Tres

El bosque del otro lado de la verja, más frondoso allí que dentro de Cimmeria, impedía el paso a la tenue luz del ocaso. Estaba a punto de anochecer y Allie, intranquila, miró por encima del hombro mientras se apresuraba entre la penumbra.

Con cada paso que daba se aseguraba a sí misma que estaba haciendo lo correcto. Nathaniel estaba allí fuera, en alguna parte. La estaba buscando, pero a Allie ya no le importaba. Estaba tan cansada, tan enfadada y hundida… Quedarse en el colegio no era una opción. Tenía que marcharse.

Por otra parte, jamás en su vida se había sentido tan vulnerable. Estaba completamente sola. Y los asesinos de Jo podían estar en cualquier parte.

El silencio era aterrador. Allie solo oía el crujido de las ramas secas bajo sus pies. El sol ya casi se había hundido en el horizonte y el frío aumentaba por momentos; el viento se colaba por la tela de su abrigo enfriando el sudor que le bañaba la piel. Cerró los puños en el interior de los bolsillos; tenía las manos heladas.

Al menos, ahora sé adónde me dirijo, pensó.

Había hecho tantos viajes al hospital últimamente que se conocía de memoria las carreteras de la zona y, mientras caminaba, se tranquilizó a sí misma repasando mentalmente la ruta que debía seguir; visualizando un mapa. Si sus cálculos eran correctos, pronto llegaría a la carretera principal. Una vez allí, solo tendría que girar a la derecha y seguir las indicaciones. Habría menos árboles por allí y más luz. El ambiente no sería tan siniestro.

En cuanto dejara el bosque atrás, estaría a salvo. Era sencillo.

Y todo discurrió a la perfección. De hecho, Allie casi había llegado al cruce cuando oyó un sonido, tan leve como un suspiro, que le puso los pelos de punta.

Ahogando un grito, giró a la derecha y se agachó detrás del grueso tronco de un viejo pino. Acurrucada, apoyó las manos en la rugosa corteza del árbol y escudriñó la penumbra.

Fuera cual fuese el origen de aquel ruido, estaba segura de que no era el viento entre los árboles.

No parecía que hubiese nadie por allí; al menos, desde su escondite no se veía nada raro. Por desgracia, el bosque estaba muy oscuro, y abundaban las sombras que se estremecían y bailoteaban con la brisa. ¿Y si alguna de aquellas sombras pertenecía a una persona? ¿A un asesino?

Allie empezó a notar una sensación de ahogo.

Podría haber alguien aquí cerca y no lo vería. Gabe podría estar a pocos metros de mí, mirándome, ahora mismo. La idea le provocó escalofríos y se dio unos golpes en la frente con el puño. ¿Quién me mandaría escaparme? Soy una idiota. Me he metido en la boca del lobo…

Agarrada al tronco, hizo esfuerzos por tranquilizarse. Si de verdad había alguien por allí, debía mantener la cabeza fría.

Se quedó unos instantes muy quieta, escuchando; preparada para echar a correr al menor ruido. Sin embargo, solo oyó silencio, y el susurro de los árboles que se mecían al viento.

Al cabo de un rato, Allie razonó consigo misma. No veía a nadie y no oía nada. Solo sus agitados instintos la advertían de una posible presencia. Se forzó a recordar los entrenamientos. ¿Qué le diría Raj si estuviera allí?

Confía en tus instintos pero no dejes que te dominen, pensó. No dejes que el miedo dicte tus reacciones. Atente a las pruebas.

Casi podía oír la tranquilizadora voz del instructor. «¿Qué te dicen las pruebas, Allie?».

No veo a nadie, no oigo nada. He seguido el protocolo y no he encontrado ninguna señal de amenaza.

—Las pruebas me dicen que aquí no hay nadie —susurró, tratando de convencerse.

Se mirase por donde se mirase —tanto si la estaban acechando como si no— solo tenía dos alternativas: esperar a que el intruso diera señales de vida o seguir avanzando con la esperanza de haberse confundido.

Escogió la segunda.

Muerta de dolor, cojeó a toda prisa por el bosque camino de la carretera. El gorro de lana se le descolocó; se lo quitó rápidamente y lo sostuvo con fuerza hasta llegar al cruce. Solo entonces se detuvo y miró atrás.

No vio nada salvo un bosque desierto.

