Seis

—Comprendo que ya no te sientas segura en Cimmeria, pero ten en cuenta que, si te marchas, tampoco vas a estar a salvo —Lucinda hablaba en un tono profesional, como si expusiera los pros y los contras de un proyecto en una reunión de trabajo—. Sí, en Cimmeria hay alguien que trabaja para Nathaniel y sí, esa persona es peligrosa y no, no sé quién es. Ahora bien, siempre y cuando sigas en la escuela, como mínimo estarás rodeada de gente que hace lo posible por protegerte.

Allie resopló con impaciencia; todo eso ya lo sabía. Lucinda guardó silencio un momento. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más insistente.

—Allie, es verdad que hasta ahora no hemos sido capaces de cuidar de ti. Sobre todo, no supimos cuidar de tu amiga Jo. Y lo siento muchísimo. Pero si te prometiera que nadie más va a resultar herido, te estaría mintiendo. Esta situación es muy peligrosa.

Lucinda hablaba con sinceridad. El corazón de Allie se aceleró, y apretó el teléfono con fuerza, como si temiera que se escapase.

—Sé muy bien lo que os hicieron a ti y a Jo los esbirros de Nathaniel. Si estuviera en tu lugar, querría huir como alma que lleva el diablo para alejarme lo más posible de todo esto. Desgraciadamente, por mucho que corras, Nathaniel acabará por encontrarte —Lucinda adoptó un tono más vehemente—. No te conviene huir, Allie. Quédate. Y ayúdame a plantarle cara.

Allie estaba estupefacta. ¿Su abuela le estaba pidiendo ayuda?

—¿Plantarle cara? —preguntó—. ¿Y cómo?

—Nathaniel ha perdido el norte, Allie, y quiero verlo sufrir. Quiero desbaratar sus planes. Quiero ver encarcelados a sus esbirros. Deseo averiguar cuál de tus amigos lo está ayudando, y estoy decidida a ocuparme de él en persona —la voz de Lucinda sonaba tan afilada y precisa como un punzón—. Quiero ver destruido todo lo que Nathaniel representa. Pero, para conseguirlo, necesito tu ayuda. Si te quedas en Cimmeria, te prometo que Gabe pagará lo que hizo. Al igual que la persona que abrió las puertas aquella noche y lo dejó entrar.

La voz de su abuela destilaba tanto veneno que Allie tuvo que aceptar que hablaba en serio.

Venganza. La idea creció en su mente hasta anular cualquier otro pensamiento. Se vengaría de la muerte de Jo. Sus asesinos pagarían lo que habían hecho.

Para eso, sin embargo, tendría que confiar en Lucinda. ¿Sería capaz? ¿En qué premisas basaría esa confianza? En una palabra. En un sentimiento. En los delicados e intrincados lazos de ADN que las conectaban.

No era suficiente. Tenía que estar segura de que Lucinda era de fiar. Necesitaba saber más.

—¿Y por qué no acudimos a la policía? —preguntó—. Si les contamos lo que ha hecho Nathaniel, lo arrestarán. ¿No?

El titubeo de Lucinda fue mínimo, pero Allie lo notó.

—Me temo que, en estos momentos, el ministro que controla las fuerzas del orden considera muy convincentes los argumentos de Nathaniel.

Desconcertada, Allie frunció el ceño en dirección al teléfono. ¿Por qué iba un ministro gubernamental a creerse lo que decía alguien como Nathaniel? Estaba completamente loco. Luego, sin embargo recordó la extraña conducta de los policías que la habían arrestado por la mañana y se le heló el corazón.

En tono quejumbroso, Allie protestó:

—¿Cómo es posible? La policía debería detenerlo.

—Detrás de todo esto se esconde una tremenda lucha de poder —repuso Lucinda—. Y de control. Hoy por hoy, soy yo la que ostenta ese poder, pero Nathaniel me lo quiere arrebatar. Es así de sencillo.

—No, no es tan sencillo —replicó Allie—, porque yo no entiendo nada.

—Claro que lo entiendes. Piénsalo Allie —la respuesta de Lucinda sonó queda y peligrosa—. Después de todos estos meses, ¿aún no conoces el alcance de la organización? ¿Acaso no lo intuyes ya en el fondo de tu corazón?

El teléfono le quemaba en la mano mientras Allie repasaba lo sucedido a lo largo de los meses pasados: las cosas que le habían dicho. Fragmentos de información que se iban colocando en su lugar como las piezas de un puzle.

La Night School forma parte de una organización mucho más importante… Cimmeria posee más poder del que imaginas… La junta de la Night School es también la junta de la Organización… La junta lo controla todo… El primer ministro… Varios ministros acudirán al baile… Lucinda dirige la junta… El Gobierno… Lucinda…

¿Cómo es posible que no lo sepas?

—La Night School controla el Gobierno.

