Veintinueve

Cuando Allie salió dando tumbos del despacho de Isabelle, la cabeza le daba vueltas. Al final, se habían pasado más de una hora hablando, de Nathaniel y de Christopher principalmente, aunque Lucinda también le había revelado algún que otro detalle de su vida y su trabajo.

Lucinda le estaba contando la reunión que, en cierta ocasión, había mantenido con el primer ministro de Japón cuando Isabelle llamó a la puerta.

—Quería recordarte que has quedado con Raj dentro de cinco minutos —dijo en tono de disculpa.

Captando la indirecta, Allie se levantó.

—Debería irme ya.

Lucinda rodeó el escritorio para colocarse delante de ella. Con suavidad, le recogió unas cuantas ondas de cabello detrás de las orejas. Fue un gesto tan maternal e instintivo que a Allie se le encogió el corazón.

—Me ha encantado charlar contigo —declaró Lucinda—. Espero que se repita pronto.

Como no sabía cuándo la volvería a ver y le costaba separarse de ella, Allie la abrazó con cariño espontáneo.

—Gracias, abuela —era la primera vez que la llamaba así; se sintió rara pero le encantó—. Estoy tan contenta de haberte conocido…

Lucinda la estrechó entre sus brazos con fuerza; su perfume olía a flores exóticas.

—Lo mismo digo, Allie.

La chica no sabía cómo empezar a explicarles a los demás todo lo que había descubierto, pero algo tendría que decirles. Debían comprender la gravedad de la situación.

Primero, sin embargo, tendría que encontrarlos.

Sabía que sus amigos tenían pensado reunirse en una de las salitas de estudio de la biblioteca, así que buscó allí en primer lugar. Cuando llamó a la puerta, decorada con grabados de bellotas y hojas, un estudiante mayor al que apenas conocía se asomó con expresión de impaciencia.

—¿Qué quieres? —le espetó, mirándola a través de unas carísimas gafas. Llevaba el pelo de punta, como si se lo hubiera toqueteado mucho. El escritorio que tenía detrás estaba tan atestado de papeles que algunos habían caído al suelo, amontonados de cualquier manera.

—Perdón —Allie retrocedió tan deprisa que estuvo a punto de caerse—. Estaba buscando a otra persona.

Murmurando para sí algo sobre los «niñatos estúpidos», el chico cerró la puerta sin despedirse siquiera.

Allie miró en la sala común, en el vestíbulo e incluso en el vasto descansillo que precedía a las aulas.

No los encontró por ninguna parte.

Por fin, echando humo de tanto pensar en Lucinda y Orión, en Jules y en Carter, Allie se sentó a esperar en un sillón de la concurrida sala común. Cuando alguien no aparecía, siempre lo buscaban allí.

Atestada de ruidosos alumnos que compartían juegos de mesa, charlaban y estudiaban, la enorme sala de estar estaba tan animada como de costumbre. A su lado, un grupo de seis alumnos muy jóvenes celebraba una escandalosa partida de póquer, que, por lo visto, entrañaba vehementes acusaciones de presuntas trampas y dudas sobre las familias de los participantes. Allie apenas los oía.

Acurrucada en la confortable butaca, aguardó. Pasaron siglos antes de que Zoe cruzara el umbral a toda mecha, como una golondrina que se lanza desde un alero.

Su inquieta mirada aterrizó en Allie, que se puso en pie al momento. Zoe parecía aliviada.

—Nadie sabía dónde te habías metido. Sylvain y Rachel están de los nervios. Vamos.

Cruzó la sala a toda velocidad y Allie corrió tras ella, guardando los libros en la bolsa de cualquier manera.

Cuando alzó la vista, vio que Zoe enfilaba por el vestíbulo principal hacia la entrada delantera. Por primera vez, se dio cuenta de que su amiga llevaba puestos el abrigo y el gorro.

—¿Estáis fuera? —preguntó, alzando la voz por la sorpresa.