Resollando, se dobló sobre sí misma con las manos apoyadas en las rodillas. Le ardían los pulmones del esfuerzo y el frío.

Y aún tenía un largo camino por delante. La localizarían en cualquier momento; debía seguir avanzando.

Giró siguiendo la ruta que le indicaba su mapa mental y enfiló por una carretera de sentido único, flanqueada de altos setos, rígidos y pelados durante la estación invernal. Tras estos, los embarrados prados se difuminaban a la luz menguante.

Por suerte, la carretera discurría con suavidad ante ella y, si Allie estaba en lo cierto, el pueblo solo distaba tres kilómetros de allí. Volvió a ponerse el gorro.

Lo único que tengo que hacer es seguir andando y no sufrir un ataque de nervios por el camino.

Para entretenerse, repasó mentalmente los acontecimientos que habían precedido a su fuga.

Después de robar el teléfono de Isabelle, había subido las escaleras a toda prisa. El pequeño aparato le pesaba tanto como si llevara un bloque de cemento en el bolsillo; le quemaba como si estuviera al rojo vivo. Habría jurado que todo el mundo podía verlo a través del paño de su falda.

Al llegar al rellano, se abrió paso entre alumnos que parloteaban y se reían hasta alcanzar la angosta escalera que conducía a los dormitorios de las chicas. Se aseguró de agachar la cabeza, por si su expresión de culpabilidad la traicionaba.

—Eh, psicópata —dijo alguien a su espalda en tono quedo y burlón. Para su desgracia, conocía de sobra aquel acento exquisito.

Allie no alzó la vista. No le hacía falta; habría reconocido la voz de Katie Gilmore en cualquier parte.

—Mantente alejada de ella o serás la próxima en morir —se mofó otra voz, y todo el mundo se echó a reír.

Bregando contra el impulso de atizarle a Katie un buen puñetazo, Allie clavó la mirada en el suelo y empezó a contar sus propios pasos por lo bajo. Se fue tranquilizando a medida que los números ascendían.

… cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y…

—Allie.

Se detuvo en seco, mirando fijamente las botas color crema forradas de borreguito que se interponían en su camino.

Despacio, alzó la vista.

Vio a Jules, la prefecta de las chicas, plantada delante de ella, con su impecable melena rubia rozándole apenas los hombros y los brazos cruzados con ademán de reproche.

—Isabelle quiere que vayas a verla.

A Allie le dio un vuelco el corazón. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo de la falda y apretó con fuerza el teléfono robado.

¿Cómo se había dado cuenta tan deprisa?

Consiguió que no le temblara la voz a pesar del subidón de adrenalina.

—¿Qué quiere?

Jules la miró extrañada, como si la pregunta la pillara por sorpresa.

—No lo sé. Solo me ha dicho que te estaba buscando, y que, si te veía, te dijera que fueras a su despacho.

Una sensación de alivio inundó a Allie como agua fría. Isabelle no se ha dado cuenta del robo. Todavía.

Al saberse a salvo de momento, Allie se envalentonó.

—Muy bien. Ya me has dado el mensaje, Jules, así que, misión cumplida —dio un paso hacia la prefecta—. ¿No te está esperando tu novio o algo? ¿No deberías estar con él?

Jules no se movió, pero un rubor intenso le subió por el cuello.

Jules y Carter, el ex novio de Allie, estaban juntos desde el baile de invierno: se habían convertido en la pareja de Cimmeria por excelencia. Allie se había acostumbrado a verlos juntos por los pasillos; Carter rodeando los hombros de Jules con aire relajado, el pelo negro de él contra la cabeza rubia de la chica. Como dos piezas de ajedrez, el rey negro con la reina blanca.

Aún se le revolvían las tripas cada vez que los veía.

—No pienso discutir contigo, Allie —repuso Jules sin inmutarse.

—Pues muy bien. Mira, tengo que pasar un momento por mi cuarto y luego bajaré a hablar con Isabelle, como una buena niña.

Allie sabía que estaba mal hablarle a Jules en ese tono, pero no podía evitarlo. Quería sacarla de sus casillas; discutir a gritos con ella. O a puñetazos.

Jules, sin embargo, no mordió el anzuelo y Allie, apartándola de un empujón, corrió a su habitación y cerró de un portazo. No tenía mucho tiempo. En cualquier momento, Isabelle se daría cuenta de que su teléfono había desaparecido y no tardaría en deducir quién lo tenía.

