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—Yo sólo os pido que seáis sensatos y lo penséis bien. Vamos a ver, ya que no os decidís a hablar, os hago una proposición bien concreta y sin andarnos por las ramas. Porque oye, ¿quién dio de comer a vuestros abuelos? Mi abuelo sería, ¿no? Y ¿gracias a quién vivieron vuestros padres? Me figuro que os acordaréis de mi padre, ¿o qué? Y vosotros, ¿cómo habéis estado hasta ahora, acaso os ha faltado de algo? No es por nada pero a saber los miles de duros que os habéis llevado de esta casa, millones, fíjate. Y llega el sabelotodo ese gafoso, que entreparéntesis, no ha hecho en su vida más que matar a mansalva y achuchar al prójimo femenino y ¡qué bonito!, «la tierra para el que la trabaja», a envenenaros desde el primer sermón que se pegó nada más hacer el entrático en la parroquia. Está bueno, hombre; como si un día llegáis a hacer negocio con lo de las piscinas y cogéis peones y de buenas a primeras: Eh, señores, esta piscina llena de truchas, para el que la trabaja y ésta otra también y así, ¿qué les diríais? Pero además, «¡Cómo no, morena! Hace falta tener barra para decirme encima si quiero vengarme yo. Estás majareta, chico, no conocer todavía al Mudo. Pues puede que esta noche lo conozcas».

Va a ser un día de mucho calor. Y los calores de estos pueblos de la sierra son cosa seria, chicharrina pura. Cuando se han retirado los vecinos, el teniente se ha ido a sentar a la sombra. Allí se acerca don Frutos, el viejo párroco, que saca la petaca cuando ve que el teniente se dispone a fumar.

—¿Acepta del mío? Es cosecha personal, lo siembro en la huerta. Un poco fuerte sí que es.

—Bueno —dice el teniente con deliberada mala gana.

Lían en silencio. Los niños pasan ante ellos mirándoles con expectación, (su madre les ha dicho: niños, a la escuela, que no va a pasar nada malo, don Frutos lo arreglará todo) y sin quitarles ojo caminando de espaldas, entran en la escuela.

—Qué, no habrá dicho usted en serio lo que ha dicho.

Para el teniente no habrá cosa más desagradable que enfrentarse con un cura; y en estas circunstancias, el desagrado se aumenta. Él ha sido educado en la indiferencia hacia la religión, y por eso mismo todo lo religioso le espanta un poco, sospecha que ese mundo es desasosegante y que una de dos, o se mete uno en él de cabeza o se aleja lo más posible.

—Yo soy un soldado, usted me comprende. Y un soldado en la guerra no hace bromas.

—Pero según tengo entendido es usted una persona educada y tiene carrera.

El teniente se sobresalta. ¿Quién sabe allí que él es de carrera? Únicamente ella; claro, se lo habrá contado cuando ha ido a confesarle sus pecados. Pero ella no parece ser de las ñoñas, fuma y todo. ¿Y a qué tienen que meterse los curas en lo que uno hace o deja de hacer? Ves, eso es lo malo de la religión, aparte de lo que ya sabemos todos, que te lengüetean y te lamen lo más oculto y así tienen a la gente a su merced. Y con ese vestido negro y esa cara de tonto inteligente…

—Señor cura, no tengo por costumbre oír sermones tan de mañana, si es eso a lo que ha venido; yo le rogaría que se retirara a sus asuntos.

—No se preocupe, soy lo bastante viejo para ser comprensivo y me hago cargo de muchas cosas. Pero quería pedirle algo más que un favor, casi un milagro. No, no, escuche, no me voy a meter en sus cosas personales, no vengo a hablarle de esas visitas nocturnas…

—Su deseo sería que nos casáramos delante de su altar, ¿no es así?

—Se equivoca de medio a medio. Ella, ya lo sabrá usted, está más o menos prometida a un muchacho, el hijo del alcalde. Pero en la guerra, que es el azote de Dios por nuestros pecados, esos problemas tienen arreglo. Antes de venir ustedes, este pueblo era una balsa de aceite y nadie se desmandaba y todos sus hombres útiles están luchando del lado de la moral y la religión… pero lo han echado a perder. Un hombre sin principios como debe ser usted, no se hace cargo de lo que significa violar a las muchachas de un lugar como este.

—¿Violar, dice?

—Violar digo. Ustedes no tienen el más mínimo decoro ni un respeto por el reglamento y las buenas costumbres. Pero…

—Dígame de una vez lo que tenga que decirme —se levanta furioso el teniente.

