—A ver, Isidro, voy a ir leyendo la lista y tú decides si firmas o no. Me debes 20 robos de trigo, 17 cuartales de arvejuela y 4 almutadas de menuciales. Después, 800 pesetas de la boda de tu hija, dos sacos de abono más la molienda de dos años, ¿sigo? Muy bien, tú te animas, así está mejor, te tacho, ¿entendido?, estamos en paz. Tú Casimiro, contigo hay menos tajo pero supongo que si este año se malean las viñas tal como va el tempero, querrás tener la pipa como siempre. No sé si recordarás que me debes casi 100 litros de tinto y 20 de pacharra. Eso es, así me gusta, tendrás vino este año. Además que yo no sé a qué tanto melindre para echar una firma. Puede parecer que os estoy poco menos que obligando, cuando en el fondo todos estáis de acuerdo conmigo en que este cura no os ha dado nunca buena espina desde que vino y empezó a decir destemplanzas a destajo.
—Desengáñate, Mudo, no te vamos a dejar pasar. —Aurelio y otro esbirro del Palacio acorralan a Mamiño contra la pared de la iglesia— No tienes nada que hacer a estas horas en tu sacristía, así que es mejor que vuelvas con nosotros y eches la firma. Así el señor cura pasará la noche en paz y gracia de Dios, que es lo que le hace falta.
«No os atreveréis con él, ése os mea a todos al ojo, es el único tío con bigotes de todo el pueblo y en cuanto os diga dos palabras, os arrugáis de la miedera que os entra». —El Mudo se apoya en la pared y enciende calmosamente un cigarrillo.
—Acércate más a la mesa, Policarpo, así escribirás mejor. Y ahora que lo sabéis todo, ¿a que ese sujeto nunca os pareció trigo limpio? La primera manguada que me hizo, lo de la comunión de mi hijo. Que siete años es una edad muy temprana y hasta los diez por lo menos él no daba la comunión a nadie. Estoy seguro que lo decía porque ese año yo tenía un mocete para hacerla. Pues muy bien, me fui al obispado y, claro que sí, los niños tienen todo el derecho y cuanto antes mejor, no sea que pierdan enseguida su inocencia. Traje un mandato del mismísimo señor obispo, se lo di en propia mano y él aún que no. ¡Pero si ahora los chavales de siete años te saben de todo mucho más que nosotros a los doce, es verdad o no es verdad! No hubo modo, así que contraté un capuchino, el superior nada menos ¡que todavía quedan sacerdotes como Dios manda!, y bueno, ya sabéis cómo acabó aquello. Él se puso botonudo, nos cerró la iglesia y tuvimos que irnos a hacer la fiesta a la capital. Y todo, porque este tipo maltrazado con esa cazadora, que ni parece cura, se cree más listo que el obispo. Pero claro, ahora se explica todo, sabiendo quién es.
—Venga, Mamiño, no hagas el mandria y vamos. Tú, agárrale de ahí. ¿Qué, ni por esas? ¿Vamos a hacerle la carrera del señorito? Vaya, lo que tú quieres es que el pueblo se hunda; pues si yo creía que estabas muy entusiasmado con la cooperativa. A tu casa no, al Palacio. —Aurelio y comparsa arrastran al sacristán por las oscuras calles del pueblo— Me parece que todavía no te has dado cuenta de quién manda aquí. Una vez te machucaron la cabeza por andar choriceando en la huerta, y te advierto que el mismo de la otra vez a lo mejor no se disgusta si te damos otra lección como aquella.
«Fue él, ¿verdad?» —El Mudo se para en seco y agarra con furia al hombre por la chaqueta— «Di que fue él el que me hizo cisco los sesos y me dejó agggg, sin habla. Fue ese canalla, me lo sospechaba, mi padre me lo decía, tiene que ser él. Los soldados nada más me encontrarían sin conocimiento y me subieron al pueblo. Nunca me he acordado de lo que pasó, pero tuvo que ser él quien me hizo la cusqui, tu querido amo que estaba por aquí escondido y por eso llegó tan a punto al entierro de su padre. Y por eso lo encontramos delante del cura viejo junto a la Presa. Todo casa. Y ahora mismo…».
