Cinco

—Están allí.

El sonido de unas voces extrañas y el eco de unos fuertes pasos contra la piedra despertó a Allie en mitad de un sueño horrible, en el que Jo la llamaba una y otra vez pero ella no conseguía encontrarla.

Se le habían pegado los párpados y la cabeza le dolía horrores. Se frotó los ojos y, cuando por fin los abrió, la recibió una imagen extraordinaria: una cegadora luz de colores inundaba la estancia; amarillo brillante, azul intenso, verde, rojo…

Fue como despertarse dentro de un arcoíris.

—¿Pero qué…?

Bizqueando, usó la mano como visera.

Mark gruñó en sueños cuando Allie le hundió el codo en las costillas.

—Perdón —Allie se disculpó automáticamente al reconocer las vidrieras, el púlpito, las velas moribundas en sus charcos de cera y la multitud que la rodeaba.

—Oh, mierda, Mark —le sacudió el hombro con fuerza—. Despierta.

Sin abrir los ojos, el chico le apartó la mano.

—No. Sigue durmiendo.

Plantado delante de ellos, un agente de policía los miraba con los brazos en jarras y cara de pocos amigos.

—Ya os estáis levantando. Los dos. Venga. Tenemos cosas que hacer.

La comisaría del pueblo era un edificio de una planta situado a las afueras, junto a un río de aguas tranquilas. Allie y Mark hicieron el breve viaje en el asiento trasero de un coche patrulla, casi en completo silencio. Al llegar a su destino, los hicieron pasar por una entrada de servicio.

En el camino de la iglesia al coche, Allie había oído que alguien se quejaba con voz chillona de los «gamberros» y el «vandalismo».

Hacía un tiempo, se habría sentido orgullosa.

Una vez en la comisaría, los llevaron a dos salas distintas. Al ver que la cabeza azul de Mark desaparecía por el pasillo, Allie notó una súbita angustia en el pecho. Se dio media vuelta para echar a correr tras él, pero el policía le cerró la puerta en las narices.

A Allie le había tocado una sala pequeña, atestada de escritorios, archivadores y estanterías. Un desagradable tufo a moho impregnaba el ambiente, pero al menos allí dentro se estaba calentito y notó una agradable reacción en las extremidades. Por las ventanas, demasiado altas como para atisbar el exterior, se colaba la brillante luz del sol.

La acompañaban dos policías. Uno era joven, de mirada penetrante. El otro era mayor y lucía una barba descuidada. A primera vista, no parecían malas personas.

Allie se sentó en una descalabrada silla de metal, de cara a los agentes. El más joven escribía con dos dedos en un ordenador. El mayor tomaba notas en un cuaderno. Este último le preguntó el nombre y la edad. Mientras Allie contestaba maquinalmente, el policía joven introducía la información en el ordenador a una velocidad sorprendente.

Cuando el mayor le preguntó el nombre y la dirección de sus padres, Allie se apretó las sienes con los dedos.

Aquello iba de mal en peor.

—Por favor, ¿podrían llamar a Isabelle le Fanult de la Academia Cimmeria? —preguntó tras un largo silencio—. Ella me conoce. ¿Me pueden dar un vaso de agua?

Allie tenía la boca tan seca que la lengua se le iba a pegar al paladar en cualquier momento.

A oír el nombre del colegio, los dos policías intercambiaron una mirada.

—¿Eres alumna de Cimmeria? —preguntó el agente mayor.

Con aquella expresión paternal y tantas canas en el pelo, no parecía amenazador.

Allie asintió.

—Qué interesante —se volvió a mirar a su compañero, que tecleaba a toda prisa—. ¿Habíamos arrestado antes a un alumno de Cimmeria?

Sin despegar la vista de la pantalla, el otro negó con la cabeza.

—Me parece que no.

El poli paternal se giró de nuevo hacia Allie para contemplarla con franca curiosidad. Una pizca avergonzada, Allie se imaginó lo que estaba viendo: a una pobre adolescente con la cara sucia, el pelo enredado y una buena resaca encima.

—¿Y por qué querría una niña bien como tú allanar una iglesia? Seguro que tus padres te comprarían una si se la pidieras.

