«No lo creo, palaciano, no lo puedo creer ni me da la gana de creerte. Aunque lo digas tú y menos si lo dices tú, don Chema no puede ser un asesino y un hijo de mala madre, él no pudo hacer las gamberradas aquellas. Es pura mala leche lo que tú tienes».
—¡Os juro que es él mismo, ya podéis creerme! Harto trabajo me ha costado, no vayáis a pensar, pero lo he averiguado con toda seguridad. El cura es el mismo teniente de la guerra, el maldito que desgració a nuestras mujeres y liquidó a los viejos, ¡os doy mi palabra!
«¡Mentira podrida!, es mentira y aunque fuera verdad es mentira. Don Chema es un tío pistonudo y en cuanto a mujeres es un ánima mea más blanco que un serafín. Yo esto me lo sé muy bien, El Mudo no es un novato en estos menesteres, ¿o qué te piensas que por ser sacristán se me ha pegado la bobería de los santos? Precisamente de sacristán he visto mucho, llevo muchos años en el oficio y me consta que hay curas que no juegan todo lo limpio que deberían, conozco el paño. Hay curas que no serían capaces de tocar a una mujer, pero las atontan, las enfurecen de tal modo y manera que ellas se les pegan como lapas, y don Chema no es de ésos. No sólo no las toca pero ni siquiera las encandila, vamos, que no deja que ninguna chochola se le cuelgue, pongo la mano en el fuego, ¡que llevo muchos años contemplando el jueguecito, oye! Tú, palaciano, quieres encizañar y ya veo adonde vas con tus enredos, pero ¡mecagüen Judas, a mi tú no me engañas ya! Este cura es un hombre entero, sí señor, con todo útil y que sabe distinguir una mujer de una trilladora porque tiene muchas horas de vuelo, pero trigo limpio, ¿eh?, quede claro. No soy yo de los que se dejan engañar en este particular y por eso sé que los curas no son entes aparte, y que justamente los que quieren aparecer como especiales y raríficos, ésos son los que suelen entontecer a las chavalas, ¡vas a enseñarle tú al padre a hacer hijos! Yo veo que las chavalas se pirran por los curas dulcemieles y se relamen cuando les hablan como técnicos de la gaita esa espiritual. “Ay, hija mía espiritual, que el mundo está corrompido y tú tienes un alma impoluta. Esta semana me guardas el alma y el cuerpo de toda porquería y vives como virgencita, como una garza real, y tu surco debe estar abierto solamente al Señor, porque hay muchos lobos con piel de oveja y mantén la garza limpia…”, y esas chorradas místicas. Pero don Chema no es así, no habla como un técnico que busca la tajada con revueltilla, eso ni lo mentes, pijón».
—Ya podéis creerme, me he enterado a conciencia. He sabido la pista que siguió el teniente aquel desde que terminó la guerra: ¡Es nuestro reverendo señor cura párroco! Ha estado en la cárcel lo menos diez años. Porque yo he ido a averiguar a lo de Prisiones y parece que se portó bien y que estudiaba mucho en el penal. Me dijeron que les sonaba como que quería meterse fraile. Y ahí cogí el ovillo. Después me fui por todo el norte visitando más seminarios que un obispo y preguntando por un teniente que había estado en el otro bando. Y al fin lo he cazado, cambió de chaqueta seguramente comido de los remordimientos. ¿Queréis más pruebas? Pues me lo han confirmado nada menos que en el Obispado unos amigos canónigos que tengo. «Bajo secreto, usted comprenderá y confiamos en su discreción, me dijeron, pero es él. Está hecho un santo, nos vino del norte y se le dio esa parroquia, la parroquia de sus pecados pasados, porque el gesto, no dirá pero es un gesto emocionante, una historia muy bella: El verdugo santifica a sus antiguas víctimas, convertido en ministro del Señor. Pero usted no se dé por enterado, porque está muy arrepentido». ¿Qué os parece ahora? Una historia emocionante, no te fastidia, pero así mismo me dijeron. Pero a nosotros nos han hecho la santísima y a ellos, parece mentira pero les ha engañado como a unos niños. Éste ni está arrepentido ni está nada de nada, lo que está es más rojo que en los días de la guerra. ¿Qué, os parece bonito que el mismo raposo que nos comía el pan del morral cuando nosotros estábamos dando el callo en el frente, lo tengamos ahora en casa nada menos que como salvador del pueblo? Convenceos ya, porque palabra que yo digo, escritura. Es este mismo curita revuelto, el perla que nos cocinaba a todas las mujeres disponibles y asesinaba a mansalva a los viejos indefensos y a los niños. A ver, decidme algo.
