Un año después de terminarlo publiqué el libro que usted, lector, acaba de leer. Durante ese año pasaron varias cosas; la más importante, sin ninguna duda, es la muerte de Sara Guterman, que no alcanzó a verse por segunda vez transformada en personaje de crónica, y a quien no pude explicar que en el título del libro, Los informantes, estaba contenida ella tanto como mi padre, aunque la información que cada uno había dado fuera de naturaleza tan distinta. La muerte ocurrió sin dolor ni agonía, como estaba previsto: la vena estalló, la sangre inundó el cerebro, y en cuestión de minutos Sara había muerto, acostada en su cama y lista para una breve siesta. Parece que había dedicado la mañana a moverse de un lado al otro de Bogotá, tratando (sin éxito) de mediar entre el Instituto Goethe y el agregado cultural de la embajada alemana para organizar, con la debida anticipación, las conmemoraciones de mayo de 1995, cuando se cumplieran cincuenta años de finalizada la guerra. La colonia alemana de Bogotá estaba dividida: algunos querían que la embajada se pusiera a la cabeza de los actos, como exorcismo y también como expiación, o, por lo menos, como estrategia de imagen; para otros, había que dejar en manos del gobierno colombiano la decisión sobre las calidades y las magnitudes del aniversario, pues no era cuestión de ir a pisar callos ni de recordar cosas que todos, alemanes y colombianos, habían preferido (consciente, voluntariamente) olvidar con el paso de los años. De cualquier manera, la gente que había vivido la guerra era cada vez menos, y los que aún vivían eran los hijos y los nietos de esos alemanes: gente que a pesar de sus apellidos no tenía relación alguna con el otro país, nunca lo había visitado ni pensaba hacerlo, y en algunos casos ni siquiera había escuchado la lengua fuera de las interjecciones o los insultos de un abuelo rabioso. Entre las cosas que Sara había propuesto y pensaba llevar a cabo estaba una conferencia itinerante —institutos, asociaciones culturales, universidades, colegios alemanes y hebreos— que daríamos ambos sobre los hechos contados en Una vida en el exilio y, lo cual era más importante, sobre los hechos no contados, pues al momento de la redacción del libro hubo una serie de temas que Sara y yo decidimos de mutuo acuerdo excluir, por no darle a la historia de su vida un tono de reivindicación que no le convenía, pero cuya discusión en tiempos de aniversarios y conmemoraciones parecía, más que permisible, pertinente y necesaria. Como creíamos tener tiempo, como la muerte de Sara ocurrió sin anuncios ni transiciones, la única parte de la conferencia que alcanzamos a preparar fue la selección de ciertos materiales. Sara buscó en sus cajas de pandora y me entregó una carpeta con párrafos bien escogidos, y líneas bien subrayadas en los párrafos. Tenía la intención de comentar en público muchos textos que según ella habían sido injustamente ignorados hasta ahora, y entre ellos frases enteras del ministro López de Mesa (los judíos tenían «una orientación parasitaria de la vida», y en Latinoamérica había «muchos elementos indeseables, en gran parte judíos»), pero, por cuenta del antagónico aneurisma, nada de eso llegó a ocurrir. Sara llegó cansada a su apartamento un día cualquiera, puso una pechuga de pollo congelado debajo de un chorro de agua hirviendo y se acostó a descansar. No volvió a despertarse. A la vecina de abajo le pareció curioso que doce horas después las cañerías siguieran haciendo ruido; subió a averiguar si Sara tenía algún problema o si el apartamento se estaba inundando, y acabó buscando a los hijos y pidiéndoles que vinieran a abrir con sus copias de las llaves; y al día siguiente, es decir, tan pronto como fue posible, Sara fue enterrada en la zona judía del Cementerio Central. Alguien, un hombre calvo que hablaba con acento muy marcado —yo me había vuelto experto en el tema, y sabía lo que eso implicaba: estaba casado con alemana, no con nativa, y hablaba con sus hijos en alemán, no en español—, dijo después del Kaddish unas palabras que me gustaron: comparó la vida de Sara con una pared de ladrillo, y dijo que uno hubiera podido ponerle encima un nivelador como los de los arquitectos y la burbujita se hubiera quedado en la pura mitad, entre las dos líneas, sin jamás moverse de ahí. Eso era Sara: una pared de ladrillo puro y perfectamente nivelada. Sentí que esa frase le hacía más justicia a su memoria que las doscientas páginas de mi libro, y pensé, por una vez, que no estaría mal decirlo. Pero no llegué a hacerlo, porque al tratar de acercarme al hombre calvo, buscando cómo explicarle quién era yo y por qué me había gustado su pequeña elegía, me encontré de frente con el hijo mayor de Sara, que volteó las tablas de la situación de forma impredecible cuando se apartó de quienes lo perseguían para saludarlo, me dio un abrazo y me dijo: «Siento mucho lo de su papá. Mi mamá lo quería mucho, usted sabe». Creí que me estaba dando el pésame (aunque fuera con tanto retraso); enseguida entendí que no se refería a la muerte de mi padre, sino a su reputación destrozada.
Entre los asistentes al entierro estaban también los dueños de la Librería Central, Hans y Lilly Ungar. Nos saludamos, les prometí que pasaría a verlos uno de estos días, pero, metido como estaba en la redacción de Los informantes, nunca llegué a hacerlo. Y en mayo, después de publicado el libro, cuando encontré en mi contestador un mensaje en el cual Lilly me invitaba a la librería en tono formal y casi perentorio, pensé que la invitación estaba relacionada de alguna manera con Sara Guterman, o, por lo menos, con esa conferencia nunca realizada sobre los antisemitismos ocultos de los gobernantes colombianos, pues Hans Ungar (esto lo sabía todo el mundo) era una de las víctimas más directas de las prohibiciones con las que López de Mesa quiso evitar la llegada de demasiados judíos a Colombia, y solía decir en entrevistas, pero también en conversaciones casuales, que sus padres habían muerto en campos de concentración alemanes debido en gran parte a la imposibilidad de conseguir para ellos la visa colombiana que había conseguido él y con la cual había entrado al país en 1938. Pues bien, cuando llegué a la cita los encontré a los dos, a Hans y a Lilly, sentados junto a la mesa gris y maciza que fungía de lugar de encuentro para los alemanes de Bogotá y desde la cual, con ayuda de un teléfono de disco y una vieja máquina de escribir —una Remington Rand alta y pesada como un coliseo a escala—, se regentaba la librería. En el escaparate principal había tres copias de mi libro. Lilly vestía un suéter vinotinto de cuello de tortuga; Hans llevaba corbata, y entre la corbata y el vestido se había puesto un suéter de rombos. Sobre la mesa, junto a un vaso alto de agua sin hielo y una taza de café manchada con colorete rojo, estaba la revista Semana, que, tal y como lo hubiera sugerido Sara, acababa de publicar un artículo a manera de conmemoración, un texto de seis páginas (incluyendo una propaganda de Suramericana de Seguros) que allí, perdido entre las demás noticias de un país que no carece de ellas, parecía susceptible de ser pasado por alto.
La revista estaba abierta en una página donde aparecían dos ilustraciones. A la izquierda, una carta dirigida a un tal Fritz Moschell, y fechada el dieciséis de julio de 1934, bajo la cual se leía: «Documento de la época: Todo lo de los alemanes era considerado sospechoso». Casi el resto del espacio estaba ocupado por una fotografía de la puerta de Brandenburgo después de los bombardeos. La leyenda, en este caso, era: «Berlín destruido: En Colombia apenas se sintieron los ecos del conflicto». Se me ocurrió entonces que ése era el verdadero motivo de la cita (de la convocatoria). Lilly pidió que me trajeran un café; Hans, sentado junto a nosotros, parecía no atender a nuestra conversación, y tenía la mirada fija en la puerta de la librería y en la gente que entraba y salía y preguntaba y pagaba. Tras terminar su café, Lilly sacó de alguna parte un papel, y yo acabé ayudándola a corregir una carta que pensaba mandar a la revista. «En el artículo titulado “Guerra a la criolla”, publicado en su edición de mayo 9, leo que durante la Segunda Guerra Mundial “el supuesto antisemitismo de López de Mesa sólo complicaba las cosas”. Para quien conozca la circular que el Ministerio de Relaciones Exteriores envió a los consulados colombianos en 1939, y haya leído en ella la orden de oponer “todas las trabas humanamente posibles a la visación de nuevos pasaportes a elementos judíos”, el antisemitismo del ministro es algo más que una suposición. Yo entiendo que el tema sea difícil de tratar entre los ciudadanos colombianos, pero no debería serlo en los medios. Es por eso que me permito una pequeña aclaración…» Éste era apenas uno de los incisos que la ayudé a redactar; cuando entre ambos terminamos de escribir la carta, y la revisamos para confirmar que no hubiera erratas de ningún tipo, Lilly dobló el papel y lo metió en uno de los cajones de su escritorio con tanto descuido, con tanto desinterés, que no pude no preguntarme si el favor que me había pedido no había sido más bien un pretexto, y si la idea de componer con mi ayuda una especie de protesta mínima y ya superflua no era la forma que Lilly o Hans habían inventado para verse conmigo y estar más cerca de Sara Guterman, su amiga recién muerta. Después de todo, la Central era la única librería que todavía conservaba copias de Una vida en el exilio, a pesar de que hubieran pasado siete años desde su publicación. Los Ungar habían leído el libro; les había parecido honesto; Hans había llegado a mencionarlo por radio, en un programa de la HJCK en el que participaba de vez en cuando. Pero tal vez me equivocaba; tal vez mi visita nada tenía que ver con Sara; tal vez estas suspicacias eran absurdas, porque, bien mirado, el asunto de la carta era perfectamente verosímil. Ahí estaba la revista, ahí estaban los Ungar, ahí estaba el borrador de la carta; nada me permitía sospechar que no me hubieran citado para corregirla, tal y como lo había hecho.
Faltaban apenas unos minutos para que la librería hiciera su pausa de almuerzo, así que me paré y comencé a despedirme. Pero entonces se acercó Estela, la mujer de cara seria y voz imperativa que se encargaba de la caja, puso sobre la mesa una pila de diez o quince copias de Los informantes, y mientras Lilly me pedía que los firmara, y me decía que no había leído el libro todavía pero que lo haría tan pronto tuviera un fin de semana sin los ajetreos de siempre, Estela apagó la mitad de las luces, salió y cerró la puerta. Sin el ruido de la calle, sin pitos ni motores, la librería quedó tan silenciosa que hubiera podido intimidarme. Hans se había parado frente a la mesa de libros en alemán, y a través de los lentes verdes de sus gafas (las mismas que usaba desde que yo tenía memoria) los miraba como un cliente cualquiera. «Él sí lo leyó», me dijo Lilly en voz baja. «No sabe todavía qué pensar, es por eso que no te lo ha dicho. Un amigo suyo quedó en la lista, fue al final de la guerra y por algo muy bobo, como pedir un libro a la Librería Cervantes o algo así. ¿Cómo te sientes? ¿Qué te ha dicho la gente?» Levanté los hombros, como diciendo que prefería no entrar en esa conversación, y ella dijo entonces: «Hans los conocía».
«¿A quiénes?»
«A los Deresser.»
No era demasiado sorprendente, salvo por el hecho de que los inmigrantes alemanes y los austriacos no formaban parte casi nunca de los mismos ámbitos: entre ellos había las rivalidades que son usuales entre dos apátridas cuando se percatan (o creen percatarse) de que habrán de disputarse el derecho a su nueva tierra. Pero me habría sorprendido, eso sí, que Lilly o Hans hubieran conocido a mi padre sin que yo me enterara de ello. «No, a él nunca lo llegamos a conocer», me dijo Lilly cuando se lo pregunté, poniendo la mirada sobre las teclas de la Remington. «Ni yo ni Hans, de eso estoy segura, él me lo ha dicho varias veces.» Por segunda vez me atacó la paranoia. Pensé que Lilly me estaba mintiendo, que sí había conocido a mi padre y había conocido también su secreto, el secreto de su error, pero con el paso de los años había llegado a borrarlo de su vida, a olvidarlo de manera tan perfecta que pudo atenderme durante todo este tiempo como cliente de su librería sin que se le moviera un músculo de la cara, pudo hablar conmigo de mi primer libro sin que nada en su voz la delatase, y pudo fingir, al leer la reseña de mi padre sobre la vida de su amiga Sara, que no conocía las motivaciones subterráneas de su resentimiento. ¿Me estaba mintiendo? ¿Era eso posible? Me pregunté si habría perdido para siempre la confianza en los demás; si haberme enterado de la traición de mi padre y, para colmo de males, haber escrito y publicado la confesión de trescientas páginas que acabé por escribir y publicar, me habían transformado en eso: un paranoico, un suspicaz, un receloso; una criatura lamentable y patética, capaz de ver conspiraciones en el cariño de una mujer tan diáfana como Lilly Ungar. ¿Estaba condenado? ¿Me había contaminado la doble faz de mi padre al punto de obligarme para siempre a sospechar dobleces en el resto de la humanidad? ¿O me había contaminado el hecho de contarla por escrito? ¿Había sido un error escribir Los informantes?
Una de las primeras reseñas del libro lo acusaba, o me acusaba a mí, de una mezcla deplorable de narcisismo y exhibicionismo; y, a pesar del poco respeto que le tenía al reseñista, a pesar de su prosa de subteniente, su evidente carencia de lecturas y sus razonamientos de cabeza rapada, a pesar de que en cada una de sus frases revelara falta de oído, de gramática y de estrategia, a pesar de que hubiera utilizado el espacio de su comentario para poner en escena sus complejos de inferioridad (pero decir complejos era un halago) y sus fracasos literarios (pero decir literarios era una hipérbole), a pesar de que sus reproches eran poco más que opiniones de barra y sus elogios poco menos que opiniones de coctel, en los días que siguieron no pude sacarme sus acusaciones de la cabeza. Tal vez transformar lo privado en público era una perversión —aceptada, es cierto, por nuestra época de mirones y metiches, de chismosos, de indiscretos—, y publicar una confesión de cualquier tipo era, en el fondo, un comportamiento tan enfermo como el de los hombres que van por la calle mostrándoles a las mujeres una verga gruesa por el mero placer de chocarlas. Después de leer el libro, y de verse incluido en él, mi amigo Jorge Mor me había llamado y me había dicho: «Usted tiene todo el derecho, Gabriel. Tiene todo el derecho de contar lo que quiera. Pero yo me sentí raro, como si hubiera entrado a su cuarto y lo hubiera visto tirando con alguien. Sin querer, por accidente. Leyendo el libro me sentí avergonzado, y no había hecho nada que debiera darme vergüenza. Usted lo obliga a uno a saber cosas que tal vez uno no quiere saber. ¿Para qué?». Le dije que nadie estaba obligado a leer el libro; que escribir unas memorias o una autobiografía de cualquier tipo implicaba tocar zonas privadas de la vida, y el lector lo sabía. «Pues eso mismo», me dijo Jorge. «¿Por qué esas ganas de hablar en público de lo que es privado? ¿No se le ha ocurrido que con este libro usted hizo lo mismo que hizo la novia de su papá, sólo que más elegante?» El ataque me tomó desprevenido, así que solté un par de balbuceos groseros y me despedí, sin preocuparme por disimular mi encono. ¿Cómo se atrevía a hacer esa comparación? En mi libro, yo me había desnudado, me había puesto deliberadamente en posición de vulnerabilidad, me había negado a que los errores de mi padre fueran olvidados: de muchas formas, había asumido la responsabilidad de esos errores. Porque las faltas se heredan; se hereda la culpa; uno paga por lo que han hecho sus ancestros, eso lo sabe todo el mundo. ¿No era valiente enfrentarse a ese hecho? ¿No era, por lo menos, encomiable? Y entonces se me llenó la cabeza con las cosas que mi padre me había dicho una vez: él también me había hablado de lo privado y de lo público, de la nobleza de los que callan y el parasitismo de los que revelan. Y no se había detenido ahí. Para eso lo escribiste, para que todos sepan lo bueno que eres. Mi padre volvía de entre los muertos para acusarme. Mírenme, admírenme, yo estoy del lado de los buenos, yo condeno, yo denuncio. Lo había utilizado: me había aprovechado, para mis propios fines exhibicionistas o egocéntricos, de lo más terrible que había sucedido en su vida. Léanme, quiéranme, denme premios a la compasión, a la bondad. En ese momento no fui más que un narciso, sublimado por el falso prestigio de la letra de imprenta, es cierto, pero narciso al fin y al cabo. Divulgar la desgracia de mi padre no era más que una sutil, renovada traición: Jorge estaba en lo cierto. Me pregunté: ¿habría sido capaz de publicar este libro si mi padre hubiera sobrevivido al accidente de Las Palmas? La respuesta era clara, y también humillante.
