La vida que he recibido como herencia —esta vida en la que ya no soy el hijo de un orador admirable y un profesor condecorado, ni siquiera del hombre que sufre en silencio y luego revela en público haber sufrido, sino de la criatura más despreciable de todas: alguien capaz de traicionar a un amigo y vender a su familia— comenzó un lunes, un par de semanas después de Año Nuevo, cuando, a eso de las diez de la noche, me preparé una comida de microondas, me senté sobre la cama destendida con las piernas cruzadas, y, justo antes de comenzar un recorrido superficial por el periódico del día que terminaba, recibí la llamada de Sara Guterman. Antes de saludarme siquiera, Sara me dijo: lo están pasando. Eso quería decir: está ocurriendo. Está ocurriendo lo que hemos esperado, estas cosas no suelen hacerse rogar, prende la televisión y siente cómo tu vida cambia, y si tienes una camarita, sácala y fílmate, graba para la posteridad las transformaciones de tu cara.
Yo me había pasado el día, igual que la semana entera, ocupado con la segunda transformación del recuerdo de mi padre. La primera vez, una confesión mentirosa y manipulada había comenzado a trajinar el pasado; ahora, la potencia de los hechos reales (esos falsos muertos, esos cuerpos catalépticos) modificaba la verdad precaria y también la versión que mi padre había formulado (no, impuesto) mediante unas pocas palabras improvisadas en un salón de clase. ¿Pero es que las había improvisado? Ahora me había comenzado a parecer probable que las hubiera planeado con la delicadeza con que planeaba sus discursos, porque había sido eso, un elaborado discurso, lo que mi padre había utilizado para cambiar su memoria de los hechos, y así cambiar o fingir que cambiaba su propio pasado, en el cual, habrá creído, Gabriel Santoro dejaría de ser culpable de la desgracia de un amigo, y quedaría en adelante convertido en víctima, una víctima entre tantas que hubo en esa época en la que hablar importaba y con dos palabras se podía arruinar al otro. Por momentos me conmovía la confianza que mi padre había tenido en sus propias frases, la fe ciega en que bastaba contar una historia trucada —cambiar los personajes de posición, como hace un mago, transformar al traidor en traicionado— para que el trueque se impusiera en el pasado, más o menos como ese personaje de Borges, ese cobarde que a fuerza de creer en su coraje logra que su coraje haya existido. «En la Suma teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido», dice el narrador de ese cuento; pero también dice que modificar el pasado no es modificar un solo hecho, sino anular sus consecuencias, es decir, crear dos historias universales. Nunca he logrado releer ese cuento sin pensar en mi padre y en lo que sentí aquel lunes por la noche: que tal vez mi tarea, en el futuro, sería reconstruir las dos historias, inútilmente confrontarlas. Se me ocurrió en algún momento que muy a mi pesar acabaría dedicándome a eso, a revisar recuerdos tratando de buscar las inconsistencias, las contradicciones, las francas mentiras con las que mi padre protegió —más bien, fingió que no existía— un hecho mínimo, una acción entre miles de su vida más llena de ideas que de acciones.