El más joven soltó una carcajada.

Mirándolos a ambos alternativamente, Allie se sonrojó. Detestaba que se burlaran de ella.

Levantó la barbilla y clavó en el agente unos ojos gélidos.

—Usted no tiene ni idea de cómo es mi vida.

Sin embargo, el poli no se dejó intimidar lo más mínimo. De hecho, la observó como si estuviera encantado con su reacción.

—¿Ah, sí? —se reclinó tanto hacia atrás que las patas delanteras de su silla abandonaron el suelo—. ¿Y por qué no nos lo cuentas?

Enfurruñada, Allie negó con la cabeza.

—No quiero hablar de ello.

—Qué lástima —repuso el agente, que de repente había perdido la sonrisa—. Porque si quieres salir pronto de aquí, tendrás que hacerlo.

Allie experimentó una súbita sensación de desconfianza que le puso la piel de gallina. Algo iba mal. La habían arrestado varias veces anteriormente y los policías jamás se habían comportado así. Les daba igual a qué colegio iba. Siempre le hacían preguntas directas, sin andarse con rodeos: ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? Nombre de los padres o tutor.

Sosteniéndole la mirada, Allie respondió con aplomo:

—Tengo dieciséis años. No puedo hablar con usted si no está presente un adulto que se haga responsable de mí. Llame a la directora de mi colegio, Isabelle le Fanult. Ella le dirá todo lo que quiera saber.

—Oh, ya lo creo que lo haré —le aseguró el policía. Había perdido su expresión paternal—. Pero primero quiero hacerte unas cuantas preguntas.

Durante lo que le pareció una eternidad, los dos policías le hicieron preguntas que Allie se negó a contestar. ¿Cuántos alumnos había en el colegio? ¿Cuántos profesores? ¿Cómo se llamaban? ¿Qué se cocía en el cole? ¿Alguna asignatura extraña? ¿Algún comportamiento singular? ¿Algo ilegal? ¿Drogas?

Enfadada y agotada, Allie miraba el suelo. Después de cada pregunta se limitaba a decir:

—Llamen a Isabelle le Fanult. Ella les contestará.

Cuando oyó la voz de Raj en el despacho contiguo, la inundó el alivio como una bocanada de aire fresco. Respiró para tranquilizarse; iba a salir de allí.

Los dos agentes la dejaron sola. Las paredes eran delgadas, y oyó cómo Raj les presentaba la documentación que demostraba su condición de alumna del colegio y les explicaba —aunque no era verdad— que Mark también estudiaba en Cimmeria y que todo aquello solo había sido una travesura. De ser necesario, la escuela correría con los gastos de cualquier desperfecto que hubieran ocasionado.

Raj se comportó de un modo impecable, aunque Allie advirtió que, bajo sus modales exquisitos, hervía de rabia. Ahora bien, no tenía claro si aquella ira iba dirigida contra ella o contra el policía.

Cuando el agente le preguntó por el protocolo de seguridad del colegio, no llegó a alzar la voz, pero respondió en tono gélido.

—Contestaré a sus preguntas, por supuesto —dijo—. Pero antes, ¿por qué no me dicen cuánto rato han tenido retenidos a estos niños antes de notificar al colegio que estaban bajo su custodia?

Se hizo un silencio.

—Les habríamos llamado antes —repuso el policía al cabo de un momento—, pero se han negado a revelarnos su identidad. Nos ha costado horrores averiguar quiénes eran. Por lo que parece, los alumnos de su colegio son bastante problemáticos.

Allie miró la puerta con incredulidad. Menudo embustero.

No obstante, la amenaza implícita de la pregunta de Raj surtió efecto. Los policías dejaron de interrogarlo.

Pocos minutos después, hicieron pasar a Allie al despacho. Raj la miró atentamente, buscando en su cara signos de maltrato.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—No gracias a ellos.

Miró a los policías con desdén.

El rostro de Raj se ensombreció.

—No les eches la culpa a ellos. Has sido tú la que se ha metido en este lío.

Al oír aquello, la sensación de alivio la abandonó; puede que Raj la hubiera rescatado de los polis, pero estaba furioso.