De repente me sentí descolocado, incómodo; hablando con Lilly Ungar en una librería cerrada, me sentí advenedizo. «Tal vez estuvo mal hacerlo», le dije, al mismo tiempo que terminaba de firmar la última copia. «Tal vez no debería haber publicado este libro.» Y le conté de algo curioso que me había pasado esa semana, al salir de una de las presentaciones a las que me había obligado la publicación del libro, cuando uno de los asistentes, el único hombre de corbatín de todo el auditorio, se me acercó y me preguntó cómo seguía Sara, si no me parecía necesario obligarla a operarse, o convencerla, por lo menos, de irse a vivir a tierra caliente, ya que sus hijos parecían completamente desinteresados en hacer lo necesario para proteger su vida. Tuve ganas de insultarlo, pero luego, en cuestión de segundos, empecé a contarle que Sara había muerto y a hablarle del entierro y de cuánto lo habíamos sentido, porque pensé que el hombre no era un simple lector, sino que la conocía, era su familiar o su amigo; y cuando supe que no era así ya era demasiado tarde para reaccionar, porque era mi libro el responsable de esa intrusión y era mi culpa el hecho de que un extraño me pareciera conocido o generara la ilusión de haber conocido a Sara. De eso estaba hablando —de las invasiones que el libro parecía invitar, de la intimidad perdida, de la satisfacción narcisista, de la manera en que el libro ha suplantado mis recuerdos, de la probable malversación de las vidas ajenas y entre ellas la de mi padre, de todas esas consecuencias indeseables de algo tan inocente como una confesión, y de la ausencia, o la inexistencia, de las consecuencias deseables que yo había previsto— cuando Lilly me interrumpió. «Yo no te pedí que vinieras para redactar cartas bobas, mijo, y menos para ponerte a firmar libros», me decía, «pero quería tantear las cosas antes, oírte hablar un poco. Para ver en qué posición estabas, mijo. Para no ir a hacer una burrada». Y le dio la vuelta con sus manos prensiles a un sobre que todo el tiempo había estado encima de la mesa, medio oculto por la revista Semana y por el mamotreto de la máquina de escribir, y repitió con su acento marcado y sus erres guturales la inscripción que había en el recto, debajo de la estampilla: Señor Gabriel Santoro, atención de Hans y Lilly Ungar. Era una carta de Enrique Deresser. Había leído el libro y me pedía que fuera a verlo.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, tomé la autopista a Medellín a partir de ese lugar llamado, inescrutablemente, Siberia. Había unas cuatro horas de camino entre Bogotá y La Dorada, el punto que marcaba la mitad de la distancia, y aquélla era, ya para ese momento, una de las carreteras más inhóspitas del país, así que pensé que las haría sin parar, almorzaría en La Dorada y completaría después la segunda mitad. Creo que sorteé bastante bien el trayecto y sus obstáculos. Salir de Bogotá implica, entre otras hazañas, el salto de una cordillera. «A ver si logramos hacer el trayecto sin tararear Bolívar cruza el Ande», decía mi padre cuando nos llevaba a mi madre y a mí de paseo: ése era uno de los pocos versos del himno colombiano que podía escuchar sin indignarse. (También para mí, salir de Bogotá ha sido siempre, más que engorroso, penoso y mortificante, pero nunca he logrado explicar con éxito por qué sólo me siento cómodo en esta ciudad de mierda, por qué sería incapaz de pasar más de dos semanas en cualquier otra ciudad del mundo. Todo lo que necesito está aquí; lo que no está aquí, me parece prescindible. Acaso ésta sea otra de las herencias de mi padre: la voluntad de no ser expulsado por esta ciudad tan diestra en expulsiones.) Soporté el hedor de los hatos ganaderos, soporté la niebla fría de los páramos y también la violencia del descenso siguiente, la explosión en la nariz de los olores agresivos y el ataque plateado de los yarumos y el escándalo de los canarios y los cardenales, y soporté, al atravesar el Magdalena —ese río sin pescadores y sin atarrayas, porque ya no hay bocachicos—, el calor estupefaciente y la ausencia de viento. El segundo puente era o es una especie de gran prótesis dental, metálica cuando golpean los destellos del sol sobre los rieles, frágil como la madera vieja cuando suelta esos crujidos indecentes bajo el peso de los carros. Antes de cruzar el Magdalena, un soldado, probablemente destacado en la base de la Fuerza Aérea —el casco le quedaba tan suelto que su voz hacía eco en él—, me detuvo, pidió mis papeles, los miró como si estuvieran en otro idioma y me los devolvió marcados por el sudor belicoso de sus manos, por una o dos gotas de su frente encascada. No le pregunté por qué andaba deteniendo gente tan lejos de la base. Me pareció joven; me pareció que tenía miedo allí, tan cerca de Honda y de Cocorná y de otros topónimos sin fortuna, tan cerca del estruendo, o del fantasma del estruendo, de los ataques guerrilleros.
Quienes hayan hecho este trayecto saben que es ahora cuando uno acelera. Ahora, después de cruzar el río, los carros se vuelven locos. No se sabe si es el miedo también (hay que evitar que a uno lo paren, que le atraviesen algo, que lo obliguen a bajarse del carro), o si es el llamado de una recta de veinte minutos en la cual el pavimento, sin ser homogéneo, es decente y cómplice. En cualquier caso, las agujas escalan los velocímetros, histéricas; el olor más fuerte no es el de la mierda de las vacas dormidas bajo los árboles, sino el del caucho quemado: el caucho de los neumáticos esclavizados (torturados) por la velocidad. Puedo decir que no desairé la costumbre. No eran más de las doce cuando parqueé delante de una fonda, debajo de un árbol de mango. Adentro, dos ventiladores desenfrenados batían el aire, dos círculos blancos, casi traslúcidos, volando a poca distancia del estrecho cielo raso. Las sillas y las mesas eran tablas de madera pintada clavadas sobre cuatro palos delgados: todo estaba diseñado para ser atravesado por el aire, para no interrumpirlo; todo quería que el aire no se detuviera, que circulara, porque el aire caliente era el enemigo. (La humedad se condensaba en todas partes, y eso parecía obsesionar a los dueños del local: que el agua no se evaporara.) En tres cuartos de hora ya había almorzado y vuelto a arrancar, como si tuviera una cita precisa que cumplir, como si me esperara un entrevistador para concederme un trabajo. Fue imposible no pensar que mi cuerpo, metido en un carro a ochenta o cien kilómetros por hora, iba imitando el trayecto que Angelina y mi padre habían recorrido tres años atrás, como los mimos que caminan detrás de la gente desprevenida del Parque Santander. El tiempo era un puente de dos pisos: en el de abajo ellos, en el de arriba yo. Y en algún momento de ese trayecto paralelo, cuando la carretera comenzó de súbito a parecerme familiar —había pasajes que estaba seguro de haber visto antes a pesar de ser ésa la primera vez que hacía ese recorrido—, pensé que un recuerdo ficticio se había instalado en mi cabeza a fuerza de pensar y repensar el viaje de mi padre durante la escritura de mi libro. Estuve un buen rato tratando de descubrir las causas de ese truco de la memoria, hasta que al fin di con ellas: todo esto me resultaba conocido porque lo había visto en televisión, un año atrás. Durante un domingo entero, Sara Guterman y yo nos habíamos mantenido presos frente a cada noticiero —al mediodía y a las siete y a las nueve y media—, oyendo sin comprender lo que se decía, viendo sin hablar y temblando, cuando una sucesión de figurines, de bigotes y barbillas y pintalabios mate, de opiniones y certezas, de rumores y cosas vistas, describía o trataba de explicar cómo y por qué lo habían matado, si el autogol había sido la causa o más bien la disputa en el parqueadero, y cuánto tiempo había tardado en desangrarse, tras seis balazos de una pistola calibre 38, el futbolista Andrés Escobar.
Mucho después alguien me haría esa pregunta: ¿Dónde estaba cuando mataron a Escobar? Antes me habían preguntado: ¿Dónde estaba cuando mataron a Galán, a Pizarro? Pensé que era posible, en efecto, una vida regida por el lugar donde uno está cuando asesinan a otro; sí, esa vida era la mía, y la de varios. Recordé entonces esa fecha (cuatro de julio) en que Sara y yo nos dedicamos a seguir por televisión la caravana que los noticieros transmitían, quince o veinte buses sin ventanas y camiones con carpa de lona que se dirigían al entierro del futbolista. En la transmisión estaba el estruendo de los aviones de guerra que despegaban de la base de Palanquero, el contraste de ese ruido con el silencio de la gente, y estaba también, al menos para los observadores obsesos como yo, el detalle casi lírico del aire que, desplazado por la propulsión de los motores, dibujaba crestas plateadas sobre la superficie del Magdalena. Ir al entierro de Escobar podía ser compasión o morbo, rabia pura o curiosidad frívola, pero tenía el valor de lo real, y yo podía entenderlo, y estoy seguro de que mi padre, más que entenderlo, lo hubiera admirado, aunque a él nunca le hubiera interesado el fútbol, por lo menos no como a mí. (Tengo que decir que mi padre era capaz de recitar la alineación del Santa Fe de su época, porque pronunciar «Perazzo, Panzuto, Resnik y Campana» le parecía agradable al oído, una especie de verso primitivo como la melodía de un tambor.) Y entonces, frente al recorrido televisado de aquella imitación de cortejo fúnebre, me hizo falta una referencia más sólida acerca de lo que estaba observando. A menudo me sucede así: cuando algo me interesa, siento de inmediato la necesidad de conocer datos físicos para apreciarlo mejor, y pierdo interés si no llego a obtenerlos. Si me interesa un autor, tengo que averiguar dónde nació y en qué año; si me acuesto con una mujer nueva, me gusta medir el diámetro de sus areolas, la distancia entre su ombligo y los primeros vellos (y las mujeres creen que se trata de un juego, les parece romántico, se prestan para ello sin objetar nada). Así que en ese mismo instante, desde el apartamento de Sara, desde el teléfono de Sara, llamé a Angelina Franco y le pedí que me diera la información que me faltaba. Ella no entendió al principio, me reprochó tomarme en broma algo tan terrible como el asesinato de Escobar, que para ella —y tenía razón— marcaba un nuevo ahora sí se jodió este país en la larga historia de jodidas, cada vez más graves, o más bajas, o más incomprensibles, o más desesperanzadoras, que habían llenado los últimos años en Colombia, los años de nuestra vida adulta. Pero algo habrá notado en mi tono de voz, o tal vez le transmití de alguna manera involuntaria y sin embargo elocuente que nuestras incomprensiones no eran demasiado distintas en el fondo, aunque lo fueran en la forma; pues a pesar de que no se lo haya dicho en ese momento, para mí lo de Escobar era un memorando (una tarjeta amarilla, pensé después con algo más de ligereza) que me enviaba el país y que subrayaba, más que la imposibilidad de entender a Colombia, lo ilusoria, lo ingenua que era cualquier intención de hacerlo escribiendo libros que muy pocos leen y que no hacen más que traer problemas a quien los escribe. En cualquier caso, Angelina acabó cediendo. Y después de un rato había asumido su papel como una verdadera cartógrafa. En ese momento, parecía creer, el destino de la caravana dependía de la precisión de sus descripciones.
«Ahora están en Puerto Triunfo» decía, «ahora están pasando al frente del zoológico de los narcos. Ahora están en La Peñuela. Ahí es cuando el aire empieza a oler a cemento». Recuerdo que en ese momento Sara (que no me miraba como si estuviera loco: Sara tenía una capacidad extraordinaria y a veces preocupante para aceptar las excentricidades más arbitrarias) me había traído un vaso de jugo de lulo, y vagamente recuerdo que me lo tomé con gusto, y sin embargo el cemento de las fábricas era la única realidad válida para mí: el jugo, en mi memoria, no sabía a lulo, sino a cemento. «Están llegando a la Cueva del Cóndor», decía Angelina. «Hay escarcha en las estalagmitas, Gabriel. Hay ceibas y hay cedros que también tienen escarcha acumulada. Hay que tener cuidado y andar despacio, porque la carretera es resbalosa.» Sí, la carretera era resbalosa, y lo seguía siendo durante un tramo largo: Angelina, al parecer, había soltado ese dato como si no tuviera relación alguna con la muerte de mi padre. «Ahora ya van bajando por Las Palmas», seguía ella, «ahí siempre hay un poco de neblina. Sobre los muros hay bacinillas y latas de galletas con geranios. Toda una vida sembrando las matas en latas de saltinas, Gabriel, mis papás lo hacían, mis abuelos lo hacían, es como si en esta zona no se hubiera descubierto que existen las materas». Durante un instante dejé de ver la caravana que se dirigía al entierro y empecé a ver a mi padre perdiendo el control del carro por culpa de la niebla, de la carretera resbalosa y de su mano defectuosa, esa mano incapaz de reaccionar de forma adecuada en una emergencia (para dominar el timón o para meter segunda y salir de una situación comprometida), y creo que llegué a sacudir la cabeza, como hacen las caricaturas, para quitarme las imágenes de encima y concentrarme, por esta vez, en el dolor ajeno. Más tarde vimos en los noticieros las imágenes de la gente que llegaba al cementerio de Campos de Paz. Vimos las banderas —las tricolores del país, las verdiblancas del equipo—, vimos las pancartas fabricadas de improviso con sábanas y aerosol, y escuchamos las rimas nacionalistas que la gente gritaba; y ya comenzábamos a prever, en el tono de los locutores, en la cara de los vecinos y del portero del edificio, e incluso en la circulación de los carros por la calle, ese ambiente particular que hay en Bogotá después de una bomba o de un asesinato notorio.
Fue la última vez que hablé con Angelina. En Navidad recibí de ella una tarjeta espantosa con una leyenda en inglés y un Papá Noel rodeado de escarcha dorada. Dentro de la tarjeta iba una sola frase, «Con mis mejores deseos en estas fiestas», y su firma, entre infantil y barroca. También había un papel doblado en dos. Era una noticia de periódico recortada por unas tijeras meticulosas: la foto a color de una silla de flores. Sobre el respaldo, los claveles y las margaritas, los geranios y las astromelias formaban una figura vaga al principio y que después de un instante se hacía más precisa. Era la del futbolista muerto. Sobre su cabeza, en tres arcos floridos, se leía: EL CIELO ES PA’ LOS PAISAS HUMILDES Y BERRACOS COMO ANDRÉS ESCOBAR. Y en el espacio en blanco del margen: «Un recuerdito de nuestro último encuentro telefónico. 19-XII-94. PS: A ver si algún día nos vemos en vivo y en directo». Me conmovió que se hubiera acordado de mí al ver la foto, y también que se hubiera tomado el trabajo de buscar unas tijeras y recortarla y comprar una tarjeta y meter la foto en ella y meterlo todo en un sobre y ponerlo en el correo, el tipo de diligencias cotidianas que siempre me han sobrepasado. Sí, agradecí el gesto; y sin embargo nunca la llamé para decírselo, ni tampoco hice intento alguno para verla en vivo y en directo, y Angelina salió de mi vida como sale tanta gente: por mi incapacidad para tomar contacto, o para conservarlo, por mi desgano involuntario, por esa ineptitud terrible que me impide mantener un interés sostenido y constante —un interés que vaya más allá del intercambio de información, de las preguntas que hago y las respuestas que espero y las crónicas que redacto con esas respuestas— en la gente que me aprecia y que yo, aunque me pese, también aprecio. Sólo a una distancia prudente puedo mantener el interés en los otros. Si Sara no hubiera muerto, he pensado varias veces, ya nos habríamos alejado también, poco a poco, como sucede con el agua en el aluvión del código civil. Era uno de los artículos favoritos de mi padre, que lo había memorizado desde sus tiempos de estudiante universitario y solía repetirlo —no, recitarlo— como si las rimbombancias del doctor Andrés Bello, ese redactor decimonónico, fueran el mejor ejemplo de prosa en lengua hispánica; y a mí me sucedía ahora que el lento e imperceptible retiro de las aguas resultaba tan parecido a los afectos en mi vida como para transformar mi vida en el terreno descubierto, que en el artículo es terreno ganado para el propietario, y en mi vida no lo es tanto. El lento e imperceptible retiro de las aguas, eso es el aluvión. Así me voy quedando solo, así me he quedado solo.