Allie lo dijo en susurros, pero en cuanto pronunció las palabras supo que había dado en el clavo.

—La Night School, no —la corrigió Lucinda—, pero sí la organización.

Allie se quedó callada unos instantes, tratando de asimilar toda aquella información. Era demasiado fuerte para digerirla toda de golpe. Demasiado horrible para aceptarla.

—Yo no… —dijo—. O sea… ¿cómo es posible?

Lucinda replicó en tono enérgico:

—Da igual cómo; lo que importa es que lo hace. Y si Nathaniel me derrota, se hará con un poder inmenso. No habrá modo de detenerlo.

Al imaginar un mundo dominado por Nathaniel, Allie se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre; el sabor metálico tomó un regusto amargo en contacto con su lengua.

—No puedes permitirlo.

Era la respuesta que Lucinda esperaba. La anciana aprovechó la ocasión al vuelo.

—Quiero detenerle, pero no puedo hacerlo sin ti. Entonces… ¿te quedarás y lucharás a mi lado?

Allie ya no albergaba duda alguna. Todo aquello era mucho peor de lo que había imaginado. Mucho más peligroso y aterrador. En realidad no tenía elección… ¿verdad?

—Sí —dijo en tono derrotado—. Me quedaré.

—Bien —Lucinda parecía satisfecha a su pesar—. Ahora que sabes lo que hay en juego, espero que te comprometas a una serie de cosas. Corres peligro, estés donde estés; incluso en Cimmeria. No sabemos quién es el espía, así que no debes bajar la guardia.

—No la bajaré —repuso Allie en tono apagado.

Lucinda prosiguió.

—Haz cuanto te diga Isabelle sin cuestionar sus órdenes; confío en ella plenamente y tú deberías hacerlo también.

Allie volvió la mirada hacia el lugar donde la directora aguardaba sosteniendo una pluma olvidada en la mano. Puede que oyera la voz de Lucinda desde allí; miraba a su alumna con una expresión severa y alerta.

—Vale.

—No será fácil —le advirtió Lucinda—. Vas a tener que afrontar las consecuencias de lo que hiciste ayer por la noche. Isabelle tomará medidas y el castigo no te va a gustar; está muy enfadada contigo. Espero que lo acates sin rechistar, por serviles, agotadoras o absurdas que te parezcan las tareas. Y debes prometer que no volverás a fugarte; no puedo protegerte si no sé dónde estás. De hecho, tendrás que cumplir el Reglamento a rajatabla; el propósito de esas normas no es otro que el de mantenerte con vida. Por último, pese a todo lo que está pasando, sigues matriculada en el colegio, así que debes ponerte al día con las clases y aplicarte a fondo. ¿Prometido?

Absorta en la lista de requisitos, Allie asintió en silencio antes de darse cuenta de que su abuela no la veía.

—Sí —dijo por fin—. Prometido.

No obstante, Lucinda no había terminado.

—Bien. Quiero que entiendas una cosa, Allie: si rompes un solo acuerdo, el trato quedará cancelado. No quiero hacerlo, pero te dejaré a tu suerte si me veo obligada. Y yo, en tu lugar, no querría estar ahí fuera sin protección, te lo garantizo.

»Ahora bien, si haces cuanto te he pedido, te juro que verás cumplida tu venganza.

Cuando Allie abandonó el despacho de Isabelle, el día empezaba a declinar.

Allie se sintió observada cuando recorrió los pasillos vestida de calle. Por todas partes había alumnos que llevaban la americana azul marino del uniforme, con el escudo blanco de Cimmeria bordado en el pecho. Aunque miraba al suelo, notaba un montón de ojos puestos en ella, oía los cuchicheos, las risitas. En cambio, cuando alzó la vista, nadie le devolvió la mirada. Era invisible.

Apurando el paso, subió las escaleras camino del dormitorio de las chicas y recorrió el silencioso pasillo que conducía a su cuarto. Una vez dentro, se apoyó contra la puerta un momento, aliviada de estar sola. Luego encendió la luz. Y se quedó de una pieza.

El cuarto estaba impecable.

La ropa sucia había desaparecido. Los papeles estaban ordenados. Los libros, colocados en las estanterías, ahora desempolvadas. Habían barrido y fregado los tablones del suelo, y una inmaculada sábana cubría la cama, a cuyos pies le habían dejado una manta azul, bien doblada.

Era un mensaje de Isabelle, y Allie lo captó, alto y claro: las concesiones se habían terminado.

En el espejo de la puerta, echó un vistazo a su cabello alborotado y a los borrones de maquillaje que le ensuciaban la cara. Sabía que apestaba a sidra y a sudor.

Allie desentonaba horrores en la aseada habitación.

Se quitó los roñosos vaqueros y el mugriento jersey. Luego se envolvió en un cálido albornoz, cogió una esponjosa toalla blanca y se dirigió a la puerta.

