CAPÍTULO DIEZ

Dhairn se quedó mirando la cabeza que Daurgothoth había arrojado sobre el suelo de la caverna. El horroroso trofeo estaba muy deteriorado por el ácido, pero quedaba de él lo suficiente para demostrar que el intruso era mestizo, drow con mezcla de orco, dado el aspecto de los enormes incisivos.

—Tú y yo teníamos un acuerdo —silbó entre dientes el gran wyrm negro.

Sólo se veían la cabeza y el cuello del dragón cuyo cuerpo seguía sumergido en el estanque que llenaba un extremo de la caverna. De su carne demacrada goteaba un agua apestosa que contaminaba el agua. Un momento antes, el estanque estaba limpio, pero se había vuelto cenagoso y olía como un pozo de basura en descomposición. Los selvetargtlin tendrían que usar magia en profusión para purificarlo antes de poder beber de él otra vez.

El dracolich sacudía la cola marchita de un lado a otro en el agua hedionda, presa de evidente agitación.

—Te comprometiste a que tus sacerdotes usaran solamente ciertas partes de la ciudad sin molestarme.

—No es uno de los nuestros —le dijo Dhairn al dracolich—. Seguramente era un buscador de tesoros del Mundo de la Superficie.

Los huesos rozaron la piedra cuando el dracolich flexionó las garras contra el borde rocoso del estanque.

—Venía de abajo. Sólo puede haber venido de un punto cercano a esta caverna.

Dhairn se puso tenso.

—¿Estás seguro?

Los músculos correosos crujieron cuando el dracolich asintió. Tenía la piel tan oscura como el hollín, y los ojos eran como enormes bolas arrugadas.

—Sí —respondió entre dientes, y su aliento ácido y maloliente hizo que a Dhairn le lloraran los ojos.

Dhairn miró con una mezcla de desprecio y frustración los restos de la cabeza del semiorco. La mandíbula colgaba de un hilo de músculo, y la lengua era un colgajo comido por el ácido. Los labios habían desaparecido, dejando la dentadura al descubierto. Lo que quedaba de la cabeza no bastaba para obtener respuestas inteligibles del cadáver. El dracolich había actuado a la ligera. A Dhairn le habría gustado averiguar si el intruso andaba solo.

Empujó la cabeza con la punta de la espada para ponerla de lado.

—¿Dijo o hizo algo el intruso antes de morir? ¿Algo que te hiciera pensar que pertenecía a una fe en particular?

—No podía hablar. Se había polimorfado en una araña.

Dhairn respiró hondo.

—Lloth —el nombre lo pronunció entre dientes, pero sonó tan claro como una maldición.

Aquello no tenía buena pinta. Las sacerdotisas de Eryndlyn debían de haber mandado otro espía. Cuando tampoco este consiguiera regresar, tomarían represalias, pero si todo salía bien, los selvetargtlin exiliados a los que encabezaba Dhairn pronto tendrían un hogar permanente, y un poderoso y nuevo aliado en cuanto se eliminaran los sellos de la fosa.

—Vuestra presencia aquí está atrayendo una atención indeseable —apuntó el dracolich.

—Lo reconozco —Dhairn levantó la espada y se apoyó en el hombro la pesada hoja—, pero nuestras fuerzas están listas para atacar. Enviaré una convocatoria a nuestros caballeros. En cuanto hayan dejado a sus respectivas compañías y se hayan reunido aquí, prepararemos nuestro ataque.

Los ojos del dracolich cobraron un brillo codicioso.

—¿Y mi paga por proporcionar las gemas y la magia para prepararlos?

Dhairn sostuvo la mirada del dracolich.

—Los secretos para la creación de los quitinosos —prometió, una promesa irresistible para Daurgothoth, que llevaba siglos tratando de crear por medios mágicos una raza exclusiva de sirvientes—, y una sexta parte de todo lo que extraigamos de la Montaña Inferior a lo largo de los próximos seiscientos años.

La mirada del dracolich se volvió amenazadora.

—Procurad que se cumplan vuestras promesas.

Dhairn inclinó la cabeza, con la hoja de la espada balanceándose sobre su hombro.

—Por la fuerza del brazo de la espada de Selvetarm que lo haremos.

Cavatina siguió a Halisstra a través de los bosques. Hacía sólo dos días que habían dejado atrás el altar del lago Sember, pero habían llegado a una región de Cormanthor en la que pocos se habían aventurado. Los olmos y los abedules empezaron a escasear, y fueron reemplazados por imponentes robles negros con troncos tan retorcidos como la torre de un mago. Entre ellos abundaban unos árboles de espinas tan gruesas que destrozaban el capote de Cavatina. Halisstra se abría camino a empellones entre la maleza y las espinas se partían como si fueran de cristal contra su duro pellejo.

El aliento de Cavatina se condensaba en el aire frío. En época tan avanzada del año, los días eran cortos y la helada crujía en el suelo desde el amanecer hasta la puesta del sol; pero bajo los robles retorcidos, el suelo estaba limpio, negro y suave, como si algo derritiera la helada desde abajo. En lugar del aroma limpio de la nieve, a Cavatina le llegaba un hedor dulzón y nauseabundo, como de carne en descomposición. Cuando el terreno empezó a descender marcadamente, comprendió adónde la conducía Halisstra.

—La Guardia Oscura —dijo entre dientes.

