Veintidós

Aquella noche, Allie se paseaba impaciente entre las sombras del fondo de la biblioteca. Sylvain llegaba diez minutos tarde.

Estaba segura de haber acudido al lugar correcto; su amigo había sido muy concreto y aquellas estanterías de casi tres metros de altura solo contenían viejos volúmenes escritos en francés. Aburrida, acarició los gruesos lomos, que llevaban grabados en oro los nombres de clásicos como Laclos y Langelois.

Luego, suspirando, volvió a mirar el reloj.

—Venga, Sylvain —musitó.

Una escalera con ruedas descansaba contra el mueble para que los lectores pudieran alcanzar los estantes más altos. Subió unos cuantos peldaños y se sentó en un travesaño con un pie colgando.

Aunque estaba nerviosa, la falta de sueño de la noche anterior le estaba pasando factura. Le pesaban los ojos. Apoyó la barbilla en la mano y los cerró. La oscuridad le sentó bien y pronto se durmió. En sueños, veía imágenes inconexas de carreras y bosques. De fondo, una voz le decía:

Despierta, Allie.

Era una voz que conocía bien; le gustaba. Mantuvo los ojos cerrados aún un instante, con la esperanza de volver a oírla, pero no fue así.

Abrió los ojos de mala gana.

Sylvain se había encaramado a la escalera también, en equilibrio sobre un pie, para ponerse a la altura de Allie. Ella parpadeó adormilada, atisbando a la tenue luz los ojos color zafiro del chico.

—Hola —murmuró. Aún estaba confusa. La imagen le pareció irreal, como si aún estuviera soñando. No lo había vuelto a mirar de tan cerca desde el baile de invierno. Percibía el calor de su pierna contra la piel, el aroma característico de su agua de colonia—. Debo de haberme quedado dormida.

—Siento llegar tarde —dijo él. Se quedó un momento donde estaba, tan cerca que Allie podía distinguir las motas color violeta entre el azul de sus ojos. A continuación, Sylvain saltó al suelo con un movimiento elegante y atlético—. Me he retrasado por culpa de un vigilante. Quería preguntarme si sabía de alguien que hubiera salido ayer del edificio después del toque de queda. Me ha hecho un millón de preguntas.

—¿Qué? —Allie despertó de golpe y se echó hacia delante para verlo mejor—. ¿Saben que fuimos nosotros?

Sylvain negó con la cabeza.

—No saben quién fue. Pero sí que alguien estuvo allí. Debemos andarnos con pies de plomo a partir de ahora.

Parecía emocionado ante el peligro que se avecinaba: tenía las mejillas encendidas y rebotaba sobre la punta de los pies como si el exceso de energía le impidiera quedarse quieto. Se echó hacia atrás el rizo que le había caído sobre la frente.

Al ver aquel gesto, Allie recordó cómo se había sentido la primera vez que había acariciado el pelo de Sylvain; la emoción de lo prohibido. Y el efecto que la caricia había ejercido en él. El aumento de la presión de sus brazos; el renovado ardor del beso.

Besar a Carter le provocaba unas sensaciones tan distintas…

Entonces, ¿eso es amor romántico?, se preguntaba ahora, desesperada. ¿O del otro?

Bajó al suelo y levantó los brazos para estirar los músculos agarrotados.

—Genial. Si tú estás listo, yo también.

Mirándola a los ojos, Sylvain esbozó una sombra de sonrisa.

—Ojalá fuera verdad —se dio media vuelta y echó a andar por el pasillo de estanterías—. Vamos. Se hace tarde.

Allie bajó los brazos y corrió tras él con tanto ímpetu que tropezó con el montón de libros que alguien había dejado al final del pasillo.

—Tu sombrero. ¿Qué prisa tienes…? —murmuró.

—¿Qué has dicho? —Sylvain la miró con curiosidad.

—Nada —Allie se encogió de hombros—. Solo es una cita de una peli que me gusta.

—¿Te gusta el cine? —parecía encantado con la idea—. ¿Cuál es tu película favorita?

Como le pasaba siempre cuando alguien le preguntaba por su película o su libro favoritos, Allie se quedó en blanco, como si jamás en la vida hubiera ido al cine. Se suponía que debías impresionar a los demás con tus exquisitos gustos. Así que tardó un momento en darse cuenta de que había citado una frase de una de sus películas favoritas.

