Los hombres se han desparramado cabizbajos por el pueblo, y al llegar a sus casas, siguiendo las instrucciones del Palaciano de no abrir la boca, sueltan la bomba a sus mujeres: ¡El cura es el teniente de la guerra! Las mujeres, adormiladas cual vírgenes necias del evangelio, despabilan el aceite de sus alcuzas, vale decir, encienden la luz apretando el pezón de la pera y preguntan: ¿Vienes borracho, marido? Y se abotonan el corpiño, porque cuando el hombre llega ebrio, ya saben qué les espera.
—Sí, borracho ¡ojalá! En buena nos hemos metido. Para esto nos quería el palaciano, la madre que lo parió. Tú; o a don Chema le arreglamos las cuentas, o nos hunde el pueblo y las truchas se van a la porra con su pantano de la leche. ¿Tú te acuerdas de él? Dice que sí, que es el mismo. ¿No entiendes, boba, o qué? Don Chema es cura de verdad, sí; habría estudiado o qué sé yo, se arrepentiría y habrá venido a cumplir alguna promesa, y ahora después de los años ¡qué fundamento de Dios! Si lo hubiéramos pillado nada más acabar la guerra y cuando vinimos nosotros que teníais todas la histeria, le pegamos lo que sea, y todos en paz; pero ahora, vete y échale un galgo. Además él ya ha purgado, lo que yo digo, si cuando menos ha estado diez años en chirona, ya habrá pagado suficiente, ¿no? Pues, ¿a qué revolver la giña, no te parece? Bueno no, no digas nada, porque lo hecho, hecho está, y a mal hecho, rezo y pecho.
—Pero ¿qué coña os traéis entre manos? No sé si te entiendo. De manera que don Chema es el teniente aquél, el de la maestra, el de doña Eugenia, vamos; no salgo de mi asombro. Y el Palaciano quiere que os venguéis. ¿Qué habéis decidido, si una servidora puede saberlo? Porque vosotros tenéis sangre de limaco y apuesto la cabeza a que os habéis atarugado y le habéis dicho a todo que amén.
«¡Aquí te espero, desgraciado!». —Mamiño se desliza por los tejados, espera tras las chimeneas cuando ve pasar a los hombres a sus casas, evita la luz de la luna, desciende a una terraza, entra en una casa deshabitada, sube al sabayao, corren las ratas, se asoma a la ventana, domina la plaza, carga la escopeta y enciende un cigarrillo— «Te voy a asar como a un pajarico en cuanto te aproximes a la Rectoral, o séase, al área de penalty, con Orúe pasando a Canito, Canito que regatea a Di Stéfano, se interna y pierde el balón a los pies de Santa María. Porque el anís Castellana, señores, es el anís de España. Y porque estoy seguro de que los has convencido a todos o los has comprado. Siempre se lo dije: No se fíe de los aldeanos, que vivir en un pueblo, envilece, empobrece y embrutece. Con esos no hay ni para un remedio. ¿Y contigo? Ahora te estarás echando un trago para animarte, porque eres más cagapenas que mandado hacer de encargo».
—No haréis ninguna tontería, ¿verdad marido? Porque el cura habrá sido lo que habrá sido, pero hoy por hoy está sacando al pueblo de la cueva y vosotros no os dais cuenta porque siempre habéis llegado a sopas hechas y a mesa puesta, y en vuestra vida sospecháis los milagros que hay que hacer para llenar el puchero; pero ahora el sobre de los sábados, chin chin, fijo todas las semanas, sabe muy rico, ¿entiendes? Es muy grande eso de no tener que poner la bota y la alforja. Y para año nuevo ya hemos visto con la Patro una lavadora que lava sólita y entre las dos nos apañaremos para. Así que no me seas un langa y un pies planos, que delante del palaciano os hacéis todos cagarrutas y ya va siendo hora, como dice don Chema, de ser libres y vivir con la frente alta y el chaleco puesto.
