La puerta no estaba cerrada con llave. Cuando Sylvain la empujó, Allie solo vio oscuridad, únicamente oyó silencio.
El chico levantó una mano para pedirle que esperara y entró el primero.
Regresó al cabo de un momento y, en silencio, le indicó por gestos que lo siguiera. Inspirando a fondo para reunir valor, Allie entró en el alojamiento de Zelazny.
Cuando la puerta se cerró a su espalda, un manto de oscuridad la envolvió. Allie se quedó muy quieta, sin atreverse a hacer el menor movimiento.
—Estoy aquí.
La respuesta de Sylvain sonó apagada. Allie oyó el suave roce de sus manos contra la pared y se dijo que su amigo buscaba a tientas un interruptor. Acababa de pensarlo cuando la luz inundó la habitación. Acostumbrada a la penumbra, Allie tuvo que protegerse los ojos.
—Me deslumbra —explicó.
—Solo será un momento.
Por las rendijas de entre los dedos, atisbó el resplandor. Sylvain aguardaba junto a la puerta, esbozando una sonrisa socarrona, como si Allie hubiera hecho algo divertido. Había perdido aquel aire crispado.
Se encontraban en una sala anticuada, amueblada con un sofá de piel y una butaca de madera con el asiento acolchado. En un rincón, cerca de la chimenea, había un televisor y un reproductor de DVD. Las paredes estaban pintadas de un tono gris mate, con una elegante moldura blanca. Girando despacio sobre sí misma, Allie avistó las estanterías que forraban una de las paredes y la puerta que conducía a otra estancia, seguramente al dormitorio.
—Qué pequeño.
—No está tan mal —Sylvain seguía de espaldas a la pared, mirando a su alrededor como si estuviera decidiendo por dónde empezar—. ¿Por qué no echas un vistazo a las estanterías? —propuso—. Yo inspeccionaré el escritorio.
Las estanterías de Zelazny se erguían sobre armaritos bajos y alcanzaban hasta el techo. Casi todos los libros versaban sobre temas militares: Batallas de Inglaterra, Tormenta en ciernes y algo que parecía un tratado de filosofía titulado Los siete pilares de la sabiduría.
Las insulsas cubiertas, en tonos azul marino y gris, eran rugosas al tacto. Un olor a tinta y papel viejo le inundó las fosas nasales.
Sin saber qué buscar en realidad, Allie palpó los bordes de los tomos y metió la mano por detrás, por si había algo escondido, pero solo eran libros. Sobre un estante.
Echó una ojeada a Sylvain, que revisaba los papeles del escritorio.
—¿Solo estoy buscando la llave?
—Eso es lo más importante. Pero si ves algo raro o sospechoso, avísame también.
¿Raro o sospechoso? ¿Cómo qué? ¿Una pistola con el cañón humeante? ¿Un cuchillo ensangrentado? ¿Un panfleto titulado Cómo destruir la Academia Cimmeria: guía para asesinos?
Sin embargo, no era el momento de ponerse sarcástica. Sacó los libros para mirar en los intersticios y acercó una silla para poder revisar los estantes superiores.
Llevaban un buen rato buscando en silencio cuando Sylvain le preguntó:
—¿Qué pasó ayer por la noche entre Carter y tú?
Allie se tambaleó en la silla y estuvo a punto de dejar caer un volumen sobre la vida de Winston Churchill. Lo cazó por los pelos y lo devolvió a su sitio con cuidado.
—Nada —repuso impertérrita. Cuando Sylvain la miró con desconfianza, levantó las manos—. Nada más que lo que os contamos: nos escondimos un rato en el bosque para asegurarnos de que estábamos a salvo. Y luego volvimos. ¿Por qué lo preguntas?
Él seguía evaluándola con la mirada.
—Tardasteis demasiado. Tú ibas toda despeinada, así —hizo un gesto vago con la mano—. Y parecíais tristes. Carter no te miraba a los ojos y tú no lo mirabas a él —cogió un montón de papeles—. Pasó algo.
