Dos

Aquella mañana, Allie no se había despertado con la intención de escapar. Solo tenía pensado saltarse las clases.

Lo hacía muy a menudo últimamente.

Ya no consideraba que los estudios fueran una prioridad en su vida, así que, ¿para qué molestarse?

Más de una vez la habían arrastrado de vuelta a clase, enfadada y contra su voluntad, de modo que ahora Allie se había aficionado a buscar escondrijos para evitar que la desagradable situación se repitiese. El laberíntico caserón victoriano estaba lleno de recovecos y nichos ideales para atrincherarse. Los escondites favoritos de Allie eran las habitaciones vacías y las escaleras de servicio, que nadie solía frecuentar. La cripta, la capilla… Realmente, opciones no faltaban.

Hoy, después de tragarse unas cuantas lecciones, había saltado por la ventana de su cuarto y había recorrido de puntillas el estrecho alféizar hasta alcanzar la zona más baja del techado. Desde allí, se había encaramado a aquella parte del tejado en la que, hacía un tiempo, Jo se puso a bailar como una loca con una botella de vodka en la mano. Aquel día, Carter y Allie le salvaron la vida.

Allie se quedó varias horas sentada a la intemperie, a solas con sus recuerdos, observando las idas y venidas de sus compañeros y del personal del colegio por los jardines. Era increíble que nunca mirasen hacia arriba. En el tejado abundaban las chimeneas y los adornos de hierro forjado, así que lo tenía fácil para observar sin ser vista, como una gárgola viviente.

De esa guisa, perdió todo el día, como tantos otros recientemente, hasta que de repente oyó unas voces allí cerca. Al principio, Allie se asustó, pensando que la habían pillado, pero enseguida comprendió que la charla procedía de su propio dormitorio; las palabras se colaban por la ventana abierta.

Sujetándose a un desagüe en forma de dragón, Allie se inclinó hacia el borde del tejado para oír mejor.

—¿La has encontrado? —la voz de Isabelle reflejaba preocupación.

—No —Raj hablaba en un tono tan quedo que Allie tuvo que aguzar el oído para distinguir las palabras—. Mis hombres la están buscando por los jardines.

No la encontrarían. Nunca lo hacían. La idea le produjo una leve satisfacción. Puede que se le diera fatal salvar vidas, pero aún era capaz de burlar a un equipo de seguridad de élite.

En aquel momento, Isabelle volvió a hablar. Ahora, su voz sonaba más cerca. Allie dedujo que debía de estar plantada ante la ventana, mirando hacia fuera.

—¿Está…? ¿Qué crees tú? —titubeó la directora—. ¿Rachel te ha dicho algo?

Un suspiro.

—¿Mejor? —dijo Raj—. ¿Peor? Vete a saber. Seguramente igual. Rachel está preocupada por ella. ¿Sigue viendo al doctor Cartwright?

Allie frunció el ceño. El doctor Cartwright era el comecocos que Isabelle la había obligado a visitar después de la tragedia.

—Ya no —repuso la mujer—. Acudió a unas cuantas sesiones, pero el psicólogo dijo que no cooperaba. La describió como «apática».

No deberían estar hablando de mí en ese tono, pensó Allie, molesta. Se supone que esas cosas son privadas.

Pensó en las pesadillas y en los horribles pensamientos que la atormentaban a menudo; en todo aquello que le había confesado al doctor Cartwright antes de cerrarse en banda.

No quería que Isabelle y Raj supieran cómo se sentía.

«¿Cómo vas a reanudar las clases como si tal cosa después de ver morir a tu amiga? —le había preguntado Allie al psicólogo una de las pocas veces que había accedido a hablar con él—. ¿Qué te importan los verbos franceses después de algo así? ¿O la Armada Española?».

«Lo haces y ya está —le había dicho el psicólogo—. Pones un pie delante del otro, cada día. Haces un esfuerzo. Sigues adelante».

«Y una mierda», había respondido Allie como si escupiera veneno.

Él no sabía lo que era tener miedo de quedarte dormida por culpa de las pesadillas. Era imposible que lo supiese.

Nadie lo sabía.

Raj se rio sin ganas, como si él también opinara que Allie estaba apática perdida.

—El doctor Cartwright piensa que no ha aceptado la muerte de Jo; busca a alguien a quien culpar —prosiguió Isabelle. Allie se asomó un poco más para no perderse ni una palabra de aquella información privilegiada—. Dice que buscar culpables es un mecanismo de defensa; hace que la fase de negación se prolongue indefinidamente. Hasta que no haya superado esa fase, no podrá aceptar lo que pasó ni aprenderá a vivir con ello.

Lo que tú digas, pensó Allie exasperada. Tengo motivos para estar enfadada. Tú eres el motivo.

Sin embargo, muy en el fondo, sabía que Isabelle tenía parte de razón y eso le daba aún más rabia.

La directora siguió hablando.