Su madre le había contado historias sobre el lugar. Hacía miles de años, en una época anterior a la fundación de Myth Drannor, los elfos de la superficie habían encerrado allí a un viejo malvado que, según algunos, era el dios Moander. La leyenda persistía. Aventurarse en la Guardia Oscura equivalía a propiciar la locura, una locura capaz de desatar una violencia indecible, de las que enfrentan a las hermanas entre sí. Cavatina ya podía sentir su acechanza. Echó mano de una rama espinosa, conteniendo apenas el deseo de golpear y golpear hasta convertir al árbol en un montón de astillas.

Halisstra le lanzó una sonrisa malintencionada por encima del hombro.

—¿Asustada?

Cavatina apretó los dientes.

—Soy una Dama Canción Oscura. No nos asustamos fácilmente.

Halisstra asintió.

Cavatina se enjugó el sudor de la frente con la manga. No confiaba en Halisstra, a pesar de lo que había dicho Qilué. Antes de que partieran, la suma sacerdotisa le había hablado de la profecía que le habían transmitido tres años antes sobre los Melarn. Uno de esa Casa ayudaría a Eilistraee… pero otro la traicionaría. Tal como se predijo, dos Melarn aparecieron en un momento de necesidad extrema: Halisstra y uno de sus hermanos. Aún no se sabía cuál de ellos traicionaría a la diosa, pero si era Halisstra, Cavatina la estaría esperando. Más vale prevenir que curar.

En un principio, había achacado su inquietud a esa advertencia, pero pronto se dio cuenta de que la causa debía de ser la propia Guardia Oscura. ¿Por qué la ponía tan nerviosa el valle? Había matado yochlol en las regiones más profundas del Tragaluz, una sima cuya magia le impedía ver más allá de la punta de su espada extendida, y en una ocasión había luchado contra una bestia del caos en el borde de Throrgar, donde los vientos aulladores habían estado a punto de arrancarla del acantilado. Pero había algo en la Guardia Oscura que corroía su resolución como la putrefacción corroe la madera.

Una rama seca crujió a sus espaldas. Cavatina se volvió con la espada cantora preparada.

Un perro la estaba mirando, un sabueso. Estaba flaco. Las costillas podían contarse en sus costados. En uno de ellos tenía sangre seca. El sabueso debía de haber sido herido por algún animal de caza al que perseguía. Emitió un leve gemido y la miró con ojos implorantes.

Cavatina vaciló y luego decidió que no representaba ninguna amenaza. El animal necesitaba que lo curasen, algo que Eilistraee podía proporcionarle.

Halisstra se había detenido al mismo tiempo que Cavatina.

—Mátalo —dijo entre dientes, desde su estatura dominante y retorciendo sus patas de araña.

El perro dejó escapar un gruñido.

—No —dijo Cavatina. Era evidente que Halisstra estaba asustando al perro—. Por amor de Eilistraee, voy a curar…

El perro se lanzó contra Cavatina y cerró los dientes sobre su mano extendida con una furia que le hizo dar un respingo.

Cavatina retrajo la mano y retrocedió, cantando una plegaria que debería haber calmado a la bestia; pero, en lugar de calmarse, el perro arremetió más duramente contra ella. Cavatina trató de contenerlo interponiendo la espada de plano, pero seguía amenazándola con los dientes.

A su espalda oía a Halisstra reír estridentemente. El sonido acicateaba un instinto de Cavatina y se encontró repeliendo el ataque del perro golpe por golpe, hiriéndolo una y otra vez con la espada. En lugar de cantar con voz dulce, el arma mágica emitía un sonido agudo. La sangre le salpicaba el brazo y la cara y pronto se encontró de rodillas, cogiendo la espada con ambas manos y clavándola furiosamente en el perro caído en el suelo. Gritó airada, sin parar de atravesar el cuerpo convertido en un guiñapo.

Un reducto de su mente veía lo que estaba haciendo y se horrorizaba. El perro era un amasijo de huesos rotos y de carne sanguinolenta y pulverizada. Con un estremecimiento que le sacudió todo el cuerpo, detuvo por fin su ataque, jadeante, temblorosa, y se puso de pie.

Halisstra se acercó, olisqueando el sangriento cadáver. De su desfigurada boca brotó una risita.

—Por el amor de Eilistraee… —musitó.

—¡Apártate de él! —gritó Cavatina—. Y cierra la boca. ¡Cie-rra la bo-ca! —la amenazó con la espada, de la que brotó una nota rechinante.

Halisstra dio un salto atrás.

Cavatina cerró los ojos y susurró una fervorosa plegaria.

—Eilistraee, ayúdame. Protégeme de esta locura. —Un momento después, desaparecieron los últimos vestigios de la rabia. Volvió a abrir los ojos y respiró hondo, para calmarse. El olor a sangre le llenó los pulmones e hizo una mueca de asco. Dio la espalda a lo que había hecho.

—¿Cuánto falta para llegar al portal? —le preguntó a Halisstra.

Halisstra ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo que Cavatina no podía oír.

—No está lejos. —Señaló un afloramiento rocoso más hacia abajo, en el cañón. Un roble negro achaparrado crecía encima de él—. Está debajo de esa roca.

Cavatina asintió con aire apesadumbrado.

—Vamos.