A eso de las cuatro de la tarde, después de Puerto Triunfo y La Peñuela y el olor a cemento y la Cueva del Cóndor, entré a Medellín. A pesar de las precisiones de la carta (la descripción de una bomba Ecopetrol, de un restaurante de pollo frito, de la tienda de la esquina), tuve que preguntar un par de veces a la gente de la calle para encontrar el conjunto cerrado en el cual vivía Enrique Deresser. Eran tres o cuatro edificios grises y desprovistos de cualquier adorno, como si los arquitectos hubieran decidido que vivir allí sería cosa de ascetas o, tal vez, de gente acostumbrada a pasar en sus casas el menor tiempo posible. En realidad, parecían construcciones prefabricadas: en las fachadas había demasiadas ventanas y en las ventanas poquísimas mujeres mirando al patio, porque era eso, un patio, lo que había entre los edificios, un parche de cemento donde un par de niñas jugaban sobre una golosa pintada con tiza (las líneas en rosado, los números en blanco). Tratando de adivinar cuál edificio sería el de Deresser, y si desde su ventana podría vigilar mi carro, parqueé en la calle y entré al conjunto por una portezuela que me daba a la cintura, sin que ningún guardia ni portero me preguntara adónde iba, ni me pidiera dejar un documento, ni me anunciara por el citófono. Ahí estaba la caseta de latón, sí, pero en ella no había nadie. Uno de sus vidrios estaba roto en una esquina, y lo habían tratado de remendar con papel periódico y cinta aislante; la puerta había desaparecido. Las niñas dejaron de saltar para mirarme, no de lado, no con disimulo, sino de frente y escrutándome como si mis malas intenciones fueran evidentes. Sentí, aunque no levanté la cabeza para confirmarlo, que todas las mujeres asomadas a las ventanas me miraban también. Encontré el edificio (o el interior, como estaba marcado en la carta: interior B, apartamento 501) y me percaté de que hacía mucho tiempo que no subía tantos pisos a pie cuando tuve que parar en el rellano del cuarto y recuperar el aliento, recostándome a la pared y doblándome en dos y apoyando las manos sobre las rodillas, para no llegar resoplando a la cita con Deresser, para no saludarlo con una mano pegajosa y sudada.
Y entonces, no sé por qué, comencé a sentirme como si hubiera venido a presentar un examen y no me hubiera preparado lo suficiente. Puesto que cualquier cosa me esperaba en el apartamento de Deresser, era lícito prever que cualquier cosa se esperaba de mí; me encontré deseando tener en el asiento trasero del carro las carpetas de documentos en que me había apoyado para redactar Los informantes. Me sentí vulnerable; si Deresser me hacía una pregunta difícil, Sara no podría soplarme la respuesta. ¿Por qué escribió usted esto, en qué se basa, cuáles son sus testigos, está usted especulando? Y no podría responder, porque yo sólo había redactado un informe, mientras que él lo había vivido: de nuevo la superioridad de los hombres vivos sobre nosotros, los simples habladores, los cuentacuentos, los comentaristas; nosotros, en fin, los que nos dedicamos al oficio cobarde y parasitario de referir las vidas de los demás, así sean los demás gente tan próxima como un padre o una buena amiga. Cuando era niño (tendría yo diez años), presenté un cuento a un concurso del colegio. No recuerdo qué contaba, pero sí que por esos días habíamos tenido que leer La hojarasca para clase de español, y a mí me pareció simpático, o tal vez meramente decorativo, poner después de cada párrafo una línea punteada como la que traía mi edición de esa novela, y eso fue suficiente para que la profesora me acusara de tramposo y de deshonesto por haber presentado a concurso un cuento que había escrito un adulto. Me demoré muchos años en comprender que las líneas punteadas habían dado al cuento un aspecto de profesionalidad que no le convenía; que imitar los signos externos de un artificio literario lo había vuelto más persuasivo, más sofisticado, y todo eso junto había provocado el escepticismo de una mujer amargada. Pero lo importante no es esto, sino la impotencia —esa palabra desgastada— que me agobió al percatarme de que era imposible probar la autoría del cuento, pues todas las pruebas eran imaginarias. Temí que lo mismo me ocurriera con Deresser. Durante un instante perdí la memoria de mis investigaciones, y dejé de estar seguro de lo que había escrito. Pensé: ¿lo habré inventado todo? ¿Lo habré exagerado, lo habré manipulado, habré falseado la realidad y la vida de otros? Y si era así, ¿para qué lo había hecho? Desde luego no para mi propio beneficio, pues la desgracia de mi padre, y de mi propio nombre, había sido confirmada por mi libro, aunque para mí los efectos de la confesión fueran otros y bien distintos. Es usted un tramposo, Gabriel, un deshonesto. ¿Pero cuál había sido mi falta? ¿Cómo me castigarían? ¿Sería mejor estrategia seguir mintiendo? ¿Y si Deresser leía mis pensamientos? ¿Y si con sólo abrirme se daba cuenta del fraude?
Pero quien me abrió no fue Deresser, sino un hombre joven, o en todo caso más joven que yo —eso era, al menos, lo que sugerían sus ropas de adolescente: estaba vestido con camiseta, pantalón de sudadera y tenis, pero era evidente que no iba a trotar ni regresaba de hacerlo—, que me dio la mano y me hizo seguir como si ya nos conociéramos: era una de esas personas capaces de saltarse las convenciones y entrar en confianza en cuestión de segundos, sin por ello parecer obsequiosas ni cortesanas. Es más: este hombre era seco, demasiado adusto para su edad, casi hostil. Me dijo, en este orden, que siguiera y me sentara, que me habían estado esperando, que ahorita mismo me traería una cocacola, que no tenía hielo, qué pena conmigo, y que su nombre era Sergio, en realidad era Sergio Andrés Felipe Lázaro, pero todo el mundo le decía Sergio, ni siquiera Sergio Andrés, que sería lo más normal en Medellín, donde todo el mundo se llamaba con dos nombres, ¿no?, así que Sergio era su nombre y así lo podía llamar yo también. Y después de todo esto hizo una pausa para explicar lo que le faltaba a su discurso: era el hijo de Enrique Deresser, mucho gusto, encantado de conocerme. Lo evidente, sin embargo, era que no estaba encantado con mi visita, ni mucho menos; que conocerme no le daba, en realidad, el más mínimo gusto.
El hijo de Enrique Deresser. El nieto del viejo Konrad. Sergio se metió a la cocina para servirme una cocacola mientras todas las leyes de la genética se agolpaban en mi cabeza. Tenía ojos negros, pelo negro, cejas negras y espesas; pero en él también estaban los hombros de nadador y la boca pequeña y delgada y el tabique perfecto que yo había asignado siempre a la imagen mental de Enrique Deresser, el seductor del Hotel Nueva Europa, el Don Juan de Duitama. Lo que no había heredado Sergio, al parecer, era la elegancia de su padre, de su abuelo: su dicción y sus movimientos eran los de un boxeador de barrio, toscos y algo montaraces, tan francos como chabacanos. No era poco inteligente, eso se veía de lejos; pero todo en él (era obvio con sólo verlo moverse, traer un vaso, ponerlo sobre la mesa y sentarse), hasta los gestos más banales, parecía decir: yo no me paro a pensar, yo actúo. «De manera que usté es el hijo de Santoro, el que escribe libros», me dijo. Estábamos junto a la ventana que daba al patio. La ventana estaba abierta, pero la cubrían unos velos delgados que habían sido blancos en mejores tiempos, de manera que la luz entraba como a través de un plástico traslúcido, salvo cuando una corriente separaba los velos: entonces se veían los edificios grises de enfrente y un escupitajo de cielo azul reflejado en sus ventanas. El sillón donde se había sentado Sergio estaba cubierto por una sábana blanca. El sofá donde estaba yo no tenía sábana, o se la habían quitado antes de mi llegada.
«Sí, yo soy», le dije. «Tenía muchas ganas de conocer a su papá.»
«Él también.»
«Me alegré mucho de que me escribiera.»
«Yo en cambio no tanto», dijo. Y como yo no encontré una forma inmediata de contestar a eso, añadió: «¿Le digo la verdad? Si por mí fuera, hubiera roto esa carta. Pero él la mandó a escondidas».
Me pregunté si era hostilidad lo que había en su voz, o mera descortesía. El pantalón de su sudadera tenía cremalleras en los tobillos; las cremalleras, semiabiertas, dejaban ver las medias grises y delgadas de un oficinista. «¿Está Enrique?», pregunté. «¿Está su papá?»
Su cabeza negó antes que su voz.
«Salió desde temprano, no estaba seguro de cuándo iba a venir usté. Bueno, la verdad yo le dije que no iba a venir.»
«¿Por qué?»
«Pues hombre, porque no pensé que fuera a venir. Por qué más iba a ser.»
Su lógica era impecable. «¿Y va a volver?», dije.
«No, se va a quedar a dormir debajo de un puente. Claro que va a volver.» Pausa. «¿Sabe qué? Yo he leído sus dos libros, ambos.»
«Qué bien», dije en mi tono más amable. «Y qué le parecieron.»
«El primero lo leí por mi papá. Me lo dio y me dijo: Pegale una mirada para que sepás cómo era todo en esa época. Pero no me dijo que esa señora había sido amiga suya, ni nada, lo demás me lo dijo luego, para no condicionarme. Al principio fue como si la cosa no fuera con él, usté me entiende.»
«No. Explíqueme.»
«Mi viejo es un tipo justo, todo lo hace bien medido, ¿sí ve? Así quería él que yo leyera el libro. Y luego sí me contó lo demás.»
«Lo de las listas…»
«Todo. Toda la mierda, sin ahorrarse nada. ¿Y es verdad lo que usté pone en este libro de ahora?»
«Qué parte.»
«Que cuando escribió el primero usté no sabía nada. ¿Es verdad o es pura mierda?»
«Es verdad, Sergio», le dije. «Todo es verdad. No hay nada que no sea verdad en el libro.»
«Cosas hay, tampoco exagere.»
«No exagero. No hay nada.»
«¿Ah no? ¿Y entonces qué es toda esa mierda de mi papá viviendo en Cuba y en Panamá y no sé dónde más? Es pura mentira, ¿sí o no? ¿O le parece que estamos en Panamá, aquí sentados?»
«Es una especulación, no una mentira. Son cosas distintas.»
«No, no se me ponga inteligente, hermano. Todo eso que escribió usté de mi papá, todo lo de la esposa y la hija que tiene y cómo se pelea con la hija, todo eso es pura mierda. Hasta la última palabra, ¿sí o no? Yo no sé para qué, ni por qué se hacen esas cosas. Si uno no sabe pues averigua, no inventa.» Se quedó mirándome con la boca entreabierta, como si me midiera, como se miden entre sí los boxeadores o los pandilleros. «Usté no se acuerda de mí, ya veo.»
«¿Nos conocemos?»
«Cómo son las cosas. Yo en cambio de usté me acuerdo perfecto, será que no somos iguales.»
«Eso seguro», le dije.
«Yo me fijo más en la gente», dijo él. «Usté en cambio no hace más que mirarse el ombligo.»
Era él. Era Sergio Deresser, el hijo de Enrique y el nieto de Konrad (esa genealogía iba pegada a su voz y a su imagen, a sus tenis, al pantalón de su sudadera). Era él. Siete años atrás, después de que su padre, en mala hora, le hubiera dado a leer un libro titulado Una vida en el exilio y le hubiera dicho este libro habla de mí sin que el libro lo mencionara una sola vez; después de que le hablara de una historia de crueldades privadas —porque es cruel una cobardía tan extrema, una deslealtad tan drástica como la que Gabriel Santoro puso en práctica contra su amigo más íntimo y, para ser exactos, contra toda una familia que lo quería, en cuya casa había pasado más de una noche, cuya comida había comido—; después de haberse acostumbrado a la transformación de su propio apellido y de comenzar a mirar con otros ojos la vida de su padre, después de todo eso, acabó un día cogiendo el primer bus para Bogotá, y al llegar se plantó frente al único teléfono público que había en el Terminal de Transportes. En tres llamadas ya había averiguado dónde quedaba la nueva Corte Suprema y a qué horas era el seminario del doctor Santoro. Y fue a oírlo: tenía que saber cómo era el tipo, si la traición se le veía en la cara, si era verdad, como le decía su padre, que le faltaba una mano; tenía que saber si no le temblaba la voz al hablar, si estaba convencido, después del discurso patético que había vomitado frente a la gente más respetable del país, de ser el gran ciudadano del que todo el mundo hablaba. Y cuando llegó, bueno, cuando llegó vio a un viejo caduco y lamentable ejerciendo una autoridad que ya no tenía, diciendo cosas que le quedaban grandes, moviéndose con el desparpajo de un embaucador, como si no fuera la misma persona que había echado por el barranco a una familia entera. Y luego el viejo caduco había empezado a inventarse su propia vida, ¿había algo más ridículo, había una forma de humillación más completa y más convincente? «Lo demás usté ya sabe», me dijo Sergio. «¿O es que también se le olvidan las cosas?» No se me olvidaban: yo llevaba nueve días, o acaso más, visitando el salón de clases de mi padre, viéndolo sin ser visto, y uno de esos días, eso tan sencillo ocurrió: Sergio llegó de Medellín y se sentó a pocas sillas de donde yo estaba, tal vez despreciándome en silencio, rezando para que un día pudiera hacerme saber, notar y sentir su desprecio. No, Sergio Andrés Felipe Lázaro, las cosas no se me olvidaban, simplemente cambiaban con el tiempo; y los que recordamos, los que nos dedicamos a eso como forma de vida, estamos obligados a mantener el paso de la memoria, que nunca se queda quieta, igual que sucede cuando caminamos al lado de una persona más alta.
«¿Cómo me reconoció?»
«No lo reconocí, su libro no tiene foto. Averigüé, hermano, averigüé. Ni siquiera pensé que usté fuera a estar, eso se me ocurrió cuando ya su papá había salido corriendo, corriendo como si estuviera cagado, como si supiera que alguien podía levantarse y decirle: todo esto es pura mierda y usté sabe. Yo pensé en hacerlo. Pensé en levantarme y gritarle: viejo mierdero, viejo traidor. Y él como si me hubiera leído la cabeza. ¿Su papá sabía hacer esas cosas?»
«Qué cosas.»
«Telepatía, esas cosas. ¿No es cierto que no? No, no sabía, la telepatía no existe, y por eso usté tiene que inventar mierda para escribir libros en lugar de averiguar la verdad, y por eso su papá no supo que yo lo estaba viendo con ganas de gritarle viejo traidor. Uno no puede leerle la cabeza a los otros, hermano. Si su papá pudiera, no hubiera ido nunca a dar esa clase. Pero allá fue. Y claro, salió corriendo como si me la hubiera leído, y ahí fue cuando alguien dijo ése es el hijo, uy, qué vergüenza, pobre. Yo salí detrás de usté, no podía quedarme con las ganas de verle la cara.»
«Y me la vio.»
«Claro que se la vi. Usté también estaba cagado. Igual que ahorita, si me permite.»
«¿Se lo contó a Enrique?»
«No. ¿Para qué? No le hubiera gustado. Me hubiera sermoneado con lo de siempre, las cosas que un hombre de verdad no hace nunca», dijo Sergio, pero no dijo a qué cosas se refería. «Nos hubiéramos peleado y eso no va conmigo, ¿sí o no? A mí no me gusta pelearme con mi papá, yo al viejo le tengo respeto, para que sepa. Cosa que no se puede decir de usté, mi hermano.»
«¿Me sirve otra cocacola?»
«Pero claro, pida no más. Si para eso estoy yo, para servirle de mesero.»
Volvió a meterse a la cocina. La puerta era de vaivén, y por la ventanilla rectangular lo alcancé a ver dejando el vaso sobre el mesón de fórmica y abriendo una nevera anaranjada y vieja y sacando de la luz blanca (la imagen era casi mágica, Sergio transformado por un instante en hechicero de cuento) una botella de plástico. Todo lo hacía con tanta levedad que pensé: está disfrutando. Está jugando conmigo, y está pasándola bien, porque hacía mucho tiempo que esperaba este momento. Si pudiera acercarme a su cara, pensé, lo vería sonreír; si pudiera escuchar sus pensamientos, esto es lo que oiría: Un rato más. Diez minutos, media hora, un rato más. Yo era una presa fácil; había renunciado a defenderme; tal vez no sabía cómo, y, lo cual resultaba peor en la selva privada de Sergio, eso era notorio. Pensé en decirle: Ya sé lo que pasa aquí, usted quiere mantener su rabia, no quiere que nadie se la toque, y si yo hablo con su papá tal vez su rabia ya no sea tan justificada, ¿qué tal que su papá y yo acabáramos de amigos?, ¿qué tal que yo le cayera bien?, para usted eso sería problema, ¿no?, estas pataletas son importantes en su vida, no va a dejar que se las quiten, y por eso me recibe así, usted es un caso genético, la indignación recesiva. Entonces Sergio volvió con mi vaso lleno hasta el borde (la superficie del líquido chispeaba, burbujeaba, hacía gárgaras), se sentó frente a mí, cruzó una pierna, me invitó a beber. «¿Qué pasa, demasiada la sorpresa? Bueno, por lo menos ya sabe usté con quién está tratando. Yo no soy ningún güevón, yo voy de frente, yo respondo. Así es el asunto, ¿sí me entiende?, la cosa es conmigo también, no sólo con mi papá. Él le pidió que viniera, pero no es para que se ponga a escribir mentiras otra vez. Es para aclararle un par de cosas. Es para que no hable de lo que no sabe.»
«Yo no escribí mentiras.»
«No, perdoná», dijo. «Especulaciones, así les dicen ahora.»
