—Señora, no sea usted cazurra y no me saque de mis casillas. O nos deja pasar y se traga esa mala baba que escupe o le tendré que dar un guantazo. Tenemos que cumplir una orden y usted se aguanta. —El Filósofo amenaza con el arma.
—Ya habéis estado antes mirando aquí y refiteleando todo y aquí no se esconde nadie ¡quién había de ser! Pero ya os veo la hilacha, ahora venís también de día a cucharear en nuestras hijas. Hambrientos renegados, lo peorcito del mundo había de tocarnos a nosotros, ¡qué pecado hemos cometido, Señor! Si mis hombres estuvieran aquí; de eso os aprovecháis, de que no habéis encontrado más que viejos y crios. Daos una vuelta después de la guerra, a ver que alardes hacéis entonces. No te tengo miedo y no habéis de pasar, ¡fuera! —la vieja furibunda tira de los pelos al soldado, le muerde, le araña, le escupe, le patea con torpeza.
—Estése quieta o disparo. Ya sabemos que aquí no hay nada de particular y yo voy a disimular porque sé que usted no tiene el veneno, pero por lo menos déjenos entrar. —Le encañona con el fusil, le empuja los pellejos de sus pechos consumidos.
—El veneno sois vosotros, condenados. Asunta, hija, ciérrate con llave, ¿me oyes?, pasa el cerrojo por dentro. Y ¿qué os pensáis, que con unas piojosas pesetas ya habéis comprado nuestra vergüenza? Así que, a ver si apoquinas más, que mi hija vale un valer y es la mejor proporción que te has echado a la cara en tu vida. Hija, no abras hasta que yo te diga. ¡Habráse visto, cochino mayor! ¿Me has oído, moceta?
—Sí, madre.
—Mi madre es una tacaña y una avarienta, —la virgen Asunta repasa con sus dedos toscos la cicatriz del muslo del Filósofo—, pero no le hagas caso. Gracias a ti, estos días nos estamos poniendo las botas de comer carne, sobre todo albóndigas, alimentan mucho las albóndigas. Mi madre, hala, come, come, que el pajarito es muy goloso. Oye, este chisme que tenéis los hombres es bien práctico, ¿verdad? Te advierto que soy muy ignorante pero siempre he tenido la idea de que os servía para algo más que para hacer pichís. Tú dirás qué burra, pero es así, mi madre me ha tenido ignorante de estas cosas y ni saber bien para qué son los hombres y las mujeres; otras chicas ya sé que suelen hacer cosas, pero yo ahora me desayuno, palabra. Mira, mira qué caprichos tiene.
—Chavala, estáte quieta, que me haces cosquillas y por esta noche ya vale. —El Filósofo se levanta, se viste, mete mal la pierna, trastabilla sobre la paja, dice rediós y perdona— Estáis muertos en este pueblo, oléis a ceniza, maja, dejáis gusto a ceniza, pero hale, no te eches a llorar, que lo haces muy bien, no me quejo, mujer, vas aprendiendo mucho.
—Pero si no hacemos más que comer albóndigas de burro, ¿cómo vamos a oler a ceniza? ¡Dices cada cosa! Lo que tú hueles es a jabón que hacemos con grasa de cerdo y no es muy allá como perfume. ¿Quiéres que te limpie las botas? No me des más dinero, que mi madre te chilla cuando llegas sólo para que le oigan las vecinas. Oye, cuando te pones el pantalón pareces un hombre de verdad.
—¡Otra que tal! Pues ¿qué soy?
—Hija, abre ya que se han ido esos paganos. Venían buscando el veneno. ¿O te había citado para hoy a esta hora? Abre. Tu hombre es un cutre, no suelta la mosca ni así lo muelas a palos. ¿Es que no le das gusto o qué? Te lo he explicado mil veces, tú hacerte la tonta, eso les chifla, la que te has caído de un guindo, además que tampoco tienes motivos para saber de estas cosas. Moñona, moñoña, los alelas, les encantan las mozas con cara de oveja pastenca y tú para eso tienes mucho temperamento, pero no sé si te pasas de la raya o qué. A ver, ¿qué te dice cuando estáis en el granero? Habla, mujer. Ya que estamos en pecado, por lo menos que nos luzca.
—Don Frutos, madre, dice que no es pecado casi, que a la fuerza una no tiene consentimiento pleno y eso es condición necesaria para que haya pecado mortal. O sea, que es sólo pequeñico.