«Pues que es una marranada lo que estás haciendo y aunque sea tan cierto como la mala madre que te trajo al mundo, pero yo no lo creo porque tú eres… perdóname Señor, que soy tu sacristán pero no tengo un pelo de tonto ni de güevón, y este poncio no me mete el dedo en la boca por muy palaciano que sea, y si yo no fuera mudo, a estas horas iba a estar este tío echando boñigas contra el cura. ¿Y estos cincuenta lerdos, rediosle? Cincuenta hombrones como cincuenta chopos, ni remojarle la jeta ni decirle un “para nene, hasta aquí llegó la riada, pedazo de tal”. Decidle algo, coño, decidle a este mastuerzo que os cincháis en sus averiguaciones de alcahuete, escupidle toda la mala baba que habéis acumulado en mil años de hacer de esclavos para él, dejando el alma en sus malditas tierras, “hoy los del regadío —poniendo voz de faraón capado—, entrad bonicamente el agua en los bróquiles, los del llano volteadme la finca larga, los del ganado con la dula a los ribazos del lieco, los de las viñas con el sulfato, y los del molino y los del trujal y todos, hale, a sudar, a sudar fino…”, mientras él y todos su condenados antepasados bien repantigados a la sombra con el rallo fresco y palpando el muslo de alguna hija de esclavo que había ido a pedir un anticipo al amo, “sin que el padre se entere. No se enterará, caprichosa, ven aquí, que estás muy espantadiza, no te asustes tontorra…”. ¡Yo había de tener una hermana y le habías de tocar el mapa lo más mínimo, que te partía la cara de un guantazo!, y algún día te la tendré que partir, porque hermanos míos, nuestro Señor Jesucristo puso la otra mejilla al que le hería sin motivo ni fundamento y no devolváis mal por mal sino venced al mal con el bien, pero yo no soy nuestro Señor Jesucristo sino el Mudo Mamiño, con mucho temperamento y genio saltón y ya me voy hartando de ti. Porque ¿qué ha pasado en resumidas cuentas? Que llega la maquinaria y medio pueblo se queda sin trabajo y tú no tienes empacho en despedir a todo cristo, y más de la mitad tiene que emigrar a tierras de más leche y menos vituperio. Y en éstas estamos cuando llega don Chema y nos planta la Piscícola y los esclavos ya pueden ser libres, y el palaciano, “¿qué, no vendréis este año a recogerme la cosecha?, pago bien”. “Pues no señor, no, que ahora tenemos el pan fijo en la cooperativa, busque en otra parte”. Y en venganza este cabrito nos quiere enredar con lo del pantano y para acabar de parir sus bilis nos reúne a todo sampedro esta noche y “don Chema es el teniente, he recorrido media nación siguiéndole la pista”. Y estos ceneques se callan más mudos que el Mudo, ¡si yo pudiese hablar, y le guipo dos ostias como dos soles!, ya no sois esclavos, leñe, mandadlo a hacer puñetas, hombre; a vista y paciencia de cincuenta hombres como cincuenta chopos, echando bostas y contumelia el muy tiñoso contra el único que ha hecho algo por el pueblo. Él y el Francés, pero total él, el cura».
—Yo sólo os propongo una cosa, que hagamos justicia. Si estuvo diez años preso, se lo tendría bien merecido, pero lo que hizo aquí nadie se lo ha hecho pagar. Se jamó nuestras mujeres y mató a mi padre y al párroco, que aquel sí que era un pan bendito, ¡y debe pagar si este pueblo no ha perdido la vergüenza! ¿Os quedáis tan tranquilos pensando que vuestras mujeres pasaron por sus manos? Porque no respetó a ninguna, mozas, casadas y hasta las hijas de María. Algunas ya, ni siquiera se pudieron casar, les entró el miedo al macho, o los machos las despreciaron, que es aún peor. La Asunta, la Pascuala, a vestir santos. A ver, vosotros que le apreciáis tanto, que decís que ha traído la prosperidad al pueblo, ¿a costa de qué?, del honor y del sacrilegio y de la santa vergüenza. Anda, tanto que meneáis la cabeza, llamadle y preguntadle por esas pequeñeces a vuestro querido señor cura cooperativista, a ver qué os contesta. ¿Es que no me entendéis? Él se ha estado riendo estos dos años de nosotros. Recordará cuando ve a vuestras esposas, «a ésta seguro que la dejé preñada, aquella la empecé yo y estaba buena la mocetica…», ¿a qué os parece que ha vuelto? ¿Que está arrepentido? Pues que pague ahora la penitencia.