«¿Pero qué lo ofendió tanto, Sergio? Me imaginé que su papá se había ido a vivir a Cuba, o a Venezuela, o a uno de cinco o seis países, no importa cuáles porque la idea no era probar nada, sino sugerir su situación. Era una forma de demostrar interés por él, por el resultado que las cosas habían tenido en su vida. ¿Qué tiene eso de grave?»
«Que no es verdad, hermano. Como tampoco es verdad que su papá sea una víctima. Ni un héroe tampoco, ni un mártir mucho menos.»
«Ni sale así en el libro.»
«En el libro es una víctima.»
«Pues no estoy de acuerdo», dije. «Si usted lo interpretó así, ése es problema suyo. Pero yo escribí una cosa bien distinta.»
«Era un mierdero», siguió diciendo Sergio, como si no me hubiera oído. «De joven y también de viejo. Un mierdero toda la vida.»
«¿Quiere que le rompa la cara?»
«No se emberraque, Santoro. Su papá era lo que era, eso no se cambia ni a golpes.»
Ahora había pasado al insulto directo. Por primera vez se me ocurrió que todo esto había sido un gran error. En realidad, ¿qué podía sacar yo de esta visita? Los beneficios me parecieron demasiado intangibles y en todo caso conjeturales. ¿Quién me obligaba a quedarme? Ahí afuera estaba mi carro (era visible desde la ventana, con sólo estirar el cuello lo hubiera encontrado), ¿por qué no me paraba y me despedía, o salía sin despedirme, por qué no lo obligaba a admitir, frente a Enrique Deresser, que me había echado de su casa con la violencia de sus comentarios, con ataques personales? ¿Por qué no daba por clausurada la escena y escribía después una carta acusadora, y que Sergio se las arreglara como pudiera frente a su padre? Todo eso pasaba por mi cabeza a la vez que reconocía lo ilusorio de esas ideas: no lo haría nunca, porque años y años de trabajar en lo mío me habían acostumbrado a soportar lo que fuera necesario con tal de obtener un dato, una referencia, una confesión, dos palabras o una línea que tuvieran en ellas algo de humanidad o tan sólo algo de color —que fueran, en fin, utilizables por escrito dentro de la crónica de turno. No habría crónica posible de ese encuentro —de ese enfrentamiento— con el hijo de Enrique Deresser; y sin embargo ahí seguía yo, soportando su desdén exagerado, su meticulosa bravuconería, como si la traición hubiera sucedido la semana pasada. (Semana, pensé, pasada. ¿Pero es que existían esas categorías? ¿Era posible decir que el tiempo se había movido en nuestro caso? ¿Qué importaba cuándo se hubieran dado el error y la delación, cuándo la amputación de una mano? Los hechos estaban presentes; eran actuales, inmediatos, vivían entre nosotros; los hechos de nuestros padres nos acompañaban. Sergio, que hablaba y pensaba como el hombre práctico que sin duda era, se había percatado de ello antes que yo; me llevaba, por lo menos, esa ventaja, y de seguro no sería la única.) Pensé: Ha ocurrido la semana pasada. Toda la vida de mi padre acaba de ocurrir. Pensé: Su vida es mi herencia. Lo he heredado todo. Estúpidamente me miré la mano derecha; confirmé que estaba donde siempre había estado; cerré el puño, lo abrí, estiré los dedos, como si estuviera sentado en la sala de donaciones de una clínica y me sacara sangre una enfermera; y en ese instante me pareció que perdía el tiempo y debía irme, que nada justificaba la tensión, la hostilidad, la invectiva.
Entonces entró, acompañado de su esposa, Enrique Deresser.
«Supongo que sí, que conocerla me salvó. Pero así es ella, Gabriel. Va por el mundo salvando vidas sin darse cuenta. Nunca he conocido a nadie igual, alguien que no tenga una pizca de maldad en la cabeza. Si no fuera tan buena en la cama como es en la vida, hace rato me hubiera aburrido de ella.»
Estábamos afuera, en el gran patio interior del conjunto, muy cerca de la golosa de tiza que las niñas habían abandonado; nos habíamos sentado sobre una banca de color verde —marco de hierro forjado; listones de madera— que tenía las patas bien metidas en el pavimento y daba la espalda a la ventana desde la cual (imaginaba yo) Sergio nos espiaba con unos binóculos y un vaso de cubalibre en la mano, tratando de leernos los labios y adivinarnos los gestos. Todavía no había oscurecido por completo, de manera que las luces del alumbrado público se habían encendido, tanto las del conjunto como las de la calle, y el cielo ya no era azul, pero tampoco negro, así como no se podía decir que las luces alumbraran, pero apagarlas sería quedar completamente a oscuras. El mundo, en ese momento, era una cosa indecisa; pero Enrique Deresser había sugerido que bajáramos, diciendo que hablar del pasado trae buena suerte si es al aire libre, y haciendo un comentario falsamente casual sobre el clima tan agradable, el aire tan dulce de la tarde, la calma del patio ahora que los niños se han ido a sus casas y los adultos no han comenzado a salir de fiesta. Rebeca, su esposa, me había saludado de beso al presentarse; al contrario de lo que suele pasarme, la intimidad inmediata me había gustado en ese momento, pero me había gustado más la disculpa que me ofreció la mujer en su acento de paisa despreocupada: «Perdoná la confiancita, querido, pero es que tengo las manos ocupadas». Llevaba dos bolsas de plástico en la izquierda y una red de naranjas en la derecha; casi sin detenerse, siguió derecho a la cocina. Y antes de que me diera cuenta ya Enrique me había tomado por el codo y se apoyaba ligeramente en mi brazo para bajar las escaleras, a pesar de que nada en su cuerpo parecía necesitarlo, mientras yo hacía restas rápidas en la cabeza y llegaba a la conclusión de que este hombre había cumplido o estaba a punto de cumplir los setenta y cinco. Caminaba encorvado y parecía más pequeño de lo que era; llevaba puesto un pantalón de paño delgado y una camisa de manga corta con dos bolsillos en el pecho (del bolsillo izquierdo asomaba un lapicero barato, y en el derecho había un bulto que no logré identificar), y calzaba botines de gamuza con suela de caucho (las puntas de los cordones se habían deshecho y comenzaban a deshilacharse). No supe si eran sus zapatos o su ropa, pero Enrique expelía un olor animal que no era fuerte ni molesto pero sí muy notable. Por prudencia, no le hice preguntas al respecto, y luego me enteré de que ese olor era una mezcla de sudor de caballo, aserrín de picadero y cuero de sillas de montar. Desde su llegada a Medellín, Deresser había trabajado con caballos de paso fino, al principio como todero (escribía cartas en alemán para criaderos de la Selva Negra, pero también les cepillaba la cola y la crin a los caballos y en los apareamientos les sostenía la verga a los sementales) y después, cuando hubo aprendido el oficio, como adiestrador. Ya no lo hacía, me explicó, porque su espalda había envejecido demasiado mal, y después de una tarde de montar, o de estar parado frente a una yegua joven que le da vueltas a un poste, los músculos de los hombros y de la cintura protestaban una semana entera. Pero todavía le gustaba pasar por el picadero, hablar con los peones nuevos y llevarles azúcar a las bestias. Era azúcar lo que tenía en el bolsillo del pecho: sobres de restaurantes finos que sus amigos ricos se robaban para dárselos a él, y que él vaciaba sobre la palma de su mano para que la lengua rosada de los caballos la chupara de un latigazo como si el ritual entero fuera el mejor pasatiempo del mundo. «Rebeca fue la que me llevó a los caballos», me dijo Enrique. «Sí, no es exagerado decir que le debo todo. Su papá era un buen adiestrador, trabajaba para gente de mucha plata. Con el tiempo fue plata de narcos, claro. Él se murió antes y no alcanzó a ver eso. Casi toda la gente de caballos ha tocado plata de narcos. Pero uno mira para otro lado, sigue haciendo su trabajo, cuidando a sus animales.»
De manera que nunca había salido de Colombia. «Eso era lo que creía mi papá», le dije. «Tal vez», repuso él, «creer eso era lo más fácil. Más fácil que buscarme, en todo caso. Más fácil que hablar conmigo». Hizo una pausa y dijo: «Pero seamos justos: por más que hubiera tratado (y no trató), no hubiera podido encontrarme. Yo me fui de Bogotá a finales del 46. ¿Qué me quedaba en esa ciudad? La vidriera había cerrado, o más bien se había muerto. El capital de toda una vida había quedado en plata de bolsillo después de tres años de estar la empresa en las listas, después del tiempo de papá en el Sabaneta. Para efectos prácticos, yo era huérfano. Mis amigos, bueno, de mis amigos ya sabes. Pero no, en realidad no era cuestión de preguntarme por qué quedarme en Bogotá. Era cuestión de preguntarme adónde ir. Porque no tenía opción, entiéndeme, yo a Bogotá le tenía un odio que no te puedo explicar ahora, Bogotá tenía la culpa de todo. ¿Te digo una cosa? Yo conseguí el discurso de tu papá, el del Capitolio, ¿sabes?, en el 88, y me estuve varios días convencido de que lo había escrito pensando en mí, porque todo eso era lo que yo había sentido antes, por lo menos todo lo malo».
«¿Usted se lo dio a Sergio?»
«¿Por qué me tratas de usted?»
Tenía razón. ¿A quién trataba de engañar con esas fórmulas de diplomacia? No nos habíamos visto nunca; nos conocíamos de toda la vida. Enrique me tuteaba sin problema, pero sus modismos no habían eliminado la dicción de su nacimiento, y navegaban a medio camino entre el tuteo encorbatado de los bogotanos y el voseo de su esposa. «Sí, se lo di a Sergio. Eso ha sido lo más difícil de todo esto, enseñarle a mi hijo lo que sentí. Las cosas que he llegado a hacer para que me entienda, para que intuya lo que fue. Porque esto no basta explicarlo, te imaginarás, uno quiere que los demás vivan lo que ya pasó hace cincuenta años. ¿Eso cómo se hace? Hasta imposible será. Pero uno trata, uno se inventa estrategias. Darle tu libro. Darle el discurso. Lo que al hijo le viene directo del papá no sirve de nada, porque los hijos no les creen a los papás, ni una sola palabra, y está bien que así sea. Entonces uno tiene que darle la vuelta a todo, ¿no?, entrar por otra puerta, cogerlos por sorpresa. Educar a un hijo es jodido, pero explicarle quién es uno, qué tipo de vida lo ha producido a uno, eso es lo más jodido del mundo. Además hay cosas, no sé cómo explicarte, yo he digerido todo esto mucho mejor que él. Es obvio, porque yo llevo medio siglo y él acaba de empezar. Para él es como si hubiera pasado ayer. Te trató muy mal, qué pena contigo, tienes que entenderlo.»
En octubre de 1946, después de intentar que la Sociedad de Alemanes Libres le prestara una plata que él nunca iba a poder devolverles, y de recibir varias negativas al respecto, Enrique se dio cita con uno de sus miembros en el café Windsor. Herr Ditterich no había querido hablarle de esto en presencia de sus colegas, por no parecer condescendiente con el hijo de un hombre tan sospechoso como Konrad Deresser; pero sabía que su situación era difícil, y al fin y al cabo eran todos emigrados, ¿no era cierto? Además, los jóvenes tenían que ayudarse entre sí, le dijo Ditterich, sobre todo ahora que eran responsables de la reconstrucción de la patria. Le entregó una carta de recomendación, le dijo por quién preguntar en la Escuela de Caballería, y a los quince días Enrique salió para Medellín. «Querían que hablara con un alemán, eso era todo, una cuestión de negocios. Ahí fue que conocí a Rebeca.» El padre de Rebeca, vestido con zamarros de cuero, montó siete criollos de paso fino y un semental lusitano, y un coronel de la Escuela, uniformado hasta la punta de los pelos aunque fuera domingo, escogió al semental y a cinco de los siete criollos, y todos quedaron satisfechos. «Crucé tres frases con el dueño de los caballos, no tuve que hacer nada. Era un tipo joven, su primera vez en Latinoamérica, y no es que fuera desconfiado, pero necesitaba que alguien le hablara en su lengua. Lo importante fue Rebeca, una muchachita de diecisiete años, pelirroja como un fósforo, y lo mismo de flaca. Para mí, en ese momento, era como un ángel, y además un ángel burlón y descarado. Se dedicó todo el almuerzo a hablarme de sus antepasados vikingos como si yo fuera un niño de cinco años, y a tocarme con la rodilla por debajo de la mesa. Qué digo tocarme, se estaba frotando contra mí, era como una gata en celo.» Enrique —el Don Juan de Duitama— hablaba como si ahora lo sorprendiera su atractivo de antes, y yo preferí no contarle las referencias que tenía por parte de Sara Guterman. «Le pregunté al ángel si me podía conseguir trabajo, y cuando volví a Bogotá fue para empacar mis cosas.» No estaba bien casarse con la hija del empleador, dijo Enrique, pero eso fue lo que ocurrió un año después. «Noviembre de 1947. Y aquí estamos, como si nos acabaran de presentar. Es grotesco, la verdad.»
«¿Y en tantos años no tuvieron más hijos?»
«No tuvimos ninguno. Sergio es adoptado.»
«Ah, ya veo.»
«El problema es mío. No me pidas que te explique.»
La vida más convencional posible: eso era lo que parecían sugerir el tono de su voz y sus manos quietas, a pesar de que sostenerle la verga a un caballo importado, o enseñarle a trotar al ritmo de un bambuco, no fueran las formas más corrientes de ganarse la vida. La vida convencional se había desarrollado con todas las convenciones durante este medio siglo; aquí, a ocho horas por tierra del lugar donde mi padre hacía su propia vida, tenía a su propio hijo y soportaba la muerte prematura de su esposa, Enrique Deresser fingía (como fingió mi padre) que había olvidado ciertos hechos del tiempo de la guerra o que esos hechos no habían ocurrido nunca. «Claro que le conté a Rebeca lo de mi papá», me dijo. «Todo estaba fresco en la cabeza de todo el mundo. También en Medellín hubo alemanes, italianos, hasta japoneses que acabaron más o menos jodidos, más o menos tiempo, por ser de donde eran. Hubo un caso famoso, el de un tal Spadafora, un piloto de avión que prestó servicios durante la guerra con el Perú. Cada vez que volaba, el tipo cargaba en el bolsillo una cajita hindú llena de polvito azafrán, herencia de una tía que la había comprado en un bazar, algo así dijeron los periódicos. Como amuleto, ¿entiendes?, los pilotos hacen esas cosas. Pues bueno, alguien vio la cajita y no le pareció posible que ésa no fuera la misma esvástica de Hitler. Y la información llegó a donde tenía que llegar. Spadafora se gastó una fortuna en abogados, y sí, al final consiguió que lo sacaran de la lista negra. Pero había peleado contra el Perú, había peleado con Colombia, no sé si te des cuenta.»
«Más bien sí.»
«El caso es que se lo conté todo a Rebeca, y no la sorprendí para nada. Al contrario, se pasó media vida pidiéndome que remediara lo que pudiera remediarse. Que buscara a mamá, por lo menos. Cosa que nunca hice, por supuesto, y si no lo hizo Rebeca fue por puro respeto. Yo cerré y boté la llave, como dicen. Qué le voy a hacer. Nunca he sido bueno para imponerme a los demás, tal vez sea un defecto, no sé bien.»
«¿Pero usted le habló de mi papá?»
«A ella sí, a Sergio le conté después, cuando salió tu libro sobre Sara. Yo no sé nada de libros, pero me gustó lo que hiciste con Sara. Sentí mucho su muerte. Aunque nunca hubiéramos vuelto a hablar, me dio muy duro. ¿Cómo era de vieja? Una vez, en el hotel de su familia, nos peleamos por algo, un comentario mío, y a ella le salió una cara que yo nunca había visto. Era una mezcla de indignación y cansancio, con un poquito de esa personalidad que huía de los enfrentamientos. Se me ocurrió que así se iba a ver de vieja, y se lo dije. Así la he imaginado estos últimos años, con esa cara. Indignada. Cansada. Pero siempre de acuerdo contigo. Así eran los alemanes de esa época. Bloss nicht auffallen, decían. ¿Entiendes eso?»
«Yo no hablo alemán.»
«Pues tú te lo pierdes. No hacerse notar. No llamar la atención. Ir con la gente. Todo eso está en esa frase, era una especie de mandamiento para ellos, papá la repetía todo el tiempo. Yo le salí distinto: yo era respondón y a veces insolente, me gustaba el conflicto, la cosa iba mucho más allá de decir lo que pensaba. Yo lo decía, pero además con un golpe en la mesa o en la nariz del oponente, si era necesario. Sara, en eso, era digna representante de la inmigración. Y luego fue digna representante de la sociedad bogotana. Podría ser un lema bogotano, Bloss nicht auffallen, aunque eso es por delante, por detrás los bogotanos te hacen las peores zancadillas. En fin, me gustaría ver una foto de ella, algo reciente. Me gustaría saber si tuve razón. ¿Tú has visto fotos de cuando era joven?»
