros —murmuró Malvag.
Urz inclinó la cabeza, manifestando a Malvag el respeto debido a un clérigo de categoría superior.
—¿Has tenido éxito? —preguntó Malvag.
Urz se tocó la máscara e hizo la señal de tarea cumplida.
—Pero opuso una férrea resistencia —dijo—. Me rompió dos costillas y a punto estuvo de cortarme la mano. —Volvió la mano derecha, mostrándole a Malvag la reciente cicatriz grisácea de la muñeca, por debajo de otra más antigua de una quemadura. Después movió los dedos—. Están como nuevos, alabado sea Vhaeraun, pero tuve que apuñalarla, absorber su alma y salir corriendo. El Bosque Gris estaba revuelto como un enjambre por culpa de todo el ruido que hizo.
A Malvag no le interesaban demasiado los detalles. Urz había llegado y su máscara contenía un alma. Eso era lo único que importaba.
El Jaerle se dirigió hacia el disco flotante. Sus botas de suela dura crujían sobre el suelo cubierto de cristal.
—¿Soy el primero?
—Como siempre. Sabía que podía contar contigo.
Los dos varones se cogieron por los antebrazos, una forma de saludo propia de los elfos de la superficie. El apretón de Urz fue rudo e intenso sobre los antebrazos de Malvag, pero este se lo devolvió con la misma fuerza antes de soltarlo.
Urz entrecerró los ojos, sobre la máscara.
—¿Y los demás?
Como respondiendo a su pregunta, Valdar apareció en la caverna. El varón de complexión menuda se posó sobre los cristales con gracilidad felina. Llevaba una daga ensangrentada en la mano. Saludó a los otros con una reverencia, sacó del bolsillo de su piwafwi una tela adornada con encajes y limpió con ella la hoja. En sus ojos rosados había un aire divertido.
—Lamento llegar tarde. Tenía un asuntito sin terminar y tuve que ocuparme de él. Ahora está acabado.
Dicho esto, guardó la daga en una vaina de muñeca. Llevaba una ballesta fijada a la otra muñeca, y de su piwafwi asomaban los extremos de un cordel de estrangular. Se movía con una gracia capaz de avergonzar a una danzarina de taberna, al tiempo que avanzaba con pisadas silenciosas sobre los cristales del suelo. Se colocó en un punto equidistante de los dos varones, lo bastante cerca para esquivar el alcance de una ballesta, pero lo bastante lejos para poder apartarse de la hoja de una espada.
Malvag entrecerró levemente los ojos. Valdar no confiaba demasiado en los demás, y Malvag tampoco confiaba del todo en él, pero la confianza mutua era esencial para que el ritual funcionara.
Valdar ladeó la cabeza, y leyó en silencio el manuscrito. Urz permanecía con los brazos cruzados, observando la caverna y esperando con total tranquilidad. Malvag golpeaba el suelo con un pie, impaciente por la espera que se alargaba. La medianoche estaba próxima —la hora límite que había puesto para el regreso de los demás— y Szorak seguía sin aparecer. Malvag empezó a preguntarse si le habría pasado algo. Cuatro clérigos y cuatro almas darían más fuerza al ritual y asegurarían la apertura de la puerta, pero daba la impresión de que Szorak les había fallado. ¿O acaso —una idea más funesta se introdujo fugazmente en su mente la sangre que había en la hoja de Valdar era la de Szorak? Así a cada uno le tocaría más recompensa.
Malvag desechó la idea. Mientras que los tres trabajaran conjuntamente, no importaba.
—Es casi medianoche —les dijo a los demás—. Debemos comenzar.
Colocó el disco flotante de modo que el manuscrito quedara frente a él y señaló el lugar donde debían situarse los demás: Urz a la derecha, Valdar a la izquierda. Urz se puso sin tardanza en el lugar indicado, y Valdar se desplazó de lado.
—Entraré en comunión con Vhaeraun —les dijo—. Cuando yo haga la señal, empezaremos a leer. Es importante que ninguno se adelante ni se atrase. Nosotros…
Un grito sobresaltado se difundió por la caverna. Un varón drow apareció por los aires, agitando las manos y los pies mientras caía. Se había materializado unos doce pasos por encima del suelo de la caverna y apenas había conseguido frenar a tiempo la caída. Levitando, se retorció con torpeza en su lugar mientras trataba de afirmar los pies sobre el desigual suelo de cristal. Por fin se puso de pie y se alisó la ropa.
—¡Szorak! —lo llamó Urz—. Llegas justo a tiempo. Estábamos a punto de empezar sin ti.
—Mil perdones —dijo el recién llegado, desde detrás de su máscara—. Debo de haber calculado mal la teleportación. Había olvidado lo grande que es este lugar. —Echó una mirada en derredor e hizo para sus adentros un gesto de aprobación—. Perfecto para los tenebrosos hechos de esta noche.
Malvag frunció el entrecejo. Szorak parecía… distinto, en cierto sentido. Tardó un momento en darse cuenta. La voz. Era más baja, más sombría y, al mismo tiempo, parecía que hubiera cierta tensión en ella. Tampoco el lenguaje corporal de Szorak parecía el mismo. Se inclinaba levemente hacia delante, una postura que hacía que la mitad inferior de su máscara se apartara de los labios y el mentón, como si no se atreviera a tocarla.