—Sí —Zoe se peleaba con la anticuada cerradura de hierro—. Hace tanto frío que a nadie se le ocurrirá buscarnos allí. Eso ha dicho Sylvain.

El mecanismo cedió por fin. Zoe tuvo que emplear las dos manos para abrir la pesada puerta. El aire invernal las azotó como un bofetón en la cara.

—¿Ves lo que te decía? —le preguntó Zoe dando saltitos en el sitio—. Hace un frío que pela.

—Tonificante —repuso Allie con sorna. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría sin abrigo a la intemperie, pero no quería entretenerse en subir a buscarlo.

—Como un cubito de hielo en la cara —asintió Zoe, que ya había dejado atrás la escalera de entrada para internarse en el césped encharcado.

La noche estaba despejada; las estrellas, de un blanco plateado, se derramaban como escarcha contra la oscuridad del cielo cuando las chicas se aventuraron en el bosque.

Delante de ellas, la cubierta del cenador asomaba entre los árboles como un fantasma; el puntiagudo tejado parecía suspendido sobre los pinos. Solo cuando doblaron un recodo, pudieron ver el resto de la construcción.

Allie sabía que un alegre mosaico de colores cubría la piedra blanca de la pérgola, pero la oscuridad fundía en gris todos aquellos tonos.

Al acercarse, subiendo de dos en dos los peldaños de piedra, oyeron un coro de voces nerviosas.

—Allie está aquí —anunció Zoe, cuyo aliento se condensaba en nubecillas blancas—. Estaba haciendo los deberes.

—No estaba haciendo los deberes —protestó Allie—. Estaba… pensando. Y os he buscado.

—Sabíamos que a nadie se le ocurriría mirar aquí —la voz afrancesada de Nicole surgió de entre las sombras. Allie solo alcanzaba a ver su delgada pierna, enfundada en leotardos oscuros, que colgaba de la barandilla de piedra a la cual se había encaramado.

—Temía que te hubieran secuestrado —Rachel le lanzó una mirada elocuente antes de reparar en su atuendo—. ¿Por qué no llevas abrigo?

—Zoe ha olvidado mencionar la parte del aire libre —repuso Allie—, pero no pasa nada. La carrera me ha ayudado a entrar en calor.

En realidad, el sudor ya se le estaba enfriando en la piel, pero no quería que la obligaran a volver.

—Uno siempre se encuentra bien antes de congelarse —observó Rachel.

—¿Podemos hablar en serio? —Carter parecía exasperado—. Solo tenemos diez minutos antes de la cena. Allie, ¿qué te ha dicho Isabelle?

—En realidad, no he hablado con Isabelle —respondió ella—. He estado charlando con Lucinda Meldrum.

Allie soltó la bomba y todo el mundo se quedó de piedra.

—Jopetas —Zoe parecía impresionada—. Ni siquiera sabía que estaba aquí.

—¿Te ha dicho algo interesante? —la pierna de Nicole se movió cuando cambió de posición.

—Un montón de cosas, pero… —Allie pensó en todo lo que su abuela le había revelado sobre su familia, su historia, Nathaniel, Orión… No sabía por dónde empezar y solo tenían unos minutos—. Mejor os lo cuento más tarde. ¿Os habéis reunido con Katie? ¿Por qué estáis aquí fuera?

Tiritaba tan violentamente que le temblaba hasta la voz; la columna en la que se había apoyado estaba fría como el hielo y Allie se echó hacia delante.

—Nos hemos reunido, sí. Y ha sido… inquietante —al mismo tiempo que hablaba, Sylvain se desabrochó la chaqueta y se la quitó. Mirando a Allie a los ojos, se la tendió.

A ella, aquel gesto le recordó tanto a la noche del baile de invierno que, durante una milésima de segundo, se quedó paralizada. Jamás olvidaría el momento en que Sylvain se había quitado la chaqueta del esmoquin ni lo que había pasado después.

Se le puso la piel de gallina.

Luego tendió la mano.