Recorrieron un trecho aún, descendiendo hacia el fondo del valle lleno de árboles achaparrados cuyas ramas parecían garras levantadas contra el cielo. Cuando se acercaron más al afloramiento, Cavatina vio que era un montón de bloques de piedra cuyas aristas estaban desgastadas por la erosión. En las grietas de la roca crecían matas de hierba, dura como el acero, y el árbol que crecía encima tenía un tronco que parecía retorcido por una mano gigantesca. Varias raíces de gran tamaño se extendían por encima de la pila de piedras, como si fueran unos dedos negros. Al rodear las rocas, Cavatina contó ocho raíces, un número que, estaba segura, no era casual.

Halisstra se encaramó a la pila, que tenía el doble de altura que Cavatina. La base del tronco estaba ligeramente levantada, como si se apoyara sobre las raíces en una postura semejante a la de una araña dispuesta a saltar sobre su presa. Había espacio suficiente entre el tronco y las piedras para que incluso la monstruosa Halisstra pudiera introducirse a cuatro patas sin tocar el árbol.

—Aquí dentro —dijo, poniéndose en cuclillas junto a la abertura y señalando el espacio que había debajo del árbol.

Cavatina subió con aire alerta hasta donde esperaba Halisstra. Si realmente era un portal hacia el dominio de Lloth, Cavatina lo haría clausurar una vez terminada la expedición. Por el momento, formuló un conjuro que permitiría a los de su fe encontrarlo. Si no volvía de su búsqueda, alguien se ocuparía de él más adelante.

Oyó un sonido leve y estridente, como el del viento que sopla entre alambres tensos. Era un gemido extraño que le puso los pelos de punta.

—¿La araña cantora? —preguntó.

Halisstra asintió.

—Debe de haber reparado su telaraña.

Cavatina se puso en cuclillas al lado de Halisstra y echó un vistazo entre las raíces. Pudo ver unas leves líneas de color violeta contra la oscuridad, luces intermitentes que aparecían y desaparecían.

—Hazla callar —ordenó.

Halisstra agachó la cabeza —lo más parecido a una reverencia que podía hacer con esos músculos como cuerdas—, y metió la mano en el hueco de debajo del árbol. Sus dedos pulsaron las cuerdas de luz violeta. Mientras lo hacía, de su garganta brotó un sonido ronco: una canción. Cuando hubo terminado retiró las manos. Sus dedos, largos y oscuros estaban pringosos de hebras color violeta. El sonido que antes salía del interior había cesado.

—Ya está —dijo—. El camino está despejado.

—Bien —dijo Cavatina—. Tú primero.

—Señora —Halisstra inclinó la cabeza.

Por la mirada que le echó a Cavatina se veía que entendía que la Dama Canción Oscura no confiaba plenamente en ella. Se volvió y se introdujo a gatas debajo del árbol, después se incorporó. La parte superior de su cuerpo dejó de verse. Un paso adelante, luego otro… y desapareció.

Cavatina respiró hondo. Había luchado contra los demonios en las mismísimas puertas del Abismo cuando estos emergían de los portales, pero jamás había viajado a los planos exteriores. Sentía que le hormigueaba todo el cuerpo de emoción, aunque esta vez su misión no fuera de búsqueda, sino de recuperación. Formuló un conjuro que le permitiría resistir las energías negativas de la Red de Pozos Demoníacos, y siguió adelante, con la espada cantora en la mano. Cuando su cuerpo penetró en el lugar ocupado en el Plano del Magma Primario por el árbol, el olor a savia enmohecida inundó sus fosas nasales. Un instante después, su cabeza se abrió camino entre telarañas, partiéndolas con vibraciones que podía sentir pero no oír. Una delgada película pegajosa le cubrió el pelo, los hombros y la ropa, hebras de la telaraña de la araña cantora. Se puso de pie, como había hecho Halisstra, y de repente se encontró en otro lugar.

Lo primero que hizo fue buscar a la araña cuya tela acababan de romper, pero no estaba a la vista. Un conjuro de adivinación no reveló nada.

—¿Dónde está la araña cantora? —preguntó.

Halisstra se encogió de hombros.

—No está —señaló algo que yacía a unos pasos y que parecía un montón de viejos palos—. Supongo que sus hijos se la comieron.

Cavatina asintió al reconocer el montón como los restos de una araña. Había esperado encontrar un enemigo vivo. El acceso había sido fácil. Demasiado fácil.

Miró a su alrededor. La Red de Pozos Demoníacos no tenía en absoluto el aspecto que ella había imaginado. Siempre había pensado que sería una enorme caverna llena de telarañas resistentes como el acero y por encima de la cual se cernía la fortaleza de hierro de Lloth, como una araña. En lugar de eso, el portal les había dado paso a un terreno llano y yermo, de roca gris purpúrea, bajo un cielo totalmente negro salvo por un grupo de ocho estrellas de color rojo sangre que brillaban como los ojos de una araña guardiana. Colgadas del cielo, en hebras de telaraña —tan lejos que parecían apenas puntos—, había unas bolas casi blancas. Cada tanto, una de ellas estallaba y liberaba la forma fantasmagóricamente gris de un drow, el alma de alguien que acababa de morir. Las almas eras arrastradas por el viento que soplaba siempre en una dirección, hacia una línea distante de acantilados.