—Me gusta Qué bello es vivir —respondió—. O sea, la veíamos en familia cada Navidad antes de… Quiero decir… Es muy buena.

Iba a decir que la veían en familia cuando aún eran felices. Antes de que Christopher se escapara y su vida se hiciera añicos.

Sylvain se puso serio.

—Es una película alucinante; una de mis favoritas. Me encanta Jimmy Stewart —en sus labios, el nombre sonaba adorable: «Yimi». Ya habían llegado a la puerta y él le cedió el paso sin cambiar de tema—. Me encanta el cine. En casa, siempre estoy viendo pelis. Sobre todo me gustan los filmes antiguos, en blanco y negro. Me parecen mejores que las películas modernas aunque no sé por qué —la miró de reojo—. ¿Has visto Jules et Jim?

En silencio, Allie negó con la cabeza. El título sonaba francés y sofisticado. Sus padres no tenían nada parecido en casa, ni mucho menos.

—Es una película de François Truffaut, un gran director francés. Para mí, el mejor —dijo Sylvain mientras entraban en el vestíbulo principal. A aquella hora, reinaba el silencio en el lugar y los paneles de roble brillaban a la luz tenue—. A veces, me recuerdas a la actriz protagonista. Por el pelo… y otras cosas.

Allie notó un calorcillo en el pecho. Era muy agradable que te compararan con una actriz francesa que debía de ser tan guapa y misteriosa como todas las estrellas de aquel país. La intrascendente conversación la ayudó a distraerse de las preocupaciones más inminentes y se preguntó si Sylvain habría sacado el tema adrede. Se dio cuenta de que ya nunca hablaban de cosas triviales. En Cimmeria, todas las conversaciones giraban en torno a Nathaniel, Jo, Isabelle, Lucinda, la muerte. Le parecía raro estar hablando de cine, como una persona normal.

—Tendré que verla —comentó—. Si te gusta tanto, seguro que es buena.

Jules et Jim, pensó Allie para memorizar el título. Jules et Jim, Jules et Jim, Jules…

—A lo mejor la vemos juntos algún día —sugirió él, y esbozó una de aquellas sonrisas que la hacían sentir como si no existiera nadie más en el mundo salvo ellos dos.

—Es por aquí —Sylvain la cogió de la mano y la guio hacia una zona más ancha del vestíbulo, que albergaba varias estatuas clásicas. Se agacharon tras un pedestal que los protegía de miradas curiosas. La entrada al pabellón de los profesores estaba a pocos metros de distancia.

Agazapada detrás de Sylvain, Allie lo observó con curiosidad. Respiraba con normalidad pero estaba tenso; los tendones del cuello se le marcaban bajo la piel morena. Allie se contagió de su crispación y empezó a respirar más rápidamente. Como si se diera cuenta, el chico le echó una ojeada por encima del hombro.

—¿Estás lista?

Allie asintió.

—Sí.

Sylvain se levantó y ella lo imitó.

—Ahora.

En silencio, corrieron por el vestíbulo desierto hacia la puerta. El chico abrió con llave, le cedió el paso a Allie y volvió a cerrarla antes de echar a correr tras ella.

Entraron en un oscuro pasillo. Cuando los ojos de Allie se adaptaron a la penumbra, distinguió recias vigas de roble labrado. Debían de estar en la parte más antigua del edificio. Una serie de puertas bastante espaciadas entre sí flanqueaba el pasillo a ambos lados, cada una señalizada con un número. Eran los apartamentos de los profesores. Con movimientos sincronizados, avanzaron raudos por el corredor. Mirando a Sylvain de reojo, Allie advirtió que se movía de un modo extraño. Se le marcaban los bíceps, como si se dispusiese a luchar, y caminaba con los puños cerrados. Estaba nervioso.

Al darse cuenta de eso, la adrenalina inundó las venas de Allie. Sylvain nunca estaba nervioso.

Casi habían llegado al final de pasillo cuando él levantó una mano para pedirle que se detuviera. Mirando a ambos lados para asegurarse de que nadie los veía, el chico se acercó a una puerta marcada con el número 181.

La miró a los ojos. Ambos sabían lo mucho que se jugaban.

Allie se esforzó por mantener la calma. Asintió con la cabeza.

Sylvain empujó el picaporte.