«Sí, alguna.»
«¿Y? ¿Se parecía o no? ¿Cambió mucho?»
«La de las fotos era ella misma. Eso es lo que a veces no puede decirse.»
«Exacto. Sí, tal vez tuve razón.»
«¿Cómo se enteró de su muerte?»
«Si me sigues tratando de usted no te cuento nada más. Me avisaron los Ungar. Desde que abrieron la Central les he pedido unos cuatro o cinco libros al año, libros en alemán, siempre sobre caballos, para no perder el idioma. Es lo único que leo. Ellos me lo dijeron. Me llamaron apenas se supo, esa misma noche. Llegué a pensar en darme el viajecito, en ir al entierro, luego me di cuenta de lo absurdo que hubiera sido.»
«¿Y al entierro de mi papá? ¿A ése no pensaste en ir?»
«Me enteré tarde. Tú piensa que él se mató dos o tres horas después de hablar conmigo, fue lo más absurdo del mundo. Ni siquiera cuando supe, dos días después del entierro, ni siquiera entonces me lo creí por completo. Tenía que ser otra persona, alguien que se llamara igual. Porque ese Gabriel Santoro se había matado el veintitrés, el mismo día que tu papá y yo nos habíamos visto. No, me parecía imposible. Primero pensé que eras tú el muerto. Qué pena que te diga una cosa tan fea, hasta de mal agüero debe ser, pero así fue. Luego pensé que había más de dos personas con ese nombre en Colombia. Uno se inventa cosas para no creer, es normal. Yo no quería que él estuviera muerto, por lo menos no después de lo que hablamos, lo que nos dijimos, sobre todo lo que le dije yo a él, o más bien lo que no le dije, sí, más bien eso, lo que me negué a decirle. Y tres horas después, va y se mata. Sergio me dijo: “Así es la vida, papá. Tienes que aceptarlo”. Le pegué una cachetada. Nunca en la vida le había pegado y le pegué cuando me dijo eso.»
«Yo llegué a pensar que nunca había venido.»
«Claro que vino», dijo Enrique. «Y estuvimos sentados aquí mismo. Aquí donde estamos tú y yo. La diferencia es que era domingo y de día. El bochorno era insoportable. Había llovido mucho la noche anterior, de eso me acuerdo bien, y había charcos por aquí, estábamos rodeados de charcos, y hasta la banca estaba un poco húmeda todavía. Pero yo no quise recibirlo en mi casa. Ahora te lo puedo decir. No quise que entrara y pisara mi piso y se sentara en mis sillas, y mucho menos que comiera de mi comida. Bastante primitivo, ¿no? A ti que eres una persona culta eso te debe parecer cosa de gente muy básica. Pues sí, puede ser. Lo que yo sentía, en todo caso, era que dejarlo entrar, mostrarle las fotos de las estanterías, dejarlo coger los libros y hojearlos así no más, mostrarle los cuartos, la cama donde yo dormía y hacía el amor con mi esposa… Todo eso sería como contaminarme, contaminarnos. Yo había conservado la pureza de mi vida y de mi familia durante medio siglo, y no iba a echarlo todo a la mierda ahora, de viejo, sólo porque a Gabriel Santoro le dio por aparecer y arreglar su conciencia antes de morirse. Eso pensaba. Sí, lo primero que se me vino a la cabeza fue: se está muriendo. Tendrá un cáncer, hasta sida tendrá, se está muriendo y quiere dejarlo todo bien ordenadito. Lo menosprecié mucho, Gabriel, y me arrepiento por eso. Menosprecié su esfuerzo. Lo que él hizo, viniendo aquí a hablar conmigo, no es para todo el mundo. Pero nuestra posición en ese momento era muy distinta: él había pensado mucho en mí, o por lo menos eso me decía. Yo, en cambio, lo había borrado de la mente. Supongo que así ocurre siempre, ¿no? Quien ofende recuerda más que quien es ofendido. Y por eso fue casi inevitable menospreciarlo, y casi imposible apreciar el tamaño de lo que estaba haciendo. Además fue agradable menospreciarlo, para qué te lo voy a negar, uno se siente bien, yo me sentí bien. Fue una satisfacción repentina, una especie de regalo sorpresa.
»Como si fuera poco, yo no sabía lo de su operación. Él no me lo contó, no sé por qué, así que me quedé con la idea de la enfermedad. Me pasé toda nuestra conversación mirándolo, tratando de encontrarle ganglios inflamados en el cuello, o el bulto de la colostomía en la camisa, esas cosas que uno se acostumbra a buscar después de cierta edad, cuando cada vez que te encuentras con un amigo puede ser la última vez que lo veas. Lo miraba a los ojos para ver si los tenía amarillos. Él pensaría que le estaba dando toda mi atención. Porque lo miré, lo miré mucho, y lo que más miré, como es obvio, fue la mano derecha. Gabriel me había saludado al llegar, pero no me había dado la mano. Por supuesto, yo sabía muy bien por qué, y en ese momento tuve el tacto suficiente para no mirársela, pero en el fondo, muy en el fondo, me chocó que no me diera la mano, sentí que no me saludaba como es debido. Si me hubiera ofrecido la izquierda… si me hubiera abrazado (no, esto es impensable). Pero nada de eso pasó. No hubo ese contacto al vernos, y eso me hizo falta. Fue como si el encuentro empezara con el pie izquierdo, ¿me entiendes? Es curioso lo que darse la mano tiene de conciliador, aun a pesar nuestro. Es como desarmar una bomba, yo siempre lo he visto así: dar la mano es una ceremonia muy rara, una de esas cosas que ya deberían estar pasadas de moda, como las venias de los hombres, o eso que hacían las mujeres con el vestido y doblando las piernas. Pero no: no ha pasado de moda. Uno sigue yendo a todas partes y apretándoles los dedos a los demás, porque es como decir: no quiero hacerle daño. Usted no quiere hacerme daño. Claro, luego todo el mundo le hace daño a todo el mundo, todos se traicionan todo el tiempo, pero eso es otra cosa. Al principio hay una declaración de intenciones, por lo menos. Eso ayuda. En fin, con Gabriel no fue así. No hubo esa conciliación del principio, la bomba siguió armada.
»Y aquí sentados comenzamos a contarnos las vidas. Le conté todo lo que te acabo de contar a ti. Él me habló de tu mamá, escogió empezar por ahí, no sé por qué. “A ella le confesé todo”, me dijo. “Cuando le pedí que se casara conmigo, le pedí también que me perdonara. Fue una oferta conjunta, que le dicen.” Nunca le habló de mí a nadie, nunca escribió mi nombre en ningún sitio, pero a ella se lo dijo todo apenas pudo. “La confesión es un gran invento”, me dijo tu papá. Medio en serio, medio en chiste. “Los curas se las traen, Enrique, los tipos saben cómo es la vaina.” Uno pensaría que la muerte de quien conoce un mal secreto es una liberación, igual que la muerte de un testigo libera al asesino. Pues la muerte de tu mamá fue todo lo contrario para Gabriel. “Fue como si me hubieran revocado el indulto”, así me lo explicó. En eso Gabriel no había cambiado: todo lo decía con un cierto desapego, un cierto cinismo, igual que de jóvenes. Como si la cosa no fuera con él, como si hablara de alguien más. Con él cada palabra tenía su contenido, pero también era una herramienta para mirar desde arriba, o, si era inevitable quedarse a la misma altura, para conservar la distancia. Tú sabrás mejor que yo a qué me refiero. Cuando le conté que había leído tu libro sobre Sara, me dijo: “Sí, muy bueno, muy original. Pero lo que es original no es bueno, y viceversa”. La misma frase que pusiste en Los informantes, ¿no? Bueno, contigo uno ya sabe: todo lo que uno diga podrá ser utilizado en su contra. Si yo no fuera tan viejo te diría: tendré que ir con cuidado. Pero no. Ya de qué voy a cuidarme. Qué puedo decir a esta edad que sea de importancia. Qué me pueden hacer si lo digo. Uno se vuelve viejo y la impunidad le cae encima, Gabriel, aunque uno no quiera. Ésa fue una de las cosas que le dije a tu papá: “¿Ya para qué? ¿A quién le sirve que vengas y te arrodilles a estas horas de la vida?”. Y era cierto. ¿Acaso le sirvió a mi papá, que lleva cuarenta años en puros huesos? ¿Le sirvió a mi mamá, que se vio obligada a reinventarse la vida a los cuarenta y pico, a tener hijos cuando eso puede matar a una mujer? Reinventarse es doloroso, como una cirugía. A partir de un momento se va el anestésico de la emoción, del reto superado, del orgullo por haberlo superado, y te empieza el dolor más salvaje, te das cuenta de que te amputaron una pierna, o el apéndice, o por lo menos de que te abrieron la piel y la carne, y eso duele aunque no te hayan encontrado el tumor. Yo lo sabía porque yo también había pasado por eso. Por la reconstrucción. Por las angustias de las opciones. Es todo un proceso: puedes escoger cómo quieres ser, qué quieres ser, y también qué quieres haber sido. Eso es lo más tentador: ser otra persona. Yo había escogido ser el mismo pero en otra parte. Cambiar de oficio pero quedarme con mi nombre. “Te sirve a ti”, me dijo Gabriel. “Tiene que servirte saber que he cargado con esto todos estos años, que hubiera podido olvidarlo pero no lo he hecho. Me he acordado, Enrique, me he quedado en el infierno que es acordarse.” Le dije que no fuera mártir. Había una familia entera vuelta mierda por una palabrita suya, así que no viniera a dárselas de tener buena memoria. “Hay algo que me gustaría saber”, me dijo entonces. “¿Estuve de buenas o de malas? ¿Les pagaste para que me mataran, o sólo para que me dieran un susto?”
»En ese momento habíamos salido a caminar hasta la tienda de la esquina. No es que necesitáramos nada, pero hay conversaciones en las que uno se para sin querer y empieza a caminar, porque caminando no hay que mirarse a la cara todo el tiempo, y luego sólo es cuestión de encontrarle un destino a la caminada. Nuestro destino fue la tienda de la esquina. Lo que había más cerca. De aquí hasta allá es poco probable que te atraquen, menos si vas acompañado, todavía menos si es domingo y de día. Y la tienda era neutral, uno de esos sitios de pueblo metidos en la mitad de Medellín, con esas mesas de plástico puestas sobre el andén, con esas medias de aguardiente que los borrachos ponen sobre sus mesas como si las coleccionaran. “Te quería muerto”, le dije a Gabriel, “pero no les pagué para eso. Ni siquiera supe que iba a haber machetes”. No dije nada más y él no preguntó nada más. Nunca en la vida me hubiera imaginado que un día diría una cosa así, tuteando y todo. Entonces me pareció que Gabriel había venido para sacarme todas esas cosas que hasta pecado deben ser. Estaba ahí, sentado frente a mí con una cerveza. Me desagradó, me hizo sentir como amenazado, ¿me entiendes? Había comenzado esa visita, o como sea que se llame un encuentro como ése, pensando: ha venido a buscar algo. Hay que dárselo y que se vaya. Luego, en algún momento de la conversación, pensé: tenemos una historia en común. Cierto que la historia no es pura ni es virginal, es más, nuestra historia es de lo más promiscuo. En la tienda, en cambio, rodeados de diez o quince borrachos iguales, todos de camisa abierta y bigote, todos armados aunque a algunos no se les notara, comencé a pensar: estamos perdiendo el tiempo. Qué imbéciles. Todo esto es pura farsa. Eso es lo que está sucediendo aquí mismo, hoy veintitrés de diciembre, último domingo antes de Navidad: una gran farsa. La farsa de alguien que se arrepiente aunque sabe que no le va a servir. La farsa de los remedios que no existen, ¿ahora sí me explico?, como la morfina que se le da al caballo de la pata rota. Sí, una gran farsa, o ni siquiera eso: una farsa mediocre. Yo le había dicho a Gabriel que lo quería muerto. Me imagino que esas cosas no se dicen sin más. Y Gabriel también lo sabía, supongo yo, él que había dicho cosas fuertes tantas veces, cosas capaces de hundir.
»Compré unos Pielroja y una caja de fósforos. Saqué un cigarrillo y lo prendí antes de salir de la tienda. Para cuando llegamos aquí, a la puerta del conjunto, ya me lo había acabado, los Pielroja duran muy poco. Le ofrecí uno a Gabriel y él me dijo en tono de reproche que los había dejado, y que yo debería dejarlos también. Fue entonces que me habló de su corazón y de su by-pass. “Es la mejor sensación del mundo”, me dijo, “es como tener treinta años otra vez”. Estábamos ahí parados, ¿ves la caseta de latón?, ahí estábamos, yo había sacado otro cigarrillo y estaba en el trance de prenderlo, que no es fácil con los fósforos de ahora. No son de madera, ni siquiera de cartón, sino de algo que parece plástico. Las cabezas se caen, el cuerpo se dobla. “Pero no tenemos treinta años”, le dije. Seguí tratando de prender el cigarrillo ahí, aunque dos fósforos me los apagó el viento y otros dos se me doblaron. “Qué vicio”, dijo Gabriel. “Además de matarte fumando esas vainas, tienes que ser boy scout para encenderlas. Entremos, hombre, que adentro no te va a costar tanto.” Y fue así de simple: la idea de entrar a mi casa con Gabriel, Gabriel y yo juntos, nosotros y la historia promiscua, no me cupo en la cabeza. Hice lo que hice: lo necesario para protegerme y proteger a mi gente. Mi reacción no fue más civilizada que la de un gato que orina para marcar su territorio. No es que me esté disculpando, por supuesto. Que eso quede claro.
»Le dije que mejor nos despidiéramos. Que todo esto era inútil, había sido inútil desde el principio: montarse en su carro para venir desde Bogotá había sido, aunque fuera doloroso decirlo, una decisión equivocada. “Nada de esto tenía que pasar”, le dije. “Es un error que estés aquí. Es un error que hablemos como estamos hablando. Sería un error, no, sería una perversión que entraras a mi casa.” La cara le cambió. Se puso dura, le salieron grietas en los ojos. Me intimidó y me dio lástima, no sé si me explico, Gabriel se había vuelto hostil y vulnerable al mismo tiempo. Pero ya no podía echarme para atrás. “Es en esta vida que pasó todo, Gabriel, y tú quieres fingir que fue en una distinta. Pues no, no es posible. Mira, te voy a decir la verdad: prefiero que lo dejemos de ese tamaño.” Me preguntó qué quería decir con eso. Yo había pasado la puerta y ya estaba de este lado de la reja, al lado de la caseta pero adentro. Estaba en mis predios, por decirlo así. Desde adentro cerré la puerta (miré la ventana de mi apartamento, confirmé que nadie nos estuviera espiando) y se lo expliqué como mejor pude: “Te estoy diciendo que no vuelvas y que no me llames, que no trates de ordenar el mundo, porque en el mundo hay gente a la que no le interesa. Te estoy diciendo que el mundo no gira alrededor de tu culpa. ¿Qué pasa, no puedes dormir bien? Compra somníferos. ¿Te despiertan los fantasmas? Reza un padrenuestro. No, Gabriel, la cosa no es tan fácil, no vas a comprar tu tranquilidad a precios tan baratos, yo no soy una tienda de rebajas. Te lo voy a resumir: no vuelvas, no me llames, y por favor, por favor, por favor, hagamos como si no hubieras venido. Ya es tarde para estos remiendos. Si quieres ponerte a remendar, te va a tocar por tu cuenta”. Pensé ahora va a hablar, y tuve miedo: yo sabía bien de qué era capaz cuando hablaba. Pero no lo hizo, por increíble que parezca. No habló, no se defendió, no intentó convencerme de nada. Por una vez en la vida, se quedó callado. Aceptó que había fracasado. Era como una ley fracasada. Una ley de perdón y olvido, la amnistía que había promulgado como un dictador en retiro. Todo eso se cayó al piso en cuestión de segundos. No te voy a negar que lo aceptó con gracia. Con tu libro entendí muchas cosas, Gabriel, pero hubo una en particular que me chocó primero y luego me ha seguido incomodando. Te voy a decir qué fue lo que entendí: entendí que buscarme, venir a Medellín, venir a verme, tratar de hablar conmigo, todo eso fue para tu papá el gran proyecto de su reconstrucción personal, no sé decirlo de otra manera. Y yo lo eché abajo. Si hubiera leído tu libro antes, si hubiera sabido lo que había detrás de su visita, tal vez no le habría dicho lo que le dije. Pero claro, eso es imposible, ¿no?, es una hipótesis absurda. Eso es un libro y lo otro era la vida. La vida va primero y el libro después. ¿Te parece una idiotez lo que te digo? Así es siempre, sí. Eso no cambia. Luego resulta que en los libros vemos las cosas importantes. Pero cuando las vemos ya es demasiado tarde, ésa es la vaina, Gabriel, perdóname la franqueza, pero ésa es la vaina con los hijueputas libros.»