«Calla, verraco, ¿o estás pensando en tu mujer? Pero si a ésa la habían chupado ya más abejorros que a un ababol antes de venir el teniente… Y la Pascuala es una mula. Y la Asunta una mema, que se pone en la iglesia detrás del pilar para no ver a San Sebastián desnudo, pero apuesto a que tiene más ganas que ninguna, que yo la he visto con los ojos bizcos y el que está rezando con los ojos bizcos es que está pensando en alguna inmoralidad, ¡si no las conociera yo!, y tu señora esposa era por entonces mi maestra y ¿quieres saberlo?, nos enseñaba la pantorra muy a gusto, porque a lo mejor ésa es la única geografía que el hombre tiene que aprender, pero ay de aquél que escandalice a los pequeños, queridísimos hermanos, pues ya decía Platón, fijaos, el mismísimo Platón decía que cuando alguien se desnuda delante de sus semejantes, es que ha empezado su decadencia y su derrumbe. Además, ¿no era ella por aquellas fechas medio rojilla y republicana y por eso tu padre no te dejaba ir a cortejarla? Desde luego no saques la excusa de tu padre, porque de seguro que te hicieron un favor con quitarte al viejo de en medio, porque era un malasombra como tú y ahora estará cociéndose al pil-pil en los quintos infiernos y puede que sólo por llevarle la contraria fueras con la maestra, a más de ser la única proporción decente de todo el valle; que además de guapa, lista y con carrera. Pero confiesa de una vez tus intenciones y acabemos en paz de Dios, que ya me tienes hasta el copetín».
—Así que ya sabéis, el cura la paga y yo cedo en lo del pantano, o de lo contrario se os va todo al carajo. Vosotros diréis.
«¡Ay, qué calamitatis, no poder hablar!».
En el campamento de la Presa el veterinario corre hacia la tienda del capitán, pisando los cristales de la escarcha.
—Oiga, tengo todos los caballos estirando la pata. Alguien ha envenenado el río.
El capitán no entiende a la primera; la noticia es demasiado horrorosa para un oficial de caballería.
—¿Mis caballos, dices? —El veterinario le invita a ir a las cuadras.
—¿Y el Ñoño?
—La espicha sin remisión. De salvarse alguno, sólo se salvan los pocos que ayer no salieron y que apenas habrían bebido.
El Ñoño es el caballo preferido del capitán, lo tiene desde el principio de la guerra. Está tumbado como un niño calenturiento y le mira a su amo con mirada infinitamente triste.
—¡Qué crimen, señores, qué crimen! —suspira conmovido mientras acaricia su frente vertical y le peina el crespón sudoroso de la crin.
—No van a sufrir mucho, lo advierto. Después de la soba que ayer se dieron, se habrían empapuzado de lo lindo y están envenenados a base de bien. El que ha hecho la jugada, ha tenido que ser alguien muy listo. Eligió el momento justo para soltar su meada de zorra podrida.
Toda la tropa se ha ido acercando y los soldados rodean a su jefe abrazado al Ñoño. Sólo se oye el respirar moribundo de los caballos.
—No hay nada que hacer. —Se levanta el capitán— Teniente, coja algunos hombres y suba río arriba hasta descubrir al maricón. Y mátelo antes de que lo vea yo.
—Sí, señor. Vosotros, la cuadra primera, andando.
El Ubagua es un riachuelo menudo y vivaracho. Las piedras de su cauce son del color del pan tierno y prestan a las aguas un barniz rosáceo y como de caramelo. El teniente ha dividido a sus hombres para inspeccionar las dos orillas y al rato descubren una cabecita greñuda enredada en un mimbral.
—Eh, tú, ¿qué haces ahí?
—Pescar.
Mamiño tiene sólo trece años pero una habilidad endiablada para descubrir dónde se esconden las truchas. Pasa todo el santo día en el río; conoce cada piedra, cada arruga de la corriente y todos los remansos habitados. Éste es su placer supremo, meter las manos en las cuevas y tocar amorosamente la carne resbaladiza y sedosa, que le produce como una electricidad excitante, turbadora. Él cree que las truchas son unas amigas muy caprichosas que se dedican a burlarse de él escapándosele, volviendo a provocarle, desdeñosas siempre cuando hacen esos meneítos elegantes con la cola. Les habla como un irritado y confidencial Neptuno a sus ninfas. «Ah perillana, ya caerás, ¿con quién te crees que te juegas los cuartos? Eres mía, ¿entiendes?, mía; ya te daré yo para ir pasando el próximo día que te pille». Conforme las descubre les va poniendo un nombre que luego se lo enseña a su madre. Como el padre está en el frente, apenas comen ambos otra cosa que la exquisita ración que el muchacho arrebata a las aguas. «Madre, en el rafe de los regadíos anda una haciéndose la tonta. Mañana te la traigo, porque se da una importancia con las pequeñas… Es como la Pili». Y tarde o temprano la Pili del rafe de los regadíos llega a casa debajo de la camisa o envuelta en un manojo de berros.