Por un instante fugaz, Allie se imaginó que le decía la verdad.
Le besé. Y él me besó a mí. Pero no estuvo bien y ambos nos arrepentimos enseguida. Ahora, no nos hablamos, y si Jules se entera me odiaré a mí misma por siempre jamás. De todas formas, creo que lo que siento por él solo es amor de amigos. Aunque no sé muy bien lo que es eso. Y no estoy segura de lo que siento por ti. En realidad, me gustaría que me besaras y tal para poder averiguarlo.
En cambio, cogió otro libro para hojearlo.
—No seas tonto —dijo en un tono que incluso a ella le sonó forzado—. No pasó nada. Carter solo quería estar seguro de que no había nadie por allí antes de volver. Ya sabes cómo es.
—Sí —asintió Sylvain en tono sarcástico—. Ya sé cómo es.
Allie alzó la vista de golpe, a punto de caerse de la silla.
—¿Y eso qué significa?
Sin mirarla, Sylvain copió su respuesta.
—Nada.
Durante varios minutos, solo el susurro de las páginas al pasar y el roce de los libros al ser devueltos a su lugar rompió el silencio. Sylvain no hizo más preguntas pero, sin saber por qué, Allie quería aclararle que no había vuelto con Carter.
Ahora bien, ¿cómo decir algo así?
—Mira —suspiró por fin—. Carter y yo somos amigos. O, como mínimo, lo estamos intentando. Eso es todo. Él sale con Jules. Está… por ella.
Al otro lado de la salita, Sylvain dejó un montón de papeles sobre el escritorio. La miraba con suspicacia pero no dijo nada; se limitó a dejarla hablar.
—Ser amiga de alguien que ha sido… otra cosa… es complicado y tal —reconoció—. Ayer por la noche estuvimos… hablando de ello. Todo fue bien.
—Y si todo fue tan bien, ¿por qué no os habláis?
También se ha dado cuenta de eso.
Allie se puso roja como un tomate.
—Ya te lo he dicho. Es complicado.
Lo dijo en tono alicaído y Sylvain la escudriñó con la mirada, pero Allie no pensaba decir nada más. Había sido tan sincera como había podido; jamás traicionaría la confianza de Carter.
Había llegado el momento de cambiar de tema.
—¿Y qué pasa entre vosotros dos? —preguntó a la vez que sacaba otro libro del estante—. Siempre os habéis odiado a muerte y de repente vais juntos a todas partes. Cualquiera diría que os habéis hecho amigos.
Sylvain se quedó tan fresco. Se sacó una horquilla del bolsillo y empezó a hurgar la cerradura de un cajón.
—Después de lo que os pasó a ti y a Jo… estuvimos hablando. Pensamos que había llegado el momento de dejar de discutir y centrarnos en Nathaniel. La cosa funciona —la cerradura cedió con un chasquido—. Ahora nos entrenamos juntos.
Allie se tambaleó otra vez.
—No.
—Lo que oyes —como ella lo miraba con incredulidad, Sylvain sonrió—. Es muy bueno… muy fuerte. Yo soy más ágil, desde luego, pero Carter… no está mal.
—Es… increíble.
Allie trató de imaginárselos a ambos comprometiéndose a dejar atrás seis años de enemistad. Imposible.
Cuando llegó al final de la estantería, Allie se bajó de la silla y se limpió las manos en el paño azul de la falda.
—Ahí no hay nada. Solo un montón de libros aburridos.
Sylvain estaba en cuclillas, intentando forzar otro cajón. Señaló la puerta que conducía a la habitación contigua.
—Allí está el dormitorio. Inspecciona la mesilla.
Allie hizo una mueca.
El dormitorio de Zelazny, pensó asqueada. Qué horror.
De mala gana, cruzó la puerta y palpó las paredes. Notó el interruptor, frío al tacto. La luz inundó el pequeño dormitorio. Estaba pintado del mismo tono gris que la salita; Allie debía admitir que era un color relajante.