Mientras se alejaban andando de la comisaría, Allie, agotada, entrecerró los ojos para protegerlos del sol. El cielo era de un azul intenso; el aire invernal, frío y cristalino. Qué ironía que hiciera una mañana tan preciosa.

En aquel momento, los guardias de seguridad de Raj, vestidos con su uniforme negro, aparecieron de la nada para escoltar a Allie al pequeño aparcamiento. Le escocían los ojos de puro agotamiento y le retumbaba la cabeza como si le estuvieran golpeando el cráneo por dentro. Justo cuando la ayudaban a subir a un todoterreno negro, vio que Mark montaba en un coche conducido por otro guardia.

—¡Mark! —gritó Allie.

Su amigo no se volvió a mirarla.

La rabia —que últimamente aprovechaba la menor excusa para apoderarse de ella— hirvió en su interior.

—¿Adónde lo llevan?

Sentada en el asiento trasero, se echó hacia delante para acercarse a Raj, que había ocupado el sitio del conductor.

Como el hombre no respondía, Allie volvió a preguntar con voz gritona:

—¿Adónde? ¿Eh? ¿Adónde?

—A Cimmeria —replicó Raj mientras ponía en marcha el motor y guiaba el coche hacia el centro de la calzada—. Al mismo sitio que a ti. Ahora calla.

—¡No pueden hacer eso! —Allie clavó la mirada en el cogote del jefe de seguridad. No se lo podía creer—. Él no es alumno del colegio. Es un secuestro. Tienen que dejarlo marchar.

—Lo han dejado legalmente bajo nuestra custodia —repuso él sin inmutarse.

—¿Legalmente? —Allie alzó la voz—. Usted le ha mentido al policía. Le ha dicho que es alumno de Cimmeria y no es verdad. ¿Cómo va a ser eso legal?

Presa de la rabia y la impotencia, la chica se echó a temblar.

Como el otro no contestaba, lo fulminó con la mirada desde atrás y cogió la maneta para abrir la portezuela. El coche avanzaba ahora a buena velocidad, pero le daba igual.

—Será mejor que vuelva a la comisaría y les diga la verdad.

Sin previo aviso, Raj frenó en seco. El coche se detuvo derrapando con un chirrido.

Allie se estampó contra el cinturón de seguridad y luego retrocedió con fuerza.

Raj se dio media vuelta en el asiento para encararse con ella. En aquel momento, la chica advirtió las ojeras que le rodeaban los ojos inyectados en sangre.

—Ya has causado bastantes problemas por un día. Isabelle está muerta de angustia. Yo llevo toda la noche levantado, buscándote. Mi equipo ha trabajado catorce horas sin descanso, revisando los jardines de arriba abajo por si aparecía tu cuerpo.

Allie se quedó muda al oír aquella última palabra. Apenas podía sostener la acusadora mirada del Raj.

—Ahora, a menos que quieras acabar encerrada por tu propia seguridad —dijo el hombre esgrimiendo cada palabra como si fuera un cuchillo—, siéntate y cierra la boca.

Raj tenía razón. Allie se había portado como una cría. Sin embargo, no quería dar su brazo a torcer; él no era el único que estaba agotado y enfadado. Con aire dramático, soltó la maneta y posó la mano en su regazo, pero siguió mirándolo con expresión desafiante.

Al cabo de un momento, el jefe de seguridad devolvió los ojos al frente y el coche se puso en marcha otra vez.

Allie se pasó el resto del viaje mirando por la ventanilla.

No me queda nadie, pensó, pugnando por contener las lágrimas. Incluso Raj me odia.

Cuando llegaron al colegio, los jardines bullían de actividad. Al principio, a Allie le sorprendió ver a tanta gente por allí, pero luego se dio cuenta de que debía de ser la hora de comer. Brillaba un sol poco frecuente en el mes de febrero y todo el mundo había aprovechado el rato libre para salir.

Los alumnos miraron con curiosidad la fila de coches que recorría el largo camino de grava para detenerse junto a la puerta principal. Raj se apeó del vehículo y dejó que sus guardias abrieran la portezuela de Allie. La chica salió del coche escoltada por dos guardias, como una prisionera. Vio que Mark, allí cerca, recibía aquel mismo trato.

