—Quien hace un cesto hace ciento, y este señor tuvo que hacer muchas de las suyas. ¿No veis con qué poca devoción celebra la misa? ¿Y para qué os parece que ha puesto el altar de cara a la gente, si no es para mirar con descaro a las mujeres? Y la predicación, eso no es el evangelio, eso son mítines; pero no tenéis más que volver la vista atrás para entender fácilmente. Cuando volvimos nosotros, qué panorama encontramos, ¿no os queréis acordar? Los campos sin trabajar y la tierra llena de cardos, las cuadras vacías, las despensas sin un ajo, las bodegas saqueadas para sus borracheras, tú Cojo, tú les puedes refrescar la memoria de cómo bebía el teniente. Lo único que se había cultivado era el vientre de las muchachas; menos mal que algunas abortaron y que otra malparió, de asco. Dios no nos castigó tanto y ninguno de aquellos hijos del demonio llegó a mandamiento. Como verían que tenían perdida la guerra, se ensañaron con nuestro pueblo. Gracias a que los dejamos sin caballos y pudieron castigarlos algo, porque según parece, ya tenían un pie en la frontera cuando les echaron el guante; justo cuando el teniente y su pandilla huían tan bonitamente. Pero habían dejado esto hecho un cementerio, mi padre que en paz descanse, la religión por los suelos con el cura enterrado junto a las bestias, que yo mismo lo encontré en la orilla del río. Parece mentira que os hayáis olvidado tan pronto de todo esto y de que ganamos la guerra al mismísimo satanás. Y luego éste, el Mudo, ¿qué dices, Mudo?, con la cara partida y sin poder hablar para toda la vida. Tú, Aurelio, trae un trago para todos.
«Eso, eso, ganamos la guerra al mismísimo demonio, pero aquí las cosas siguen igual o peor que antes, ¡vaya cara que tienes, so saco de mierda! ¿Para qué luchó mi padre, y para qué lucharon éstos, si no es para que las cosas continuaran iguales? Porque, amadísimos hermanos, la guerra es el azote de Dios, es el infierno desatado para castigo de nuestros pecados, es uno de los frutos más amargos del pecado original; pero el comunismo es el Anticristo en persona y hay que salir a luchar dejando padre y madre y tierras, como pide nuestro Señor Jesucristo, para expulsar de nuestra bendita patria, a los enemigos de Dios y conculcadores del orden social. Sí, muy bonito, padre cura, pero ¿habrá algún país en el mundo que haya hecho una guerra para que los ricos tengan más y los pobres continúen tan alpargatudos como siempre? Bueno, sí, que ése debe ser el pan de todas las guerras y todas las fortunas tienen su origen en las guerras pasadas. Pero aquí la vergüenza y el inri es mayor, porque los pobres dieron su sangre para que vosotros, so mamusti, sigáis chupando nuestra sangre. Mi padre, que veía el aire, ya se dio cuenta enseguida, y por eso no quería salir al frente, ya sospechaba para quién iba a partirse la crisma. Y se escondió en la cuadra. “No guapos, yo no voy a matar a gente muerta de hambre como yo”, decía. Y si no llega a ser por el hambre, no lo cogéis. Bajaba al río todas las noches. “Algún día te cazarán y puede que te fusilen”, le renegaba madre. “Mejor, así acabaremos de una vez; pero yo no voy a dar mi penca por esos chupapobres”. “Que lo ha mandado don Frutos”. “Otro que tal, ése algún día se dará cuenta de la bobada que hace con mandar a la gente a esta guerra”. “Cállate, por Dios, que no te oiga nadie”. Ya tenía razón ya, y más le valía haber cruzado la frontera; pero él, cieguico al río. “El río es nuestra salvación; podemos vivir del río todo el tiempo que dure este tomate”. Pero la afición siempre pierde a los hombres, está visto. Yo le repetía, “Padre, que ya tenemos bastante”. Era la segunda o tercera noche que salíamos a pescar. A bulto. Pero ¡cómo se conocía todos los pozos el condenado! “Padre, que ya empieza a amanecer”. “Mierda, vete tú si quieres; dile a tu madre que no se apure, que ya subo”. La ambición. Teníamos ya unas tres o cuatro truchas regulares y yo me subí mientras él se quedaba persiguiendo a una buena en el pozo reventado. Aún le grité, “padre…”. “Como salga, te rompo la cabeza”. Madre me preparó el desayuno y al rato oímos que subía él corriendo y se metía en la cuadra; le habían espiado y le habían seguido. Madre mintió otra vez: “No sé dónde está, se fue de casa hace días”. Y ellos, tu padre, palaciano de porquería, que era el alcalde entonces y en plan chulo, “si no sale enseguida, mandaré que lo fusilen en cuanto le echemos el guante, es un traidor a la patria”. ¡Ahí va, la patria, cómo invocan siempre a la patria los que no hacen más que traicionar a los hombres de la patria! “Por amor a la patria no te fusilamos, porque la patria necesita ahora de todos sus hijos, hasta de los traidores y cobardes”. Mi padre salió del montón de paja en el que se había escondido. “Me habéis jodido el anca, chilló; qué leche tenéis, pinchar con el sarde como a un fiemo. Me habéis hincado aquí, mira”. Yo miraba todo desde la escalera. “Dile a tu madre que baje el alcohol”. Yo le bajé el alcohol para untarse en el pinchazo, y se marchó entre tu padre y el padre de ese tontolaba de Aurelio. A defender a la patria del anticristo, sí señor, o sea, a defender las tierras de los ricos. “Ya sabes lo que tienes que hacer”, me gritó desde la era. Madre lloraba en la ventana, pero yo ya sabía lo que tenía que hacer para comer en adelante: Robar en tu huerta el primer plato y en el Ubagua el segundo. Ésa fue nuestra despensa, no tan buena como la tuya, que la teníais hasta los topes».
—Os pregunto otra vez; ¿para esto ganamos la guerra, para que el enemigo venga ahora a hablarnos de amor, siendo como es un perdido que se está burlando de todos nosotros?
«Levanta esa cara, Melitón, que ya no es vuestro amo, dile lo que estás pensando, dile lo que te escribe tu hijo desde Suiza. Ahora que tenéis todos la sangre de los nobles, la sangre recia y negra de los libres, ahora que sabéis para quién luchasteis, atrévete a mirarlo, atrévete a tirarle un gargajo a ese papo de lechón, vamos, anda. Si yo pudiera hablar, recristinica la vieja, qué de cosas te iba a decir».