21

Anduvieron todo el día buscando el cadáver de don Frutos. Y lo encontraron los niños. Los niños habían subido la noticia. «Se han ido los soldados, se han ido», y entraron en el pueblo con los brazos cargados de riquezas. Habían madrugado aquel día para repasar las cuerdas con anzuelos que tendían de noche para las anguilas. Y estando en la faena, habían visto pasar en fila india a todos los perros de la aldea, muy decididos como a misión concreta. Los perros se habían enterado ya de la noticia.

—¿Adonde irán ésos, tú?

Siguieron a los perros y al llegar al campamento les disputaron casi con ferocidad las sobras de los soldados. Subieron triunfantes a sus casas, «mira, mamá» y todo el pueblo saltó de la cama y se lanzó río abajo a arrebañar ansiosamente en los desperdicios que habían olvidado los niños y los perros.

—¿Serán los buitres? —dijo alguien señalando el cielo sobre la presa.

—Ellos son —respondieron los viejos— ¡Hay que ver qué olfato tienen esos individuos!

Y sacaron los caballos muertos de las cuadras, enlazándolos con sogas y los pusieron bajo el sol para facilitar la labor de las aves de presa.

—Es mucho mejor que quemarlos y mejor incluso que enterrarlos. Estos bichos te hacen una limpia, que no hay peligro de peste. Cuando mucho, te dejan los huesos y el pelo. Los ojos y los cojones, lo que más les gusta, son caprichosos.

Cuando todos se dispersaron por la vega en busca del cuerpo de don Frutos, el primer buitre aterrizó sobre el montón de carroña. Los chicos escondidos en el cobertizo, aguardaron impacientes a que se cebara. Picoteó en una panza abultada y brotó un surtidor de tripas podridas.

—Voy a vomitar-dijo uno, y todos, sin poder aguantar más, salieron dando gritos y tirando piedras. El buitre aleteó ruidosamente y se subió a la altura para preparar el siguiente asalto.

—¿Qué os jugáis a que don Frutos está debajo de la presa? Yo por lo menos lo habría echado allí.

—¿Vamos a ver?

Cuando descendieron al barranco, alguien se les había adelantado. El Palaciano joven, vestido de soldado, escarbaba en los bolsillos de la sotana clerical. Al ver a los niños apenas demostró asombro.

—¿Qué ha pasado aquí?

—¡Andalá, si es el palaciano!

—Chavales, hemos ganado la guerra. Yo ya venía para casa, bajo a beber agua y me encuentro con esto.

—¿Y lo de tu padre no sabes?

—¿Qué le pasa a mi padre?

—Que se ha muerto. Del susto.

—Querida esposa, ven a mis brazos. Él me ha dicho que ya sabe qué tiene que hacer, déjalo, no pienses más. —Le cierra el libro y lo arroja lejos, se acerca, le pone la mano en los pechos— No sufras, ¿estás excitada por lo que te digo o porque me quieres de verdad? Mírame, mírame, yo te amo, te deseo con pasión. Tienes razón de que estoy loco. Me volví loco cuando vine del frente y mi padre me dijo que los soldados estaban con vosotras. Nunca te he contado pero os vi; me entró un furor que aún me dura, una rabia que tú no has querido apaciguar en todos estos años. Fui a la escuela; desde abajo os oía retozar, se oía el ruido de la cama —le va recogiendo el camisón, la mano acaricia arriba y abajo suavísimamente, muy despacio—, subí al piso y teníais la puerta abierta, claro ¡quién iba a atreverse a molestaros! Entonces me di cuenta de cómo te quería y me puse loco, te confieso; quedé en la puerta paralizado, estabais a oscuras y no os veía pero sentía todo, todo, querida marrana comunista. Un canalla te estaba tocando como yo te toco ahora, te estaba ensuciando. A mí nunca me habías permitido el más pequeño atrevimiento, ni cuando salimos para el frente aunque te lo pedí, aunque todas las novias del pueblo sabemos que se dejaron de sus mozos y también conmigo se dejaron, pero tú no. Y te reías con él, te salían gorgoritos de las cosquillas que te hacía. Si mi padre me llega a dejar la escopeta, allí habíais sucumbido; era una risa de puta republicana. Aquellas risitas me envenenaron, ¿comprendes? Entonces se me ocurrió lo de los caballos y pasó todo lo demás —le hace pellizcos en las junturas, ella se crispa con la mirada fija en el vacío, aguanta impávidamente la mano ávida, la boca hambrienta, las piernas eléctricas, los ojos roedores—, pero todo eso ya lo sabes, ¿o quizá me desprecias por lo que hice cuando lo hice precisamente por ti? Yo soy bueno y siempre gozo haciendo favores al pueblo, pero tú me estropeas la fiesta, me has amargado la vida. Las veces que he querido acostarme contigo, he tenido poco menos que forzarte, he tenido que ser cruel, destruir tu indiferencia, poseerte con uñas y dientes, estrujarte y beberte como un vampiro, vencerle a él, superarle, borrar su recuerdo en ti —le mordisquea el pecho, le sorbe el cuello, le aprisiona los ijares, le hunde la rodilla en el bajo vientre.

—¡Apártate, bestia! Jamás me acordaba de él. Eres tú el que me da asco, tu vileza, tu alma de sanguijuela. Me casé porque me asustaste, y aún creí que era amor lo que me tenías, pero era amor que te tenías sólo a ti y que empleabas para saciar tu orgullo de niño, ¡tú, el más rico, el más guapo, tú el amo de la región, el Palaciano! Y que nadie se atreviera a poseer lo que a ti se te antojara —le vuelve el rostro, le clava las uñas en la espalda, se tapa los pechos con los codos—, eres el hazmerreír de todos, un fantasma ridículo.