En el último segundo, sin embargo, dio media vuelta, recogió las prendas del suelo y las metió en la cesta de la ropa sucia que había en un rincón.

Un trato es un trato.

—¿Contenta? —le preguntó a la habitación vacía.

Mientras recorría el pasillo, se esforzó por ahuyentar de su mente el recuerdo de la cara que había puesto Mark cuando Allie le dijo que había decidido quedarse en Cimmeria. Isabelle los había dejado unos minutos a solas antes de meterlo en el primer tren con destino a Londres.

«Debes de estar de coña —la miró como si no diera crédito—. Acabo de estar prisionero. Durante horas. Tienes cicatrices por todas partes y tus profes son unos fascistas, ¿pero de repente todo va como la seda?».

Allie no había sabido qué responder. ¿Cómo explicarle a un forastero lo que acababa de descubrir?

«Mira —le había dicho—. Hay muchas cosas que no sabes…».

Mark la interrumpió con un gesto de impaciencia.

«Venga, Allie. Ya he visto el colegio. Parece un castillo de mierda. Y te he oído hablar; siempre has sido un poco pija, pero ahora hablas como la maldita reina».

Aquellas palabras dolían. Allie notó un hormigueo en las mejillas.

«Eso no es justo, Mark. Sigo siendo la misma».

«No, no es verdad —con las manos apoyadas en sus estrechas caderas, la escudriñaba como si la viera por primera vez—. Puede que tú no te des cuenta, pero para mí salta a la vista. Ya no eres una de nosotros. Eres una de ellos».

Recordando cómo la miraba su amigo al decir aquello, Allie se estremeció y se ciñó el albornoz.

Con un suspiro, abrió la puerta del baño de las chicas. Por suerte, solía estar vacío a última hora de la tarde. En una ducha de un blanco inmaculado, abrió el grifo del agua caliente hasta que el chorro salió casi ardiendo y se dejó empapar a fondo para quitarse toda la porquería de las últimas veinticuatro horas.

Cuando se pasó el jabón por la piel, palpó las cicatrices que el accidente había dejado en su cuerpo, unas marcas abultadas y suaves al tacto.

Cada una de aquellas cicatrices la ayudaría a recordar las cuentas que tenía pendientes.

Le vino a la mente algo que el doctor Cartwright le había dicho durante una sesión.

«No debes sentirte culpable de seguir viva —había señalado— aunque Jo haya muerto».

En aquel entonces no le había creído.

Pero puede que tuviera razón, pensaba ahora. Porque tendré que seguir viva para poder matar a Gabe.

De vuelta en su cuarto, se cepilló la enmarañada melena y se dio un toque de maquillaje. Ni siquiera así consiguió ocultar las ojeras que le rodeaban los ojos grises ni la piel fláccida del rostro.

Abrió el armario para revisar la colección de prendas azul oscuro que guardaba dentro. En Cimmeria, nunca te costaba mucho elegir la ropa. Escogió unos leotardos oscuros y una falda plisada. Luego una blusa blanca, almidonada, y una chaqueta azul marino. Para completar el disfraz de alumna obediente, se calzó unos cómodos zapatos de estilo escolar.

Echó un vistazo al reloj; era casi la hora de cenar.

Vamos allá, pensó con amarga determinación. A demostrar lo arrepentida que estoy.

Conforme bajaba las escaleras, el rumor de la conversación y las risas procedentes del concurrido comedor aumentaba de intensidad. El alegre murmullo le sonó irreal y se quedó un buen rato delante de la puerta, sin atreverse a entrar. Llevaba semanas saltándose las cenas.

Sin embargo, Isabelle le había dejado muy claro durante la conversación en su despacho que aquello se había acabado. De ahora en adelante, tendría que acudir puntualmente a las comidas, tal como exigía el Reglamento.

Aquel era uno más de los muchos compromisos que había adquirido. Porque cuando Allie le había comunicado su decisión de quedarse, Isabelle le había cantado las cuarenta.

Tendría que asistir a todas las clases y ponerse al día en los estudios. Sacaría unas notas excelentes.

Y volvería a asistir a la Night School.

El último requisito era el que más la asustaba; el que le encogía las entrañas.

Sabía que negarse sería una locura; tenía que pertenecer a la Night School para entrenarse, para aprender, para averiguar qué estaba pasando en realidad. La Night School era el corazón de Cimmeria, y debía formar parte de ella. Sin embargo, la idea de regresar le ponía los pelos de punta.

Pero, claro, ¿qué sentido tenía decírselo a Isabelle? Ella ya lo sabía. Y le daba igual.

Al ver que Allie se lo estaba pensando, la directora le había traspasado con la mirada.