—Pero Allie ha decidido que el psicólogo no le cae bien. Tenía sesión esta tarde y… —Allie se la imaginó encogiéndose de hombros con aire fatigado— como era de esperar, no la encuentro por ninguna parte.

Raj alzó la voz. Aunque no le veía la cara, Allie se dio cuenta de que estaba enfadado.

—Esto no puede seguir así, Izzi. Tienes que tomar medidas. Ahora mismo, todos mis hombres la están buscando, cuando deberían estar patrullando por el colegio. Aún no sabemos qué se propone Nathaniel. Podría atacar en cualquier momento. Allie nos está haciendo perder un tiempo precioso. No podemos seguir así. Se está comportando como…

—Como solía comportarse —lo interrumpió Isabelle—. Hacía este tipo de cosas cuando su hermano desapareció. Está enfadada y no la culpo. Yo también estoy enfadada. Pero no tengo dieciséis años, así que he aprendido a canalizar la ira. Ella no.

Los interrumpieron unos golpes en la puerta.

¿Quién será?

Allie escuchó atentamente y se asomó un poco más, dejando que la cabeza y los hombros le colgaran por el borde del tejado. Por desgracia, Raj e Isabelle se habían retirado hacia la puerta. Oyó un murmullo de voces, pero estaban demasiado lejos como para distinguir lo que decían.

Al cabo de un momento, la puerta se cerró de un portazo. Luego… silencio.

Se habían ido.

Decepcionada, Allie se echó hacia atrás para afianzarse en el tejado; al hacerlo, desplazó la mirada hacia abajo.

Había dos guardias de seguridad plantados en el jardín. Y la estaban mirando.

A Allie le dio un vuelco el corazón.

Mierda.

Espantada, se alejó a trompicones, resbalando sobre las tejas húmedas. Cuando se creyó a salvo, se inclinó hacia delante para echar un vistazo. Debajo, los guardias llamaban por gestos a alguien que Allie no alcanzaba a ver. Al cabo de un momento, Raj se reunió con los guardias, que señalaban a Allie, allí en el tejado. Cruzándose de brazos, el jefe de seguridad la miró con expresión sombría.

Allie tragó saliva.

Tengo que buscar otro lugar donde esconderme, pensó.

Se puso en pie y echó a correr por el tejado hacia el lugar donde la pendiente alcanzaba la cornisa y, apoyada sobre el trasero, se dejó caer como si resbalara por un tobogán. La falda del uniforme era corta y plisada, nada apropiada para andar por ahí de escalada. Cuando la prenda se le arrugó a la altura de la cintura, el agua le empapó los leotardos oscuros. Aferrada al canalón con la punta de los dedos, Allie recorrió el alféizar de piedra. Al llegar a la ventana de su cuarto, saltó al escritorio.

Una vez dentro, se irguió victoriosa, pero Isabelle ya estaba allí, plantada ante ella con los brazos cruzados.

La directora no quiso escuchar sus excusas.

—Esto ya pasa de castaño oscuro —lo dijo en tono de reprimenda, pero Allie advirtió una nota de tristeza en su voz—. No puedes seguir haciendo esto, Allie.

Una parte de ella se sintió culpable por estar lastimando a Isabelle, pero enseguida mandó a paseo sus remordimientos y se encogió de hombros con desdén.

—Ya. Lo que tú digas. Estoy muy arrepentida. No volveré a hacerlo y tal.

Isabelle suspiró con impaciencia. Parecía tan triste que Allie casi se deja conmover. Se dirigió hacia la puerta para perder de vista el semblante apenado de la mujer.

La directora recuperó la compostura.

—Estoy de tu lado, Allie.

—¿Ah, sí?

De pie junto a la puerta, Allie miraba a Isabelle como si fuera un bicho raro.

—Allie… —Isabelle intentó cogerle el brazo, pero luego se lo pensó mejor y dejó caer la mano—. Me tienes muy preocupada. Y quiero ayudarte. Pero no puedo hacerlo si tú no me dejas.

Hacía unos meses, Allie habría acudido a Isabelle en busca de ayuda y consuelo. Cuando aún estaban unidas. Cuando aún confiaba en ella.

Aquellos tiempos habían quedado atrás.

Miró a la directora con desapego.

—Por desgracia, Isabelle, la gente que acepta tu ayuda acaba muerta. Así que… no, gracias.

Isabelle se quedó como si hubiera recibido un bofetón. Cuando hizo una mueca dolor, Allie salió a toda prisa.

Aguantándose las lágrimas, bajó cojeando por la escalinata principal. Le dolía la rodilla, y el sonido de sus pasos desacompasados (tu-tum, tu-tum) resonó en el silencio como una carcajada cruel.

Con la cabeza gacha, ignoró por completo el revestimiento de madera que cubría las paredes de la Academia Cimmeria. No se volvió a mirar los magníficos óleos, algunos de los cuales la doblaban en altura, con sus imágenes de hombres y mujeres de antaño ataviados con suntuosas sedas y joyas. No hizo ni caso de las lámparas de araña, cuyos cristales destellaban con los últimos rayos de sol, ni de los altísimos candelabros, ni siquiera de los tapices de pálidas doncellas y caballos en plena cacería del zorro.