Pero hace días que anda detrás de una que le está quitando el sueño. «Madre, he visto hoy una pistonuda, lo menos tiene dos libras, no exagero. Es igualica que la Rosa Mari, de muchas carnes y tranquila; pero tiene que ser macho porque enseña un lomo más negro que el tizón. No se lo digas a nadie, la tengo vista en el pozo del violín junto a la huerta del palaciano». Lleva varios días levantándose temprano para localizar su refugio, hoy por fin sabe que su enemigo está perdido, porque la ha visto meterse debajo de un mimbral y es un sitio lo más a propósito para ejercitar sus mañas. «Hija mía, ya puedes ir haciendo el acto de contricción, porque estás sentenciada».
Primero ensayará con las manos. Si llega bien a la cueva, prefiere con mucho este método, es más honrado, un cuerpo a cuerpo sin trampas. La irá palpando, ella se dejará acariciar, «¡no son cachondas ni nada las tías, a todas les gustan las cosquillas!»; le hurgueteará en la agalla y en cuanto se descuide la Rosa Mari, le introducirá los dedos largos de la mano y con un gesto repentino cerrará el anillo con el pulgar, y «ya eres mía, señorita. Madre se pondrá muy contenta de verte porque ya tiene para varios días de cazuela. Hala, es inútil que protestes». Si este procedimiento no da resultado, entonces ensayará con la garramincha, una especie de arpón de tres púas como un tenedor astillado. La esperará de mañana cuando sale a desayunar a las corrientes y en cuanto esté en el friego, le caerá el rayo justo detrás de la cabeza. Esto es cuestión de reflejos y de pulso, algo más técnico; pero todavía lo considera un método noble y meritorio. Pero si se hace la remolona y empieza a impacientarlo, tendrá que bajar la remanga, un sacón ancho de arpillera para que la bicha entre en él después de ser expulsada de su refugio ciriquiando con un palo. Tampoco es tarea fácil, pero ya en plan basto y de menor emoción. «¿Que ni por esas quieres hacer lo que debes, amiguita?, ya te arreglaré yo las cuentas, vas a ver. Traigo el tresmallo y a ver qué se te ocurre entonces, te rodeo el mimbral y tu verás por dónde escapas. No me gustaría llegar a este extremo. Y menos, al cloruro; el cloruro es faena de traidores, la drogas y sale sólita y medio grogui. Así que ya te digo, Rosa Mari, no me gustaría el cloruro ni como último remedio, ni siquiera la botella de lejía. Ya te toco la cola, sube, sube un poco, para que te conozca la barriguita candonga que tienes. Te noto respirar, ¿estás muy harta o qué?».
—Sal de ahí, —le grita el teniente.
—¿Qué pasa?
—Sal de ahí, te digo.
—Ahora que la tenía casi enganchada.
—¿Me oyes, chaval?
—Bueno, no importa, a la tarde me daré otra vuelta. Madre tendrá que conformarse con los tomates de la huerta del palaciano.
—¿Qué dices? ¿Qué andabas escondiendo?
—¿Escondiendo? Si se me ha metido aquí una tía sumenduna.
—¿Una tía?
—Un macho de lo más barbis, lo menos de dos libras. ¿Ve lo limpio que está el pozo? Señal de que hay pez gordo, las pequeñas las tiene ya en la tripa. Pero ya caerá, ya. —Aprieta los labios amoratados de frío.
—No te hagas el tonto y dime qué estabas metiendo ahí; es por tu bien.
—Andá, pero si yo sólo pesco para mi madre, ¡la santa pura verdad, teniente! ¿A que es usted teniente? Mi padre cuando vino, me enseñó lo de las estrellas.
—Y ¿quién es tu padre?
—Pues, uno.
—¿Dónde está?
—Dónde va a estar, hombre, en la guerra. Pero la última vez que vino dijo que volvería enseguida, que ya han matado a casi todos.
—¿Tú sabes que tu padre mata a mis amigos?
—Claro que lo sé, porque son ustedes malos, dice mi madre; que son ustedes muy malos y que no debía quedar ni uno para raza. Yo le dije a mi padre cuando vino que bajaría a la Presa para matarlos a todos, pero me dijo «tú, a callar y no te arrimes a la Presa». Y no nos arrimamos. Pero a mí me gusta la guerra; cuando sea un poco más mayor…
—Anda, vamos para el pueblo.
—Espere, que me ponga los pantalones.