Como si hubiera oído los pensamientos de Malvag, Szorak se llevó la mano a la garganta y se frotó.
—Esa zorra se las ingenió para hacer un conjuro —dijo—, y me transfirió a mí sus heridas. —Rio con voz quebrada—. Casi acabo estrangulándome yo mismo.
Urz rio por lo bajo.
—Mala cosa —suspiró Valdar, debajo de su máscara.
Malvag frunció el entrecejo.
—Jamás oí hablar de un conjuro semejante.
—Yo tampoco —dijo Szorak, encogiéndose de hombros—. Debe de ser algo nuevo que se han sacado de la manga las sacerdotisas. —Apartó la mano de su garganta—. Pero de todos modos, conseguí atrapar un alma.
Era una frase extrañamente construida. Atrapar un alma. No «robar».
Algo no iba bien. Malvag no quería sembrar la desconfianza, pues Valdar ya era bastante desconfiado, pero tenía la sospecha cada vez más acendrada de que «Szorak» no era quien decía ser. Apartó la mano hacia un lado, donde sólo Szorak pudiera verla. Sé quién eres.
Szorak se envaró. Durante unos instantes, reinó el silencio. Después suspiró.
—Conoces mi secreto —dijo—. Sabes de mi hermana. Es cierto, Seyll era una sacerdotisa de Eilistraee, pero te aseguro, Malvag, que yo no lo soy.
Valdar rio entre dientes.
—¿Una sacerdotisa? —recorrió con la mirada a Szorak de pies a cabeza—. Eso está claro.
Szorak sostuvo la mirada de Valdar.
—Si piensas que me he disfrazado, lanza una adivinación capaz de atravesar los encantamientos. —Se señaló el cuerpo—. Lo que ves es lo que soy.
Urz miró a Szorak y a Malvag alternativamente. Tenía una mano alzada y los dedos se movían levemente, como si se dispusiera a hacer un conjuro. Era evidente que sólo esperaba la orden de Malvag.
—¿Su hermana es una sacerdotisa?
—Una sacerdotisa muerta —dijo Szorak, riendo entre dientes—. La mató hace años una sacerdotisa de Lloth que se hacía pasar por una aspirante, pero os aseguro que yo no soy un besarañas. —Abrió los brazos—. Vamos, registradme.
Malvag le tomó la palabra y susurró dos plegarias en rápida sucesión. Revelaron que la máscara contenía de verdad un alma atrapada, un alma que relucía con el irritante brillo plateado del bien. En cambio, el aura del propio Szorak era de color pardo apagado.
Malvag se tranquilizó. Se había equivocado. Era realmente Szorak. Había estado a punto de arruinarlo todo con sus sospechas. Tocó el brazo de Urz.
—Eso no es necesario —le dijo al otro clérigo. Después se volvió hacia Szorak—. Ocupa tu lugar —le indicó—. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Deberíamos empezar.
Szorak se aproximó al disco flotante. Dudó un momento y luego se puso al lado de Urz.
A un gesto de Malvag, el disco se colocó donde todos pudieran leerlo. Su anterior conjuro de fuego oscuro había acabado hacía un rato, de modo que volvió a pronunciar la plegaria e hizo que las llamas, sólo detectables por quienes tienen visión en la oscuridad, brotaran una vez más de las puntas de sus dedos.
—Cuando señale la página con el dedo —indicó—, empezad a leer.
Dicho esto, rodeó su cabeza de una oscuridad mágica, aquietó la respiración e hizo el signo de la máscara. Empezó a rezar, acompasando el lenguaje de signos con sus palabras.
—Señor Enmascarado, Señor de la Noche, Sombra de mi Alma, oídme en esta, la más larga de las noches. Tus Sombras Nocturnas están preparados para abrir una puerta al dominio de Eilistraee. Señor Enmascarado: ¿Estás preparado? ¿Debemos proceder?
La comunión llegó, como siempre, con suaves pisadas. Al principio, nada; después llegó un susurro desde atrás, tan leve como el aliento. Malvag sintió que una presencia se deslizaba suavemente en su conciencia. Más que ver realmente, tuvo la sensación de que un par de ojos se asomaba por encima de su hombro. Los ojos eran negros, bordeados de plata. Hacían juego con las armas que chasquearon al atravesar su conciencia como hebras de negro absoluto y plata reluciente: la espada larga Sombra Nocturna y la espada corta Destello de Plata. Una capa se arremolinó y dejó tras de sí un destello de luz estelar. Vhaeraun se tomó unos momentos para responder, mirando hacia todos lados, pero por fin llegó su palabra, cortando el aire como una espada sibilante.
—Sí.