No vio nada de todo aquello cuando entró en el salón de actos y cerró la puerta a su espalda. La enorme sala estaba desierta, iluminada tan solo por la tenue luz de la tarde que se filtraba por los ventanales alineados a un lado de la estancia alargada. Los pasos de Allie resonaron huecos cuando echó a andar por el gran salón, la cabeza echando humo de tanto dar vueltas a las endemoniadas ideas que no la dejaban vivir.

Treinta y tres pasos en una dirección. Cambio de sentido. Treinta y tres pasos en la otra. Y vuelta a empezar.

¿Por qué iba a compadecerla?, pensaba furiosa. Isabelle es la responsable de todo lo que ha pasado. Jo confió en ella. Y ahora está muerta.

Girando sobre sus talones, echó a andar en sentido contrario.

Como siempre le sucedía, su mente voló a los bosques nevados, al aleteo de la urraca, a la figurita acurrucada en la nieve…

Se sentía como cuando te hurgas una costra aun sabiendo que, si lo haces, la herida nunca se va a curar. Seguía arrancando los bordes, por más que le doliese.

A lo mejor no quería que se curase la herida.

Jo ha muerto. Todo el mundo le falló. ¿Y ahora Isabelle quiere que «vuelva a la normalidad»? Y un cuerno.

Allie dio media vuelta y siguió andando.

Jamás volvería a confiar en Isabelle. Ella tenía la culpa de todo, ella y sus absurdas rencillas con su hermano, que Allie ni siquiera entendía. Los habían atrapado a todos en el centro de su disputa y Jo había pagado el pato.

Allie tampoco confiaba en Raj, el jefe de seguridad del colegio. La gente lo consideraba un gran experto, pero él se había marchado y los había dejado solos, aunque Allie le había suplicado que no se fuera. Se lo había suplicado, literalmente. Y estaba ausente cuando un miembro de la escuela —alguien a quien Allie conocía y en quien confiaba— había abierto la verja para que Gabe pudiera matar a Jo.

Envarada del dolor, dio media vuelta otra vez; la rabia le daba alas.

En las ocho semanas que habían transcurrido desde el asesinato, Raj e Isabelle no habían sido capaces de averiguar quién había abierto la verja aquella noche. Quién había estado ayudando a Nathaniel todo aquel tiempo. Un profesor, un instructor de la Night School, un alumno; alguien con quien se cruzaba por los pasillos a diario quería liquidar a Allie.

Y nadie había hecho nada al respecto.

Todos me han fallado. Todos nos han traicionado. Y ni en sueños permitiré que vuelva a pasar.

Se detuvo en seco. De repente, comprendió lo que tenía que hacer.

Abrió la pesada puerta y se dirigió directamente a la oficina de Isabelle, corriendo, por miedo a que le fallase el valor antes de llegar. Le diría que quería dejar el colegio. No podía seguir así. En cualquier rincón del planeta estaría mejor que allí. En el mundo real, tendría posibilidades de averiguar lo que estaba pasando. Hablaría con su abuela y, juntas, encontrarían a los asesinos de Jo. Y los castigarían.

Encajada bajo la escalinata principal, que ascendía desde el vestíbulo central como una empinada ladera de roble tallado, se ocultaba la puerta de Isabelle, tan disimulada entre las tallas del revestimiento que a Allie, a su llegada a Cimmeria, le había costado mucho localizarla. Ya no tenía ese problema.

Apretó los dientes y empujó la puerta sin llamar.

—Isabelle, tienes que…

Obviamente, la directora había salido a toda prisa. Sobre el respaldo de la butaca descansaba olvidada la chaqueta de cachemira negra que le había visto puesta hacía un rato. Sobre el protector del escritorio, junto a las gafas de Isabelle, humeaba aún una taza de té Earl Grey…

Y allí estaba también su móvil.

Con la boca entreabierta, Allie se quedó mirando el teléfono. No se podía creer lo que estaba viendo.

Los artilugios electrónicos estaban terminantemente prohibidos en Cimmeria. De todas las reglas, aquella era la más estricta. Nada de ordenadores, ni de televisores, y nada de móviles, bajo ningún concepto.

Si los alumnos querían telefonear, debían pedir permiso a la directora. Solo se les permitía llamar a sus padres, y siempre por un motivo de peso. Pero allí había un teléfono, a su alcance.

Mientras lo observaba, Allie repasaba mentalmente la lista de consecuencias. Isabelle jamás la perdonaría. La expulsarían. Perdería a sus amigos. Pero también tendría la posibilidad de averiguar lo que estaba pasando en realidad. Y Raj e Isabelle se verían obligados a actuar.

De modo que cogió el teléfono, se lo metió en el bolsillo y se marchó.