Las mujeres ahogan un grito detrás de las ventanas. El pan se les está quemando en los hornos. Alguna más atrevida ha salido a la plaza a coger agua de la fuente y se ha internado en el área de peligro, pero no ha logrado entender nada de la conversación entre el soldado y el sacerdote. Éste se levanta también.

—Eso lo vamos a dejar, pero quería rogarle en nombre de Dios, que aunque usted no crea en él pero existe, que no haga más daño a estas pobres familias. Una joven obligada a pecar eso tiene arreglo a una mala, pero la muerte no se arregla así como así.

—¿Y qué me propone usted?

—Sabe perfectamente como soldado, que existen muchas maneras de cumplir una orden de su superior. Yo creo que eso que dice de los caballos envenenados han tenido que ser los guerrilleros, porque esta zona fronteriza está llena de ellos para hostigar a su ejército en retirada. Bastaría decir que han perseguido a una cuadrilla de partisanos y que se han internado en el monte.

—No se canse, oiga. Ayer precisamente estuvimos todo el día batiendo la zona y en estos momentos no queda uno en cincuenta kilómetros a la redonda. A no ser que ustedes escondan alguno. Pero si es así, ya le pueden ir a decir que se pasó de rosca. No era mala la idea, nos matan los caballos y como según ustedes tenemos la guerra perdida, no nos queda más remedio que buscar rápidamente las montañas y escapar al país vecino. Entretanto los partisanos nos peinan el cogote y a todos los que lleguen detrás de nosotros; bien pensado, sí señor. Pero no contaban con nuestro capitán, es un chiflado de los caballos, qué le parece, los quiere más que a su vida. Y amigo, esta sucia faena no puede quedar impune. Así que señor cura, si sabe quién ha sido, ya puede ir a confesarle y hacer con él todo su bello oficio porque le va a hacer mucha falta. Además, ya nos figuramos quién ha sido.

—Eso no puede ser —le ataja el sacerdote.

—¿Ah no? Pues si no es él bien pudo serlo y para el caso da igual. De todos modos, si hay alguien que vive a costa de los demás, cumpla con él lo que le digo. Nosotros estamos haciendo esta guerra en favor del pueblo, y los enemigos del pueblo siempre estarán mejor muertos que aprovechándose de la población. Así que, adiós.

El cura viejo le agarra de la guerrera.

—Yo se lo diré, teniente, no me atrevía, pero se lo voy a decir, ¡he sido yo!

—Déjeme en paz, ande.

—Que he sido yo, le doy mi palabra, fusíleme ahora mismo.

—Si no se va, mire lo que voy a hacer: le encierro en la iglesia con toda la gente y le pego fuego, como lo oye.

El cura viejo se va triste con la sotana entre las piernas. Las mujeres sacan el pan del horno y se extiende por la plaza un perfume matutino de maíz tostado.

En la escuela, Mamiño se acerca a la mesa de la maestra y le susurra:

—Señorita, viene el teniente.

—Si no te sientas, te dejo sin recreo, metijo.

—Sí señorita; pero viene.

«Querido filósofo, hoy te presento al pequeño séneca de mi pueblo. Se ha vuelto muy escéptico aquel pequeño pescador que cogía las truchas a mano. Es mudo pero me ha enseñado las señas de los mudos y nos entendemos casi de corrido; cuando se pone a filosofar en secano, me escribe con primorosa letra de sacristán marisabidillo. “Sabe usted, el pueblo ya no es el que era, ha mejorado una barbaridad, pero gracias a los que salieron a la capital y al extranjero. Con el dinero que mandan, algunos se están poniendo hasta ducha, con lo fresco y limpio que resulta el río; es sólo para dar envidia, pero estoy seguro de que muchos prefieren cagar a culo rebotero en el corral o a campo abierto que en esos platos grandes de los retretes modernos. Es la pura envidia nada más. Mire usted, aquí hemos tenido unos párrocos pasables pero todos topan con hueso; la envidia se lleva todos los planes. La religión del amor, y usted perdone mi atrevimiento, no está mandada para estos pueblos pequeños. Que si tú tienes mejor huerta, pero yo tengo una hija que está mejor hecha que una estatua y no la voy a casar con un piernas cualquiera. Que si mi mujer fue de las que tuvieron que sucumbir ante los soldados, pero a decente y limpia y caliente no hay quien la gane, y nunca hemos tenido que mendigar nada de nadie ni nunca se ha podido decir nada de nosotros. O, tú has medrado, pero por chupamedias y lamedor… La envidia ha hecho prosperar, ¿entiende?, lo poco que se ha prosperado. Porque aquí todos han comido del mismo plato y a todos les apesta el mismo ajo, el Palaciano. Todos le van con coplas y le hacen la pelota; y él a todos les hace creerse que son indispensables y así los tiene divididos y de servidores fieles. Mi padre nunca lo pudo tragar, yo tampoco, ¿se me nota? Cada quisque se da más importancia que si fuera el amo, ¡malempleada importancia para lo que les aprovecha!, y yo me río de todos porque desde que me hicieron sacristán como un favor a mis méritos de guerra, soy el más independiente. No tengo estudios, pero he leído hacer cuenta todo lo que leían los curas, todo menos el latín; y para un decir y modestia aparte y por castidad que no falte, pero sé más que todos los del pueblo juntos. Me creen un pobre diablo y yo pongo cara de tontorro y digo: Tú dame pan y llámame tonto, como es el decir”.