Malvag sonrió. La emoción se apoderó de él. Se le pusieron los pelos de punta mientras abría los ojos, disipaba la oscuridad mágica y empezaba a bajar el dedo hacia el manuscrito. Oyó que los clérigos que tenía a ambos lados respiraban hondo y se disponían a leer en voz alta. Pero por su derecha percibió un repentino destello de luz intensa. Una explosión llenó la caverna cuando un rayo brotó del pecho de Urz y alcanzó a Malvag y a Valdar. Impactó en el pecho del propio Malvag y propagó una oleada de doloroso crepitar por todo su cuerpo que le llenó las fosas nasales con el olor de la carne quemada. Cuando él y Valdar se tambalearon, respirando con dificultad, Szorak le arrancó a Urz la máscara y le golpeó en la espalda con la otra mano gritando. Cuando la máscara salió volando, Urz se puso rígido, cayó al suelo y se dio un fuerte golpe. Szorak retrocedió con gran agilidad. Sacudió una de sus mangas, de la que salió una varita que cogió hábilmente en la mano.
—¡Traidor! —dijo Malvag, con voz entrecortada.
Szorak apuntó al manuscrito con la varita. Ciego de furia, Malvag se arrojó contra él. Su puño se cerró sobre la varita en el momento en que se activaba. Grandes bloques de hielo se estrellaron contra el suelo e hicieron saltar trozos de cristal.
—¡Faer’ghinn! —gritó Malvag, con voz ronca, a través de sus labios agrietados y sangrantes.
La varita se convirtió en un trozo de madera inservible.
Algo pasó silbando junto al oído de Malvag: un virote de la ballesta de Valdar. Resbaló en el hombro de Szorak, desviada por una barrera invisible. Tan cerca había estado de alcanzar a Malvag que a este le cruzó una idea por la cabeza. ¿Estaría Valdag aliado con Szorak? ¿Tendrían planeado los dos robar el manuscrito? No, aquella descarga de hielo de la varita lo habría destruido.
El traidor chasqueó los dedos y un objeto diminuto saltó de uno de sus bolsillos y se abalanzó contra ellos. Era un trozo de ámbar claveteado con puntos de plata. El componente de un conjuro, pensó Malvag, cuando otro rayo lo alcanzó. Chocó con el pecho de Malvag y le hizo perder pie. Algo aguzado se le clavó en la espalda y a duras penas tuvo conciencia de que eran cristales. Había aterrizado de espaldas sobre el suelo de la caverna.
Aunque deslumbrado, consiguió entrever lo que sucedió después. Valdar disparó otra vez su ballesta; esta vez dio en el blanco, y se clavó en el hombro del mago. Este se tambaleó pero se las arregló para lanzar un conjuro a Valdar. Una columna hueca de fuego se propagó en torno al clérigo y lo atrapó en su interior. El pelo y la ropa de Valdar se prendieron fuego al instante. Las rugientes llamaradas se cerraron hacia dentro y Valdar desapareció. Reapareció detrás del mago, extinguidas las llamas, y sacó su daga con movimiento felino.
Aunque el mago se dio cuenta del peligro y empezó a volverse hacia él —con gran lentitud, ya que el veneno del rayo por fin empezaba a hacer efecto—, Valdar le clavó su daga.
Los ojos del mago se abrieron de repente. Cayó al suelo, hecho un guiñapo, mientras de sus dedos inertes caía una bola de goma arábiga. Valdar le cortó el cuello al mago, rematando la faena. De la herida manó sangre espesa, que salpicó el suelo de cristal. Valdar dio un paso atrás y murmuró una plegaria. Un instante después, sus heridas se cerraron. Sin embargo, su ropa quedó chamuscada.
Malvag se puso de pie con dificultad, sin dejar de mirar con desconfianza al mago muerto, y corrió hacia el disco flotante. Loado sea Vhaeraun, el manuscrito estaba intacto.
No podía decirse lo mismo de Urz. Malvag se puso de rodillas junto al otro clérigo y le tocó el cuello con la mano. Su cuerpo estaba frío y duro.
Urz se había transformado en piedra.
Malvag palideció al darse cuenta de lo que aquello implicaba. Si Urz simplemente hubiera muerto, Malvag podría haberlo levantado de entre los muertos, pero, dada la situación, sólo una cosa podía permitirles continuar con lo que se habían propuesto esa noche: un milagro.
—Señor Enmascarado, escúchame —dijo Malvag, tratando de que su voz sonara firme y procurando dejar de lado su furia para poder concentrarse en las palabras del rezo. Sólo lo había oído pronunciar una vez y estaba muy por encima de su capacidad, pero tenía que intentarlo. Si no lo hacía, todo estaría perdido—. Envía tus oscuras energías a mis manos para que puedan realizar un milagro. Ayúdame a devolver la carne de tu sirviente caído a su estado natural.
Malvag esperó expectante, con las palmas de las manos apoyadas sobre el pétreo y frío pecho de Urz. Valdar estaba de pie, a su lado, observando mientras limpiaba su daga con una esquina chamuscada de su camisa.
—No funciona —comentó.
—Cállate —dijo Malvag, entre dientes, sin poder contener su furia.
El otro clérigo alzó su daga, inspeccionando la punta hueca que contenía el veneno antes de guardarla.
—Mis excusas.
Malvag volvió a intentarlo. Puso las dos manos sobre el pecho de Urz y rogó a Vhaeraun que transformase el cuerpo de Urz en carne viva, palpitante.
No obtuvo resultados.
Vhaeraun observaba. Malvag podía sentir la presencia del dios, que miraba por encima de su hombro. Susurró otra plegaria, una que le permitiría apelar a la omnisciencia del dios.