La planicie era tan irregular como una cara marcada por la viruela, con cráteres y profundas simas. Dondequiera que mirase, Cavatina veía telarañas. Eran arrastradas por el viento y se pegaban a las ropas y el pelo. Al sentir que algo le picaba en la rodilla desnuda, miró hacia abajo. El terreno estaba lleno de pequeñas arañas rojas, no más grandes que un grano de arroz. Subían en bandadas por sus botas. Pronunció una plegaria que hizo que los diminutos insectos abandonaran de inmediato sus botas y corrieran a refugiarse en las grietas de la roca.

—¿Dónde está el templo? —preguntó en voz baja. El grupo de «estrellas» rojas hacía que tuviera reparos en alzar la voz.

Halisstra señaló un lugar que estaría a una legua de allí, donde sobresalían del suelo docenas de torres de piedra planas en la parte superior.

—Encima de una de esas.

Cavatina trató de distinguir los objetos lejanos.

—¿Qué son?

—Patas petrificadas de arañas gigantes.

—¿Y encima de eso construisteis el templo de Eilistraee? —preguntó, frunciendo el entrecejo.

Halisstra alzó un extremo de la boca.

—Es un lugar desde donde se divisa todo y fácil de defender. —Le hizo señas con una de sus deformes manos—. Vamos.

Halisstra partió yermo adelante, hacia las torres. La Dama Canción Oscura activó la magia de sus botas y la siguió, dispuesta a no perder de vista a Halisstra. Cavatina iba levitando y descendiendo, levitando y descendiendo en una serie de pasos largos y gráciles. Cada vez que una bota tocaba el suelo, resbalaba levemente al aplastar a las diminutas arañas que pululaban por doquier. Segura de que Lloth reaccionaría tarde o temprano a esta invasión de su dominio, Cavatina estaba atenta a cualquier cosa que la Reina Araña pudiera arrojarle, pero no se produjo ningún ataque. Ni arañas descendiendo del cielo, ni fuego oscuro surgiendo del terreno que pisaban, ni carcajadas capaces de volver loco a alguien que atravesara el paraje. Era como si el propio dominio contuviera la respiración, a la espera de saber qué harían Halisstra y ella.

Sin duda era la Red de Pozos Demoníacos, pero faltaba un elemento de vital importancia: la fortaleza de Lloth. Se decía que tenía la forma de una enorme araña de hierro y debería estar patrullando sin cesar su reino, pero Cavatina ni la veía ni la oía. ¿Serían tan vasta la Red de Pozos Demoníacos como para que la fortaleza de Lloth estuviera más allá del horizonte? Era una pregunta a la que Cavatina no podía dar respuesta. Sólo sabía una cosa, que dondequiera que estuviera la fortaleza de Lloth, se alegraba de que no fuera encima de ellas.

Mientras descendía, después de otro de sus saltos, atrajo su atención una grieta del suelo tapada con telarañas y en la que algo se movía. Esa fue advertencia suficiente para que saltara hacia un lado cuando un grupo de cosas semejantes a arañas saltaron de la grieta y se abalanzaron sobre ella. Las reconoció enseguida: chwidenchas, criaturas hechas a partir de cuerpos mágicamente modificados de drow que habían agraviado a Lloth. Cada una de las cuatro criaturas era del tamaño de un caballo pequeño y sólo tenían unas endebles patas traseras rematadas en garras tan cortantes como dagas. De la parte interna de cada pata sobresalían unas púas que las transformaban en el equivalente de una hoja de sierra. En cuanto una chwidencha aterrizaba sobre la víctima elegida, esas púas se cerraban sobre ella. La única forma que tenía la víctima de evitar que la criatura la aplastara era liberarse a tirones, lo que le producía unas laceraciones tremendas en la carne.

Cavatina escapó de las chwidenchas levitando, pero Halisstra no fue tan afortunada. Atraídas por las vibraciones de sus pisadas, aquellas criaturas se dirigieron hacia ella. Halisstra dio media vuelta y arrojó sobre una de ellas una red, sofocándola bajo una gruesa capa de seda pegajosa, pero para entonces ya tenía a las otras tres encima. Hubo un revoltijo de patas y de garras. La mayor parte resbalaban sin producir daño en la piel, dura como la piedra, de Halisstra, pero unas cuantas se le clavaron. En un instante, el cuerpo de Halisstra estaba cubierto de sangre.

Ella se puso de pie y luchó con las tres criaturas. Se trataba de una treta suya para atraerse la simpatía de Cavatina, un truco peligroso.

Cavatina se posó en tierra, pisando con fuerza para atraer la atención de las chwidenchas. Dos de ellas dejaron de atacar a Halisstra y se volvieron contra ella. Cavatina dio un salto en alto y se llevó el cuerno de caza a los labios. Sopló y lanzó un sonido estridente sobre ellas. Cuando el sonido las golpeó, las chwidenchas se detuvieron y se enrollaron en forma de apretadas bolas. Un momento después, volvieron a desplegarse. Cavatina vaciló y luego tocó el cuerno por segunda vez. De nuevo, las dos criaturas se detuvieron con un estremecimiento; cuando volvieron a abrirse, lo hicieron con más lentitud. Tambaleándose visiblemente, empezaron a andar en círculos, arrastrando la mitad de sus patas inservibles en pos de sí.

Aun debilitadas como estaban, combatir a las chwidenchas con una espada habría sido inútil. Las «cabezas», del tamaño de un puño, de los arácnidos estaban hundidas en el centro de las criaturas. Habría que cortar las patas, una por una, para hacerles auténtico daño, pero las patas podían regenerarse.