Vio una cama doble arrimada a la pared, cubierta por una manta azul perfectamente embozada en cada esquina. Estaba todo inmaculado.
—Podrías comer en esta habitación —murmuró para sí.
—¿Qué? —gritó Sylvain.
—Nada.
A la derecha de la cama había una mesilla con dos cajones y una lamparilla de latón sobre la superficie. Allie se acercó al mueble como si fuera una serpiente venenosa. Haciendo de tripas corazón, tocó el cajón superior, aunque hasta la última fibra de su ser se rebelaba contra la idea de abrirlo.
Mentalmente, empezó a recitar a modo de mantra: Por favor, que no haya porno. Por favor, que no haya porno. Por favor, que no haya…
Abrió el cajón sin hacer ruido. El interior solo albergaba unas gafas de montura metálica, un lápiz bien afilado, dos libros de crucigramas y uno de sudokus.
Nada de utilidad pero también, gracias a Dios, nada desagradable.
Cuando estaba a punto de cerrarlo, dos bolitas de plástico de un tono rosado le llamaron la atención. Las miró con visible repugnancia antes de comprender lo que eran.
Tapones para los oídos.
—Qué asco —susurró, cerrando el primer cajón.
Como no había encontrado nada horrible, le costó menos armarse de valor para abrir el segundo cajón. Lo primero que vio fue un libro titulado Conflicto y resolución. Lo dejó sobre la mesilla para seguir inspeccionando.
Solo había una libreta y un boli, un CD, una cajita de pañuelos de papel y un frasco de ungüento.
Allie no quiso ni tocar el frasco.
—Aquí no hay nada —gritó.
—Mira debajo de la cama —replicó Sylvain.
—Genial —murmuró ella.
Con un suspiro derrotado, se puso a gatas y echó un vistazo bajo la cama de pino. Impecable. No había nada allí salvo una maleta y una caja de cartón.
Sacó la maleta en primer lugar, pero estaba vacía. Comprobó metódicamente todos los bolsillos sin resultado.
Mientras llevaba a cabo la inspección, recordó las palabras de Sylvain. Pensó en lo bien que se había avenido a tratarla con normalidad tras lo sucedido en el bosque. Y se sintió culpable al recordar cómo había reaccionado ella tras la muerte de Jo; como si Sylvain fuera un problema que no tenía tiempo de resolver. En muchos aspectos, se había portado tan mal con él como Carter con ella.
Al darse cuenta de eso, dejó la maleta a medio cerrar. Se giró a medias y miró por encima del hombro hacia la puerta abierta. Al otro lado, Sylvain revolvía el contenido de los cajones del escritorio. Imaginó sus movimientos rápidos y precisos, la eficacia con que buscaba alguna pista de que su mentor hubiera ayudado a un asesino.
El suelo estaba muy frío cuando, despacio, devolvió la maleta a su escondrijo.
Desde la muerte de Jo, Allie había hecho lo posible por ahogar sus sentimientos. Sin embargo, tenía la sensación de que el beso de Carter había abierto esa puerta que ella se había empeñado en cerrar. De repente, se sentía inundada por un mar de sentimientos confusos.
Sylvain era complicado, y ambos compartían una historia algo oscura, pero siempre la había cuidado. Nunca había renunciado a ella para buscarse a alguna otra. Jamás la había presionado. Allie lo había ignorado durante semanas enteras, pero se había limitado a esperar. Había tenido paciencia con ella. Le había sido… fiel.
—¿Has encontrado algo?
Al oír la voz de Sylvain, Allie dio un bote, como si temiera que le hubiera leído el pensamiento.
—Aún nada.
Solo le quedaba por inspeccionar la caja de cartón de debajo de la cama, y la sacó. La tapa no estaba sellada y la caja parecía muy usada, como si hubieran revisado muchas veces su contenido.
Por lo que parecía, albergaba recuerdos y documentos. Había viejas libretas bancarias —que se abstuvo de mirar— y unas cuantas facturas y cartas dirigidas al «señor August S. Zelazny». (¿Qué significa la S?)