—Lo necesito —rogó—. ¿Por qué no quieres ayudarme?
La respuesta fue un susurró que sólo Malvag pudo oír.
Te falta habilidad.
Malvag se echó hacia atrás, sorprendido. Era eso, entonces. Se había acabado. Sin contar con la ayuda de un tercer Sombra Nocturna, no podía usar el manuscrito. Malvag tendría que esperar cincuenta y siete años para que volvieran a darse las condiciones. Hasta entonces no se produciría un eclipse en la medianoche del solsticio de invierno.
—¡Que el Abismo se lo trague! —aulló. Se puso de pie y se acercó hasta el traidor para darle al cadáver un tremendo puntapié. A continuación se volvió, con los puños cerrados.
Mientras Malvag rabiaba en silencio, Valdar se arrodilló junto al cuerpo del traidor y le quito la máscara, dejando al descubierto la cara de un varón con una nariz desviada hacia un lado por una rotura curada hacía tiempo. Toqueteó la máscara, pronunció una plegaria de detección y asintió para sus adentros.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Malvag, despectivo.
Valdar señaló el cadáver con un gesto del mentón.
—Busco algo que nos revele quién era realmente. —Señaló la máscara—. No es un símbolo sagrado, aunque parece que realmente contiene un alma atrapada. —Ladeó la cabeza, y siguió hablando en voz alta—. ¿Acaso es uno de los secuaces de Lloth?
—¿Qué importa eso? —gritó Malvag—. Lo ha echado todo a perder. Sin Urz no podemos seguir. La alta magia requiere el trabajo conjunto de tres clérigos, como mínimo.
Valdar se encogió de hombros y siguió rebuscando en el cuerpo. Sus mangas no tardaron en empaparse de sangre. Sacó dos anillos de uno de los bolsillos ensangrentados de su camisa y los sostuvo en la palma de la mano, removiéndolos con la punta del dedo.
¿Necesitamos tres clérigos para abrir la puerta? —preguntó, con parsimonia—. ¿O tres lanzadores de conjuros?
—¿Qué importa eso? —Malvag no dejaba de pasearse, tratando de contener su furia. A diferencia de Valdar, todavía no se había molestado en curar sus heridas. Todavía tenía la piel del pecho ardiente y tirante donde habían impactado los rayos. Le dolía al respirar.
Valdar hizo sonar los anillos en la palma de la mano.
—Estos son anillos de amo y esclavo —dijo. Señaló el cadáver—. Y él es un mago. Si lo que se necesita son tres lanzadores de conjuros para conjurar la puerta, lo podemos obligar a participar. —Volvió a hacer sonar los anillos—. Con estos.
Malvag se paró en seco y dio media vuelta. Su mirada se encontró con la de Valdar.
—Anillos de esclavo —musitó.
Los ojos de Valdar reflejaron su satisfacción.
—Sí.
Malvag echó un vistazo al disco flotante donde esperaba el manuscrito de la plegaria. Lo que sugería Valdar sería sumamente difícil. Malvag tendría que controlar la boca del mago al mismo tiempo que él mismo pronunciaba el conjuro, pero tal vez pudiera hacerse. Había leído el conjuro en silencio suficientes veces como para poder recitarlo de memoria.
—Levántalo de entre los muertos —le dijo a Valdar—. En cuanto la puerta se abra y Vhaeraun la atraviese, mataremos al infiltrado, y esta vez para siempre.
Qilué asió los bordes de su cuenco de escudriñamiento y estudió con la máxima concentración el agua bendita que lo llenaba. El ancho cuenco de alabastro relucía como una luna de la cosecha reflejando la luz de la habitación donde estaba, el fuego plateado que brotaba del cuerpo de Qilué como si se tratara de la luz de una antorcha. Qilué apenas era consciente de la presencia de Jasmir, la sacerdotisa elfa de la luna que se encontraba de pie detrás de ella; las escenas que aparecían en el agua bendita que hacía las veces de ventana al mundo eran profundamente preocupantes.
—Enviad otras seis sacerdotisas y dos veintenas de guerreros al bosque de Chondal —ordenó Qilué.
La pálida Jasmir susurró un envío, transmitiendo la orden. Vestía su armadura de batalla de cuero cuyos dibujos espiralados hacían juego con los tatuajes que llevaba en los antebrazos. Su pelo, largo y blanco, estaba peinado en dos trenzas unidas en un apretado moño en la nuca.
Qilué miró con ansiedad el cuenco de escudriñamiento. Se centraba en el altar del bosque de Chondal, un lugar alejado, hacia el sudeste. Allí las sacerdotisas de Eilistraee libraban una feroz batalla contra las drañas que habían salido de la Antípoda Oscura sin previo aviso, del mismo modo que lo habían hecho en el Bosque Brumoso hacía un mes. Ante los ojos de Qilué, una draña derribó al suelo a una sacerdotisa con una red, le saltó a la espalda y abrió sus fauces de araña, presta para morder.
Qilué metió un dedo en el agua y cantó una nota estridente y aguda. La draña sacudió la cabeza, desorientada. En ese momento, una espada llegó bailando por los aires y partió al monstruo casi en dos mitades. Una sacerdotisa apareció detrás de ella y la espada volvió a su mano. Se arrodilló sobre el suelo nevado junto a su compañera y cortó la red para liberarla.