En el sofá de mi sala estaban ya, alineadas como infantería, las cintas de mis entrevistas con Sara. Después de nuestra conversación del Año Nuevo —que se prolongó hasta las seis y media de la mañana, pues después de las revelaciones que he recordado vinieron mis preguntas, mis protestas y otra vez mis preguntas— las volví a oír, una por una, persiguiendo también en la voz de Sara el encubrimiento o la complicidad o las referencias a otras delaciones, otras inclusiones absurdas en la lista negra, otras catástrofes familiares que hubieran tenido por causa remota aquella inquisición de andar por casa. Y el día del programa, antes de la llamada de Sara, había estado oyendo una de las últimas. En la grabación, yo le preguntaba si habría vuelto a vivir a Alemania de haber tenido la oportunidad, y ella contestaba: «Jamás». Y cuando le pregunté cómo podía estar tan segura, me dijo: «Porque ya lo he hecho, ya sé lo que se siente». En 1968, me contó, había recibido una invitación de la comuna de Emmerich, su pueblo natal, y había viajado con su padre y su hijo mayor —en avión a Frankfurt y en tren a Emmerich— para atender a esas ceremonias de expiación pública con que ciertas zonas de la política alemana intentaban en esa época lo que en vano intentamos todos y en todas las épocas: corregir equivocaciones, paliar el daño infligido. «Era raro estar allá», decía la voz grabada, «pero habíamos llegado de noche, y yo creía que a la mañana siguiente me iba a parecer más raro todo, cuando viera de día las cosas que no había visto en treinta años. Aunque ya no sabía si estarían todavía, porque durante la guerra Emmerich fue de las ciudades más bombardeadas». Herr Strecker, el hombre que los había ayudado a salir en el 38, fue el encargado de darles la bienvenida. Herr Strecker también se había ido de Alemania, contaba Sara, se había ido en el 39, y había vivido en Montevideo unos años y luego en Buenos Aires. «Papá y él se abrazaron y casi no se sueltan», decía Sara, «pero en el avión papá nos había dicho que prohibido llorar en Alemania, así que hice un esfuerzo, no fue tan difícil. Lo de las ceremonias es más o menos lo que ya se sabe. A los visitantes nos asignaron a un joven de allá, uno por cada pareja de exiliados, yo como había ido sin mi esposo era la pareja de papá. Lo más curioso era cómo se les llenaba la boca con la palabra exiliado y todos sus sinónimos, que en eso la lengua alemana es generosa, no nos faltan formas de llamar a los que se van. Se suponía que teníamos que hablar de nuestra experiencia en un colegio o en una universidad, y mi papá decía: “Yo no sé si hay suficientes colegios en Emmerich para que todos sus exiliados hablen”. Y pensar que lo mismo estaba pasando en otras ciudades, en todo el país. No sé, a veces pienso que no sé bien para qué sirvió todo aquello, cuál era el afán de llamar a los de afuera y recordarles de dónde eran. Como si los reclamaran, ¿no? Como una reivindicación absurda, por decirlo así.
»Un amigo de papá había muerto hacía tres años, y nadie nos había avisado, y cuando llegamos nos dieron la participación. La viuda nos preguntaba si valía la pena irse a vivir a Colombia, repetía que tenía toda la intención de irse a otra parte, y me sonreía y le consultaba a papá sobre las opciones. Nos preguntaba qué tal era Colombia. A veces pensaba en Canadá. ¿Qué opinábamos de Canadá? Me dio lástima, porque era evidente que no se quería ir. Todavía no sé por qué trataba de convencer a los demás de que sí. Yo, por mi lado, me encontré con una amiga del colegio. Fue la cosa más rara del mundo. Yo le preguntaba qué es de la vida de fulano y de mengano, y sobre todo le pregunté por Barbara Wolff, que había sido mi mejor amiga en las Hijas de la Sagrada Cruz, sí, qué nombrecito, y qué colegio, además: lo llevaba una comunidad de monjas nobles, yo hasta ese momento no había imaginado siquiera que semejante cosa pudiera existir. Una monja de sangre azul, date cuenta. Pues bien, esta amiga me miraba toda sorprendida, hasta que no soportó más los elogios que yo hacía de mi amistad con Barbara. “Pero si ella te hacía sufrir mucho”, me dijo. Parece que todas se acordaban de cómo me hacía sufrir Barbara, se aprovechaba de mí, hablaba de mí a mis espaldas e inventaba rumores, todas esas cosas de niñas pequeñas. Y no tuve más remedio que creerle, pero me asusté, porque no pude recordar absolutamente