—Yo no quiero que acabe la guerra, señor teniente, —dice Mamiño mientras sube al pueblo entre los soldados—, así se está muy bien. La maestra no nos dice ni anjo cuando hacemos calva, y el padre está lejos. Todo el día para mí, de pistón.
—Y a ti, ¿quién te parece que ha envenenado los caballos?
—Ah, no sé. Igual han sido los del otro pueblo ¿sabe, ese pueblo de ahí arribica? Porque ésos nos tienen hincha a los de aquí; no les dejamos pescar y más de cuatro veces nos han quemado el nacedero para gibarnos, tienen muy mala entraña. Pero este río es nuestro.
—No guapo, han sido los de tu pueblo los que han reventado a los caballos y han querido matarnos a nosotros.
—No puede ser, ¿quién se lo ha dicho?
—Ahora me lo dirán. Anda, vete al cura y que toque las campanas.
Cuando el comando entra en el pueblo, por las chimeneas sale el humo de los hornos donde las mujeres cuecen el pan o quién sabe qué de cada día. El trigo fue requisado por los soldados enemigos pero alguien guarda todavía en la bodega algunos sacos de cereales que le están haciendo riquísimo si ya no lo era: Todas las noches una fila furtiva de sombras entra y sale de la trasera del palacio cambiando almutes de cebada, habas, maíz y avena por dinero, joyas, arras matrimoniales, medallas de plata, algún reloj que otro y promesas de pagaré firmadas con una letra torpe y vacilante. El hambre ronda el pueblo. Algunos han llegado a sembrar toda clase de grano en lugares tan inverosímiles como los tiestos, pero con resultados bien escasos. En las huertas apenas quedan berzas de cogollo subido, y los alrededores hasta los cercanos montes han sido rastrillados cientos de veces en busca de caracoles, pajarotas, conejos, ratas de agua y toda clase de hierbajos, setas, pacharanes, moras, achicharres, ciruelas bortes, malvas, ortigas y otros frutos de dudosa eficacia alimenticia; hasta se da el caso de familias cuyos niños a falta de pan se chupan los dedos, procedimiento que debe de proporcionar tan escuálidas vitaminas que merece ser puesto en las enciclopedias bélicas al lado de Sagunto y Numancia sin desmerecer.
El sol acaba de aparecer en la plaza junto con los soldados. Un cerdo pequeño anda hozando en la maleza de las cunetas. Un soldado apunta con cuidado y dispara. El bicho cae aparatosamente dando espantosos gruñidos. Una mujer asoma silenciosa su silueta negra, y tras desafiar a los soldados con ojos rasposos, recoge al cochinillo moribundo. Los soldados dejan de reír.
—No hagáis chorradas, —dice el teniente.
Otras figuras oscuras se van asomando a las ventanas con cautela. De repente se desata una tempestad de campanas y las casas parece que se agitan y empiezan a vomitar perros, chiquillos, cluecas y unas cuantas mujeres pardas. Una vieja cimurrida y abarquillada se acerca con prisa amenazante a los soldados.
—¿Qué coña queréis ahora? Nos habéis llevado todo, hasta la vergüenza que había en este pueblo; y hoy, ¿a qué subís, a matarnos a todos de una vez? Hala, empezad a disparar, bandidos. Sois unos cobardes del infierno y yo os maldigo. Habéis convertido a nuestras hijas en unas perras, ¡que Dios os confunda!, y encima os atrevéis a fusilar cerdos. ¡Malditos mil veces!
La vieja maldecidora forcejea con un soldado y le escupe en la cara. El soldado le pega una patada en el vientre y la mujer con gemidos innarrables se va retirando hacia un portal.
—Que vengan los hombres, —grita malhumorado el teniente.
El teniente teme mucho más el odio de las mujeres que el de los hombres. La hembra, se dice, odia con todo el cuerpo, se le nota en la carne que se le va volviendo solimán puro y verde oliva. Los hombres son más cobardes y ocultan mejor sus sentimientos.
Empiezan a aparecer los viejos, que se quitan la boina conforme se acercan a la escena. El palaciano viejo llega corriendo.
—Señor teniente, ¿qué ha sucedido?
—Alcalde, uno de mis soldados ha disparado a un cerdo; ha sido una equivocación, no era ése el cerdo que buscamos. Pero que lo oigan todos: antes de la noche quiero saber quién ha envenenado las aguas del río. Nuestros caballos están muriendo y tengo orden de no volver si no es con el cadáver del listo que se pegó la jugada. Se va a famar el muy guarro.
Todos quedan parados como en una fotografía antigua, las mujeres con la mano haciendo visera a los ojos, los viejos con el cigarro apegado en los labios y los chiquillos con algún que otro moco colgando y mirando muy interesados los fusiles brillantes de los soldados.
—Así que ya estáis enterados —continúa el teniente— Si para la tarde no tengo aquí al gusano ese, echaremos a suertes entre los hombres y fusilaremos al que le toque.
—Pero, señor teniente —el alcalde viejo da vueltas en la mano al rosco de la boina— ha debido de ser un error, ¿quién se atrevería a hacer una cosa así? Usted conoce por la lista que le di a todos los que estamos actualmente en casa; no hay nadie capaz de semejante barbaridad.
Mamiño se adelanta hasta el teniente.
—Yo sé quién lo ha hecho. Una vez la vaca de los de Pedronecua se quedó pasmada por beber en la Presa, porque los del otro pueblo habían echado cosa. Y ahora, igual, quieren jibarnos por la pura envidia.
El teniente aparta al muchacho.
—Lo dicho, antes del anochecer quiero al químico ese. Y que nadie salga del pueblo.
—Pero, señor teniente…
—No me jorobe más, alcalde. Y usted, el primero que tiene obligación de averiguar la verdad, si no quiere que nos conformemos con usted mismo. Vosotros, —se dirige a los soldados—, de dos en dos, registrad las casas. Y todos, adentro, hale, aprisa.
Los aldeanos desfilan silenciosos, seguidos de sus perros. Uno de éstos, sabedor, ladra con cierto derrotismo, más que nada por cumplir.