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Don Frutos enciende las velas en el altar de San Blas y se pone de rodillas. «Glorioso san Blas, abogado y defensor de este pueblo, aquí te quiero ver, majo. No sé si has tenido nunca un caso tan peliagudo como el presente; porque hoy, de no hacer un milagro, va a pasar algo terrible. Otras veces ha solido ser cosa de animales o de cosechas. Acuérdate lo templado que anduviste cuando lo de la glosopeda, que en muchos pueblos hubo vacunos muertos a carretadas y tú libraste de la miseria a esta pobre gente. Y no te digo nada de las veces que acarreaste las tormentas hacia otros lados, y te hemos ofrecido siempre misas de acción de gracias con todo el personal presente. Lo mismo en lo respective al mildiú de las viñas, aunque eso del mildiú cada año va trayendo peores modos, pero al lado de hoy, aquello era pecata minuta. Ya has oído a ese soldado sarraceno, no hay piedad en su corazón desalmado. Y de ésta no nos salva ni el mismísimo Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero ¿qué estoy diciendo? Perdóname, santo poderosísimo, me he puesto muy nervioso, se me derrite la mollera pensando soluciones y no se me ocurre más que decir prevaricaciones. Me he ofrecido yo mismo y estoy dispuesto a ser inmolado como víctima por todas mis ovejas; al fin, he soñado desde seminarista muchas veces con dar la vida por las almas a mí confiadas. Pero no me ha hecho ningún caso. Tengo mucho miedo a morir, quede claro, mucho miedo; pero también Nuestro Señor Jesucristo pasó ruedas y cuchillos en el Huerto de los olivos y yo no voy a ser menos, digo más, ¿o menos?, no sé, la cosa es que se haga su santa voluntad. Ofrezco mi vida en satisfacción de todos mis pecados y por la salvación de nuestra patria de las garras del comunismo internacional y el Anticristo socialista, «peste amarguísima», como lo ha definido el Papa. Pero tiene que haber otra salida, yo estoy en que ha de haber alguna solución para el dilema del soldado. Poderoso intercesor, ¿vas a ser menos que otras veces? Te prometo, a ver qué promesa quieres que te haga en nombre de toda la parroquia; no bastará con una misa solemne ni siquiera predicador extraordinario incluido, “Amadísimos hermanos, en este día de tantísima solemnidad y onomástica…”, no, no, ha de ser algo más, algo memorable, a ver, di lo que tú quieras si nos sacas de ésta con bien y con todos los huesos sanos. Te regalamos una mitra de oro, ¿te parece?; o a lo mejor te ilusiona más el báculo, un báculo de verdad, todo de plata repujada como el del señor obispo; o ya sé, ya lo tengo, a ti te chiflan las ermitas, ¿a que sí?, tienes cientos de ermitas en todo el mundo y aquí echabas en falta una, ¿es eso? Querido señor san Blas, obispo de Esmirna y mártir del siglo segundo o del tercero, ya no me acuerdo pero no te enfades, abogado para todo y especialista en males de garganta, esto de la ermita va en serio; ha de ser nombrada y famosa, con romería y todo y penitentes. Hasta ahora hemos tenido mucha suerte en la guerra, y fuera del Cojo que ha sido herido pero tú le has curado y ya es un hombre de provecho aunque una taberna no sea muy de mi agrado pero pase, y luego lo de las chicas, pero se confiesan todas enseguida, que conste, y apenas alguna ha consentido en el pecado que nec nominetur inter nos, ¿vale? ¿Por qué pues, no vas a prolongar tu benevolencia sobre nosotros hasta que termine este fatidicum bellum, belli, de la 2a declinación, neutro? Ves cómo desvarío y me desmadro… De todos modos, en tus manos prodigiosas dejo este asunto; no me falles, por favor, san Blasico, ¿verdad que nos vas a hacer uno de los tuyos? Desde luego, te famabas. Estoy chocheando si te fijas, pero tengo la seguridad de que vas a escuchar mi oración; si no, habrá que ir pensando en cambiar de patrono. Di que sí, hombre, di que sí; y por nuestra parte la ermita, eso es cosa hecha, ¿conformes?».

Cuando los soldados han desaparecido de la plaza, don Frutos la cruza para entrar en el palacio.

—Señor alcalde, la situación es más que desesperada. ¿Quién ha sido el badulaque? No habrá sido su hijo… Porque nuestras partidas de julepe se han terminado si Dios no lo remedia. Cualquiera de nosotros va a tener que morir.