Ya te gustaría conocer a este Balzac de aldea. Me aclara que la gente no es de mala entraña, pero corta de genio y mezquina. Como yo no he hecho más que hablar del amor y de la unión desde que vine, me suele comentar socarrón: “Usted duro con el callo, ya se cansará cuando vea que no hay nada que arrascar con estos gujeratis, porque aquí sólo se unen para llorar las desgracias, o sea, para alegrarse del mal ajeno. Aquí las desgracias del vecino son la diversión más honesta; los funerales por ejemplo les van de maravilla, acaban todos borrachos y entonando cantos al difunto. Como éste ya no es rival, vamos a darle honores. Yo, ahora que en la misa estamos de cara a la gente, veo sus caras de satisfacción, han triunfado al fin sobre su vecino. Pero nada, don Chema, usted a lo suyo”.

Me desazona de veras este pesimismo del más sabio de mis feligreses. ¿Por qué los sabios soléis ser tan pesimistas? Siempre me ha impresionado aquello de san Juan, de que Jesús no se fiaba de los hombres porque los conocía bien; ¿eso os pasa a vosotros también?

He comenzado a visitar las casas una por una y no me siento tan escéptico como Mamiño. Le digo que son de buena pasta y me responde que madera tienen buena pero con polillas dentro, “porque ya dicen: Para cristiano, Dios, y los demás monagos. Y es que se llega a un punto en que un pueblo no da más de sí, por aquello de, pueblo chico, gente charra. Pero de todos modos, es su oficio, así que usted duro con el clavo”.

Te decía que empecé a visitar las familias de la esquina de arriba para que no haya suspicacias. Primero la Eusebia, ya no te acordarás, era la moza de El Rubio. “Pase usted don José María, siéntese usted don José Mari, ¿cómo le hemos de llamar?, nosotros somos pobres, ya lo ve pero tomará una copita, ¿verdad don Chema?, aunque me da no sé qué el llamarle don Chema, suena a falta de respeto, beba por hacernos aprecio siquiera; y hemos puesto váter, sí señor, somos pobres pero tenemos un hijo en Suiza que está muy requetebién y él nos lo hizo poner, pero no sé qué le diga de estas novedades modernas, este verano conocerá a nuestro hijo y tendrá usted que darle un repaso porque en saliendo fuera se ponen hechos unos herejes, porque por ahí campa mucha maldad y él es muy jovencico”. Me carga tanta zalamería y cumplido, querría que me hablaran sencillamente de tú… “Ay, si hubiera sabido que iba a venir a mí la primera; cuando dijo usted en misa que pensaba visitarnos, “si no tienen inconveniente”, faltaría más, ¿nosotros inconveniente, don Chema?, muy honradísimas por Dios, don José María; pues cuando lo dijo, todas pensamos que empezaría por otro lado, vamos, usted me entiende, sí señor, por el Palacio, me lo ha quitado usted de la mismitica boca. Porque los otros sacerdotes, ¿sabe usted?, no es que fueran malos ¡Dios me libre!, pero es natural, tenían la querencia natural hacia los de su ringorrango, y se sentían más anchos con los de su condición. Pero usted, y perdone usted don José Mari la confianza, parece que trae otra disposición, vaya, que parece que habla en serio con eso del evangelio de los pobres, cuánto charlo, ¿verdad?”. Ella se lo decía todo, y qué falta de naturalidad, qué poco deben de querernos. “Pero somos muy cariñosos en este pueblo y a nada de maña que usted se dé, nos va a llevar corriendico de la mano, somos así de dóciles, hale, otra copita ¡si es un ponche inofensivo!, mire, ésta es nuestra habitación…”. ¿Por qué todas las mujeres enseñan siempre con tanto empeño la habitación del matrimonio? Me había aconsejado Mamiño, “la primera visita, corta; y a todos igual, no se pase ni un minuto, que le han de estar controlando las mujeres, media hora justa en todas las casas, y hágame caso que yo me las sé de memoria y hay que besar el santo por la peana y conquistarse a las mujeres lo primero de todo, pero sin tampoco enchocholarlas demasiado”.