—De acuerdo, Donato, tú firmas y entras de chófer, eso corre de mi cuenta, daos prisa. ¿Dónde íbamos? Eso, eso es, en la religión tan caprichosa que nos ha traído este caballero, es puro comunismo si os fijáis. Pero ¡si te predica cada cosa! El sexto mandamiento es el que ha recibido más recortes, porque andar por ahí apegados los novios, ¡pelillos a la mar, hombre, hay que ser comprensivos! Y eso de rezar por las mañanas y las noches al ángel de la guarda, ñoñeces. ¿La pildorita esa de marras? Permitida, alma de cántaro, y los que tenéis seis y ocho hijos, unos aldeanos y palurdos según él. Y ojo, robar y pegársela al amo, eso es huelga legítima, señor mío, el bien común ante todo, la función social de la propiedad privada, el socialismo que ya el Juan XXIII predica, ¡Dios nos coja confesados!, porque ahora nada de aquello es pecado pero te han inventado otros pecados grandísimos. Es mortalísimo según, el ser listo y tener vista para los negocios y ahorrar en el banco lo que uno ha ganado honradamente y tener los dineros puestos en sociedades anónimas, en fin, que habrá que empezar a estudiar los nuevos mandamientos de la ley de la nueva ola. Para éste no hay más pecado que el sistema capitalista. ¡Qué sabrá ése lo que hay que luchar para crear riqueza en el país! Hacer cuenta que para él el desiderátum sería que todos fuéramos igualitos como borregos, y eso sí, en el sexto el desmadre está permitido; el Papa va a tener que venir a tomar lecciones de nuestro sabelotodo, porque ya lo dice, la Iglesia está corrompida con el dichoso sistema, ¡qué perra le ha entrado con el capitalismo!, cuando todo el mundo civilizado se gobierna lo más ricamente así y estos mequetrefes nos quieren hacer pasar la cueva como en Rusia y demás infiernos. Venga, Nicanor, pon tu nombre y terminemos la fiesta, porque ¿no querrás que tus hijos los eduque un comunista, verdad?
—Bueno, Mudo, cálmate; vas entendiendo, ¿no? O sea, que te vienes con nosotros, ¡cómo que no, so muerto de hambre! Porque no eres más que un muerto de hambre que te has creído siempre muy macho, total para ser el sacristán, que te hicieron por compasión, y encender velas y arramplar la calderilla del cepillo y vivir de la caridad como el tonto del pueblo, tú que te tienes por el más listo. ¿Vas a tu casa? Tú te lo pierdes. Pero no creas que me engañas, todavía no sabes quién es el Aurelio; me voy a estar toda la noche en la puerta, para que tu mala leche no nos haga alguna de las tuyas. Así que no pienses salir porque puede que te encuentres con mi navaja.
«Tú, sigue diciendo tonterías y cirivicundias, so infeliz». —El Mudo cierra con la tranca la puerta de su casa—. «Hola, madre, no pasa nada, no. Pero voy a bautizar a un recién nacido que ya quiere darme lecciones. Te alegrará saber quién es; apaga la luz». Llena de agua una palangana, abre con cautela la ventana, otea en la oscuridad, —«¡No se ve ni para jurar!»—, y asperja modosamente sobre las brasas de dos cigarrillos. Después recibe alborozado las imprecaciones de los bautizados.
—El asesino vuelve tarde o temprano al lugar del crimen, convenceos. Y prueba de que éste hizo lo que hizo, es que está aquí al cabo de los años. Bueno, qué descanso, ya tenemos aquí la lista completa; sólo falta ese pijón de sacristán. Venga, terminad ese vino y nos vamos. Vosotros a casa y yo a la Rectoral. Ahora me toca a mí, pero en un patrifilio termino todo. Va a ser lo más sencillo, yo le doy esta hoja… bueno, sí, arriba tiene que ir encabezada con algo, tienes razón. Todos los abajo firmantes, o mejor será decir, todo el pueblo le pedimos que… déjame que piense; mira, todos los cabezas de familia y en nombre del pueblo, eso es, le pedimos que, aguarda, le pedimos encarecidamente que desaparezca de entre nosotros. Así queda mejor. Dios guarde a usted muchos años. O si no, usted sabe lo que tiene que hacer. Y se acabó. Bien, esto ya lo pondré yo.
—Cara torcida, ésta me la pagas ¡como me llamo Aurelio! Te voy a colgar del campanario de los mismísimos cataplines. Me debes ya varias como ésta, mudo asqueroso.
«¿Oyes, madre? Déjalo, no te asomes, ya se irá; es un cobarde y en cuanto se le planta cara… Como todos los cobardes, acaba de traicionar a su amo, me ha dicho que fue él, el palaciano, quien me hundió la sesera, ¿te acuerdas cómo padre se olía la tostada?». —Mamiño prepara la escopeta, mete unos cuantos cartuchos en el bolsillo, va al espejo, se pasa la mano por la cara, echa un trago de vino y sube al tejado— «Tú, mejor aquí, quieta, déjame a mi airico, que con ésos me atrevo fácil. Métete en la cama y no abras a nadie la puerta, ya vuelvo».
—Y a las mujeres, ni palabra ¿entendido?, que algunas tienen menos sustancia que el caldo de vigilia. Les decís que habéis estado aquí para arreglar las cuentas del año; ya se enterarán más adelante que hoy hemos salvado al pueblo de la perdición y el descuerno moral. Pero esta noche, no menear el asunto ni aunque se pongan zalameras, que las hay.