—Pero ¿qué dice usted, nosotros morir? Si somos inocentes —la copita al lado y barajando el naipe.

—No se haga ilusiones, hijo, y deje las cartas por hoy. Puede que lo de los caballos envenenados sea una treta como otra cualquiera, da igual; ésos están dispuestos a hacer un escarmiento. O a lo mejor están desesperados porque la guerra la ven perdida sin remisión y quieren desahogarse haciendo pagar a justos por pecadores. Sea lo que sea, debemos estar preparados para lo peor, particularmente usted y yo. Lo que más odian es a Dios y a los ricos.

—Pero ¿qué mal he hecho yo? Usted sabe, don Frutos, siempre preocupado por ayudar a los pobres, y ¿por esa razón me van a matar esos muertos de hambre?

—Los muertos de hambre, señor alcalde, no tienen razones para matar porque no les hacen falta. Yo le aconsejaría que se confesara y dejara usted de rebelarse como un chiquillo, por lo que pueda suceder. Mire, nosotros ya hemos vivido bastante, digamos con el santo job: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el Señor.

—Pero que no, señor cura, que lo pone usted así como muy fácil. —Paladea unos sorbitos— Póngase una copa. Que yo no me dejo matar como una rata, eso téngalo por seguro. Además no se van a atrever a tocarme un pelo, les he regalado ni sé la de sacos de grano para sus caballerías y …nada, hombre, que me niego a morir ahora que se acaba la guerra.

—¡Ay porra, qué Dios tan bueno! Como usted quiera; pero óigamelo otra vez, antes de las siete de la tarde si san Blas no hace una de las suyas… Señor alcalde, vamos a afrontar las cosas con serenidad, que no se diga, hombre. ¿Sabe quién me ha dicho que viniera a confesarle? El teniente, como lo oye. No se atragante, ¿se le ha ido por lo vedado? Claro, no me quiere entender y ahora se asusta. Si no descubren a nadie, que por supuesto no descubrirán, vendrán por usted. Yo me he adelantado a decirle que había sido yo mismo.

—¿Y qué?

—No me ha creído. Y me ha insinuado más o menos claramente que el más sospechoso es usted, ¿se da cuenta ahora? He pensado en todo lo imaginable, huir a la sierra, pedir clemencia de nuevo, encerrarnos todos en la iglesia y a ver si se atreven, tenderles una trampa, incluso matarlos con las escopetas que tenemos escondidas, de todo se me ha pasado por la imaginación; que las muchachas complicadas en eso, en fin, usted me entiende, intercedan por el pueblo, o salir yo mismo revestido con el pluvial rojo que regaló usted el año pasado y echarles los exconjuros… qué sé yo, me arde la cabeza de inventar artificios. Y estoy seguro de que ese demonio está decidido a todo. Humanamente no veo salvación, a menos que un milagro, ¿usted cree en los milagros?

Un silencio de tumba faraónica antes de ser violada por ansiosos arqueólogos, se extiende por la mansión del palaciano. Un canario sin respetar los momentos estelares de los hombres, hace un do-re-mi-fa-sol, repetido cuatro veces que cae bastante mal al auditorio, como es razón. El Palaciano se levanta.

—Padre, confiéseme usted, si no hay más remedio.

—Ponte de rodillas, hijo. Y empieza a arrascar a fondo, bien a fondo de tu conciencia sin dejar veniales ni zaborras. Serás mártir, y aunque el martirio lleva directamente al cielo, no estará de más que te presentes limpio de polvo y paja.

—Poca gracia me hace, reverendo.

—En fin, que sea lo que Dios quiera y ¡paz Cristi!