En el fondo, encontró un libro que le llamó la atención. Lo sacó. Estaba impreso en tonos azules y blancos y se titulaba El libro del bebé.
Frunciendo el ceño, Allie lo abrió. La primera página contenía la foto de un recién nacido llorando a lágrima viva. Sobre la imagen, un alegre titular rezaba: «¡Tu primera fotografía!».
El nombre del bebé estaba escrito debajo. Arnold August Zelazny. La fecha de nacimiento se remontaba a quince años atrás.
—¿Zelazny tiene un hijo? —lo volvió a leer, extrañada. Nunca había mencionado un hijo, y estaba claro que no estaba casado.
Allie pasó la hoja. En la siguiente página encontró una foto de Zelazny, tan joven y sonriente que apenas parecía él mismo. Tenía más pelo y un hoyuelo en la barbilla. Parecía relajado y… feliz. A su lado sonreía una morenita que llevaba el pelo revuelto, como si acabara de levantarse. Ambos sostenían al bebé con sumo cuidado, como si estuviera hecho del cristal más delicado.
Se quedó mirando la foto, destrozada.
¿Qué pasó?, se preguntó mientras acariciaba el borde de la página. Era un papel grueso y satinado, de esos que están fabricados para durar.
Allie albergaba la espantosa sospecha de que aquel libro ocultaba una terrible desgracia. Los bebés no desaparecen de tu vida sin más.
Siguió pasando las páginas y encontró más fotos del chiquitín. En esta, le había crecido el pelo. En la otra, sonreía mostrando sus minúsculos dientes. Sus primeros pasos, sus primeras palabras. Tarjetas de su fiesta de cumpleaños.
Y de repente, todo terminaba.
Revisó el resto de la caja concienzudamente, pero no encontró nada más sobre el niño. Parecía como si toda su vida estuviera resumida en aquel libro.
Arnold Zelazny: ¿qué te pasó?
Con cuidado, lo devolvió todo a su sitio y luego guardó la caja.
Sylvain se asomó.
—¿Has encontrado algo?
Allie negó con la cabeza.
—Nada.
El chico respiró aliviado. No lo culpaba. A lo mejor Zelazny no era el espía, al fin y al cabo.
Sylvain le indicó por gestos que se levantara.
—Deberíamos irnos. Esto es una pérdida de tiempo.
Allie se puso en pie y se dispuso a seguirlo. Al hacerlo, se dio cuenta de que Conflicto y resolución seguía sobre la mesilla de noche; había olvidado guardarlo.
—Espera un momento —le dijo a Sylvain, que ya salía de la habitación.
Abrió el cajón inferior y cogió el libro a toda prisa. Cuando lo levantó, algo se deslizó entre las páginas y cayó al suelo con un tintineo.
Alarmado, Sylvain corrió a su lado.
—¿Qué es?
Ambos se inclinaron para mirar de cerca la llave plateada que brillaba contra los listones de madera oscura.
—Oh, no —susurró Allie.
El toque de queda ya había sonado cuando abandonaron el alojamiento de Zelazny. Lo dejaron todo tal como estaba, todo menos la llave, que Allie se guardó en el bolsillo de la falda.
Cuando hubieron terminado, Sylvain apagó la luz y pegó la oreja a la puerta para asegurarse de que no hubiera nadie al otro lado. Al cabo de un momento la abrió y se asomó al exterior; el pasillo estaba desierto.
Silenciosos como fantasmas, salieron al largo pasillo.
Caminaron a toda prisa, pero tenían la sensación de que una larga distancia los separaba de la puerta del fondo del corredor. Allie la miró fijamente, como si quisiera acercarla por la fuerza del pensamiento.
No se podían creer que Zelazny fuera el espía. Allie aún estaba estupefacta. La llave le quemaba en la mano, dentro del bolsillo. ¿Zelazny había colaborado en el asesinato de Jo? ¿Zelazny, que tanto se preocupaba por la seguridad del colegio, por la seguridad de Isabelle, que siempre estaba pendiente de que se cumpliera el Reglamento? Zelazny, con su familia ausente y su impecable apartamento… ¿era el cómplice de Nathaniel?