«Tu pertenencia a la Night School es un requisito indispensable para poder seguir matriculada en Cimmeria. Tienes que tomar una decisión ahora mismo, Allie. ¿Quieres quedarte en la Academia Cimmeria? ¿O no?»

Derrotada, Allie acabó por asentir. Quería quedarse. Quería vengarse. Haría lo que hiciera falta.

Y si era capaz de volver a unirse a la Night School, también podía cruzar la puerta del comedor. Y cenar.

Apretando los dientes, cruzó el umbral muy decidida justo cuando Zelazny se disponía a cerrar la puerta. Allie vio de reojo que el profesor la miraba extrañado pero, sin darse por aludida, siguió caminando con brío hasta un asiento vació de su vieja mesa y se sentó.

En la mesa, todas las conversaciones cesaron.

Acobardada por el silencio, Allie se forzó a mirar a su alrededor; allí estaban las personas a las que llevaba semanas evitando o ignorando; la gente que amaba.

Isabelle le había echado la bronca por haberlos tratado tan mal. Ahora, al mirarlos, las palabras de la directora resonaron en sus oídos.

«Ya sé que has sufrido mucho durante estos últimos meses, pero estabas tan ocupada llorando a Jo que has dejado de lado a la gente que más quieres —le había dicho—. Tus amigos lo han pasado muy mal. Y no pareces darte cuenta de una cosa: ellos también han sufrido una pérdida. Llevas semanas tratando a Rachel con frialdad y la pobre ha tenido que pasar el duelo a solas. Y no le has hecho ni caso a Zoe. Para ella, eres como una hermana mayor. Te necesitaba, pero tú estabas demasiado pendiente de ti misma como para ayudarla».

Al otro lado de la mesa estaba Carter, sentado junto a Jules. Cada vez que Allie los veía juntos, un cristalillo de hielo se alojaba en su pecho, pero Carter siempre había sido su amigo y no quería perderlo.

Y si para eso tenía que tratar bien a Jules… lo haría.

Al lado de la pareja, Zoe, que parecía más joven que nunca, miraba a sus compañeros de mesa con vistazos rápidos y desconcertados. Rachel agachó los ojos, como si no soportara ver en qué se había convertido su amiga. A su lado, Lucas le estrechaba la mano con fuerza.

Allie tuvo la sensación de que todos estaban esperando algo. Quizás que hiciera alguna locura. Que saliera corriendo. O que les gritara.

Carraspeó.

—Oídme… Quería decir una cosa. Sé que he estado muy rara últimamente y quiero deciros a todos que lo siento. Necesitaba tiempo para… no sé… desconectarme unos días. Supongo que os habéis enterado de que ayer me escapé, pero quiero que sepáis que no huía de vosotros… —guardó silencio. ¿Estaba diciendo la verdad? Ya no lo sabía—. Pero ahora estoy intentando rehacerme. Hasta hoy, no había hecho ningún esfuerzo… —echando un vistazo a su alrededor, posó la mirada en Carter un momento. Los ojos oscuros del chico evitaron los suyos—. Ya sé que he sido egoísta y que os daba miedo y espero —miró a Rachel con impotencia— que podáis perdonarme. Y ayudarme… a ponerme bien.

Se hizo un silencio de estupefacción, seguido de una explosión de voces cuando todo el mundo habló al mismo tiempo.

—Por supuesto que lo haremos…

—No pienses ni por un momento…

—Todos habríamos…

Sus amigos fueron muy amables, pero cuando dejaron de hablar de la incómoda realidad (que Allie había sufrido una crisis nerviosa) y la charla avanzó por derroteros más firmes (los de su fuga) respiró aliviada.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Lucas, con genuino interés—. Dicen que saltaste la verja.

—Qué va —se rio Allie—. Eso es imposible. Al menos para mí. Es altísima.

—¿Te ayudó alguien? —preguntó Jules con cautela.

Pensando en Mark, Allie guardó silencio un instante.

—No exactamente…

—¿Y qué te han dicho? —la voz de Carter amortiguó cualquier otro ruido de ambiente cuando sus ojos buscaron los de Allie—. ¿Qué castigo te han puesto?

—Muchísimos deberes. Y trabajar en el huerto durante el resto de mi vida —fingió encogerse de hombros con indiferencia—. Lo típico.

Allie supo, por cómo la miraba Carter, que este intuía que había algo más. Pero Allie no podía contarlo todo. No podía explicarles lo que le había prometido Lucinda. Cuando menos, aún no.

En aquel momento, las puertas de la cocina se abrieron y el personal de cocina, formado en filas de a dos, entró en el comedor cargado con humeantes bandejas. Mientras Allie observaba a aquellos camareros vestidos con impecables uniformes negros, sus ojos se posaron en Sylvain, que la observaba fijamente, con perspicacia. Sus ojos eran tan fríos y brillantes como cristales de un glaciar.