—¡Qué sabrá ése de pecados, si cada vez que ve a una mujer se le empañan los lentes del sofoco! Lo que pasa es que si se hubiera puesto como un loco como ha hecho otras veces al hablar de estas ocupaciones del sexto, capaces son los soldados de pegarle cuatro tiros; pero así, aflojando él la manga y las chicas complacientes en la cama, no ha habido problemas. Pero tú no te preocupes, ya te perdonará todo cuando termine esto; ahora, lo dicho, sácale cuartos a ese surre, que antes que vuelvan tu padre y tu hermano del frente, tenemos que rejuntar lo suficiente para comprar un caballo y una vaca, y al paso que vamos, hija, no sé. Asuntita, mona, ¿ya haces como te digo? Anda, cuéntale a tu madre, ¿él es muy ansioso? Tu padre es una bestia en estos particulares, pero jamás habrá tenido queja de mí. ¿Éste te hace sufrir? Le encuentro raro a ese muchacho, tiene cara de triste.
—Tienes cara de triste, majo.
—¿Y si te cuento que no había estado nunca con una mujer hasta estos días? No he tenido tiempo para nada, pero desde que cayó el frente del oeste, se han perdido todas nuestras esperanzas de ganar la guerra. Y era la más hermosa guerra que se había hecho nunca, era única y exclusivamente para darle al pueblo todo el poder. ¿Sabes qué significa esto? Que ahora los pobres vais a seguir igual hasta la guerra próxima y las mujeres seréis violadas lo mismo, por hombres que legalmente os llamarán esposas, pero total, violadas y dominadas. Yo también soy pobre y mi madre también olía a ceniza y a tierra amarilla. Me mandó al seminario porque era la única manera de poder estudiar y ser algo. Hasta que no pude aguantar más porque la que tenía la vocación era ella, yo sólo tengo vocación de ángel exterminador. Sí mujer, no me mires así. ¿Cómo has dicho que te llamas? Los pobres hemos perdido una guerra más, porque no todas las guerras las ganan los ricos, pero parece seguro que todas las pierden los pobres. Y por eso me atreví a subir con mis compañeros a estar con vosotras. Antes de cruzar la frontera y escapar al destierro, quería estar impregnado de vuestra sustancia y chupar vuestras tetas para llevarme todo el amargor de esta tierra envilecida y el olor a muerto y a esparto podrido que tiene nuestro pobre pueblo.
—Dices cosas tristes, soldado. —La muchacha se pone el camisón, sacude la manta, la dobla, sopla la vela, sale a la puerta del granero para despedirlo y sube a tientas a su cuarto.
—Dame el billete —la madre eterna le está esperando en el pasillo. La muchacha se echa a llorar sobre su cama de hierro— No sé a qué tantos aparatos, hija. Si en resumidas cuentas las mujeres estamos para eso, para contentar al macho. Mira, en cuanto venga tu padre, te hemos de buscar un buen partido, no te preocupes, nadie tendrá que decir nada de ti, y don Frutos ya os explicó que si no se consiente…
—Hijitas mías —se quita los lentes, se los vuelve a poner, se los quita, se sofoca el buen viejo—, la historia de Judit viuda de Manasés es muy semejante a la vuestra y todo depende de la finalidad con que se hagan las cosas. Dice la moral católica que un fin bueno puede justificar o al menos rebajar la gravedad de una obra censurable de suyo, con tal de que no quede otro remedio y sirva para evitar males mayores. Es el principio del mal menor. Vuestras acciones en sí consideradas son malas, a ver si me entendéis —resopla, limpia las gafas con la punta de la esclavina, cierra los ojos—, malas y muy malas, pero como judit la viuda israelita hacéis un sacrificio de vuestra virginidad para la salvación del pueblo. Con una condición, hijas —levanta el dedo con solicitud pastoral—, que no consintáis lo más mínimo en el placer carnal, que ahí es donde el Demonio querrá y buscará vuestra ruina espiritual y la perdición de vuestras almas inmortales.
—¿Qué es placer carnal, señor cura?, —la moza Asunta levanta su dedito con ingenuidad filial. Las compañeras estallan en jijijíes contenidos mientras don Frutos enrojece, empalidece, traspira, carraspea, adora la ingenuidad, le da un mangazo, al fin sonríe y se pone a buscar en la Biblia la historia de Judit, la bella viuda de Manasés, hija de Merarí, quien precozmente siguió el principio del mal según la moral católica y que pensándolo bien tampoco consintió en el placer carnal, claro que ayudada por el ingrato olor del borracho Holofernes, el general enemigo.
—¡Madre, si no lloro por eso, lloro porque no soy como las otras; por más que hago para sentir, no siento el placer carnal!
—Calla, tonta, con tal que lo sienta él —titubea la madre eterna, guarda el dinero en el arca, coge el candil y se va—, así pecarás menos y tendrás que hacer menos penitencia; tanto mejor para ti, no hagas caso. Y piensa que con unos días más, tendremos para una vaca. Chiribitas va a hacer en los ojos de algún vecino, el vernos levantar cabeza tan pronto. Y que nadie se descuide a sacar trapos sucios, que le cruzo la cara con todos los hijos de veinte leches que habrá en su familia, que estoy muy al corriente de esos terrenos y no hay hijo póstumo que se me resista. Si cuajara toda la nieve que cae en los montes…