Treinta

Sin embargo, Nathaniel no movió ficha al día siguiente. Ni al otro.

Ni al otro.

Conforme pasaba el tiempo, el colegio se instaló en una especie de normalidad precaria. Los alumnos iban a clase, estudiaban, jugaban… y esperaban.

Cuando transcurrió toda una semana sin que Nathaniel diera señales de vida, Allie empezó a albergar la esperanza de que todo hubiera sido una falsa alarma. A lo mejor Lucinda había convencido a la junta a tiempo. Era posible que le hubieran plantado cara y lo hubieran obligado a claudicar.

Cuando se lo consultó a Isabelle, la directora negó con la cabeza.

—Quiere que nos confiemos. Está esperando a que bajemos la guardia.

Tras el regreso de los instructores de la Night School, Allie y sus amigos empezaron a reunirse con menos frecuencia. Raj e Isabelle les habían ordenado que dejaran de buscar al espía y, dadas las circunstancias, no tenían mucha elección: los profesores no les quitaban ojo. Ahora no podían hacer nada salvo esperar. Jules y Lucas volvían a sentarse con ellos en las comidas y el parloteo sobre las clases había remplazado a las conversaciones sobre Nathaniel y los espías.

Reinaba una falsa normalidad que a Allie la ponía mala. Tenía la sensación de que todos estaban fingiendo que ningún desastre se avecinaba, pero ¿qué otra cosa podían hacer?

Descubrió que echaba de menos la descarga de adrenalina que le provocaban aquellas reuniones secretas a deshoras, las incursiones en habitaciones cerradas en busca de pruebas. Añoraba la sensación de estar haciendo algo. Se habían vuelto a quedar al margen. Quizá siempre había sido así, en parte, pero por lo menos antes tenían cierto control sobre la situación.

Como ya no se reunían a diario, le costaba menos guardar las distancias con Sylvain. Justo lo que quería. Necesitaba tiempo para pensar.

De vez en cuando, sin embargo, Allie alzaba la vista y lo sorprendía mirándola de lejos con una expresión de desamparo en aquellos ojos más azules que el cielo. Y se le encogía el corazón.

Entonces, recordaba lo que Sylvain le había dicho en su día: «No te voy a esperar para siempre… Duele demasiado…».

En ocasiones, cuando él no hacía ningún esfuerzo por acercarse a ella o no le reía una broma, temía que se hubiera cansado de esperar y se asustaba tanto que se le disparaba el corazón.

Sylvain… tenía que esperar. Solo hasta que hubieran dejado atrás aquella historia de Nathaniel. Después…

Carter, por su parte, no volvió a acudir al huerto. Después de su charla al respecto, Allie ya sospechaba que no lo haría, pero aun así se deprimió cuando, al romper el alba, él no apareció por allí.

Eso sí, ahora se llevaban mejor. Él la trataba como a una amiga más (no como a una buena amiga), pero algo es algo.

Poquito a poco, se decía Allie.

Lo más sorprendente de todo fue que empezó a cogerle el gusto a eso de trabajar la tierra. Jo le había contado una vez que se había enamorado del huerto después de que la castigaran varias semanas seguidas. En aquel entonces, Allie no había entendido por qué, pero ahora comprendía a qué se refería. El olor a tierra mojada, el acto de dejar caer las semillas y luego cubrirlas… Trabajar en el huerto ejercía en ella un efecto terapéutico. La tranquilizaba.

También ayudaba el hecho de que ya no hiciera tanto frío. Entre unas cosas y otras, marzo había llegado al fin y los brotes verdes aparecían por todas partes, como si alguien, en alguna parte, hubiera apretado un botón marcado con la palabra «crecer». En las ordenadas zanjas que Carter y ella habían cavado bajo la lluvia muchos días atrás asomaban plantitas verdes que algún día se convertirían en zanahorias, coles y patatas. Mirándolas, Allie sentía el orgullo que inspira un trabajo bien hecho; había ayudado a crear aquello.

El señor Ellison la trataba con menos severidad desde que Allie y él volvían a estar solos, como si se apiadara de ella. Casi todos los días el hombre llevaba un termo de té caliente y unos paquetes de galletas. En un momento u otro se sentaban a descansar mientras comían galletas y observaban cómo los pájaros construían sus nidos. En esos ratos, hablaban de muchas cosas: de la infancia londinense del señor Ellison, de su decisión de abandonar la ciudad para irse a Cimmeria. Nunca compartió con ella la historia que Carter le había contado, eso de que cometió un error y lo abandonó todo, y Allie tampoco quiso preguntar. Sin embargo, se sorprendió a sí misma explicándole cosas que no le había confesado a nadie más. Que su madre y ella apenas se hablaban ya. Que echaba de menos a su padre. Aquel hombre tenía algo, una mezcla de sabiduría y capacidad de escucha, que la animaba a abrirle su corazón. Él también había cometido grandes errores. Y precisamente por eso era quizá el único adulto de todos los que conocía que rara vez la juzgaría.

Últimamente, Allie también había mantenido largas conversaciones con Isabelle. Tras la visita de Lucinda, la había machacado a preguntas sobre Orión, Nathaniel y Gabe.

Fue Isabelle quien le habló de las organizaciones hermanas que existían por todo el mundo. La de Europa se llamaba Deméter. La de América, Prometeo. Le dijo que Orión era la más antigua pero había dejado de ser la más importante y poderosa.

La directora también le dio más detalles sobre el plan de Nathaniel. Un viernes, después de las clases, cuando se sentaron a charlar en el despacho de Isabelle, Allie le preguntó por su hermano.