Qilué no esperó a ver el resto. Cambió el enfoque del escudriñamiento hacia un estanque helado que no estaba lejos del propio altar. Un momento después, su capa helada estalló hacia arriba y dio paso a una sacerdotisa que salió de las aguas, espada en mano, la primera de los refuerzos que Qilué había mandado enviar al bosque de Chondal.
Qilué desplazó el escudriñamiento rápidamente de un lugar a otro, comprobando la situación en los demás altares. Desde el bosque de la Luna hasta el Shaar, más de la mitad de las posesiones de Eilistraee estaban siendo atacadas. Las sacerdotisas, con el apoyo de los fieles legos, libraban batallas encarnizadas en el Valle de la Danza, en el bosque de Velars, en el Bosque Gris, en el Bosque Yuir, en el Bosque de las Sombras. En todos ellos participaban criaturas de la Antípoda Oscura que no suelen encontrarse en la superficie: drañas, que combatían con redes, veneno y conjuros; neogi, criaturas que parecían arañas con cuello de gusanos y pequeñas cabezas de dientes aguzados como agujas y que usaban su magia para dominar a quienes luchaban contra ellas, de modo que volvían a los fieles de Eilistraee unos contra otros; y quitinosos, que luchaban con cuatro armas al mismo tiempo, una en cada mano. Por todas partes aparecían spellgaunts o devoradores de magia. Su sola presencia delataba a los autores de los bien coordinados ataques, los selvetargtlin, pero los clérigos de Selvetarm brillaban por su ausencia.
¿Dónde estaban?
—Una docena de sacerdotisas y una veintena de guerreros al Bosque Gris —ordenó Qilué.
Jasmir repitió la orden obedientemente. Cerró los ojos un momento para escuchar y a continuación transmitió la respuesta.
—Iljrene sólo puede enviar a nueve sacerdotisas. Son las últimas, a menos que quieras empezar a enviar a las Protectoras.
Qilué negó con la cabeza.
—Mantén a las Protectoras aquí —ordenó—. Las necesitaremos en caso de que ataquen El Paseo.
No tenía la menor duda de que lo atacarían. Era demasiado evidente, pero ¿cuándo? ¿Y de dónde vendría el ataque? Había dos Protectoras, armada cada una con una espada cantora, montando guardia en todas las entradas posibles, incluidos los portales. Qilué escudriñó una por una a esas parejas de sacerdotisas. Todo estaba tranquilo.
Frunció el entrecejo. ¿Hacía bien en retener a sus mejores luchadoras? Era indudable que una espada cantora podía ayudar a decidir cualquiera de las batallas que acababa de observar.
Se oyó llamar suavemente a la única puerta de la habitación. Qilué alzó la vista mientras Jasmir corría a abrir. ¿Quién sería? Iljrene habría usado otro tipo de mensaje para ponerse en contacto con ella, y los fieles llanos no podían acceder a esa zona. Al menos no ahora. Antes de que Qilué pudiera prevenir a la sacerdotisa, Jasmir abrió la puerta.
Una pluma entró como un relámpago en la habitación y cayó a los pies de Qilué. Su cañón de plata estaba doblado casi a la mitad y tenía las barbas partidas y llenas de telarañas y polvo, pero Qilué la reconoció enseguida: era la pluma mágica que le había dado aJub. Empezó a preguntarse qué habría sido del espía: por el aspecto de las telarañas pegadas a la pluma, algo le había sucedido.
Se apartó del cuenco de escudriñamiento, se agachó y recogió la pluma, enderezó el cañón y puso la punta en contacto con el suelo. Pronunció la palabra de mando y observó mientras la pluma, lenta y laboriosamente, escribía su mensaje en brillantes letras plateadas sobre el suelo de piedra oscura.
CLÉRIGOS SELV. ATACARON EL BOSQUE DE LA LUNA CON QUITINOSOS, PERO FUE SOLO UN ANTICIPO.
Sí, pensó Qilué. Ya lo había comprendido. Los ataques tuvieron lugar después de la salida de la luna; así, pudieron usar el portal de la Fuente de la Luna para enviar refuerzos.
VAN ATACAR TAMBIÉN PASEO. 66 DE ELLOS. NO SEGURO CUANDO.
Asintió. Lo que ella sospechaba. Pero ¿sesenta y seis? ¿Y por qué no había llegado aún el ataque?
ESTÁN EN DOLBLUND COMO HABÍAS PENSAO. CREO QUE HAN MATAO A UNA SACERDOTA DE LLOTH ALLÍ.
Qilué sabía quiénes eran sus enemigos. Con toda probabilidad los exiliados, los selvetargtlin renegados expulsados de Eryndlyn por «blasfemar» y rendir culto a Selvetarm como deidad y no como sirviente de Lloth.
La pluma seguía escribiendo su mensaje. VAN A SALTAR SOBRE EL TEMPLO. Después de escribir esto, cayó al suelo.
