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«Querido filósofo: Llevo unos cuantos días en la nueva parroquia, y ya tengo reconocidos a los personajes de aquella pequeña historia que a la larga nos costó tan cara. Está el cojo de la taberna, que sigue preparando meriendas de setas; está el chaval aquel pescador que es el tipo más curioso del pueblo; está tu moza, una virgen en cecina tirando a neurasténica, y está la mía, la maestra, con todo el coro de mujeres ya maduritas y envejecidas. Me falta por descubrir al traidor, el que envenenó los caballos y vendió a su cura. El único que veo con pasta de traidor, no sé si puede ser porque según mis averiguaciones por aquellos días debía de estar en el frente, a no ser que estuviera escondido aquí. Se trata del que llaman el Palaciano, cuyo mal aliento se nota nada más llegar, porque no hay cosa de la que se hable en la que no salga su nombre. Sabes, es el que entonces estaba de alcalde (bueno, su padre) y de cuyas bodegas nos alimentamos prácticamente aquellos últimos meses de guerra; el que se murió del susto, para que me entiendas. Pues su hijo está casado con ella, con mi maestrita. Con el poco tiempo que llevo de cura, no puedo hacer alarde de experiencia, pero no creo precipitarme si digo que éste me huele mal. Es el dinero. Tú siempre dijiste que el que está lleno de dinero está podrido de raíz. Pues te doy toda la razón, filósofo, allí donde hay dinero está todo bloqueado, chocas con una muralla impenetrable. Pero a éste también he de anunciarle la salvación de Dios. Y me da lacha esa enorme libertad que deja Dios al hombre, me da rabia que Dios muestre tanto respeto a sus criaturas y que las personas corrompidas encuentren pronto la paz de su conciencia. Veo una cosa, que la Iglesia empieza a predicar un evangelio durillo y se está encontrando con una resistencia enconada, con el mismísimo misterio del mal. Tú dirías que antes de nada, cuatro bombas, y quizás tengas razón, quizá antes hay que calcinar el terreno, porque un hombre rico es incapaz de cambiar si no se le descuajeringa antes de sus posiciones.

Sea lo que sea, ya tengo el primer enemigo; en cuanto se entere de quién soy, estoy seguro de que no dudará en denunciarme. Pero también te diré que ya tengo un amigo incondicional, mi sacristán, Mamiño; es aquel mocete pescador que lo dejamos con la cabeza rota sin saber qué había pasado. Aún no le he preguntado nada sobre el particular, pero es un tipo muy curioso, te iré contando. De momento aquí estoy. Te confieso que no con demasiadas ganas, no sé en realidad por qué he venido a este pueblo de mis pecados, desde luego no ha sido por los remordimientos porque en otras partes hicimos tantas marranadas como aquí. Pero siempre he tenido un recuerdo amargo de aquellos días y de estos andurriales y no trato más que de hacer un poco de bien. Todo continúa como lo dejamos hace lo menos quince años. Las genticas estas son buenas pero mezquinas, arrastran la miseria desde hace siglos; algunos van levantando cabeza, pero dependen demasiado de ese hombre, el pequeño señor feudal irrisorio y camandulero que es el susodicho Palaciano. Me digo cómo pueden existir todavía en nuestra patria situaciones así. Te decía que me desanimo antes de comenzar y me vienen ganas de llorar; pero como por lo visto hoy llaman demagogia a todo, hasta a las lágrimas de los profetas, me callo bien callados mis sentimientos y Dios dirá. Sabes que soy de natural tranquilo, pero hay veces que me exalto leyendo al Dios de la Biblia, porque hay que ver cómo hemos liquidado al Dios de la Biblia. En fin, veremos. Dame un poco de tu pasión, querido filósofo, y yo te tendré al corriente de mis pequeñas historias».