El abrigo no era muy largo pero sí grueso. La suave tela de la prenda aún conservaba el calor del cuerpo de Sylvain y el aroma de su colonia. Se ajustaba a sus hombros helados como un abrazo.

—Katie piensa que unos noventa estudiantes se irán con Nathaniel. Hemos estado discutiendo qué hacer —la voz de Rachel trajo a Allie de vuelta a la realidad.

—¿Noventa? Pero eso es la mitad del colegio.

—Sí, es mucho más de lo que esperábamos —asintió Zoe.

—Ya he hablado con mi padre —intervino Rachel—. Ni siquiera ellos esperaban que fueran tantos. Ahora mismo están celebrando una reunión para hablar del tema.

—Pero algunos se quedarán… ¿no?

Fue Carter quien contestó.

—De los noventa, Katie cree que unos diez están dispuestos a plantarles cara a sus padres. O sea, casi ninguno de esos chicos pertenece a la Night School y no tienen ni idea de lo que está pasando en realidad.

Allie sintió que se le caía el alma a los pies. Diez alumnos. Eso no era nada. La mitad del colegio se marcharía. Nathaniel iba a tener su momento de gloria.

—Por lo que le han dicho sus padres, cree que el éxodo tendrá lugar esta misma semana —dijo Sylvain—. Puede que mañana mismo.

Es demasiado pronto.

—No, no, no —Allie se apretó las sienes con los dedos—. No estamos listos. ¿Qué vamos a hacer?

—Les hemos contado nuestro plan a los que quieren quedarse. Dónde esconderse. Maneras de evitar que los encuentren —la voz de Carter se abría paso entre la oscuridad—. Katie está informando a aquellos que le parecen de confianza. Rachel y Raj han hablado de ello, y él está al corriente de todo. ¿Se lo has contado a Lucinda?

—Ella dice que… —mientras se ceñía el enorme abrigo, Allie trató de recordar qué le había dicho su abuela exactamente—. Dice que está trabajando entre bastidores con la junta, presionando a aquellos que aún no han tomado partido. Si consigue que la mayoría se ponga de su parte, tendrá alguna oportunidad. Si más de la mitad de la junta apoya a Nathaniel… —dejó la frase inacabada. Lucinda no había especificado qué pasaría si casi todos los miembros de la junta se aliaban contra ella, pero le había dado a entender que la posibilidad entrañaba un grave peligro—. El caso es que necesita tiempo para convencerlos.

Miró a su alrededor. Los demás estaban más o menos apiñados en torno a ella, exhalando nubes de vapor. Parecían cansados y derrotados. Qué pocos eran… ¿Cómo iban a detener aquello?

—Pues no lo hay —suspirando, Carter se apoyó contra la columna de piedra que se alzaba tras él y levantó la vista hacia el pico, invisible en la oscuridad, que remataba el tejadillo del cenador—. ¿Y si Nathaniel se da mucha prisa? ¿Y si llega mañana mismo?

Las mangas del abrigo de Sylvain tapaban las manos de Allie. Cuando las alzó para mostrar las palmas, se deslizaron hacia atrás lo justo para que le asomaran los dedos.

—También me ha dicho que si la gente se niega a marcharse, Nathaniel podría enviar a la policía —se rio con amargura—. Tiene gracia. La policía acude si los alumnos se niegan a irse pero no podemos avisarla de que se ha cometido un asesinato. Es que… el mundo se ha vuelto loco.

—Los tiranos listos siempre se salen con la suya.

Sylvain lo dijo en voz tan baja que solo Allie pudo oírlo. Le echó un vistazo. Apoyado contra la balaustrada de piedra, parecía tenso y fatigado.

—¿Y ahora qué? —preguntó Rachel.

—Ahora, desarrollamos el plan —repuso Carter en tono lúgubre—. Y nos preparamos.

Justo antes de las siete, se encaminaron al edificio principal para cenar. Nadie tenía hambre pero la asistencia era obligatoria.

Cuando echaron a andar, Sylvain alcanzó a Allie.