nada de lo que me decía. Yo tenía un recuerdo tan bello de Barbara, y en ese momento no supe qué pensar. Estuve un poco triste por eso, no se suponía que ese viaje fuera para recibir malas noticias, imagínate que ahora llegara alguien a decirte que tu papá te maltrataba y tú no te acuerdes, dime si el mundo no empezaría a cambiarte. Lo mío no es tan grave, pero casi, porque de todas formas es como si el mundo de antes de la emigración hubiera dejado de ser confiable. Yo me fijaba mucho en papá, en lo mucho que él necesitaba hacer ese viaje. Una de las razones, la más obvia, era confirmar que había tomado la decisión correcta. Imagínate si treinta años después se percatara de que le hubiera ido mucho mejor quedándose. No, necesitábamos confirmar cómo eran las cosas antes de irnos, confirmar lo mucho que habían sufrido los judíos que se quedaron. Yo no pude con Barbara, porque para ese momento ella estaba viviendo en Inglaterra, parece que era o es bióloga. ¿Qué le habría dicho si hubiera podido llamarla? Vamos, a ver, Barbara, ¿tú te acuerdas de tratarme mal cuando éramos chiquitas? No, ridículo. Pero eso sí, si me daban ganas de llorar, agarraba el carro y me iba a Holanda, atravesaba la frontera, porque tenía muy clara la regla de papá: nada de llorar en Alemania. Y cumplí la regla todo el tiempo, hasta cuando no se me exigía. Ni siquiera lloré cuando visitamos la tumba de Miriam, mi hermana mayor, que murió de meningitis a los siete años, yo apenas si me acordaba de ella. Sea como sea, en esos momentos empecé a pensar que entendía por qué Dios nos había mandado a Duitama. Pensé que nos había hecho trabajar tan duro para que no nos quedáramos en malos recuerdos. Ahora no, ahora eso me parece una gran tontería, no sólo porque papá está muerto también, y su presencia era lo que me permitía de joven esas religiosidades, sino por algo más difícil de explicar. Uno se vuelve viejo y los símbolos pierden valor, las cosas se vuelven únicamente lo que son. Uno se cansa de las representaciones: de que esto represente tal cosa y aquello represente tal otra. La capacidad para interpretar símbolos ya se me ha ido, y con eso se va Dios, es como si se apagara. Uno se cansa de buscarlo detrás de las cosas. Detrás de las gafas de un cura. Detrás de un pedazo de oblea. Tal vez para ustedes los jóvenes sea difícil de entender, pero Dios para los viejos es eso: un tipo con el que hemos estado jugando escondidas demasiado tiempo. Tú verás si quieres dejar todo esto en el libro. A lo mejor no deberías, a quién va a interesarle esta carreta. Sí, mejor me limito a lo mío. Luego te cansas de mis bobadas y me apagas la grabadora, yo no quiero que eso pase, me gusta hablar de todo esto.
»El discurso de bienvenida lo pronunció el alcalde. Toda una experiencia, porque por ese discurso descubrí lo que costaba salir de Alemania cuando lo habíamos hecho. Descubrí lo ricos que habían sido mis padres, porque sólo los ricos podían pagar ese impuesto de abandono del país, sí, así le decían, ni más ni menos. Descubrí la fortuna que habían dejado atrás por irse a Colombia. Fuimos a la sinagoga, una mole de concreto macizo con cúpulas redondas y de cobre como un templo ruso, aunque esté mal que yo lo diga. Ahí, en algún momento, acepté que Alemania ya no era mi país, no en el sentido, por lo menos, en que un país pertenece a la gente normal. A papá ese viaje le dio muy duro. No hizo más que acordarse de las leyes del 41, yo le decía que ya habían pasado casi treinta años y que uno tiene que olvidarse de esas cosas, pero él no podía».
«¿Las leyes del 41?» Ésta es mi voz grabada. No me reconozco en ella.
«Nosotros estábamos en Colombia, a un océano de distancia de Alemania, y un buen día nos levantamos y ya no éramos alemanes. Uno no sabe lo que eso implica hasta que se le vence el pasaporte. Porque entonces, ¿qué eres? No eres de aquí, pero no eres de allá tampoco. Si te pasa algo malo, si alguien te hace algo, nadie te va a ayudar. No hay un estado que te defienda. Espérame, te voy a mostrar algo.» Hay una pausa en la grabación, mientras Sara busca entre sus papeles una carta que mi padre le había escrito desde Bogotá, fechada con la inscripción 1 de Av de 5728. «Un gesto típico de tu papá», me dijo Sara. «No había manera de explicarle que también la religión había ido desapareciendo de mi vida, y nunca llegó a existir en las de mis hijos.»