En la tasca de El Cojo, los soldados juegan a las cartas. El tabernero los contempla profundamente admirado de la situación; le parece estar soñando al ver a los enemigos de la patria, de la religión y de todo lo decente allí mismo en su propia casa, y él como quien dice, dando de comer al diablo a su misma boca. Un solo día de guerra le bastó para cogerles un pánico enorme. Nada más comenzar las hostilidades, les dieron tres días de instrucción y los enviaron al frente. «Y qué castañazos tiraban los barandas estos. Llegar y besar el santo. En aquel maldito pueblo ¡la órdiga qué infierno!, caían los nuestros como moscas. Yo en medio de todo tuve el que más suerte. Hay que llegar a la casa roja, decía el sargento; desde allí dominaremos las calles, venga, todos adelante. Sí, sí, todos; no se movía ni Dios. El sargento venga a blasfemar y recristo, que no tenéis huevos y vuestra madre para arriba y para abajo, venga, que os voy a pegar un tiro en el trasero. ¡Ospa!, yo me lanzo a todo correr porque tenía el que más de lo dicho o el que más miedo y cuando ya iba a taparme en la casa roja, tec, el pildorazo. En todo el tobillo. Mi salvación, si vas a ver; porque si no, a estas horas iba a estar yo aquí a la sombra mientras los otros del pueblo andan cirriqui-zarraca recorriendo todo el país como unos condenados y siempre con la negra a la vuelta de la esquina. Pero ya aprendieron, ya; de lo que me pasó a mí aprenderían porque hasta la presente no ha palmado ninguno, no habrán expuesto mucho el pellejo por la cuenta que les trae. Y ahora, míralos a éstos, más mansicos que un perro pachón. Aunque el chaparro ése tiene más vinagre, que no quisiera estar yo en el lugar del palaciano; se lo van a cargar con todas las de la ley, por lo que dicen. Pero no le aviso nada, entonces me enchorizan a mí. Quita, quita, que esta vida es muy puñetera pero no hay más que una y obligación grave es conservarla y disfrutarla, y a quien Cristo se la dio, san Pedro se la bendiga. Con una pata coja, pero deja, más vale así. Si aquel animal de médico no me la llega a cortar sin tener que cortármela… Claro, lo que yo digo, entra el tío en aquella sala del infierno, que era como para ver las estrellas con aquel dolor en el tobillo, y “¿quién es el de la pierna hecha puré?”, ¡qué bestia el fulano preguntando!, y yo venga gritar aquí, aquí. Y me llevan sin más averiguaciones; y sin mirar siquiera la herida, tajo que te crió, y la sierra luego ris, ras, sin encomendarse a Dios ni al diablo. Y cuando ya no había remedio, la monja jefe, ¡rediós, madre, qué puntual llegas!, “pero oigan, que éste no es el de la pierna perdida, que es el del rincón; ¿no han visto que éste no tiene más que cuento?”. Encima, cuento, la pécora de ella. Pero ya era tarde y menda escarolera tenía sólo una pierna. ¡Y contento que no me cortaron las dos tirando a igualar, una vez que ya estaban en plan! Malditos, para toda la vida, cojo el mozo más camelador de todo el valle. En fin, todo se andará y el que tuvo retuvo y puede que la viuda Vicenta todavía me dé cara; una por una, salir con bien de la presente, y que estos buenas piezas le zurzan si quieren al cagapenas del palaciano, ¡gran cosa no se perderá!, con tal que a los demás nos dejen en paz y pan bendito. Y mira que bien podía yo haberlos facturado para el otro barrio, con darles setas de ésas que tienen como braguicas, en vez de las estupendas que les he puesto; y aunque me han dejado sin cena, pero todo sea por la vida y alguna consideración habrán de tener conmigo después que se han entriparrado y hasta el cinto se están soltando de lo buenas que les han sabido. No va a hacer falta ni eso, que si es cierto lo de la radio, en cualquier momento se terminan los tiros y en un verbo se presentan aquí los nuestros entonando el Cristus vincit».

—Y ¿qué, viene esa manzanilla?

—Ahora mismo, jefe. ¿Habrán sabido buenas las setas, o no?

—Como hay Dios, compañero, que no había comido una cosa tan rica hace años; tienes mano de santo.

—Sí, señor, buena mano no falta; pata es lo que tiene uno mala.

—¿De accidente o de guerra?

—No, señor, que esto es de mi ser natural, nací como quien dice, a la pata coja.

Ríen los soldados y El Cojo se siente a salvo. «Después de todo, se dice, no son tan malos como parecen de lejos. Con tal que no les dé por registrarme las pipas donde tengo la radio escondida, por mí como si quieren desgraciar a todas las gevas del pueblo y dar el pasaporte al fanfarrias del patrón viejo.

Eso sí, las viudas, que sean respetadas en su ser. Y paz para el obrero».

—¡Cuidado que tienes unas moscas pesadas, tú!

—Sí, señor, están muy pesadas, es el calor.

El Cojo recoge su sonrisa y se retira a retaguardia. Por si las moscas, precisamente.