Sin dejar de flotar por encima de los arácnidos heridos, Cavatina volvió a llevarse el cuerno a los labios y sopló por tercera vez, a sabiendas de que podía estar propiciando un desastre. Se suponía que el cuerno mágico sólo debía tocarse una vez al día. Liberar su energía más de una vez podía desencadenar una explosión capaz de dejarla sin sentido, en el mejor de los casos, o de romperle el cuello, en el peor; pero a Cavatina no la habían enrolado en las filas de los Caballeros Canción Oscura por su falta de disposición a correr riesgos. Quien quiere ganarse la vida combatiendo a demonios tiene que ser atrevido.

Sopló, y una tercera onda de sonido atravesó a las chwidenchas, pulverizándolas. Cayeron, y tras una o dos convulsiones, murieron.

Mientras tanto, Halisstra seguía batallando con la chwidencha que la había atacado. La apartó con un golpe de su brazo de poderosa musculatura, pero tan pronto como la chwidencha terminó de rodar, saltó otra vez sobre ella. Aterrizó sobre su espalda y la derribó al suelo. Frotaba las patas contra ella, tratando de afirmarse.

Pero Halisstra no era fácil de vencer. Se puso de pie, arrancó a la criatura de su espalda y la pasó por encima de su cabeza hasta tenerla delante, un movimiento que le dejó terribles heridas en los hombros. Clavó los dientes en una de las patas de la chwidencha, que trataba de liberarse, pero las patas de araña de la propia Halisstra la sostenían firmemente, aplastándola contra su pecho. Volvió a morder, una y otra vez, abriéndose camino hacia el centro, donde las patas se unían… hasta que por fin un gran estremecimiento sacudió a la criatura y sus patas quedaron inermes.

Cavatina se posó en el suelo junto a Halisstra.

—Bien hecho.

Halisstra, con los ojos brillantes, arrojó a un lado a la chwidencha muerta.

Cavatina se acercó más, alzando la mano.

—Esas heridas. Trataré de curar…

—No —dijo Halisstra con voz firme y apartándose—. El pacto de Lloth me curará.

Cavatina bajó la mano. Se dirigió a donde estaba la chwidencha que había quedado apresada por la red, y le dio vuelta con su espada. Quedó al descubierto la bola de carne palpitante que era su cabeza y Cavatina hundió en ella la punta de su espada. La espada cantó gozosa mientras la chwidencha moría.

—Es difícil creer que hayan sido drow —dijo Cavatina mientras recuperaba la espada.

Halisstra alzó la cabeza.

—Creadas por Lloth, lo mismo que tú. —Cavatina se acercó a la segunda chwidencha, le dio vuelta y volvió a hundir su espada para asegurarse de que estaba muerta—. Cada pata era una persona que de algún modo desató la ira de Lloth. Fueron transformadas por magia corrupta y unidas para crear una criatura que sólo conoce el dolor y el odio. —Se dirigió a la tercera, la giró y le clavó la espada—. Les hacemos un favor matándolas. Entre las patas tal vez haya alguna cuyo «delito» fuera adorar a otra deidad, puede que incluso a Eilistraee. Es posible que alguna de las almas que estamos liberando vayan a bailar con la diosa en su dominio —se volvió a mirar a Halisstra—. Esto demuestra que siempre hay esperanza, a pesar de lo sombrías que puedan parecer las cosas.

Halisstra no entendió lo que había dicho, o deliberadamente hizo como si no lo hubiera oído.

—Has cazado chwidenchas antes.

Cavatina asintió.

—Entre otras cosas —señaló las heridas de Halisstra—. Ya se están cerrando. ¿Estás en condiciones de seguir adelante?

—Sí.

Siguieron hacia las torres de piedra y pronto se encontraron entre ellas. Cavatina pudo ver que realmente eran patas petrificadas. La mayor parte de ellas estaban cortadas en la segunda articulación, y sus garras se hallaban fundidas con la roca sobre la que se apoyaban. Cada una de ella tenía el diámetro de una casa. Trató de imaginar las arañas a las que otrora habían pertenecido y se estremeció. Esas criaturas sólo podían producirse en el Abismo.

La mayor parte de las torres estaban llenas de telarañas que flotaban como banderas rotas de las cerdas que tenían en los lados. Sin embargo, había una que no tenía adherencias. Media casi doscientos pasos de alto y estaba retorcida como el árbol que hacía las veces de portal. Halisstra se detuvo delante y dio unas palmadas a la negra piedra.

—Esta —dijo, echando la cabeza hacia atrás—. El templo está arriba.

—Muéstramelo.

Halisstra empezó a trepar. Sus manos y pies desnudos se pegaban a la roca como los de una araña. Cavatina dio un salto y levitó a su lado. Al aproximarse a la cima, vio una estructura asentada sobre la superficie plana de la roca. Era un simple edificio cuadrado, no mayor que un cobertizo: cuatro paredes cuadradas, un techo y una sola entrada en arcada, en la cual una manta harapienta hacía las veces de puerta improvisada. Las paredes estaban muy carcomidas, como si hubieran sido atacadas con ácido, pero una parte de la piedra, por encima del arco, estaba intacta. En ella, burdamente tallada, había una espada sobre un círculo que representaba la luna llena: el símbolo de Eilistraee. Al verla, Cavatina sintió una calidez reconfortante. Al menos hasta ahí, la historia de Halisstra era cierta. Junto con Feliane y Uluyara había levantado realmente un templo a Eilistraee, haciéndolo brotar de la piedra, en el corazón de la Red de Pozos Demoníacos, por medios mágicos.