«¿Me puedo quedar con ella?», dice mi voz.
«Depende.»
«Depende de qué.»
«¿La vas a poner en el libro?»
«No sé, Sara. Puede que sí, puede que no.»
«Te puedes quedar con ella», me dijo, «si no la pones».
«¿Por qué?»
«Porque yo conozco a Gabriel. No le va a hacer ninguna gracia verse metido en un libro sin que nadie le haya pedido permiso.»
«Pero si llego a necesitar…»
«Nada, nada. Te la llevas si me lo prometes. Si no, la carta se queda conmigo.»
Decidí quedarme con ella. La tengo aquí. «Yo en tu lugar no me preocuparía demasiado», le escribe mi padre a Sara. «Uno es de donde mejor se siente, y las raíces son para las matas. Todo el mundo lo sabe, ¿no es cierto? Ubi bene ibi patria, todas esas frases de cajón. (De cajón romano, eso sí. Por lo menos califica como antigualla.) Yo, por mi parte, no he salido nunca de este país, y a veces se me ocurre que nunca lo haré. Y no me haría falta, ¿sabes? Aquí están pasando muchas cosas; es más, aquí es donde pasan cosas; y, aunque a veces me tropiezo con los provincianismos de la Apenas suramericana, suelo pensar que aquí la experiencia humana tiene un peso especial, es como una densidad química. Aquí parecen importar las cosas que se dicen tanto como las que se hacen, supongo que en parte por una razón que, bien mirada, es bastante tonta: todo está por construirse. Aquí las palabras importan. Aquí uno es capaz todavía de moldear su medio. Es un poder terrible, ¿no?» La he leído varias veces, la leo ahora, mientras escribo, y la leí esa noche, poco antes de que Sara me llamara para avisarme que acababa de comenzar la caída en desgracia de mi padre, el hombre que nunca había salido de este país y que nunca lo haría, el hombre al que parecían importarle las cosas dichas tanto como las hechas. ¿Qué habría pensado si hubiera visto en televisión lo que yo estaba viendo? ¿Se hubiera arrepentido de lo escrito el 1 de Av de 5728? ¿Lo hubiera olvidado a propósito? Para mí, lector inocente de esa carta, fue evidente que mi padre, al escribirla, tuvo que haber pensado en Deresser, y ése sería sin duda uno de los muchos inventarios que debería yo confeccionar a partir de lo aportado al expediente por el testimonio de Sara: cada frase dicha por mi padre, cada comentario suelto y al parecer intrascendente, cada reacción a un comentario ajeno, pronto llenarían una lista, la lista de momentos en que mi padre pensaba en Deresser y, sobre todo, en lo que le había hecho. Es un poder terrible, ¿no? Sí, papá, es terrible, el poder de las cosas dichas es terrible, tú lo sabías, recordabas lo que habías hecho, lo que tus palabras habían causado. (¿Pero qué palabras, y pronunciadas cómo? ¿Ante quién, a cambio de qué? ¿En qué circunstancias? ¿Cómo había ejercido mi padre el papel de informante? Ya nunca lo sabría, porque de eso no había testigos.) Y ahora, públicamente, estás pagando por tus palabras.