*
Quedarme a comer fue el movimiento más natural del mundo; también, a esas horas de la noche, fue el menos razonable. Rebeca se había asomado por la ventana de la sala (al llamar a Enrique, con una mezcla de autoridad y blandura, me había incluido sin mencionarme); y enseguida, mientras el viejo me tomaba del brazo para subir, y un soplo de aserrín y sudor animal me frotaba la cara, pensé que aceptar la invitación sería una imprudencia, porque después de la comida se habría hecho demasiado tarde para volver a Bogotá —esto era evidente— pero quizás también para buscar un hotel. Y entonces mi cabeza decidió hacer lo que hacía con tanta frecuencia: fingir que no había oído esas últimas ideas. La curiosidad, y la satisfacción de la curiosidad, no recibían órdenes de ningún tipo de sensatez barata (el peligro de la carretera nocturna, el riesgo de no encontrar habitaciones). Yo quería seguir viendo, seguir oyendo, aun cuando lo que viera y oyera durante la comida fuera el elaborado conjunto de normalidades que había previsto. Pero es que nada era normal en este hombre, pensé, y uno tenía que ser demasiado torpe para no percatarse de ello: esta vida corriente, la felicidad prudente y sosa de su vejez, estaba viciada por dentro —no diré envenenada, aunque eso fue lo que se me ocurrió primero—, y debajo de esa mesa de mantel de encaje, y sobre los platos irrompibles en los cuales la comida parecía un adorno más, se movían los hechos, los hechos antipáticos, los hechos que no cambian aunque cambie todo lo demás. Enrique no era de aquí; había llegado huyendo; por apellido y por naturaleza, aunque no por suelo, Enrique era extranjero. Nada de eso obstaba para que cada uno de sus gestos me hiciera una petición: que fuera amable con ellos, que perdonara la pequeñez de sus vidas, su intrascendencia. Y es por eso que verlo llevarse el tenedor a la boca era fascinante: Enrique levantaba una montaña de carne en polvo, masticaba un pedazo de cebolla, la pasaba con jugo de lulo, le sonreía a Rebeca y le cogía la mano, hacía comentarios banales y ella respondía con otros más banales, y para mí era como si me estuvieran dictando el Apocalipsis. Si parpadeo, me pierdo de un verso; si me paro al baño, se pierde todo un capítulo.
Sergio no se había quedado a comer. El desprecio que me tenía (que le tenía a la figura de mi padre imbricada en mi nombre, en mi libro mentiroso) había sido tan evidente que sus padres ni siquiera insistieron cuando él comenzó a despedirse, sin darse el trabajo de inventar un pretexto, y con dos saltos se echó encima la chaqueta de la sudadera y salió. «La novia es artista, como vos», me dijo Rebeca. «Pinta cuadros. Pinta frutas, paisajes, vos sabés mejor que yo cómo se llaman los cuadros así. Los venden los domingos en Unicentro, Sergio se pone como un palomo de contento.» Mientras Rebeca preparaba un agua aromática para después de comer, Enrique bajó solo a fumarse un cigarrillo, igual que lo había hecho, según supe, cada noche durante los últimos treinta años. «La rutina le puede. Si no hace lo mismo a cada hora, el día se le desbarata. Como a tu papá.» Me miró al decir esto; no me picó el ojo, pero hubiera podido hacerlo. «Fijate, Gabriel, eso era lo impresionante de tenerlo al lado por las noches leyendo tu libro. De pronto cerraba el libro y me decía: Se parece a mí, Rebeca, Gabriel se parece a mí, qué tan charro. O a veces me decía todo lo contrario: Es que miralo, sigue siendo un malparido, miralo como se porta.»
«No lo conociste, ¿verdad?»
Ya sabía la respuesta, pero quería que ella la confirmara.
«No, ése no quiso que lo conociera», me dijo, frunciendo los labios, besando el aire para señalar a su marido. «Me escondió como si estuviera con varicela, ¿me entendés? La entecada de la casa. Mirá», siguió después de una pausa, «no cargués vos con las cosas que hizo él, no es justo. Vos olvidate, viví tu vida». Se limpió los dedos en el delantal y me dio una cachetada cariñosa. Era la primera vez que me tocaba con la mano (ese momento siempre es memorable). «¿No te importa que me meta?»
«Claro que no.»
«Mejor, porque yo soy así, así me quedé.»
Para cuando Enrique volvió a subir, yo había terminado ya mi aromática y Rebeca me había puesto las Páginas Amarillas (un ladrillo de papel periódico y tapas de cartulina, el lomo arañado, los ángulos doblados por el uso) encima de las piernas. «¿Qué pasa?», preguntó Enrique al entrar. «Que quiere buscar un hotel», dijo Rebeca. «Ah», dijo él, como si nunca se le hubiera pasado por la mente la posibilidad de mi partida. «Un hotel, claro.» Llamé al Intercontinental, aunque fuera un poco caro, porque así era mayor la probabilidad de encontrar una habitación disponible a esa hora. Hice la reserva, di el número de la tarjeta, y al colgar les pregunté a mis anfitriones cómo llegar desde donde estábamos. «Te voy a hacer un mapita», dijo Rebeca, «hay que atravesar la ciudad»; y se puso a la obra, mordiéndose la lengua mientras dibujaba calles y números y flechas sobre un folio de papel cuadriculado, volcando el peso de su cuerpo sobre la punta de un marcador. Enrique me dijo: «Ven, te quiero mostrar algo mientras ella termina. Es que la pobre es demoradísima para estas cosas».
Me llevó a su cuarto. Era un espacio estrecho, tanto que sólo había una mesa de noche; del otro lado de la cama, la mesa compañera no hubiera cabido (o hubiera bloqueado la puerta del clóset, una tabla de tríplex sin tratar, tan llana y desnuda que hacía pensar en naufragios de caricatura). En una esquina, sobre una especie de carrito de bebidas que permitía acercarlo o alejarlo de la cama, acomodarlo a las miopías o los caprichos de la edad, estaba el televisor apagado, un aparato viejo cuyo empaque imitaba las vetas de la madera, y sobre el televisor había un calendario de escritorio con ilustraciones de caballos de paso fino. Supe que la mesa era dominio de Rebeca, a pesar de que en la foto debajo de la lámpara no apareciera su marido, como indicaba la teoría de las mesas matrimoniales, sino ella misma, algo más joven pero ya sin rastro alguno del color rojo de su pelo: la foto tendría unos diez o quince años, y había sido tomada junto a una piscina pequeña que no parecía demasiado limpia. «Es en Santa Fe de Antioquia», me dijo Enrique, al tiempo que sacaba del cajón lo que al principio pareció un álbum y resultó ser un archivador. «Vamos todos los diciembres, unos amigos nos alquilan su casa.» Abrió los anillos del archivador y sacó una de las páginas, que no eran páginas, sino bolsitas de plástico en las cuales estaban las páginas (o las fotografías, o los recortes) protegidas del sudor de las manos y la humedad del ambiente. «Tú ya conoces esto, aunque no sepas que lo conoces», me dijo Enrique. Lo que había dentro de la bolsa era una carta escrita a máquina, de aspecto formal y sin ninguna corrección; para distinguir las letras, tuve que presionar con la yema del dedo índice la superficie del plástico, y me sentí como un niño que aprende el hábito difícil de seguir un renglón, interpretarlo, encadenarlo con el siguiente.
Bogotá, enero 6 de 1944
Honorables senadores
Pedro J. Navarro, Leonardo Lozano Pardo y José de la Vega:
Mi nombre es Margarita Lloreda de Deresser, nací en Cali-Valle en una familia de tradición liberal. Mi padre era Julio Alberto Lloreda Duque (q.e.p.d.) ingeniero de profesión y asesor de obras públicas del gobierno del doctor Olaya Herrera (q.e.p.d.).
La razón de la presente carta no es otra que la de solicitar a ustedes su intercesión a favor mío y de mi familia en virtud de la situación que enseguida paso a relatar:
Casé en el año de 1919 con el ciudadano alemán Konrad Deresser matrimonio que se ha mantenido sólido bajo los ojos de Dios desde entonces y del cual hay un hijo, Enrique, muchacho de comportamiento ejemplar quien hoy cuenta veintitrés años de edad.
En razón de su nacionalidad mi esposo ha visto su nombre incluido en la «lista negra» del gobierno de los Estados Unidos de América, la cual tiene como sin duda no lo ignoran Ustedes nefastas consecuencias para cualquier individuo o empresa y nuestro caso no ha sido distinto. Pues en espacio de pocas semanas la injusta inclusión en la «lista» nos ha llevado a un estado de crisis que parece no tener salida y sin duda en breve nos llevará a la quiebra.
Sin embargo mi marido nunca ha tenido, tiene ni tendrá simpatías hacia el gobierno en el poder actualmente en Alemania por lo cual su inclusión en la lista es injusta e injustificada y no ha obedecido más que a rumores sin ningún fundamento.
Mi marido es propietario de una pequeña empresa de carácter familiar, Cristales Deresser, dedicada a la
«¿Aquí se acaba?», dije. «¿No tienes el resto?»
Enrique sacó otra de las páginas plastificadas.
«No te pongas nervioso», me dijo con sarcasmo. «El mundo no se va a acabar en este ratico.»
manufactura y comercialización de vidrios y cristales de todos los tipos. Cuyo capital no alcanza la suma de ocho mil pesos y que no tiene en su nómina más que a tres empleados fijos todos ellos colombianos.
Mi marido además es parte de la amplísima comunidad alemana que llegó a Colombia a principios de nuestro siglo y ha sido desde entonces fiel cumplidor de las leyes de nuestra patria. Se ha distinguido entre los bogotanos por la severidad y rectitud de su moral y costumbres, como suele ocurrir con los miembros de esta raza de altas cualidades. Y a pesar de haberse sentido siempre orgulloso de sus orígenes mi marido nunca ha impedido que yo eduque a mi hijo en los valores religiosos y civiles de nuestra patria Colombia, en la Iglesia Católica y en nuestra Democracia tan preciada y que hoy en día se ve amenazada por los hechos que son del dominio público. Lo cual mi marido lamenta tanto como todos los demás ciudadanos colombianos de los cuales se siente parte.
Con todo el respeto solicito a ustedes no sólo en mi nombre sino en el de las demás familias alemanas que se encuentran en análoga situación, que intercedan ante el Gobierno para que nuestros nombres, sean retirados de la mencionada lista y nuestros derechos civiles y económicos nos sean restituidos. Tanto mi marido como muchos otros ciudadanos alemanes sufren las consecuencias del lugar donde nacieron por virtud de la Providencia pero no de sus hechos ni sus acciones. Hechos y acciones que no han sido sino acorde con las leyes y las costumbres de esta Patria que los ha acogido tan generosamente.
Agradezco de antemano la atención que puedan Ustedes prestar a la presente. Y en espera de las manifestaciones de su buena voluntad, se despide,
Atentamente,
Margarita Lloreda de Deresser
«¿Cómo la conseguiste?»
«Pidiéndola», dijo Enrique, «así de simple. Sí, a mí también me pareció raro. Pero luego pensé: ¿qué tiene de raro? Estos papeles no le interesan a nadie. Como esta carta hay cientos, miles, no es que sean irreemplazables. Hace unos años hubo un incendio, muchos se quemaron. ¿Tú crees que a alguien le importó? Papel basura, eso es lo que eran estos archivos. El funcionario que me la dio me confesó la verdad. Esos papeles los cortaban en tiras y los ponían junto al mesón de trámites, para que la gente que iba a poner la huella tuviera con qué limpiarse los dedos».
«Y fuiste a Bogotá, la pediste, te la dieron.»
«Te sorprende, ¿no? ¿Qué creías, que Sara Guterman era la única maniática? No, Sara es una aficionada a mi lado. Yo sí me he tomado este asunto en serio. No soy un diletante. Si hubiera un gremio de documentalistas, yo sería el presidente, no te quepa la menor duda.»
«Ah, estás con eso», dijo Rebeca al entrar. Llevaba en la mano las señas, las carreras y las calles que me llevarían al hotel al cual yo, por supuesto, ya no quería llegar. «Pobrecito, no tiene a quién mostrarle sus juguetes.»
«Tengo», dijo Enrique, «pero no quiero. Esto no es para cualquier pelagatos».
«No me los puedo llevar, me imagino», dije. «Ni aunque los traiga mañana por la mañana.»
«Te imaginas bien. Estos papeles no salen de esta casa mientras yo esté vivo.»
Dije que entendía (y no estaba mintiendo). Pero aquélla era la carta de la cual me había hablado Sara Guterman. Y Enrique la tenía. Me la había mostrado. Yo la había visto. En medio de aquella arqueología familiar, me pareció formidable el acuerdo tácito al que habían llegado Enrique y su esposa: ambos hablaban de esa carta con ligereza, como si así neutralizaran la gravedad de lo que contenía. Yo, por lo pronto, no podía entrar en el juego. Las radiaciones del papel, de la firma de Margarita Deresser, de la fecha misma, me lo impedían.
«Si me perdieras uno de estos papeles, si me lo dañaras, no tendría más remedio que matarte», dijo Enrique. «Como los espías de las películas. Y no quiero matarte, hombre, me caes bien.»
«Yo tampoco quiero», dije, devolviéndole el segundo folio de la carta. Me paré, me acerqué a Rebeca para darle un beso de despedida. «Bueno, gracias por todo», iba diciendo.
«Pero si quieres», me interrumpió Enrique, «puedes quedarte a dormir».
«No, no. Ya hice la reserva.»
«Pues la cancelas.»
«No quisiera molestarlos.»
«La molestia sería tuya», dijo Rebeca. «El sofá es durísimo.»
«Hay otra cosa», dijo Enrique. «Hay algo que me gustaría hacer contigo. No he sido capaz de hacerlo solo, y quién mejor que tú para acompañarme.»
Y me habló de la cantidad de veces que había manejado por la carretera a Las Palmas, pensando todo el tiempo en ver el sitio del accidente, pensando en dejar el carro al borde de la calzada y bajar caminando como un turista por la ladera de la montaña, si es que eso era posible. No, nunca había sido capaz: cada vez había seguido derecho, y un par de veces llegó al extremo —ridículo, sí, él lo sabía— de subirle el volumen al radio del carro para no escuchar la urgencia de sus propios pensamientos metiches.
«Lo que te propongo es que vayamos mañana», me dijo. «Te queda de camino a Bogotá, vas a tener que pasar por ese lugar de todas formas.»
«No sé si quiero hacerlo.»
«Salimos temprano y no nos demoramos, te lo prometo, o nos demoramos lo que tú quieras.»
«No sé si quiero pasar por eso, Enrique.»
«Y luego te vas a tu casa. Ir y mirar, no es más. A ver si salgo de esto de una vez por todas.»
«A ver si sales de qué», pregunté.
«De qué iba a ser, Gabriel. De la duda, hombre, de esta duda de mierda.»
Desde que Enrique y Rebeca me dieron las buenas noches, desde que se retiraron a su cuarto, a menos de cuatro metros del sofá donde yo pasaría la noche, y cerraron la puerta, supe que esa noche no podría dormir. Con el tiempo me he entrenado para reconocer las noches de insomnio mucho antes de esforzarme por conciliar el sueño, y así he dejado de perder el tiempo que se pierde en ellas. Apagué la luz de la sala pero no la de la lámpara de pie, y en la media penumbra, sentado sobre el cojín que Rebeca había envuelto en una funda para que me sirviera de almohada, me quedé un buen rato pensando en mi padre, en el perdón que le había sido negado, en el trayecto que había comenzado a hacer después de la negativa y nunca había llegado a terminar, y no pude no pensar que mi presencia esa noche en casa de Enrique Deresser era una de las formas que la vida tiene de burlarse de la gente: la misma vida que le había negado a mi padre la única redención posible, y de paso me había negado a mí el derecho a heredar la redención, ahora había dispuesto que yo, el desheredado, fuera huésped por una noche de quien se había negado a redimirnos. La luz de la lámpara llovía en línea recta desde la caperuza, iluminando sólo el espacio circular que tenía debajo, y el resto de la habitación permanecía a oscuras (vagamente se distinguían sus objetos: la mesa del comedor y las sillas en desorden, la cómoda de la entrada, los marcos de las fotos, los cuadros —más bien, los afiches— sobre las paredes que en la oscuridad no eran blancas, sino grises); y sin embargo tuve que pararme y dar una vuelta en el espacio reducido, porque la misma electricidad de los ojos y de los miembros, la misma estática que me iba a mantener despierto, me impedía ahora quedarme quieto.