—¿Qué quiere en realidad? O sea, ya sé que solo pretende vengarse de Lucinda. Y también sé que te odia desde aquello de la herencia pero tiene que haber algo más. ¿Por qué está haciendo todo esto?

Presa de un repentino escalofrío, Isabelle cogió la chaqueta azul marino que colgaba del respaldo de su butaca y se la echó sobre los hombros. Debajo, llevaba un polo blanco y unos pantalones estrechos de color gris. Al mirarla, jamás habrías pensado que se estaba preparando para un ataque inminente, que se disponía a luchar. Parecía una profesora normal y corriente.

—Nathaniel lleva varios años viajando por el mundo en busca de aliados que lo ayuden a derrocar a Lucinda y a hacerse con el control absoluto de la organización —le explicó Isabelle—. En parte, lo hace por razones personales, como ya sabes, pero también por ansia de riqueza y poder. Quiere acumular más dinero del que jamás tuvo su padre. Superarlo en todo. No cuenta con el suficiente apoyo en el seno de la organización y por eso está buscando aliados internacionales. En enero, visitó la sede de Deméter en Zúrich pero, por lo que me han dicho, lo mandaron a paseo —su expresión se endureció—. Pero me temo que, en Prometeo, lo recibieron mejor.

—¿En Estados Unidos? —Allie se había quedado de piedra—. ¿Y por qué iban a hacerle caso? Está loco.

—No es que le hagan caso exactamente —aclaró Isabelle—. Pretenden utilizarlo. Verás, algunos miembros de Prometeo llevan años reclamando lo que Nathaniel les ofrece. Lo consideran un aliado en potencia. Si Inglaterra estuviera de su lado, la balanza se inclinaría por fin a su favor. Conseguirían lo que siempre han querido: más control, más poder. Una riqueza inimaginable. La vuelta de las oligarquías. Sería el fin, me temo, de esa experiencia que conocemos como democracia moderna.

»Imagínate el dinero que llegarían a ganar si no tuvieran que acatar las leyes que han sido promulgadas para proteger a la gente. Serían los reyes.

Allie la miró con suspicacia.

—Pero eso no tiene ni pies ni cabeza. Es imposible que pase algo así. La gente no lo permitiría.

El semblante de Isabelle reflejaba una extraña mezcla de cinismo y tristeza.

—La gente ni siquiera se daría cuenta —afirmó.

—Claro que se daría cuenta; todo cambiaría.

—Sí, las cosas cambiarían, pero el cambio no sería evidente —aclaró Isabelle—. Y la mayoría de la gente ni siquiera presta atención. Tiene trabajos, hijos, hipotecas, problemas… No disponen de tiempo para reparar en pequeños cambios legales que, en apariencia, no les afectan. Mira todo lo que ha conseguido Orión; se ha infiltrado en los principales organismos de Inglaterra, desde el Gobierno hasta los medios, pasando por los tribunales. Que yo sepa, la organización nunca ha amañado unas elecciones directamente, pero podría hacerlo si quisiera —la directora se retrepó en la silla—. Porque Orión controla la organización que monitoriza las elecciones.

Allie la miró boquiabierta.

—¿Me estás diciendo que Nathaniel de verdad podría salirse con la suya? ¿Podría —ni siquiera sabía cómo definirlo— conquistar el mundo?

—Me temo que sí —repuso Isabelle—. Por eso esta guerra es tan importante. Por eso algunas personas han muerto. Porque lo que está en juego… es el control absoluto.

Mientras duraba la espera, Allie no tuvo más remedio que ponerse al día con el trabajo de clase. Cada tarde, Rachel y ella se reunían en la biblioteca. Sentadas en suaves butacas de cuero a la mesa favorita de Rachel, estudiaban un buen rato bajo la luz de la lamparilla verde. Como en los viejos tiempos.

Un miércoles, casi dos semanas después del regreso de los instructores, Rachel le estaba dando clases de Química a su amiga. La tarde había sido larga y Allie estaba considerando muy seriamente la idea de bajar a buscar un tentempié a la cocina.

—Me parece que esa molécula está incompleta —Rachel señaló el diagrama que Allie había dibujado en la libreta—. Deberías añadirle otra parte. Mira —empujó el libro de texto y le mostró a Allie cómo debería quedar el dibujo—. En caso contrario sería, no sé, una molécula de tejón.

Mientras dibujaba la nueva sección, Allie replicó sin alzar la vista:

—¿Una molécula de tejón?

—¿Nunca te has fijado en que los tejones son un poco raros? ¿Como si hubieran perdido parte de sus moléculas y hubieran incorporado las de otro bicho sin querer? A eso me refiero.

A medida que la molécula de Allie iba cobrando sentido, un murmullo inquieto se extendió por la biblioteca. Cuando alzó la vista, Allie no vio nada raro, pero algunos alumnos se habían levantado e intercambiaban murmullos apiñados en corrillos. Unos cuantos salieron corriendo de la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó más bien para sí.

—Seguro que nosequién ha roto con nosecuántos —Rachel siguió trabajando—. No me puedo creer que haya sido de las últimas en enterarme.

—En realidad, aún no te has enterado —objetó Allie.

—Buena observación —respondió Rachel, haciendo ademán de levantarse—. Así que voy a preguntar qué…

En aquel momento vio algo que la dejó muda.

Corriendo en silencio por los suelos alfombrados, Katie se dirigía hacia ellas con su llamativa coleta flotando tras de sí como una estela. Debía de venir de muy lejos; llegaba sin aliento. Su tez lechosa estaba aún más pálida que de costumbre.

Cuando las alcanzó, se cogió a la mesa con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron.

—Ha empezado.