Cavatina se posó frente al edificio y elevó una canción de alabanza. Cuando acabó el conjuro de adivinación, el símbolo del edificio empezó a resplandecer. El templo seguía consagrado, aunque vetas oscuras del mal iban abriéndose paso en las paredes de piedra.

Halisstra todavía no había subido a la cima de la torre. Estaba suspendida a un lado y apartaba la vista del edificio, haciendo una mueca de dolor, como si se lo produjera el hecho de mirarlo.

Cavatina señaló el templo.

—¿La Espada de la Medialuna está dentro?

Halisstra asintió. El pelo apelmazado, que llevaba pegado a los hombros, no se movió.

—En el suelo.

Cavatina fue hasta la entrada y se valió de la espada para apartar la manta. Vio algo que relucía dentro del templo, contra la pared del fondo: una espada de hoja curva. La manta cayó y el viento la arrastró hacia el fondo de la habitación, donde quedó tapando la espada.

Cavatina miró el techo, asegurándose de que no había nada acechando en el cielorraso. Después volvió a mirar hacia Halisstra, que se hallaba suspendida del borde de la torre. Sólo se le veían la cabeza y los hombros por encima del borde. Los colmillos que salían de sus mejillas se contraían. Sus ojos estaban muy abiertos, con expresión ansiosa, y la boca, un poco abierta, respiraba de forma entrecortada. El viento le trajo a Cavatina su susurro:

—Sí.

Sin perder de vista a Halisstra, Cavatina entró en el templo. Era pequeño, de casi cuatro pasos de lado a lado. Su interior transmitía una extraña sensación, como de algo sagrado y tranquilo y, sin embargo, tambaleándose al borde del tumulto. A Cavatina le pareció estar caminando por una losa de piedra traslúcida que fuera a partirse en cualquier momento.

Apartó la manta con la punta de la espada y se quedó mirando el arma que yacía en el suelo. Había unas palabras grabadas en plata a lo largo de la hoja curva. Estaban en lengua drow, de modo que su lectura fue inmediata. Sólo faltaba una parte de una palabra en un punto donde las dos mitades de la espada habían vuelto a unirse. En ese punto, la plata se había fundido. La frase decía:

Si tu corazón rebosa de luz

y tu causa es genuina,

yo n… te fallaré.

Un conjuro de adivinación demostró que la espada conservaba su magia. Cavatina se quedó mirándola, arrobada.

—La Espada de la Medialuna —musitó.

Esta espada, formada hacía siglos con «metal lunar», tenía una hoja tan afilada que podía cortar la piedra e incluso el metal. Era un arma, según se decía, capaz de cortar el cuello de cualquier criatura, incluso de un dios.

Cavatina envainó su espada cantora y echó mano de la Espada de la Medialuna. Cuando cerró la mano sobre la empuñadura recubierta de cuero, sintió una oleada de poder que le subía por el brazo. Al sujetarla con ambas manos, giró, como una bailarina de la espada, y saboreó el equilibrio perfecto de la hoja. Con ella, sería la penúltima cazadora. Sus enemigos caerían como el trigo bajo la hoz.

—¡Eilistraee! —gritó. Sin dejar de girar echó la cabeza hacia atrás y rio.

Un sonido sibilante la hizo volver a la realidad. Se detuvo de golpe y, al mirar fuera del templo, vio ráfagas de lluvia que castigaban la piedra. Donde las gotas tocaban la piedra, esta empezaba a burbujear despidiendo un vapor maloliente y formando pozos.

Lluvia ácida.

Halisstra miró al cielo. La lluvia le caía por la cara y por el pelo apelmazado. No daba muestras de que el ácido hiciera mella en su piel desnuda.

—Se prepara una tormenta —dijo, y miró hacia abajo—. Necesitamos un refugio.

Cavatina señaló el templo.

—Eilistraee nos protegerá.

—A mí no —respondió Halisstra, meneando la cabeza. Volvió a mirar hacia abajo y saltó del borde de la torre al vacío.

Cavatina corrió hacia la puerta, pero la lluvia ácida que entraba por la arcada la hizo retroceder. Cantó una plegaria de protección y se abrió camino contra el viento hasta el borde de la torre de roca. Cuando miró hacia abajo, no vio ni rastro de su guía.

—¡Halisstra! —llamó, pero su voz se la llevó el viento.

La lluvia ácida rebotaba en su piel, pelo y ropa sin tocarlos, repelida por el conjuro. Su magia la protegería, pero sólo momentáneamente. Tenía que volver a ponerse a cubierto, pero cuando se volvió hacia el templo oyó un ruido como de algo que se agrieta. Una larga hendidura apareció en la pared frontal, junto al arco. La lluvia caía del techo a chorros y erosionaba aún más la grieta. En pocos segundos se hizo más grande. Después, con un crujido terrible, la estructura cedió. El techo cayó hacia dentro y las paredes se derrumbaron. Pronto no quedó más que una masa informe encima de la cual sólo podía verse un bloque mellado de piedra con el símbolo de Eilistraee.