Cuando los alumnos acudieron en tropel para curiosear e intercambiar susurros, Allie se escondió detrás de los guardias. Dentro de media hora, todo el colegio estaría al corriente de lo sucedido. Los rumores corrían como la pólvora.

La idea le revolvió las tripas. Lo único que le apetecía era acurrucarse en la cama, a salvo de ojos curiosos. Sin embargo, no pensaba dejarse humillar.

Levantó la barbilla y pasó entre la multitud con expresión arrogante, como si estuviera encantada de que la escoltaran. Como si aquellos guardias trabajaran para ella.

De repente, su mirada se topó con unos ojos espectaculares, exactamente del mismo color que el despejado cielo invernal.

Allie se quedó helada.

Plantado en lo alto de la escalinata de entrada, Sylvain la contemplaba con incredulidad. No sabía qué hacer; Allie lo notaba en la tensión de sus hombros y de su mandíbula cuadrada.

Por unos amargos instantes, se dio el gusto de imaginar que Sylvain la cogía en brazos y la sacaba de aquel aprieto. Por desgracia, nadie iba a hacerlo.

Sosteniendo la mirada de Allie, Sylvain le enseñó las palmas de las manos como preguntándole a qué venía todo aquello.

Allie se ruborizó y bajó la vista. ¿Qué podía decirle?

Cuando volvió a mirar, él se había ido.

Dentro la esperaba Isabelle, tan furiosa que ni siquiera la saludó. Mientras la seguía a su despacho, Allie no podía apartar los ojos de la crispada espalda de la directora. Con cada paso que daba, el corazón se le encogía un poco más.

Sin pronunciar palabra, la directora la dejó en su despacho, acompañada tan solo por uno de los guardias de Raj, que se quedó plantado ante de la puerta, con los brazos cruzados.

Allie no sabía adónde habían llevado a Mark.

Con los nervios de punta, esperó el regreso de Isabelle. Entretanto, se dedicó a observar aquella salita que conocía tan bien. Varios archivadores de madera se alineaban contra una pared, mientras que el enorme escritorio de la directora ocupaba casi todo el espacio restante. Los ojos de Allie se posaron en el elegante protector de cuero sobre el cual había encontrado el teléfono el día anterior. Ahora estaba vacío.

Isabelle nunca volvería a cometer ese error.

Antes de que siguiera meditando al respecto, la directora regresó acompañada de uno de los instructores de la Night School, Jerry Cole. Con expresión funesta, le pidieron al guardia que los dejara a solas.

Isabelle se sentó a su escritorio; Jerry se apoyó contra un archivador. La directora estaba blanca de indignación.

En tono severo, Jerry tomó la palabra.

—Allie, te has metido en un lío de campeonato. Queremos saber qué ha pasado exactamente, y será mejor para ti que no te calles nada.

Allie, que tenía las tripas revueltas, asintió para indicar que le había entendido.

—Es que… ¿podría beber algo? Tengo muchísima sed.

En silencio, Isabelle abrió la pequeña nevera que había en un rincón y le tendió una botella de agua.

Allie nunca se había dado cuenta de que el agua supiera tan bien.

Las preguntas fueron muy concretas. ¿De dónde había cogido el teléfono de Isabelle? ¿Cómo había escapado? ¿Cómo había llegado al pueblo? ¿La había ayudado alguien?

Ella procuró responder con la máxima claridad —con la esperanza de que la dejaran marchar cuando antes— pero las preguntas no se acababan nunca.

Cuando les contó lo que había pasado en la comisaría, Isabelle y Jerry intercambiaron una mirada sombría.

—Yo me ocupo, Isabelle —dijo Jerry en tono apaciguador, pero Isabelle no se aplacó.

—Averigua quiénes son —ordenó—. Quiero ocuparme de esto personalmente.

Reanudaron las preguntas. La jaqueca de Allie había empeorado, tenía hambre y estaba cansada. Empezó a ponerse de mal humor.

—Ojalá os hubierais esforzado tanto en averiguar quién está ayudando a Nathaniel —les espetó.

Jerry la fulminó con la mirada.

—¿Cómo sabes que Mark no trabaja para Nathaniel?