Imposible. Y sin embargo… ahí estaba la llave.
Por otra parte, una llave es un objeto muy corriente. Solo había un modo de averiguar si estaban en lo cierto y ahora mismo se dirigían a comprobarlo. Aunque para eso tendrían que salir del pabellón de los profesores sin que los descubrieran. Siendo la hora que era, no sería raro que apareciese cualquier profesor de camino a sus dependencias. Tenían muchas probabilidades de que los pillaran. Y en aquel pasillo largo y estrecho no había ningún lugar donde esconderse.
Cuarenta pasos, cuarenta y uno, cuarenta y dos…
Casi habían llegado al final cuando oyeron el inconfundible sonido de una puerta que se abría tras ellos. Ninguno de los dos titubeó.
En perfecta sincronía, siguieron andando con decisión, sin mirar a derecha o a izquierda.
Quienquiera que hubiera abierto la puerta, no parecía haber reparado en ellos; nadie les gritó que se detuvieran.
Diez pasos después, cruzaron el umbral del fondo del pasillo. Lo habían conseguido.
Pasaron junto a las estatuas de mármol y cruzaron el vestíbulo desierto. A esas horas, casi todos los alumnos se habían retirado ya a los dormitorios y buena parte de las luces estaban apagadas. Avanzaban como dos sombras que se funden con la oscuridad.
No se detuvieron hasta llegar al despacho de Isabelle.
Plantados ante la puerta de madera labrada que tan bien conocían —como dos alumnos normales y corrientes que acuden a hablar con la directora de un colegio cualquiera— llamaron y se quedaron esperando. Como nadie respondió, intercambiaron una mirada.
Allie se sacó del bolsillo aquella pequeña llave de aspecto inofensivo y la introdujo en la cerradura. Entró con facilidad. Ambos oyeron el leve chasquido del mecanismo cuando el cerrojo cedió.
Mirando hacia otro lado, Sylvain se mordió el labio. Allie notó lo triste y decepcionado que estaba. Hasta el último momento, había creído en la inocencia de Zelazny.
Le apoyó la mano en el hombro con inseguridad, como si quisiera transmitirle en silencio su pesar. Como diciéndole que compartía su sentimiento de traición, su desolación.
Sylvain levantó la vista para mirarla a los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, Allie volvió a notar la poderosa conexión que los unía. La sensación la pilló por sorpresa; como una luz intensa que se enciende de repente en una habitación a oscuras.
Él levantó la mano y la posó sobre la de Allie.
No creo que esto sea amor de amigos, pensó ella al notar un revuelo en el corazón.
El ruido de unos pasos quedos rompió la magia. Mirándola a los ojos, Sylvain le apretó la mano con fuerza. Ella asintió muy levemente, para comunicarle que también los había oído.
Sin hacer ruido, el chico retrocedió un paso hacia las sombras del hueco de la escalera. No soltó la mano de Allie.
Los pasos se acercaban despacio. A juzgar por el sonido, eran dos personas; una pisaba con más fuerza que la otra. No charlaban entre sí. Cuando llegaron al pie de las escaleras, Allie los vio: dos tipos vestidos de negro, sigilosos, profesionales.
Dos vigilantes.
Delante de ella, Sylvain guardaba un silencio sepulcral, pendiente de los dos hombres y de cada uno de sus movimientos.
Los guardias pasaron junto a su escondite sin verlos. Al llegar al pie de la escalinata, empezaron a remontar los peldaños. Alzando la vista, Allie se concentró en el crujido de los escalones mientras los guardias alcanzaban el primer piso y enfilaban por el rellano hacia la zona de las aulas.
Cuando los perdió de vista, se volvió a mirar a Sylvain, que la observaba con una sombra de sonrisa en los labios.
—Esto se te da cada vez mejor —le susurró. Parecía orgulloso y apesadumbrado a un tiempo.
—Ya lo sé —dijo ella.