El templo ya no estaba. Sólo se había mantenido en pie el tiempo necesario, por la gracia de Eilistraee. Ahora que había recuperado la Espada de la Medialuna, Cavatina estaba librada a su suerte.

Corrió al borde del precipicio y saltó, dejando que sus botas la depositaran suavemente abajo. Mientras descendía, envió a Halisstra un mensaje con un conjuro.

Cuando acabe la tormenta, reúnete conmigo en el portal.

La respuesta de Halisstra llegó un momento después. Un angustioso gemido.

No puedo. Lloth me llama.

Cavatina repitió el conjuro.

Puedo ayudarte a resistir. Dime dónde estás.

Sintió el contacto de la mente de Halisstra, pero no hubo respuesta, sólo un gorgoteo de risa medio desquiciada.

Algo se abalanzó sobre ella desde la base de la torre: dos criaturas que lanzaban un débil resplandor amarillo verdoso y que llevaban las patas colgando detrás. Cavatina las reconoció de inmediato. Eran myrlokhar, «arañas del alma», enemigos mortíferos capaces de robar la esencia vital de una víctima y sumarla a la suya, y levitaban con tanta facilidad como Cavatina.

Hizo un alto en pleno descenso y les lanzó un conjuro. Sendos rayos brillantes de la sagrada luz de luna de Eilistraee alcanzaron a cada una de las myrlokbars y las convirtieron de inmediato en dos antorchas. Cayeron, desprendiéndoseles las patas en la caída, y se estrellaron contra el suelo.

Cavatina tuvo ganas de reír. ¿Eso era todo lo que Lloth podía enviar contra ella? Renovó el conjuro para protegerse de la lluvia ácida y tocó el suelo junto a los restos de las arañas del alma.

Como en respuesta a su desafío silencioso, el tiempo cambió. Paró la lluvia y del cielo empezaron a caer pesadas piedras. Cuando rebotaron en su armadura metálica, vio que se trataba de pequeñas arañas. Trató de aplastar una con el pie, pero era dura como una piedra. Se dio cuenta de que debían de estar petrificadas, como la torre de roca que tenía detrás.

La lluvia de arañas arreció, y cada vez eran de mayor tamaño. Pronto fueron como uvas, luego como huevos. Golpeaban como un granizo hiriente. Cavatina cantó una plegaria y creó sobre su cabeza un disco de energía a modo de escudo. La mayor parte del granizo de arañas rebotaba en él, amontonándose a los lados, pero algunos de los proyectiles lo atravesaron y la golpearon en la cabeza y en los hombros.

Justo enfrente de ella había una gran hendidura en otra de las torres de roca: una caverna natural. Cavatina corrió a refugiarse en ella para librarse del granizo. Se detuvo cuando vio que la caverna estaba ya ocupada. Una hembra drow, ensangrentada y golpeada, estaba contra una pared. Cuando se removió, Cavatina la reconoció: era Uluyara, una de las sacerdotisas que había acompañado a Halisstra a la Red de Pozos Demoníacos. Estaba viva, a duras penas.

—¡Detrás… de ti! —dijo Uluyara, con voz quebrada, sin apartar la vista de algo situado afuera, en la tormenta.

Cavatina se había girado a medias cuando la espada cantora hizo desaparecer el velo que la falsa drow había usado para nublar su mente. Dio una vuelta, con la Espada de la Medialuna todavía en la mano, y se encontró con una yochlol donde antes estaba Uluyara. El demonio había vuelto a su forma natural, un montón informe de carne hedionda, y la miraba desde su aventajada estatura. Un único ojo rojo la contemplaba desde el centro de ocho tentáculos retorcidos. Lanzó sus miembros hacia delante y al menos la mitad de ellos golpearon a Cavatina en los brazos, hombros y pecho. Sólo le infligieron heridas menores, pero los golpes hicieron que perdiera el equilibrio. Lanzó un mandoble con la Espada de la Medialuna y consiguió alcanzar uno de los tentáculos y cortarlo limpiamente. El apéndice cercenado dio contra una pared y cayó al suelo, de él manaba sangre oscura y espesa.

La yochlol chilló y todo se volvió oscuridad. Cavatina lo contrarrestó con una plegaria para recuperar la vista y empezó a dar mandobles con la Espada de la Medialuna, tratando de encontrar a su enemigo; sin embargo, la espada sólo cortaba el aire. O bien la yochlol la había identificado como un Caballero Canción Oscura y se había teleportado, o bien…

Cuando el conjuro de Cavatina empezó a abrir una brecha en la oscuridad mágica, la drow vio una nube arrolladora de vapor amarillo. La yochlol había asumido una forma gaseosa. El hedor golpeó el estómago de Cavatina, como un puño grasiento. Combatiendo el impulso de deshacerse en vómitos, cantó una palabra sanadora. La náusea se le pasó, pero el demonio volvió a cambiar y asumió la forma de una gran araña, que saltó hacia ella mostrando los colmillos.

Cavatina le salió al encuentro con una estocada de arriba abajo. La yochlol no tenía un cuello que cortar —en su forma de araña la cabeza y el tórax estaban fusionados—, pero la Espada de la Medialuna hizo su trabajo. La hoja golpeó a la criatura en el punto central de su grupo ocular, atravesó limpiamente el cefalotórax y el abdomen y los cortó en dos. Un líquido caliente y apestoso salpicó a Cavatina, de la cabeza a los pies, mientras las dos mitades del cuerpo le pasaban una por cada lado y acababan detrás de ella.