—No hablarás en serio —bufó Allie. La mera posibilidad le daba risa. Su reacción no fue bien recibida.

—¿Te parece divertido? —le preguntó Jerry, casi gritando.

Antes de que la chica pudiera contestar, Isabelle levantó una mano.

—Ya basta. Callaos los dos.

Allie se rindió. Estaba agotada. El dolor de cabeza se había convertido en una migraña en toda regla. Ya no podía pensar a derechas.

Isabelle se volvió a mirarla. Por primera vez aquel día, no parecía enfadada, sino triste.

—Respóndeme a una última pregunta, Allie. ¿Qué le contaste a Mark de Cimmeria?

La mente de Allie buceó entre etílicos recuerdos de frases aisladas sobre la Night School y Carter. Nathaniel e Isabelle. Seguridad y amenazas. Jo.

Pero ni siquiera parpadeó.

—Nada.

—¿Esperas que creamos que te escapaste del colegio, pasaste la noche con ese chico y no le dijiste nada? —estaba claro que Jerry no se lo había tragado.

Allie se volvió a mirarlo, rabiosa a más no poder.

—No me escapé con Mark para hablarle de vuestros alucinantes secretos. Me escapé porque ya no quería estar aquí. Porque uno de vosotros ayudó a Nathaniel a matar a Jo y no habéis hecho nada por desenmascararlo. No me siento segura aquí dentro. Nadie lo está. Y yo… —se apretó los párpados con los dedos—. Yo quería estar con mi amigo.

—A lo mejor te dejamos estar con él a todas horas —musitó Jerry.

Allie le lanzó una mirada incendiaria por debajo de las manos.

—Si tantas ganas tenéis de expulsarme, ¿por qué os habéis molestado en traerme otra vez? Deberíais darme las malditas gracias por…

—Habla bien —Isabelle la cortó en tono brusco—. No te permito que le hables a un profesor en ese tono. No puedes saltarte las normas de educación cada vez que tengas un mal día, Allie —volviéndose hacia el instructor, dijo—: Jerry, si no te importa, me gustaría pasar unos minutos a solas con Allie. ¿Podrías retirarte, por favor?

Cuando el profesor salió, la directora se apoyó contra la puerta con aire derrotado y clavó la mirada en el suelo. Parecía tan vulnerable y era tan raro verla así que un desagradable sentimiento de culpa inundó el corazón de Allie.

—Mira, Isabelle —dijo con inseguridad—. Quizá sería mejor que me fuera…

Isabelle levantó la cabeza y la hizo callar con una mirada cortante.

—Tu opinión no cuenta a partir de ahora, Allie. Te has saltado todas y cada una de las normas de Cimmeria. Has traicionado mi confianza. Me has robado.

El dolor y la rabia sobrepasaron las debilitadas defensas de Allie; le temblaba el labio inferior. La directora tenía razón. Isabelle se había preocupado por ella, había cuidado de ella; a lo mejor hasta le había cogido cariño. Y Allie la había traicionado.

Lo hice por una buena causa, se dijo por enésima vez.

A esas alturas, la excusa ya no la consolaba.

Como si le leyera la mente, Isabelle la habló con voz queda.

—No sé cómo nos las arreglaremos para restablecer nuestra confianza mutua. Puede que Jerry tenga razón. Es posible que las cosas hayan ido demasiado lejos y este ya no sea tu sitio. Quizá debería darte lo que me pides —se metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Alguien debe de haberlo encontrado en el bosque, pensó Allie. Isabelle buscó entre sus contactos. Apretando el botón de marcado, dijo—: Pero no me corresponde a mí tomar la decisión.

Alguien respondió al otro lado.

—¿Quieres hablar con ella ahora? —preguntó Isabelle.

Al cabo de un momento, la directora cruzó la salita y le tendió el teléfono a Allie. Ella lo miró con recelo, sin cogerlo, pero la otra insistió.

—Contesta —ordenó en tono gélido.

Allie tragó saliva con fuerza y tomó el aparato, que aún conservaba el calorcillo de la mano de Isabelle.

—¿Hola? —dijo con inseguridad.

—Allie —respondió una voz enérgica—. Soy tu abuela. Me parece que tenemos que hablar.