5

«Ella, querido filósofo, no me ha reconocido ni por asomo. Pero se van a cumplir mis sospechas, es una desgraciada. Quizá era lo que más temía, mi primer encuentro con ella, y lo que más esperaba también. Me he sentido como un canalla intruseando en su intimidad, aunque por descontado, me he cuidado mucho de llevarla por otros derroteros. Pero la mujer no tiene otro problema que el de su cuerpo, es cosa sabida; y ésta, igual que todas o quizá con mayor agudeza. Yo diría que su alma es su cuerpo. Ya entiendo por qué al autor del Génesis, aparte su machismo hebreo, se le ocurrió imaginar que primero fue creado el varón. Es que la mujer aún está por despegarse de la naturaleza, es más condensación de la creación, mientras que el macho está ya descremado de sus jugos naturales, ha iniciado antes el diálogo con la naturaleza creándose una mayor distancia y extrañamiento. Como todas pues, me habló de su cuerpo, de las pesadumbres de su carne. Me sentí muy molesto cuando me iba contando su desgana del marido, su asco y su frigidez, porque su cuerpo queda ausente de toda relación, insatisfecho siempre. Y ¿te hago una confidencia? Casi me alegraba, canallescamente lo reconozco, de haber sido yo su primer y quizá su último amor. “No entre en detalles, señora”. Ciertamente su hijo mayor no es hijo mío, aunque según he visto en el archivo, se casaron en cuanto acabó la guerra. Pero, ¿qué influencia pudo tener mi pecado en su actual miseria?, me digo, y sospecho que mucha. Él, desde luego, no tiene categoría, pero “no me hable de su marido, dígame si quiere, de su vida en general, de por qué ese vivir sin ganas, pregúntese a sí misma las posibles salidas”. Y vuelta a lo mismo, a la frustración de su cuerpo, y yo viéndomela en la escuela cuando llegamos por primera vez al pueblo, “señorita, ¿podríamos ocupar este local para que pase el pueblo a declarar sus bienes?”, con la blusita de rayas azules conteniéndole los pechos redondos como los meridianos rodean los hemisferios de la tierra. Me daba vergüenza recordarlo y a la par, no puedo ser hipócrita contigo, me producía un placer grandísimo, y esto tiene que ser pecado, ¿no?, y salía a respirar al pasillo pero volvía y era lo mismo, recordarla pecaminosamente y cuando les dijo a los chavales “niños, por hoy hemos terminado”, y esto no es sacerdotal, me repetía yo, no era éste el propósito que hice antes de venir, pero no podía echarlo lejos y ésta será la forma de la cruz que he aceptado al pedir esta parroquia. No estaba asustada aquel día que llegamos, si haces memoria y yo la estaba viendo igual que si fuera hoy mismo, ni se extrañó tampoco cuando le dije que me gustaría volver a verla, “yo siempre estoy aquí, teniente”. Y luego, las noches del pecado, ¡Dios, aparta de mí este condenado asunto!, ya me creía curado y listo para afrontar esta prueba, pero me digo que ella es infeliz por mi culpa, tenlo por seguro, después de aquellas noches absolutamente dichosas. “No hagáis estupideces a estas alturas”, me había advertido el capitán. Pero estábamos como lobos hambrientos y subíamos todos los días y enseguida te cuento de la tuya, que es otro caso la pobre. También en eso estuve asqueroso, os birlé el mejor lote, porque cuando nos las jugamos a las cartas y vi que perdía, me enfurruñé y dije que para mí la maestra o no subía nadie al pueblo; y para mí fue la chica de los pechos como naranjas vivas cuando se ponía aquel jersey rojo, y sobre todo, lo natural que era, o sea, tan sobrenatural. “Lo que ha de ser, que sea pronto”, me dijo la primera noche cuando oyó mis excusas. Se quitó la ropa sin patetismos, como resignada con su suerte, ¡perdóname, Señor!, si la estoy viendo con una fruición asquerosa, ¿verdad tú, que soy un hipócrita? Luego me amó, estoy seguro de que llegó a amarme. El cura viejo me llamó violador, (perdóname hermano, digo muchas veces cuando me estoy poniendo sus mismas vestiduras para la misa, y sé que me ha perdonado pero lo digo), y cuando ella vio que yo la quería respetar lo más posible y que era simplemente un lobo hambriento con una guerra perdida y una vida destrozada, y cuando comprobó que no quería hacerle demasiado daño, la infeliz llegó a quererme un poco, me recibía de otra manera que la primera vez. Y ahora, lo menos está desesperada, con una resignación como la de aquella noche pero en peor. Me venían ganas de decirle: ¿Tan viejo estoy o tan poco me quisiste que no me reconoces? Yo soy el miserable, déjame que me acuse porque yo soy el culpable de que su vida se haya marchitado tan pronto pues yo soy el teniente, el mismo que la empujó a aquella marea de felicidad, ¿recuerdas que me amaste de verdad?, ¡fuera, hombre, pensamientos libidinosos!, pero usted me amó, señora palaciana, señorita maestra, nos ahogamos juntos en aquel exceso y luego llegó un viento de sequía y se ajó su verdor, perdóname, fui el aquí presente, señor cura párroco nada menos ahora, Señor, límpiame, yo mismo, el que tenía aquella peca en la pierna derecha que te hacía tanta gracia y me la pellizcabas, maestrita, estoy delirando, pero le puedo enseñar la pierna para que se convenza y me denuncie y me… ¡Eugenia! …Pero no le he dicho ni media palabra y válgame lo a gusto que me he fumado un par de paquetes con los nervios que me han quedado y el sudor que me chorreaba cuando se ha ido».