—Bueno, mujer, no empecemos con las berriquetas de siempre y vosotras meteros en vuestras cosas y no la embarréis más. ¿No te das cuenta de que en este pueblo de porquería ha mandado siempre él y va a seguir mandando porque si se le pone en las narices le hunde al guapo que le plante cara? Yo también he firmado y todos, ¡a ver qué vida! Vosotras, hablar, eso es lo que hacéis; y gastar más de la cuenta. La lavadora, para estar más tiempo aldragueando por ahí, ¿verdad? Y luego querrás la televisión por si no tuvieras bastante con las gansadas de la radio. Y para postre, el insulto, insultar al cónyuge varón en el allí que más le duele; que no tenemos esto y lo de más allá, que somos unos poca-almas. Pues una cosa te voy a decir: nos vamos de aquí cuanto antes; ya estás escribiendo a tu hermano a Alemania, que nos busque una colocación aparente, no aguanto más.
«Desde aquí te domino los antojos, hermano». —Mamiño vigila la plazoleta pintada con azulete de luna. Un perro sale a escena, se acerca a la fuente y lame del asca; luego hace mutis y silencio otra vez— «Hermanos, desde esta cátedra sagrada a la que con santo temor he osado subir, descubro el panorama desolador de las miserias humanas. El hombre es un lobo para el hombre, y allí donde debía reinar la armonía cristiana y las sanas costumbres que el evangelio sembró a boleo secularmente, no diviso más que odios y venganzas. Igualmente Nuestro Señor, colgado en la santísima cátedra de la cruz, sólo divisaba odios y corazones divididos. Y perdonó. Porque la venganza, queridísimos míos, que como ya glosara san Agustín en su comentario al capítulo 19 de san Juan, es ni más ni menos que querer ocupar el lugar de Dios, pues no juzguéis y no seréis juzgados, y el que a hierro mata, a hierro morirá. Y si tú te acercas a la casa parroquial con intenciones manfloritas, te abrasaré desde aquí como a un calforro comedor de carroña, que eso eres tú, y eso era tu padre, pues de padre tamborilero, el hijo turruntuntún».
—Estás fresco, marido, para rato me muevo yo de aquí. Ahora que empezamos a tener con qué, ¿quieres que ahuequemos el ala? Tú no estás bien. Como si en Alemania tuvieran los puestos así, preparadicos para tu morro. O ¿no le oíste a mi hermano que aquello no es vida? Y eso que aquél, vamos, es la maña en persona; pero tú fuera de echar las muelas layando, no vales para otra cosa, ¡toma éste! Y allí todo es maquinaria y cuestiones de ésas, con lo torpe que tú eres. ¿Y eso de que ahorran? ¿Y lo burras que las pasan y los kiries que tienen que tragarse? Todavía no he visto a ninguno que se haya forrado. Pues para ese viaje… ¿Me oyes o te estás matando las pulgas? Una somanta al palaciano, eso es lo que tendríais que darle entre todos de una vez por todas y os trataría con más miramientos. ¿Sabes lo que le solté una vez que quiso tocarme el culo el cerdo de él?
—No, mujer, no me lo cuentes otra vez. Pero mientras me duermo, puedes seguir hablando. ¡Qué gusto le sacarán, digo yo, al hablar por hablar! Lo mejor es enemigo de lo bueno, y has de saber que aquí se trata de sentido común: o firmáis, o no hay piscifactoría, a elegir. ¿Tú qué habrías hecho? Pues a firmar todo Dios y tu marido el primero como un humilde y divino Antonio. Te lo da todo hecho, no va a pasar nada, os perdono las deudas, os rebajo el interés; pues venga. El único el sacristán; porque ése con este cura ha echado mucho papo y se ha puesto gallico. Pero que no se ande con bromas, que a la descuidada campan palos. Aunque ya te digo, no me huele nada bien este asunto, ha estado demasiado generoso el trampullas ese para pedirnos sólo una firma. Por la caridad entra la peste, como es el dicho.
—¡Ay, qué Jesús! Eres como Dios te ha hecho y no cambiarás. Hará una hora que te estoy preguntando a propósito de qué le habéis firmado; así que cuando acabes de arrascarte tendrás la bondad de explicarme. ¿O las mujeres no debemos meternos en esto? Pues puede que algunas tengan que decir mucho más que los hombres, si es verdad que don Chema es el teniente de la porra. Aquél desde luego tenía mucha estampa, pero ya puede ser que sí, me parece que era estrecho de aquí, como éste. Oyes, ¿y qué dirá, qué dice la pingo esa del palacio, la doña Eugenia? ¿No ha estado ella con vosotros? Chico, me estás sacando de quicio, ¿qué te pasa tanto arrascarte y poner esa cara de inanio?
—Pienso.
—Pues cuando el burro piensa, ¡qué coz saldrá!