Qilué se quedó mirando la pluma un instante aún, como si quisiera que continuara, pero el mensaje había terminado. Y no le había dicho mucho. El ataque del que hablaba Jub ya se había producido, y aunque Qilué se había visto obligada a enviar tropas para reforzar los santuarios, había retenido a las Protectoras, dos docenas de sus mejores guerreras, para mantener las defensas de El Paseo. Las Protectoras se verían superadas, tres a una, si realmente atacaban sesenta y seis selvetargtlin, pero cada Protectora estaba armada con un espada cantora y con poderosos conjuros. Cualquiera que fuese la dirección que eligiesen los selvetargtlin para atacar, se verían obligados a abrirse camino a través de un estrecho acceso que permitiría a los fieles de Eilistraee concentrar sus conjuros. Sólo uno o dos selvetargtlin podrían llegar a abrirse paso hacia el interior del templo, pero no durarían mucho.
Qilué volvió a prestar atención al cuenco de escudriñamiento. Desplazando su conciencia, se concentró en Jub. Los últimos días, sus intentos de escudriñarlo se habían visto bloqueados por algo. Había sospechado que era cosa de Daurgothoth. Al dragón negro no muerto no le gustaba que nadie espiara su guarida, pero cuando apareció la plaza del mercado de la ciudad abandonada, empezó a dudar. ¿Por qué podía, de repente, escudriñar la guarida del dracolich? ¿Acaso había caído de pronto alguna protección… o había sido retirada?
El agua del cuenco se removió y luego se aquietó. Qilué miró la cabeza cortada. La de Jub. Estaba al lado de un estanque de aspecto asqueroso. Lo que quedaba de la cabeza estaba carcomido por el ácido.
—Que Eilistraee se apiade de nosotros —susurró Qilué.
—¿Quién era? —preguntó Jasmir, mirando por encima de su hombro.
—Un fiel. Alguien que merecía mejor suerte. —No había tiempo para lamentarse por la muerte de Jub. Más tarde, cuando la crisis hubiera terminado, enviaría a una sacerdotisa a recuperar lo que quedaba de Jub para poder resucitarlo.
Tomó distancia de ese punto y examinó la caverna, enorme y vacía. Daba la impresión de que los selvetargtlin la habían abandonado, pero ¿dónde estaban ahora?
—Envía una advertencia a cada pareja de Protectoras —ordenó—. Esperamos un ataque inminente de los selvetargtlin.
—Señora, ya he informado a Iljrene de la advertencia —dijo Jasmir, señalando el mensaje escrito en el suelo. Sus ojos verde hoja relucían ante la perspectiva de la batalla. Tenía una de sus finas manos apoyada en la empuñadura de la espada. Estaba preparada—. Hjrene está transmitiéndola a las Protectoras ahora mismo. —Volvió a mirar el suelo con expresión ceñuda—. Saltar sobre el templo —repitió—. ¿Significa esto que el ataque llegará desde arriba?
Qilué meneó la cabeza, escuchando a medias. Por fin las tornas habían cambiado en el bosque de la Luna. Allí las sacerdotisas estaban repeliendo el ataque de los quitinosos. Las sacerdotisas que Qilué había mandado como refuerzo consiguieron hacer que retrocedieran los neogi, y en el Shaar…
Sintió que algo se movía contra su cadera. Su bolsa abultaba y se sacudía como si en su interior hubiera un animal atrapado que estuviera tratando de salir a zarpazos. Qilué maldijo, se arrancó la bolsa del cinturón y la arrojó al suelo. Empezó a cantar un conjuro, pero antes de que pudiera completarlo, una hoja de cuchillo abrió la bolsa desde dentro. De repente, la bolsa se rompió con una tremenda explosión de energía mágica que hizo saltar en todas direcciones el agua de la fuente.
Con los oídos silbándole todavía por la explosión, Qilué miró el lugar donde antes estaba la bolsa mágica. La gema que había contenido había desaparecido. No, desaparecido no. Qilué se arrodilló y tocó algo que al tacto parecía arena pegajosa pero con bordes punzantes, los restos pulverizados de la gema. Al apartar los dedos, los tenía llenos de gotitas de sangre.
Enseguida se dio cuenta de qué forma mágica de conjuro había contenido la gema. Había sido el foco de un conjuro de teleportación. El selvetargtlin al que había estado sintonizada se había teleportado al bolsillo mágico de Qilué, se había dado cuenta de que algo iba mal y había tratado de liberarse a cuchilladas. Al abrir la bolsa desde dentro, había roto el espacio extradimensional que contenía… con desastrosos resultados. El selvetargtlin se había desintegrado.
Este era el salto del que Jub la había advertido. Y el clérigo que se había teleportado a su bolsillo no era el único que lo haría. Otros sesenta y cinco darían saltos similares a otras gemas, como la que Thaleste había encontrado. Gemas que debían de estar cerca del lugar donde Thaleste y Cavatina encontraron a la aranea, que no era otra cosa que el selvetargtlin que había introducido las gemas en El Paseo y había muerto para proteger ese secreto.
—Lady Qilué, —La voz de Jasmir se notaba tensa y preocupada—. ¿Qué es eso?
Qilué no se molestó en contestar. Dio media vuelta y se asió a los bordes del cuenco de escudriñamiento. Las imágenes se fueron sucediendo como relámpagos en el agua: las cavernas al sur del río Sargauth y las habitaciones que había encima de ellas.