El marido quería decir algo, pero ella “cállate tú, que a los curas les gusta ver todo, ¿a que acierto, don usted? Y éste el cuarto del hijo, mire su foto, éste es él y vive en esa casa que se ve, está pero que muy bien en Suiza y ha comprado un piso aquí en la capital para cuando se case; este pasmarote no quiere ni oír hablar de la capital pero lo que yo le digo, cuando seamos viejos ¿quién nos cuidará?, ¿digo bien o no digo bien, don Chema? Bueno, el gusto es mío y la próxima, a ver si viene usted con más despacio, ¿a que le gustó el moscatel?, sí señor, es cosecha de casa, porque éste en medio de todo tiene mucho totaño para los vinos, ya sabrá usted que es el encargado de las bodegas del Palacio, vaya, que se pierda más veces por esta casa”.

Después, querido filósofo, la señorita Asunta, ¿te suena?, es una dulcemiel con complejo de víctima y por lo tanto imperativa y con muchos redaños; ella no es la dueña jurídica pero los demás no pintan apenas y quien corta y trincha suave, suave y afiladamente es tu dulcísima Asunta, beata pedorra que ve demonios por todas partes, toca madera. “Ya le habrán dicho, padre, lo que me ha tocado sufrir y el salvaje del soldado que me quitó para siempre la ilusión de vivir porque ¿yo llegar al matrimonio con traje blanco como hicieron otras, de dónde?, yo soy muy sincera y no engaño a nadie y aquí me tiene, padre, a su disposición; ya me conoce de la iglesia y siempre he ayudado en la parroquia y puedo enseñar a los niños el catecismo y los cantos y lavar los purificadores que emplean los sacerdotes, que es un privilegio muy grande que me han concedido inmerecidamente todos los párrocos anteriores, y es gracia que indignamente suplico de usted, así como que sea mi director espiritual, porque ya me he dado cuenta de que es usted un verdadero sacerdote y el Señor ha tenido a bien manifestármelo así. (Es un caso tu Asunta, me venían ganas de echarme a reír si no fuera trágico. Estaba en sus glorias; la cuñada al fondo sin despegar los labios). Padre, una pastita, cómo si no, va a sostener esa estatura que tiene. Usted no es de aquí, ¿verdad?, tiene un deje como del norte. El norte es más generoso y tiene más vocaciones sacerdotales y si no llega a venir usted, es posible que nos hubieran dejado ya sin padre propio, es una amenaza constante sobre estos pueblos dejados de la mano de Dios, ¡con la falta que hace un ministro del Señor para conducir a las almas por el camino de la rectitud y la pureza! Si no toma otra pasta me voy a enfadar, y vosotros marchaos que ya habéis merendado; las hago yo, ¿sabe?, las que no servimos para otra cosa, en algo nos hemos de entretener, por no desairarme, padre”.

Por no desairarla tomé otro dulce, “tiene usted muy buena mano”. Llegó el hermano, “éste es Aurelio, mi hermano; al pobre ya le ha tocado también, tiene una bala aquí en el costado y no se la pueden sacar, en los cambios de tiempo el pobrecillo las pasa con muchas malaganas a ver si cristiana usted este pueblo, que va habiendo mucho vicio y sinvergüencería y regularmente todos quieren hacerse ricos, pero el que ha nacido trapo nunca llegará a toalla como es el dicho. Pero ¿ya se va usted?, falsamente asustada, ¡pero si no ha podido pasar media hora ya!, recelosa y compungida, ¿no tomará un traguito?, últimos cartuchos de la zalamería pegajosa, ¡ah, ya entiendo, la Eusebia tiene mejor bodega!, amenazas de virgen ofendida, pero ya sabe usted dónde me tiene y con toda confianza, padre, estoy segura de que es el sacerdote que necesitamos y a ver si se queda muchos años entre nosotros, y no me llame entrometida pero la vecina no está si es que pensaba visitar a la Rexu, ha ido al médico, él lo menos tiene maltas, anda tú Aurelio, echa la luz de la escalera y acompaña al padre, bienvenido reverendo, y a propósito ¿cuándo se sienta en el confesonario?, una no es que tenga muchas faltas pero ha de renovar la gracia porque el enemigo no descansa y le beso la mano con toda devoción, padre”.

Por Dios, filósofo, tú no tienes culpa de nada, pero… ya dice Mamiño que “de hombre tiple y de mujer tenor, líbranos Señor”. “Amen”».