La ventana se agotó de inmediato: afuera, nada ocurría, ni en las ventanas de otros edificios, todas negras y ciegas, ni en la calle, donde mi carro aún sobrevivía, ni en el patio, donde la cuadrícula de tiza de la golosa reflejaba la luz polvorienta de los faroles. En los retratos de la cómoda, Sergio aparecía tocando la nariz de un pony y haciendo una mueca de asco, Rebeca y Enrique posaban sobre un puente —yo sabía que había un puente famoso cerca de Santa Fe de Antioquia, y asumí que ese puente y el de la foto eran el mismo—, y una mujer más joven que ellos, pero demasiado vieja para ser, por ejemplo, la novia de Sergio, abrazaba a Rebeca en una fiesta y sostenía una copita de aguardiente en la mano libre. Todo esto era difícil de ver en la oscuridad, como difíciles de ver (y, por supuesto, de entender) fueron los títulos alemanes de los diez o doce libros de bolsillo que encontré en el primer cajón de la cómoda, abandonados entre juegos de destornilladores, tarros de bóxer, sobres de azúcar en polvo, dos o tres jeringas con sus tapas, dos o tres hebillas oxidadas. En la cocina abrí y cerré puertas tratando de no hacer ruido; encontré una jarra de vidrio llena de galletas y tomé una, y de la nevera saqué una botella de agua fría, me serví un vaso (tuve que pasar por conservas y cajas de té antes de encontrarlo). Sobre la puerta había un imán en forma de herradura y otro con el escudo del Atlético Nacional. No había nada más: ni nombres, ni listas, ni recados. Con mi vaso de agua fría en la mano regresé a la esquina iluminada del sofá. Serían casi las doce. Puse el álbum de Enrique sobre el cojín, para que le diera la luz de lado y el reflejo del plástico no borrara las letras, y me encontré una vez más, como tantas veces en mi vida, metido en el examen de documentos ajenos, pero no con la imparcialidad de otras ocasiones, sino sobreexcitado y nervioso y al mismo tiempo cansado como el día que le sigue a una borrachera intensa. «Mañana me lo devuelves», me había dicho Enrique, «pero esta noche míralo con calma».
«¿Pero no las puedo fotocopiar?», le había dicho yo, porque la carta de Margarita, por sí sola, me había estimulado como si me hubiera topado en una subasta con la toga de Demóstenes. «¿No puedo levantarme temprano, buscar una droguería y fotocopiarlas?»
«Esas cartas son mías y de mi familia», me dijo Enrique. Por primera vez, su tono tuvo algo de reproche. «A nadie más tienen por qué interesarle.»
«A mí me interesan. Yo las quiero tener.»
«No me has entendido», me cortó él. «No son para que las tengas tú.» Y al cabo de un silencio incómodo siguió hablando, como si pidiera disculpas por proteger su territorio: «Es que no quiero que acaben en un libro», me dijo. «Será por pudor, o por privacidad, llámalo como quieras. Yo les tengo mucho cariño a estas cartas, y parte del cariño es saber que nadie más las tiene, que son mías, que nadie más las conoce. Si fueran públicas, algo se perdería, Gabriel, algo muy grande se perdería para mí, no sé si me explico.»
Le dije que sí. Se explicaba, sí señor, se explicaba perfectamente. Y tan pronto como abrí el álbum y pasé tres o cuatro páginas entendí sus afanes, el miedo a los daños que esa colección podría sufrir en manos descuidadas. En los sobres plásticos, enseguida de aquella en que Margarita le había suplicado ayuda a los senadores, estaban varias de las cartas, unas ocho o diez, que el viejo Konrad le había mandado a su familia —primero a su esposa, luego a su hijo— desde el campo de concentración del Hotel Sabaneta. No era más, pero era todo. «No son para que las tengas tú», me había dicho Enrique: ésa había sido su forma sutil de decir tienes prohibido apropiarte de ellas; tú, que robas todo, no me robes esto. Él era mi anfitrión; yo era su huésped. Al dármelas, al permitirme el acceso a ellas aunque fuera por una noche, había confiado en mí. Pero las cosas no salieron como ambos lo hubiéramos preferido: tan pronto como leí la primera carta supe que acabaría por traicionar esa confianza, y al llegar a la mitad de la segunda me puse en la tarea de traicionarla.
Sergio podía llegar en cualquier momento. Me volví a poner los zapatos, busqué mi chaqueta en la silla de la entrada, y con chaqueta y zapatos me acerqué al cuarto donde dormían los esposos Deresser. Aguanté la respiración, para oír mejor, y al cabo de diez o veinte segundos distinguí sus respiraciones dormidas; pensé que podía tratarse de una solamente, que uno de ellos podía estar pasando (como yo) una mala noche; pero no había manera de confirmarlo, y lo que no es posible confirmar no debería nunca ser considerado. Traté de ajustar la puerta de forma que se viera cerrada desde afuera. Cuando me pareció que lo había logrado, bajé las escaleras a oscuras, y caminando entre la puerta del edificio y la de mi carro, pisé por accidente la golosa de tiza. No supe si la había estropeado, pero no me paré a confirmarlo. Entré a mi carro no por la puerta del chofer, sino por la del copiloto, saqué de la guantera mi cuaderno de notas, de mi chaqueta el bolígrafo, prendí la lucecita del techo y me puse a trabajar. Encontré que las cartas estaban organizadas de atrás para adelante: las más recientes primero, las más antiguas después. Sólo cuando llegué a las últimas del archivo comprendí el efecto particular que causaba esa lectura, esa cronología enrevesada.
Las siguientes son las cartas que transcribí.
Fusa, 6 de agosto de 1944
Muchacho,
Hoy se han ido del hotel los tres que deportaron. Heinrich Stock, Heider y Max Focke. Stock era propagandista de los duros eso lo decía todo el mundo.
El domingo pasado sus familias vinieron como siempre y todo pasó como siempre y el martes llegó la orden y hoy se los llevaron. Van a viajar a Buenaventura y de ahí coger el barco y a USA. Dicen que de USA van a Alemania unos y otros se quedan en otros campos.
Lo único que yo no quiero es volver a Alemania. La guerra ya está perdida.
Señores de la censura esto no es una clave.
Parece que van a traer bolos. Pero todos los días se dice algo distinto.
Dijeron que iban a dar más de las 4 cervezas diarias.
Aquí la gente tiene una razón para salir. Yo a qué salgo.
Tu papá
Fusagasugá, 25 de junio de 1944
Muchacho querido,
Ahora son las 5 de la tarde y estamos todos en el comedor escribiendo nuestras cartas. Los domingos son los días más terribles para mí. La misa no me ayuda nada al contrario me pone a pensar en que Dios está lejos de mí. Me siento confundido. Cuál es mi religión y cuál es mi país. Ésas son las dos cosas a las que uno puede pedir y yo no tengo claro a quién pedirle nada. Esto es lo que se llama ABANDONO total.
Todo el día hablo mi lengua con gente de mi tierra pero estamos en otra tierra. Perdón si te parece una bobada esto. Los domingos generalmente escribo bobadas. Los días de entresemana estamos en los cafetales y arreglamos los jardines pero en domingo no. Los trabajos de agricultura nos distraen pero el domingo hay demasiado tiempo libre. Hoy me senté en la terraza a ver llegar carros de Bogotá con familias. Mujeres y niños que vienen a ver a los hombres. Todos sentados junto a la piscina en familia. La nuestra habrá fracasado para siempre? No quiero ni pensarlo. Quién soy yo aquí sin ustedes. Nadie. Para entretenerme, me puse a pensar a cuántas de esas personas les he vendido vidrios. 23. Kraus todavía me debe, increíble.
He perdido el sueño. No quiero quejarme demasiado pero es así. Mañana la diana la van a tocar a las 6 y yo desde ya sé que para ese momento voy a llevar dos horas despierto. Duermo cuatro horas en el mejor de los casos. Desde las 9 y media no se puede hacer ruido y esas horas en silencio y a oscuras son las peores. Cuéntame cómo están las cosas en la casa. Dime si has tenido noticias de tu madre no me mientas en esto. No me abandones tú también por favor. Tu papá,
Konrad
Fusagasugá, 26 de mayo de 1944
Muchacho querido,
Tu mamá volverá tarde o temprano. He tardado un poco en escribirte porque no te quería decir mentiras. Uno es demasiado optimista en momentos de emoción y a mí tu carta me movió el piso no te lo voy a negar. Podría estar destrozado pero no lo estoy. Sabes por qué? Porque después cuando me tranquilicé estuve pensando qué era de verdad lo más probable y llegué a esta conclusión. Tu mamá va a volver porque somos su familia. No me cabe la menor duda y yo no me equivoco cuando se trata de juzgar a alguien. Ten paciencia que todo llegará a su debido tiempo con la ayuda de Dios.
Me dices que ella pasó días terribles. Yo también he pasado días terribles porque no es fácil estar separados. Por supuesto que lo que hizo es un acto de egoísmo y eso es raro en ella una persona siempre tan generosa. Por eso estoy seguro que va a recapacitar. No hay nada que el tiempo no arregle y un día volveremos a estar los tres juntos. Te doy mi palabra.
Tu papá que te quiere,
Konrad
Hotel Sabaneta, 21 de abril de 1944
Mi querida y adorada Marguerite,
Me gustaría que te vinieras a vivir a Fusa. Aquí en el hotel hay gente que tiene sus familias en Fusa y las pueden ir a ver todos los días y hasta quedarse a dormir con ellas. De ida los escolta un policía y de venida también. Pero duermen con sus esposas y pueden ver a sus hijos. Las casas en Fusa están carísimas porque ahora todos quieren una casa en Fusa y aquí hay gente de mucha plata. Pero si nos esforzamos podemos buscar un sitiecito barato para que vivas. Enrique puede quedarse en Bogotá. Lo bueno que sería poder volver a dormir junto a ti. Yo sé que no tenemos plata pero algo se podrá hacer porque como dicen la esperanza es lo último que se pierde.
Aquí se vive sin problemas graves de manera que por mí no te preocupes. No hay mucho que hacer porque está prohibido tener radio. No nos dejan ni oír música y a mí con oír música se me arreglaría un poco la cosa porque podría distraerme. A uno de los empleados del hotel le caigo bien es el que me ha ayudado a escribir mis cartas. A ver si le puedo pedir un radio o que me deje entrar a su cuarto y oír música un rato.
Te quiero siempre. Tuyo,
Konrad
Hotel Sabaneta, Fusagasugá, 9 de abril de 1944
Mi adorada Marguerite,
Nunca te gusta que te escriba en alemán y ahora estás de suerte porque en este lugar el alemán es prohibido para la correspondencia. Todas las cartas tienen que ser en español y tienen que pasar la censura más horrible. Las entregamos abiertas y un encargado las lee y pide explicaciones. Estarán buscando espías. Pero claro aquí espías somos todos, simplemente por tener apellidos que ellos no pueden pronunciar. Nos hicieron exámenes médicos como si tuviéramos enfermedades contagiosas. Ser alemán es una enfermedad contagiosa. Hablar se puede todavía por lo menos eso no han prohibido.
Hubo misa católica la semana pasada pero hasta ahora me entero. La dio el padre Baumann. Si hay misas aquí tal vez no vaya a ser tan grave todo y de todas formas Dios es uno solo. El padre Baumann me recuerda mucho a Gabriel. Le dije a Gabriel que si quería podía venir a practicar aquí en lugar de ir siempre a donde los Guterman. Me sacaría del tedio. Y podría oír al padre Baumann porque Gabriel es católico. Recuérdaselo por favor. Pero no le insistas si no quiere.
Bueno espero que no dejes de buscar ayuda. Alguien tiene que entender que todo esto es un error y que yo no he hecho nada malo. Así me paga este país por amarlo como lo he amado. Colombia es el país más desagradecido que Dios ha puesto sobre la faz de la tierra. Y yo no soy el único que lo dice. En las comidas el tema es ese. Lo que pasa es que aquí hay lobos con piel de oveja y ese es el problema de los que hemos caído aquí. Que los demás sepan que yo no soy como ellos. Mi amor lo importante es que tú me creas. El resto me importa muy poco. Lo que piense Enrique me importa muy poco si tú me crees.
Te escribiré tanto como me lo permitan aquí y ojalá no te aburra. Tuyo,
Konrad
Cuando la última carta del archivo, la primera que escribió Konrad Deresser desde el Hotel Sabaneta, quedó transcrita en mi cuaderno, me tomé un par de minutos para reponerme del golpe de la cotidianidad: las cartas habían sido el mejor testimonio de esos días ordinarios, insoportablemente ordinarios, que un ciudadano ordinario había pasado en un tiempo y un lugar extraordinarios; las cartas habían sido, por eso mismo, el mejor testimonio del error cometido por mi padre. Sólo eso me hubiera obligado a robarlas; como si fuera poco, estaba además ese párrafo de en medio, soltado allí, entre dos patéticos llamados cuyo destino era una Margarita que quizás ya, para ese momento, había dejado de estar con su marido: ese párrafo neutral como la malla de una cancha de tenis, que mencionaba el nombre de mi padre (lo cual era suficiente para volverlo único y valioso) y que a mí me parecía contener imágenes imposibles. Practicar era en ese párrafo un verbo largo y maleable, una palabra hecha de caucho quemado. Me quedé un rato pensando en Los maestros cantores de Nuremberg, y uní la anécdota de la Radiodifusora con la carátula perdida que había encontrado en el apartamento de mi padre. De repente mi padre tenía un violín pegado al cuello, y practicaba; o más bien recibía del viejo Konrad lecciones o trucos de tenor para manejar de mejor manera el diafragma, porque el viejo Konrad sabía de estas cosas. Imaginé a mi padre montándose en buses o carros ajenos con el estuche de su violín colgado del hombro, y traté de especular sobre el momento en que decidió abandonar el instrumento. Todo eso llegué a pensar antes de intuir que el párrafo no se refería al aprendizaje de instrumentos ni de respiraciones, sino al de la lengua alemana.
¿Era eso posible? ¿Mi padre aprendiendo alemán desde tan joven? Mi cabeza empezó a buscar indicios en la vida del Gabriel Santoro que me había tocado conocer, pero era ya tarde, y ese trabajo de investigación en los archivos mentales es agotador y no siempre es muy confiable. Mejor sería recurrir a mi informante del momento, Enrique Deresser, aunque para eso tuviera que esperar hasta el día siguiente.
Devolví mi cuaderno a la guantera. Antes de salir del carro, me fijé en las esquinas cómplices de la calle, comprobé que Sergio no estuviera a la vista. Volví al edificio caminando como si alguien me persiguiera, y hacia las cinco, aun vestido, logré dormir un par de horas sin recordar, eso sí, lo que había soñado. Pero tal vez soñé con mi padre hablando en alemán.
Me despertó el gorgoteo de una cafetera. No debí de abrir los ojos de inmediato, porque después, cuando por fin lo logré, Enrique Deresser estaba parado frente a mí, pidiendo que lo sacara a pasear como un perro con el lazo en la boca; pero él no llevaba un lazo en la boca, sino una taza de café en la mano, y no quería salir a pasear, sino ir al lugar donde, según los informes del DATT, había muerto por accidente un amigo de juventud. Su colección de cartas ya no estaba junto al sofá, donde la había dejado yo la noche anterior. Ya estaba guardada, ya estaba a buen recaudo, ya había sido puesta a salvo de los ladrones. Enrique me entregó la taza caliente.
«Bueno, te espero abajo», me dijo. «Voy por unos buñuelos, si quieres compro para ti también.»
«¿Buñuelos?»
«Para comer por el camino. Para no perder tiempo desayunando.»
Y así ocurrió, por supuesto: Enrique no estaba dispuesto a aplazar el asunto ni un segundo más de lo necesario. Con el timón en la mano izquierda y sosteniendo una bola de masa caliente entre dos dedos de la derecha, seguí sus indicaciones y me encontré, después de subir por calles empinadas y urbanas de pavimento desigual (cuadrículas de concreto limitadas por líneas de brea), saliendo de la ciudad y subiendo montañas. Las rodillas del copiloto golpeaban la guantera: no me había dado cuenta de que Enrique fuera tan alto, o sus piernas tan largas, hasta ese momento, pero no le dije nada por miedo a provocar una conversación que de alguna forma imprevista lo llevara a abrir la guantera y encontrar mi cuaderno de notas y hojearlo por curiosidad y toparse con las palabras que yo le había robado a él y a su familia. Pero eso no parecía probable: Enrique iba concentrado en otras cosas, su mirada fija en los camiones que pasábamos y en las curvas de la carretera, esa cinta de cemento oscuro tan sinuosa que se volvía impredecible pocos metros por delante del carro y que en los retrovisores se perdía de vista. En un momento, el dedo índice de Enrique se levantó y dio un golpecito sobre el panorámico.
«Las cajas de saltinas», dijo.
«¿Qué tienen?»
«Las mencionas en el libro.»