Nada. Todas vacías.
—¿Dónde? —preguntó, con nerviosismo—. ¿Dónde?
Jasmir estaba expectante. Sus labios se abrieron para hacer una pregunta, pero volvieron a cerrarse.
Qilué desplazó su atención a El Paseo propiamente dicho. Pasó revista a la Sala de Sanación, a la caverna de la sacerdotisa, a los alojamientos, a la guarnición y a la armería, a la Caverna del Canto y a la Fuente de la Luna. Nada. Nada.
Todo vacío. Ni rastro de los selvetargtlin.
¿Dónde estaban? ¿Acaso en uno de los corredores de comunicación?
Cuando apareció un corredor cercano al río, Qilué vio lo que había estado temiendo. Los selvetargtlin se dejaban caer en su interior por un agujero en el techo y se desplegaban por los pasadizos adjuntos como un ejército de termitas. Media docena de ellos, encabezados por un judicador, ya habían llegado a la Caverna del Canto. Ante la mirada horrorizada de Qilué, derribaron la estatua y dejaron al descubierto la escalera secreta que llevaba al Foso de Ghaunadaur; desaparecieron en su interior. Los selvetargtlin que iban detrás del judicador llevaban una vara de hierro de cabeza perfectamente esférica y tan oscura que mirarla era como mirar en el pozo más profundo. Qilué la identificó como una vara de cancelación, poseedora de una magia disyuntiva capaz de anular hasta la magia más poderosa, incluidos los sellos del Foso de Ghaunadaur.
Un resplandor plateado se extendió en torno a Qilué cuando usó su magia para gritar una advertencia inmediata a todas las Protectoras.
Los selvetargtlin han irrumpido en los corredores meridionales de El Paseo. ¡Todas las Protectores deben converger allí enseguida! Iljrene, reúnete conmigo en el Montículo.
Jasmir dio un respingo. También ella había oído la advertencia. Se oyó el roce del metal cuando sacó la espada de su vaina.
—¡Preparada, señora! —gritó.
Qilué tocó en el hombro a la sacerdotisa.
—Te necesito aquí. Sigue escudriñando. Dirige a las Protectoras a donde sea más necesario.
Jasmir pareció desanimarse, pero sólo un momento.
—Sí, señora —dijo vivamente, concentrando su atención en el cuenco.
Mientras tanto, Qilué cantaba una plegaria que la enviaría al Montículo de Eilistraee. Mientras Jasmir y la habitación de escudriñamiento desaparecían de la vista, Qilué se preguntó quién llegaría primero al Montículo. Ella e Hjrene, o el judicador y sus selvetargtlin.
Manteniendo su invisibilidad, Cavatina se aproximaba con pasos largos y ágiles al lugar donde estaba Selvetarm. Mientras tomaba posición, entrecerró los ojos para protegerse los ojos de las hebras de telaraña que flotaban movidas por la brisa. Se volvían invisibles en cuanto se pegaban a ella, pero podía sentir cómo flotaban como banderines a su espalda mientras subía hacia el punto donde estaba el semidiós. No perdió tiempo tratando de describir un círculo por detrás de Selvetarm. Aunque tenía los ojos en la parte frontal de su cabeza de drow, el semidiós podía ver en todas direcciones al mismo tiempo, como una araña.
Se había protegido con todos los conjuros protectores posibles, pero las plegarias ofensivas resultarían inútiles. Un mortal podía sucumbir a sus conjuros, pero un semidiós, jamás. Con sus enormes poderes, Selvetarm anularía al instante cualquier magia que lanzara contra él. Peor todavía, su habilidad en la lucha no tenía parangón. Selvetarm vería cualquier ataque que intentase, leería el menor cambio de postura y sería capaz de prever cualquier golpe antes de que se produjera. Sus propios movimientos serían de una rapidez y una fluidez imposibles, y no era extraño. Al fin y al cabo era hijo de Zandilar la Danzarina, una deidad elfa que igualaba en gracia a la propia Eilistraee.
Cavatina era consciente de que sólo tendría ocasión de golpear una vez. Lo único que podía hacer era confiar en el poder de la Espada de la Medialuna y en la fuerza de su propio brazo.
Debería de haberse sentido aterrorizada mientras se aproximaba al enorme semidiós, pero no era así. En lugar de eso, sentía la emoción del inminente encuentro. Era la penúltima cacería. Había dedicado la vida a ese momento, preparando su cuerpo hasta convertirlo en un arma. Sus sentidos estaban aguzados, sus músculos tensos. Aunque muriera, sería una muerte gloriosa.
—Eilistraee —suplicó entre dientes—. Permite que mi ataque sea certero.
Moduló las palabras, pero sin que saliera el menor sonido de su boca. Su voz estaba asordinada, igual que sus pasos, por el silencio mágico del que se había revestido, pero le satisfizo pronunciarlas. Cavatina quería creer que Eilistraee estaba observando, escuchando.
—Doncella Oscura —continuó mientras se aproximaba al dios. Estaba apenas a unos pasos y Selvetarm se alzaba ante ella. Su cabeza era una mancha oscura y a su alrededor formaban halo las ocho estrellas de color rojo sangre—. Esto lo hago por ti.