Cavatina parpadeó y escupió para librarse del mal sabor de boca. La sangre demoníaca se le deslizaba por la espada hasta su mano y, de ahí caía al suelo.

—Esto sí es una espada —dijo en voz baja, sopesando con gesto de aprobación la Espada de la Medialuna.

¿Quién eres?

Cavatina se quedó de una pieza. ¿Era una voz lo que acababa de oír? ¿Otra yochlol que anunciaba su presencia? Se volvió en redondo con la espada lista para atacar. El conjuro que le había permitido ver a través de la oscuridad mágica de la yochlol seguía activo, pero no reveló nada extraordinario. Estaba sola en la caverna.

Sola con la Espada de la Medialuna.

No eres ella.

Cavatina se quedó mirando la espada.

—¿Eres…? —Hizo una pausa, sintiéndose estúpida—. ¿Eres tú la que habla, espada? —Ya había oído hablar de armas con inteligencia propia, pero nunca había tenido una.

La espada —suponiendo que hubiera sido la espada la que había hablado— no respondió nada.

Cavatina oyó que algo se movía en lo más profundo de la caverna y sospechó que se trataba de otro yochlol. Era muy probable que el lugar hubiera albergado a toda una prole de demonios. Aunque nada le habría gustado más que matarlos a todos, uno por uno, las órdenes de Qilué habían sido tajantes. Cavatina tenía que recuperar la espada de la Red de Pozos Demoníacos y volver con ella rápidamente. Nada de permanecer en el dominio de Lloth donde pudiera dañarse o perderse. Ya habría montones demonios que matar otro día.

Cavatina miró hacia fuera. La lluvia de arañas había cesado. Salió de la caverna con la Espada de la Medialuna todavía en la mano. La espada cantora era un arma más adecuada si se encontraba a más yochlol, pero en esa situación primaban las consideraciones prácticas: la Espada de la Medialuna era demasiado curva para meterla en su vaina; tenía que llevarla en la mano.

Inició el camino de vuelta hacia el portal, valiéndose otra vez de sus botas mágicas para avanzar en largos y gráciles saltos. Entre tanto, no dejaba de mirar entre las torres de roca, tratando de ver adónde había ido Halisstra. También intentó mandarle un mensaje, pero sólo le respondió el silencio. Era posible que Halisstra hubiera usado ya el portal para volver al Plano del Magma Primario. Una vez que lo hubiera atravesado, no era seguro que le llegaran los mensajes.

Aunque Halisstra no hubiera llegado todavía al portal, Cavatina estaba segura de que sabría cuidar de sí misma. Halisstra había sobrevivido, por su propia cuenta, durante dos años en el dominio de Lloth. Estaban tan adaptadas a sobrevivir allí como cualquier demonio; así lo demostraba su inmunidad a la lluvia ácida.

Cuando Cavatina dejó atrás la última de las torres, vio algo a lo lejos que le dio un escalofrío: una araña tan enorme que, aun a tanta distancia, era capaz de distinguir sus detalles. Su cuerpo estaba coronado por una cabeza de drow, y retrocedía sobre seis de sus ocho patas. Las dos patas delanteras sostenían armas que despedían un brillo rojo mate bajo la rubicunda luz de las estrellas, una espada de acero recta y una maza más gruesa rematada por un pomo.

Sus armas eran suficientes para reconocerlo. Cavatina sabía que era Selvetarm, campeón de Lloth, y no un simple avatar —algo fuera de lugar en la Red de Pozos Demoníacos—. Era el semidiós en persona.

Cavatina pronunció en voz baja una fervorosa plegaria mientras bajaba al suelo. Con el corazón latiendo desbocado, permaneció allí, sin moverse, mientras Selvetarm se volvía. Fue necesaria toda su fuerza de voluntad para resistir cuando la mirada del semidiós pasó por encima de ella. ¿Podría ocultarla Eilistraee a su vista? ¿Podría ocultarla a un semidiós y en su propio dominio? Selvetarm tenía poder para ver lo invisible, y detectaría a Cavatina con sólo sospechar que había alguien allí. Contuvo el aliento hasta que la cabeza se volvió hacia otro lado.

El alivio que sintió por no haber sido descubierta se evaporó cuando se dio cuenta de que Selvetarm se encontraba casi exactamente en el punto donde se encontraba el portal, y no se movía de allí.

Cavatina se había sentido segura de poder con cualquier cosa que Lloth le pusiera delante, pero de repente las cosas se habían complicado. Para escapar de la Red de Pozos Demoníacos tendría que luchar contra un semidiós.

Puedes hacerlo.

Cavatina parpadeó. ¿Habría hablado la espada… o su propio orgullo?

Asió con más fuerza la Espada de la Medialuna. Podía conseguirlo. El arma que llevaba en la mano había sido forjada precisamente para ese fin, para matar deidades.

Sí, susurró la espada.

Cavatina sonrió con determinación y pensó que esa sí sería una buena cacería.

Si conseguía matar a Selvetarm, su nombre se recordaría por siempre y en todas partes, desde El Paseo hasta el más recóndito altar.

Y su trofeo sería la cabeza de un semidiós.