Y luego volvió a quedarse callado, como si no comprendiera lo que para mí era evidente: había comenzado a interpretar una buena parte de su mundo a través de algo leído. Bostezó, una y dos veces, para liberar la presión de los oídos. Hice lo mismo y confirmé que la altura me los había tapado un poco. Eso puede ocurrir sin que uno se dé cuenta, porque la subida no es tan drástica, y el proceso es bastante parecido, piensa uno, al que sufre un viejo que se está quedando sordo. Subir a Bogotá es la sordera repentina, la que provoca una enfermedad infantil; aquella subida, la de Las Palmas, era la sordera progresiva y natural de los años de la vejez. En eso estaba pensando cuando Enrique volvió a golpear el panorámico y me dijo que me orillara, que ya habíamos llegado. El carro desaceleró y las llantas patinaron sobre la tierra suelta de la berma, y empezó a sonar el tintineo incómodo de las luces de parqueo. A mi izquierda quedó la carretera, que siempre parece más peligrosa cuando uno está quieto, y a mi derecha flotaba la mancha verde de unos arbustos, tan ralos que entre las hojas se alcanzaba a ver el aire del valle y la caída violenta de la ladera. Y fue entonces, tal vez por la sensación de despedida que provoca estar con alguien en un carro apagado, tal vez por la forma un poco estrafalaria en que nos hermanaba el paisaje de los alrededores —nos volvía confidentes o cómplices—, que le pregunté a Enrique lo que había querido preguntarle desde la noche anterior. «Claro que hablaba alemán», siguió diciendo, «lo hablaba como un nativo. Lo aprendió en el Nueva Europa, ésa fue su escuela. Peter, Sara, ésos fueron los profesores. El acento lo cogió ahí mismo, la gente con buen oído no tiene problemas, y Gabriel tenía mejor oído que Mozart. En tu libro hay cosas importantes y cosas sin importancia. Entre las cosas sin importancia, lo que más me sorprendió fue que Gabriel hubiera olvidado el alemán. Había querido olvidarlo. Hasta ese día cuando se puso a cantar Veronika, ¿no? Esa canción le gustaba mucho a Sara, de eso me acuerdo perfectamente. Y Gabriel fingiendo que se había puesto a estudiar de viejo, que sólo llevaba unos meses con su nueva lengua, todo eso que pones en el libro, yo lo leía y no podía creerlo. El hombre que recitaba discursos del Reichstag fingiendo que no sabía alemán, no me digas que no es muy irónico».
«Háblame de eso. Sara no me dijo gran cosa.»
«Será porque tampoco es gran cosa», dijo Enrique. «Me acuerdo muy bien de una conversación entre ellos, una de las últimas que me tocó ver… Gabriel le pedía a mi papá que le explicara algunas referencias que salían en los discursos, mi papá lo hacía con gusto, como un profesor. Ésa fue la relación de más confianza que llegaron a tener. No era una amistad, no. Gabriel no traicionó una amistad con papá, pero traicionó algo. No sé muy bien cómo se llame, pero de alguna forma habrá que llamarlo, algún nombre habrá que ponerle al sitio donde clavó el cuchillo. Esos discursos, no sé si los conozcas. No, no me atrevo a decir que Gabriel haya aprendido alemán para entenderlos, pero sería muy ingenuo pensar que no hayan sido uno de los beneficios. En cualquier caso, es normal que Sara no lo haya mencionado, me parece. Gabriel nunca cometió el error de llevar esos entusiasmos culpables al Nueva Europa. Era un tipo sensato, después de todo, y tenía la cabeza bien puesta. Podía estudiarlos, pero lo hacía en secreto y con vergüenza. Tal vez le hubiera gustado que mi papá se avergonzara un poco más. A mí también, claro. Cómo lo desprecié. Ah, sí, llegué a despreciar tanto a mi papá. Qué cobardes. Ambos fuimos muy cobardes.» No era difícil imaginar que hubiera estado releyendo las cartas del viejo Konrad en la mañana en que mi padre había venido a visitarlo; imaginé la frescura del resentimiento, la actualización cotidiana del desprecio; imaginé a Enrique repasando de memoria el texto mientras mi padre llevaba a cabo su discursito de contrición. Pero sobre todo imaginé el curso de una vida afecta a la reconstrucción documental de las escenas de otra vida. A eso se había dedicado Enrique: los documentos que había llegado a coleccionar eran su lugar en el mundo. Pensé que por eso me los había lanzado casi en masa, porque pensaba que yo recibiría los mismos sosiegos, y con ello Enrique se convertía en una especie de pequeño mesías, de cristo ad hoc, y los documentos eran su evangelio. «Sí, Gabriel iba al Nueva Europa a practicar su alemán», dijo Enrique, y achicó los ojos. «A veces se me ocurre que haya podido ser ahí. ¿No es horrible? No sólo contemplar esa posibilidad, no me refiero a eso solamente: ¿no es horrible que nunca vayamos a saber dónde pasó? Ese momento lo llevamos encima, Gabriel, y nunca vamos a saber cómo fue. Por más cartas que haya conservado de mi papá. Por más información que haya podido darte Sara Guterman, esa información nos falta. Dime una cosa, ¿te has imaginado la escena?»
«He tratado», le dije. «Pero los espacios de esos años ya casi no existen. Nunca conocí el Nueva Europa, por ejemplo.»
«Yo la he reconstruido como si la hubiera visto. Voy caminando por el corredor de arriba y lo veo abajo, sentado con el tipo de la Embajada o de la Policía, pero sigo derecho a mi cuarto. ¿Cómo me puedo imaginar? Es que ni siquiera me quedo tratando de ver con quién habla Gabriel. Ni siquiera pienso en eso. Lo veo sin pensar. No me hago preguntas: ¿quién será?, ¿estarán practicando alemán? Gabriel se sentaba a hablar con los alemanes, le gustaba intercambiar idiomas. Los alemanes salían con cuatro frases nuevas en español, felices, eso sí. Así que en esa imagen yo hubiera podido preguntarme si estaban intercambiando idiomas. Pero no me pregunto nada. Mis ojos pasan por encima de Gabriel. Entre ellos dos y yo hay una puerta cristalera, un patio entero y una fuente que hace ruido de fuente. De manera que podría decir: trato de oír lo que dicen y no puedo. Pero no es así. En la imagen que me hago, no trato de oír nada. Normal, ¿no? Pasas por un sitio por donde pasas todos los días, ves a tu amigo sentado y haciendo lo que ha hecho desde que lo conoces: hablar. ¿Cómo vas a imaginarte?»
«No puedes», dije.
«Yo sé que tú siempre has querido más detalles», dijo él. «Pues más cerca que esto no podemos estar, te lo digo yo. Eso sí, los detalles cambian. Algunas veces está lloviendo sobre la pileta de la fuente, otras no. Ahí están los pescaditos, ahí están las monedas que la gente echa. Algunas veces veo a Sara ocupada con los clientes de la recepción, y la insulto por no sospechar tampoco. Yo he cargado con esto mucho tiempo ya, mijo. Y creo que tú tienes buena espalda, creo que no te hará daño ayudarme un poco. Al fin y al cabo, eres tú el que ha escrito sobre esto, eres tú el que se ha ocupado, y la tierra es del que la trabaja. Nadie tiene tanta información como tú. Sara fue la última, pero ya ella no puede ayudarme. Usa la información, Gabriel, hazme ese favor. En diez años, si sigo vivo, pásate por aquí, y discutimos nuestros puntos de vista, me dices cómo es tu escena. Me dices si tu papá escoge el sitio o si se adapta a lo que le pidan. Si informa con gusto o si tiene sentimientos encontrados. Si en la entrevista niega el hecho de hablar alemán, o si es precisamente por eso, por hablar alemán, que le dan crédito a lo que dice. ¿Piensa en Sara? ¿Siente que al acusar a mi papá la está defendiendo de algo? Las preguntas no se acaban. Yo tengo mis propias hipótesis. No te las voy a decir, para no influenciarte.» Ahí estaba de nuevo el impulso de ligereza que yo había presenciado la noche anterior, la estrategia que lo transformaba todo en juego para defenderse de lo doloroso de los hechos. Habían sido cincuenta años viviendo con la traición. En estos términos —pensé—, yo era un recién llegado. Se me ocurrió entonces que Enrique Deresser hubiera planeado esta emboscada desde antes, desde mucho antes —desde la publicación de mi libro, por ejemplo. Y todo, la invitación a verlo, la narración de la visita de mi padre, el acceso que me había permitido a sus demasiados documentos, todo era el camino pavimentado que llevaba a este instante: el instante en que se quita de encima la mitad del peso de su vida y lo traspasa a otra persona; el instante de una libertad mínima, conseguida ya de viejo y casi por causalidad. «Pues esto es lo que quería pedirte», dijo. «Que pienses. Yo llevo ya demasiados años, hasta aquí llego, ahora es tu turno. Eso sí, te advierto que no por mucho madrugar vas a ver lo que no está. No por mucho pensar en esa escena amanece más temprano. En fin, tú ya me entiendes. Es imposible completar la escena.» Después de un rato, añadió: «¿Hay algo más que quieras saber?».
Quise decirle: ¿Acaso hay algo que sepa a ciencia cierta? ¿Hay algo en la vida de mi padre que tenga una sola cara? Pero en cambio le dije:
«Por ahora no. Si hay algo más, te aviso después.»
«Bueno. Entonces a lo que vinimos, ¿no te parece?»
«Me parece.»
«Que no se nos vaya la mañana hablando de cosas viejas», dijo. «Seamos realistas, tú y yo estamos solos. Estas historias ya no le importan a nadie.»
Salimos del carro y nos encontramos en el mundo ruidoso y demasiado brillante de afuera, y empezamos a caminar hacia delante, por la berma, bordeando la línea en que la montaña se lanza al vacío y en la cual no hay barreras de contención ni protección artificial de ningún tipo: los hombres dependen de la voluntad de las piedras y de los troncos y de las casas de adobe o de ladrillo hueco para no desbarrancarse. El aire era denso y húmedo y el olor caduco de la vegetación lo llenaba como se llena una palangana. Comencé a sudar: me sudaban las manos y la nuca, la correa del reloj se me pegaba a la muñeca. Habíamos caminado unos treinta o cuarenta metros cuando Enrique se detuvo, con las manos en la cintura y jadeando (las cejas levantadas, las comisuras de los labios abiertas como las branquias de una trucha moribunda), respiró hondo y dijo:
«Aquí es.»
Aquí era. Aquí era el lugar por donde el carro de mi padre se había desbarrancado. Este paisaje era lo último que había visto en su vida, con la probable excepción de unas luces que se le echan encima o la carrocería de una flota que lo saca de la carretera. Mientras yo me acercaba al comienzo de la ladera y me fijaba en los arbustos arrancados de cuajo, en las ramas destrozadas y la tierra revuelta, en la naturaleza que había preferido no regenerarse en todos estos años, Enrique miraba la carretera, que en ese punto serpenteaba menos (o sus curvas eran menos cerradas), y acaso pensaba, como pensaba yo viéndolo, que aquélla era otra de las ilusiones generadas por la quietud: desde los bordes, todo parece más recto y, sobre todo, parece más recto por más tiempo, y uno nunca pensaría que algo pueda ser impredecible para los carros que pasan, ni un peatón descalzo, ni un perro espantado. Si una flota aparecía por esa curva, pensaba yo que pensaba Enrique, el chofer de un carro alcanzaría a verla; si no la veía, por la oscuridad compacta que debía de cubrir en las noches esta carretera, o por una distracción cualquiera (la distracción que viene de una tristeza reciente, una decepción o una mala noticia), lo más probable era que una persona de reflejos normales alcanzara a manipular el timón para esquivarla. Porque el ancho de la carretera, en este punto, parecía permitirlo; porque la velocidad que hubiera alcanzado un carro de subida no era mucha. En este punto, pensaría Enrique, un accidente era más bien improbable.
Sí, eso era lo que pensaba Enrique. No había duda. ¿Quién dice que no es posible leer mentes ajenas?
La tarde anterior, su hijo casi me había agredido por especular acerca de su vida (y hacerlo, para colmo, en medio de esa apología de la traición que era mi libro); pero esta vez, por lo menos, no se trataba de una especulación. Yo podía leer los pensamientos de Enrique, uno por uno, como si los escupiera sobre el asfalto después de pensarlos. Enrique estaba parado de cara a la curva fatal, y yo lo miraba y podía incluso cerrar los ojos y escuchar el curso de sus pensamientos… pero la flota, pensaba Enrique, podría haber surgido de la curva en el instante en que Gabriel se ponía a buscar una emisora en el radio, pero la flota podía llevar las luces apagadas, para ahorrar batería como suelen hacerlo, pero la mano mala de Gabriel podía tener la culpa de que su reacción no hubiera sido eficaz, pero su corazón podía haber fallado por el golpe repentino del susto, y en ese caso Gabriel ya hubiera estado muerto cuando su carro se desbarrancó… pero qué de las intenciones del chofer, qué de la posibilidad de su suicidio, ¿acaso no era posible que fuera el chofer de la flota el desesperado, el desencantado, el muerto en vida?, ¿acaso el chofer de la flota no había cometido errores antes, y no era posible que hubiera tratado de enmendarlos y alguien le hubiera prohibido la enmienda? Esas posibilidades existen, pensaba Enrique Deresser, nadie me las puede robar. Ya para este momento el hijo de Gabriel se ha enterado, ya sabe para qué lo traje, por qué hemos venido a ver el lugar donde Gabriel se tiró al vacío, donde prefirió clausurarlo todo porque todo era una farsa, porque su vida había sido una farsa, eso era lo que sentía. Nada me hubiera costado menos que engañarlo, decirle nada de eso, deja de sentirte importante, deja de creer que la culpa te hace único, que el deseo de enmienda te lo inventaste tú, eso sí que es arrogancia, Gabriel Santoro, eso sí que es farsa barata, no lo otro, lo otro es una vida con tiempo suficiente, y todo el mundo, dado el tiempo suficiente, la va a cagar una y otra vez, errará y remediará y volverá a errar, tú dale tiempo a alguien y lo que verás será eso, una cagada tras otra, una enmienda tras otra, cagada y enmienda, cagada y enmienda, hasta que el tiempo se acabe… porque no aprendemos, pensaba Enrique Deresser, nadie aprende nunca, ésa es la falacia más grande de todas, el tal aprendizaje, con eso sí que nos metieron los dedos a la boca, Gabriel Santoro, y a ti más que a nadie. Creíste que habías aprendido, que te habías equivocado una vez y había sido como si te vacunaras, ¿no es cierto?, pues no, la evidencia apunta a lo contrario, señor abogado, todo señala que no hay vacuna posible, que sigues enfermo y seguirás enfermo toda tu puta vida y toda tu puta muerte, ni siquiera en la muerte te librarás de las cagadas cometidas. Es por eso que no hace falta desbarrancarse a voluntad y llevarse de paso una flota entera con no sé cuántos pasajeros, no corregirás nada haciéndolo y más bien cargarás con tantos errores como muertos haya en el accidente, al muerto del principio sumarás los muertos del final, ¿eso es lo que quieres?, ¿joderle la vida a un poco de gente que va en flota es tu idea de reparación?, porque si así es la cosa no te puedo ayudar, Gabriel Santoro, nada que yo diga será suficiente si tu idea es tan fuerte, si estás tan decidido a la clausura como para clausurar de esta manera, si estás dispuesto a joder a los demás para joderte bien a ti mismo. Eso era lo que pensaba Enrique Deresser mientras miraba la curva que no era tan cerrada de la carretera que no era tan peligrosa, mientras imaginaba la cantidad de cosas que debieron ocurrir al mismo tiempo para que el accidente hubiera sido un accidente en lugar de la clausura voluntaria, sin pompa ni ceremonias, de una vida de farsa, de ese gigantesco nudo ciego que había sido la vida inmerecida de Gabriel Santoro. Eso, en fin, era lo que pensaba, mientras el hijo de Gabriel Santoro, a sus espaldas, parecía esperar una especie de veredicto, porque estaba consciente de que esto era un juicio: era la audiencia definitiva en el juicio final del padre muerto, llevada a cabo sobre la berma de tierra de una carretera de montaña, entre el olor putrefacto de las frutas del trópico y los estertores tuberculosos de los escapes y el aire desplazado por el paso brusco de los carros que bajaban hacia Medellín a velocidades temerarias y los que subían con destinos impredecibles, porque después de esta carretera mil rutas eran posibles y Bogotá era tan sólo una de ellas. Pero era, eso sí, la que habría tomado Gabriel Santoro si su carro no se hubiera desbarrancado, y sería también la que tomaría el hijo de Gabriel Santoro tan pronto como se confirmara que Enrique Deresser no había tenido culpa en los hechos: porque en este juicio también era acusado Enrique Deresser, y su alegato debería probar que la carretera era peligrosa, que la noche había sido oscura, que la curva era cerrada y la visibilidad casi nula, que una mano mutilada no reacciona bien en emergencias, que un corazón recién operado es frágil y no soporta emociones violentas, que un hombre viejo y cansado tiene malos reflejos, y más cuando ha perdido en el mismo día a una mujer amante y a un amigo de juventud que acaso hubieran sido capaces, entre los dos, de devolverlo a la vida.