—¿Qué tal te ha ido con tu abuela en realidad? ¿Te has alegrado de volver a verla?

El chico buscó la respuesta en sus ojos.

—Pues sí —dijo ella—. Me cae bien, ¿sabes?

Sylvain asintió.

—Intimida —reconoció—, pero tiene mucho carisma.

Qué raro que Sylvain entendiera a su abuela mejor que ella misma. Por otro lado, sus padres eran unos multimillonarios franceses. Sylvain llevaba toda la vida relacionándose con gente como Lucinda.

—Ahora bien —añadió Allie—, también ha sido preocupante.

—¿Por qué?

La chica se ciñó el abrigo.

—Porque creo que está asustada.

Detrás de ellos, Zoe y Carter charlaban en voz baja. Allie recordó la conversación con Jules. Tenía que contársela a Carter antes de entrar; él debía saber lo que habían hablado.

—Tengo que decirle una cosa a Carter —se disculpó Allie. Mientras lo decía, se fijó en que, a la luz de las estrellas, los ojos de Sylvain eran del mismo color exacto que el jersey que llevaba puesto—. ¿Nos vemos dentro?

El francés inclinó la cabeza con exquisita educación, sin dejar entrever emoción alguna.

Allie aminoró la marcha hasta que Zoe y Carter llegaron a su altura. Se volvió a mirar a la niña.

—Necesito hablar a solas con Carter un momento. ¿Te importa?

Zoe se encogió de hombros tan campante y corrió para alcanzar a Rachel. Allie la oyó decir:

—¿Has terminado los deberes de Química?

Como si fuera un día de clase normal y corriente.

Cuando nadie pudo oírlos, redujo el paso y se giró hacia Carter.

—¿Has visto a Jules esta tarde?

Él la miró extrañado.

—No. ¿Por qué?

—Me la he encontrado después de clase… —empezó Allie, y luego se corrigió—. En realidad, ha venido a buscarme. Estaba muy disgustada.

Carter se quedó clavado y luego se volvió a mirarla. El frío le había enrojecido las mejillas.

—¿Disgustada?

Nerviosa, Allie buscó las palabras adecuadas.

—Sabe… Me ha dicho… —exhaló una nube de aliento—. Sabe que no estás castigado. Quería saber por qué estabas trabajando en el jardín… conmigo.

Apretando los dientes, Carter escudriñó la oscuridad. Ahora estaba como un tomate.

—No he sabido qué decirle —Allie se metió las manos en los bolsillos de la falda y se miró los zapatos—. Piensa que la engañas conmigo.

Carter no la miró.

—¿Qué le has dicho?

—Que no, claro. Que eres mi amigo, que te preocupas por mí y que tiene que aceptarlo.

Él respiró aliviado.

—Gracias.

—Y, mira —Allie buscó sus ojos, pero Carter siguió mirando al frente—. Quería decirte que… gracias. O sea, es un trabajo muy duro y… yo no sabía… O sea, pensaba que te habían…

Maldijo su propia torpeza. Tres días a la semana, Carter se había levantado a las cinco y media de la mañana y se había pasado dos horas trabajando al aire libre, con un frío de muerte, todo para hacerle compañía. ¿Por qué no se le ocurría qué decirle?

Por fin, Carter la miró a los ojos.

—Tranquila. No tienes que darme las gracias —de repente, esbozó una sonrisa maliciosa—. Es que no tenía nada mejor que hacer.

Mientras Allie, con la boca abierta, pensaba a toda prisa qué responder a eso, Carter dio media vuelta y echó a andar hacia la escuela.

Cuando Allie llegó al comedor, casi todos los alumnos ya estaban allí. Se detuvo en el umbral para contemplar la escena. Carter se paró a su lado y siguió su mirada.

Manteles de lino blanco cubrían las mesas, sobre las cuales descansaban cálidas velas, vasos de cristal y platos de porcelana blanca, todo marcado con el escudo de Cimmeria. Las lámparas de araña proyectaban su luz desde lo alto de la espaciosa sala. Un alegre fuego chisporroteaba en el enorme hogar. Flotaba un aroma a carne asada y a humo de leña.