El cuarto de Allie era un caos. Había ropa sucia tirada por doquier, mezclada con papeles, sábanas y toda clase de basura. Al abandonar la enfermería, Allie le había dicho a Isabelle que no quería asistentas rondando por su habitación y la directora, de mala gana, había accedido. El dormitorio parecía un vertedero.

Tal como Allie quería.

A toda prisa, se quitó la falda y los recios zapatos escolares para enfundarse unos vaqueros ajustados de color negro. Había adelgazado tras la muerte de Jo y le quedaban un poco grandes, pero servirían. Se abrochó rápidamente las Doc Martens de caña alta, cogió un abrigo del armario y rebuscó entre el montón de ropa hasta encontrar el gorro y la bufanda. Mientras se abrochaba el abrigo, marcó un número, de memoria.

—¿Qué?

Le respondieron en tono agresivo pero, a Allie, el fuerte acento londinense le sonó a gloria.

—Mark —Allie habló en voz baja pero apremiante—. Soy yo.

—¿Allie? —el tono cambió—. Maldita sea… ¿Dónde diablos estás?

—Estoy en apuros.

Todo rastro de entusiasmo desapareció de la voz de su amigo.

—¿Dónde estás? ¿En casa? ¿Les ha pasado algo a tus padres?

—No —repuso ella—. Estoy en el colegio. Pero ha pasado algo. Algo malo.

El otro no titubeó.

—¿Qué necesitas?

Allie miró por la ventana. Al otro lado, la luz del día empezaba a declinar.

—¿Te quieres escapar conmigo?

A aquellas horas de la noche, no circulaba ni un alma por la carretera. Allie cogió un palo y lo lanzó con todas sus fuerzas a los oscuros prados, donde aterrizó casi sin ruido en la tierra blanda, fuera del alcance de su vista.

No había farolas en aquel tramo y solo unas cuantas casas a lo lejos; Allie únicamente atisbaba las luces titilando entre los campos. Pese a todo, se sentía mejor allí, sin árboles que tapasen la escasa luz. De hecho, cuanto más se alejaba del colegio, mejor se sentía.

Tenía la rodilla izquierda algo entumecida, pero podía apoyarla. Resistiría, al menos hasta llegar al pueblo.

Absorta en sus pensamientos, Allie tropezó con una piedra al borde del camino y estuvo a punto de perder el equilibrio.

Concéntrate, Allie, se reprendió. Si te rompes una pierna, acabarás otra vez en esa estúpida enfermería.

A lo lejos, el murmullo de un motor quebró la paz de aquella carretera perdida. Allie correteó buscando un escondite pero el seto crecía tupido a ambos lados del camino. Cuando el vehículo tomó una curva, los faros brillaron a lo lejos.

Aterrada, Allie se internó en el seto, sin hacer caso de las agudas ramas que se le clavaban en el cuerpo. Se hundió entre la vegetación hasta que no pudo avanzar más y luego se quedó esperando.

Podría ser algún vecino, se dijo. A lo mejor no es un guardia de Cimmeria.

Pese a todo, contuvo el aliento cuando el coche pasó gruñendo por su lado y solo volvió a respirar al comprobar que el vehículo se perdía en la noche.

No la habían visto.

Reanudó la marcha arrancándose al mismo tiempo las ramillas secas del pelo. De repente, la oscuridad le parecía más densa.

Le dolía todo el cuerpo y estaba aterida de frío hasta los huesos. Para distraerse, se preguntó en qué andaría Rachel ahora mismo en el colegio.

Rachel era su mejor amiga y un verdadero ratón de biblioteca, así que Allie no dudó ni por un instante lo que estaría haciendo: los deberes de Química avanzada. Casi podía verla, sentada en una butaca de piel de la biblioteca, con los libros escampados bajo la lamparilla verde. Las gafas se le habrían deslizado a la punta de la nariz y ella estaría felizmente absorta en complejas fórmulas y complicados diagramas.

Allie sonrió al evocar la imagen. Sin embargo, su sonrisa se desvaneció al momento.

¿Me perdonará por haberme escapado sin decirle nada?

Sacudió la cabeza para ahuyentar el pensamiento. Daba igual lo que pensaran todos; incluida Rachel. Tenía que hacerlo.

Los asesinos de Jo debían ser castigados. Y puesto que nadie estaba haciendo nada al respecto, Allie iba a tomar cartas en el asunto.