Y por ti misma.
El susurro de la espada la distrajo un instante. Pisó mal y su bota chapoteó en un pozo de agua estancada. No produjo el menor sonido, pero cuando miró hacia atrás vio que las ondas se expandían por la superficie del estanque, y que arañas diminutas empezaban a salir del agua removida. Si Selvetarm miraba hacia abajo, lo vería. Sin embargo, el semidiós tenía la atención fija en el lejano horizonte.
Cavatina se asentó junto a una de sus patas, junto a una garra que se había clavado en la roca sólida como si esta fuera masilla. Asiendo la Espada de la Medialuna con sus dos sudorosas manos, Cavatina se agachó y, a continuación, se lanzó al aire. Mientras se elevaba hasta el bulboso cuerpo del dios, superando con su salto la pata flexionada y más allá del punto donde se unían el abdomen y el cefalotórax, captó movimiento por el rabillo del ojo. Miró en la dirección hacia donde miraba Selvetarm y vio una pirámide de metal sostenida por ocho patas que reflejaban una luz estelar roja.
Se trataba de la fortaleza de Lloth, que se dirigía hacia donde ellos estaban.
Algo más se acercaba corriendo, entre la fortaleza y ellos. Cavatina pensó al principio que era una araña, pero después se dio cuenta de que era un drow que avanzaba a cuatro patas. Cuando la criatura se irguió y empezó a correr en posición erecta, Cavatina reconoció aquellas ocho patas que tamborileaban contra su caja torácica como si fueran unos dedos inquietos: Halisstra.
—¡Allí! —gritó la criatura, con voz ronca, señalando a Selvetarm—. ¡Allí!
Halisstra acababa de revelarse como una traidora, pero eso no importaba. Cuando sonó su grito, los pies de Cavatina se posaron en el hombro del semidiós. Aterrizó entre pelos negros y enhiestos, situada en ángulo recto con respecto al cuello de Selvetarm. La Espada de la Medialuna ya se elevaba por encima de su cabeza para dar un golpe mortal. La hoja describió un arco descendente al tiempo que gritaba:
¡Muere, Selvetarm!
Selvetarm giró la cabeza y su cuerpo se desplazó, desequilibrando la postura de Cavatina. Ella trató de corregir el golpe mientras trastabillaba, pero fue inútil. La Espada de la Medialuna golpeó a Selvetarm en la cara en lugar del cuello. Infligió un tajo profundo que convirtió la boca del semidiós en una mueca sangrienta y le hizo saltar un diente, pero la herida cerró en un instante.
Con una mirada furiosa de esos ojos, que tenían cada uno ocho puntos de color rojo sangre como pupilas, el semidiós gritó una sola palabra.
Fue una palabra sucia, aviesa, abominable, en la que se entrelazaban las energías feroces de la Red de Pozos Demoníacos, y viscosa como un pecado oculto. Dio de lleno a Cavatina y la hizo volar del hombro del semidiós. La sacerdotisa se precipitó a tierra, ciega, sorda, paralizada. La Espada de la Medialuna se desprendió de sus dedos entumecidos y un instante después, la Dama Canción Oscura dio de bruces contra el suelo. Su pómulo chocó con tal fuerza contra una roca que vio las estrellas, y el peto de su armadura se hundió hacia dentro como hojalata empujada por un puño. El dolor se expandió por todo su pecho: costillas rotas. La sangre empezó a manar de sus labios partidos. Sintió un nuevo y agudo dolor en la espalda cuando algo la golpeó. De la maza de Selvetarm goteaba ácido. Cavatina no podía moverse, ni ver ni oír, pero podía sentir cómo se estremecía el suelo cuando las enormes garras del semidiós se hundían en él. Selvetarm estaba girando. Podía sentirlo cerniéndose sobre ella, mirándola. Su presencia era un bloque de maldad; su sombra, un manto que casi la sofocaba. Sintió un temblor menos intenso, más rítmico en el terreno. Era la fortaleza de hierro que se acercaba.
Lloth se acercaba para regodearse en lo que acababa de hacer su Campeón.
Eilistraee, imploró Cavatina en silencio. Hubiera deseado tener las fuerzas para pronunciar las palabras en voz alta. Sálvame. Sus dedos se curvaron levemente mientras luchaba contra la parálisis que la atenazaba, y trataba de agarrar la Espada de la Medialuna. Las arañas le subían por la mano, un burlón remedo de hormigueo sobre su piel. Envíame… un milagro.
Sintió que la tocaban en el costado con la punta de un dedo. Una voz amortiguada le llegó desde arriba. Era Halisstra, que también llegaba para regodearse y contemplar de cerca el resultado de su traición.
Con la escasa vista que iba recuperando, Cavatina pudo ver la figura desdibujada de Halisstra, que cautelosamente levantaba la Espada de la Medialuna. Sostenía la empuñadura con dos dedos, como si estuviera recogiendo un desecho inmundo.
—Que el Abismo te lleve —dijo Cavatina, con tono ronco, cuando por fin recuperó su voz.
Por encima de ella, Selvetarm lanzó una carcajada tonante.
—Ya lo ha hecho —silbó.
A continuación, bajó la cabeza para dar el mordisco mortal.