Aquello era Cimmeria en todo su esplendor. Le parecía demasiado hermoso —demasiado perfecto— como para ser destruido.

¿Qué pasará si Nathaniel gana? ¿Quién seguirá aquí mañana?

—Esta noche me voy a sentar con Jules —anunció Carter.

—Oh —desconcertada, Allie buscó una respuesta. Habían compartido mesa a diario desde que habían formado el grupo, pero, claro, después de todo lo que había pasado, Carter quería sentarse con Jules—. O sea, genial. Es una buena idea.

Lo vio acercarse a la mesa donde Jules charlaba con Katie y otros amigos. Vio cómo a Jules se le iluminaba la cara cuando se daba cuenta de que el chico se dirigía hacia ella. La vio levantarse y abrazarlo. Y luego vio a Carter rozarle los labios antes de inclinarse para susurrarle algo al oído…

—¡Siéntense, por favor!

El bramido de Zelazny la pilló tan de sorpresa que volvió a la realidad dando un respingo.

Se reunió con los demás, que ya estaban sentados a su mesa habitual. El abrigo de cachemira de Sylvain estaba forrado de pura seda; le resbaló de los hombros con facilidad. Cuando Allie se lo tendió, Sylvain la miró con cautela, como temiendo que le hiciera algún comentario.

Ella, sin embargo, se limitó a decir:

—Gracias por el préstamo. Espero que no hayas cogido sabañones… o lo que sea.

—De nada —respondió él—. No sé lo que son los sabañones, pero no creo que los tenga.

—¿Y qué son los sabañones? —preguntó Nicole, mirando a sus compañeros—. Que yo sepa, solo los tienen los personajes de Dickens, ¿no?

—No lo sé —Allie se desplomó en un asiento libre, al lado de Zoe—. Y no quiero saberlo.

Zoe, que ya había abierto la boca para ofrecer una disertación, volvió a cerrarla.

—Yo sé lo que son —afirmó—, pero si no quieres saberlo, mejor no te lo digo.

—¿Dónde está Rachel? —preguntó Allie, que acababa de reparar en la ausencia.

—Sentada con Lucas.

Nicole señaló una mesa cercana. Lucas había rodeado con el brazo a Rachel, que le apoyaba la cabeza en el hombro.

—Y Carter se ha sentado con Jules esta noche.

Con aire meditabundo, Sylvain echó un vistazo a la pareja, que al parecer compartía una broma privada, y luego miró a Allie otra vez. Ella evitó sus ojos.

—Debe de ser una noche de citas —al mismo tiempo que Nicole hablaba, sus ojos de muñeca se posaron primero en Allie y luego en Sylvain; no se le escapaba una.

—Al menos quedamos nosotros.

Ajena al silencioso drama que se desplegaba a su alrededor, Zoe se comportaba con tanto desparpajo y normalidad como de costumbre. A Allie le entraron ganas de aplastarla con algo pesado.

Se preguntó si debía contarles lo que le había revelado Lucinda, qué era Orión en realidad y por qué Nathaniel quería apoderarse del colegio, pero no le pareció conveniente dejar fuera a Rachel y a Carter.

Además, no creía que a nadie le apeteciera hablar del tema ahora mismo. La idea de que la escuela pudiera quedarse vacía al día siguiente —de que Nathaniel se saliera con la suya— los había dejado sin energías. Todo parecía inútil. Como si, en vez de prepararse para la batalla, se estuvieran preparando para la derrota.

Allie levantó el vaso de agua y se quedó mirando el movimiento del líquido. Recordando la clase de Historia de la mañana, pensó en el plan de Napoleón: había vencido a un ejército más poderoso que el suyo a base de astucia y engaños.

¿Pero quién es Napoleón? ¿Somos nosotros? ¿O Nathaniel?