—¡Déjame, entrégate! Vamos a olvidar el pasado, seamos felices por fin, él ya no nos estorba, el pueblo ha saldado la cuenta pendiente, todos en paz y tú y yo en paz, despierta el cuerpo, enciéndelo, gocemos, eres mía —se acopla sobre ella, le sujeta el cabello con los garfios de las manos, los pulgares en los ojos tercamente cerrados, la respiración jadeante, susurrando con saña—, eres rebelde, así me gustas, pero ya no hace falta, él ha dicho que entendía cuando ha visto las firmas de todo el pueblo, ha comprendido, me ha cogido la pistola, tu pistola, querida, se la he devuelto, la ha reconocido enseguida, ya entiendo, me ha dicho, a estas horas estará ya en el otro mundo, así que vamos a…

—¡Asesino! —Ella reacciona salvajemente, le mete los dedos en los ojos, se escabulle, se levanta, toma una bata y escapa, se oyen los portazos y luego la cancela de la calle.

Él, boca abajo, rasga el almohadón con los dientes y solloza como un niño, de dolor, de rabia, de odio acumulado, de dicha largamente esperada. ¿Ríe o llora?

«¡Pero qué pichorras estoy viendo! ¡Si es ella cruzando el inmenso desierto peregrina bajo la luz de la luna! ¿Y no habrá quien le tienda la mano a esa criatura desdichada? Hermanos, qué poca longanimidad, carajo. ¿O es quizá la hija de Jefté, doncella que corre a llorar su virginidad por los montes de Sión? Y también va por la trasera. ¡Y va descalza! ¿Dónde estará ese tontolaba de Aurelio, que no corre con las zapatillas de raso de su ama? Ya andará por el corral tocando tetas de vaca a falta de otra cosa mejor. ¿O acaso se trata de la casta Susana que huye del viejo sátiro a refugiarse en los brazos de su amante profeta Daniel? Oh, quién me diera, hijos míos, la lengua de los mismos ángeles para cantar con decoro la armoniosa figura de esta mujer que hoy me toca enaltecer ante vosotros. Recemos un avemaria. Y no me quiero alargar, pero entendedme, amadísimos hermanos, que aquí debe de estar pasando algo muy grave. ¿No te dije?».

Bruscamente se abre sobre la plaza una ventana de la casa parroquial. En ella aparece la palaciana poniendo el grito en las estrellas.

—¡Asesino! ¡Lo ha degollado, lo ha matado! —Desaparece, aparece de nuevo— ¡Aún está caliente. Él ha sido, él lo ha asesinado, mi marido, creedme, creedme!

—¡Aurelio! —En el palacio se abre cautelosamente un balcón y el palaciano llama con sordina—, ¡Aurelio!

Aurelio sale de la puerta de los corrales. ¡Todo lleno de sangre! Señora, señora. Le llaman, Aurelio.

¿Qué pasa? Se acerca al balcón. Sube ahí arriba y hazla callar. Sí, señorito. Aurelio vuelve sobre sus pasos. ¡Él fue el que envenenó el río. Y el que denunció al cura viejo; estaba escondido, ni siquiera estuvo en la guerra, es un cobarde. Y un asesino, es un asesino. Y él le torció la cara al…! El criado le tapa la boca, forcejean, la arrastra adentro, se cierra la ventana, se hace la paz en la noche.

«Ya lo sabía, claro que lo sabía ¡por quién me habéis tomado! Pero he esperado, mi padre me sostenía, espera Mamiño, ya se presentará la ocasión, ya te enterarás, algún día tiene que caer la breva, bien madura caerá. Y cayó, como una breva de la higuera maldita. Y la maldijo el Señor, hermanos amadísimos, la maldijo porque no tenía frutos. Hay que dar frutos de vida y vosotros, zancarrones, ni frutos ni leches. No tenéis remedio, estáis malditos, aún esperaba que reaccionarais, pero ni por ésas. Nunca dejaréis de ser esclavos, os gusta más ser unos gilipollas sumisos y lamedores. Allá vosotros, hermanitos en el Señor. Por consiguiente, yo a éste me lo cargo como dos y dos son cuatro, asómate un poco más, que te vea lo elegante que tienes el batín, lo menos es de azafrán, muy propio para ti, maricueca, vas a diñarla de azafrán y luna; ¿dónde está el punto de mira?, exacto, te voy a tirar un poco a ojo de buen cubero, pero como estás más cebado que nuestro gorrín, a la de una, a la de dos, ahí mismico, requiescas in pace, Pondo».

El estampido resuena cóncavo. Salta un ladrido, luego muchos más. El balcón del palacio se abre crujiendo y el cuerpo del palaciano cae sobre los tiestos secos. Un geranio recibe su sangre azul.

Aurelio se asoma a la ventana parroquial. Luego se vuelve hacia su ama que está besando las muñecas sangrantes del sacerdote.-Ahora sí que la hemos hecho, señora. El amo, lo menos está muerto.

De las calles vecinas llegan pasos y voces atropelladas, mientras los pies ágiles del sacristán van haciendo sonar un teclado de tejas sueltas. Arriba, la noche sigue mascando indiferente en su paladar de plata el chicle de la luna.