Así que el asunto era en televisión. No era mediante una entrevista escrita, como Sara había creído en un principio y me había hecho creer a mí, que Angelina se iba a poner en la tarea de echar abajo, con la colaboración del hambre sensacionalista de los bogotanos, la reputación de mi padre; no fue una revista la que requirió sus servicios, sino uno de esos programas de interés rigurosamente local, de periodismo intenso y nocturno y sobre todo bogotano, que hoy son tan comunes pero que en ese año de 1992 eran todavía novedad para los ciudadanos de esta capital ilustre. A esos primeros programas, debo anotar, sucumbieron varios de mis colegas: periodistas de verdad que se las arreglaban decentemente frente a un teclado, buenos investigadores y redactores aceptables, y que en cambio acabaron perpetrando pequeñas obritas de teatro para dos actores (un presentador y un invitado), obritas que se filmaban con dos cámaras, para reducir costes, y frente a un fondo negro, para acentuar el dramatismo. Eran una mezcla de interrogatorio forense y revista de farándula; los invitados podían ser —de hecho, habían sido— un congresista acusado de peculado, una reina de belleza acusada de ser madre soltera, un corredor de carros acusado de dopaje, un concejal acusado de vínculos con el narcotráfico: todos bogotanos, de origen o por adopción, todos susceptibles de ser reconocidos como símbolos de la ciudad. Eso era el programa: un espacio para debatir las acusaciones no probadas, para desacralizar figuras más o menos sacras, lo cual, lo sabe cualquiera, es uno de los pasatiempos favoritos de la audiencia bogotana. Si mi padre estuviera vivo, pensé, él ocuparía el lugar del invitado: un moralista acusado de traidor. En su lugar estaba Angelina Franco, ex amante y testigo de cargo, la mujer que había presenciado la caída. El esquema dramático —de la gloria a la desgracia, y todo con romance incluido— era bien claro; el potencial periodístico hubiera sido evidente hasta para un novato, y casi podían sentirse las ondas del espectro electromagnético vibrando de emoción bogotana por la deshonra de los altivos, la puesta en cintura de los arrogantes.
Angelina estaba sentada en una silla giratoria, enfrentada al presentador y separada de él por una mesa de oficina moderna, una tabla inelegante que podía ser de tríplex o simplemente de plástico recubierto; el presentador era Rafael Jaramillo Arteaga, un periodista conocido por su hostilidad (él decía: su franqueza) y por los pocos escrúpulos que lo aquejaban a la hora de las revelaciones dañinas (él decía: de exponer la verdad oculta). El plató estaba diseñado para intimidar: la ilusión de lo misterioso, lo oscuro, lo ilegítimo. Ahí estaba Angelina, confiada y cómplice, vestida con una de sus blusas tensas de alta visibilidad —esta vez era fucsia— y una falda que debía de ponerle problemas, porque todo el tiempo tenía que reacomodarse en ella levantando las caderas y jalando el borde del dobladillo. La cámara enfocó al entrevistador. «No todo el mundo recuerda uno de los episodios más inclasificables, más paradójicos de nuestra historia reciente», dijo. «Se trata de las Listas de Nacionales Bloqueados, tristemente célebres entre los historiadores, tristemente olvidadas entre el gran público. Durante la Segunda Guerra Mundial, las también llamadas Listas Negras del Departamento de Estado de los Estados Unidos tuvieron como objetivo bloquear los fondos del Eje en Latinoamérica. Pero en todas partes, no sólo en Colombia, el sistema se prestó para abusos, y en más de un caso pagaron justos por pecadores. Hoy les presentamos la historia de uno de esos abusos. Ésta, señores televidentes, es la historia de una traición.» Corte a comerciales. Al volver, apareció una foto de mi padre, la misma que había sido publicada en las Necrológicas de El Tiempo. La voz en off decía: «Gabriel Santoro era un abogado y prestigioso profesor de nuestra capital. Desde hace más de dos décadas dedicaba su tiempo a enseñar técnicas de expresión oral a otros abogados como parte de un programa de la Corte Suprema de Justicia. El año pasado murió en un trágico accidente de tránsito en la vía Bogotá-Medellín. Había viajado a la ciudad de la eterna primavera para pasar las fiestas en compañía de su compañera sentimental, Angelina Franco, natural de esa ciudad». Entonces aparecieron en pantalla la cara de Angelina y su nombre en letras blancas. «Pero tan pronto como llegaron, Angelina Franco se dio cuenta de que su compañero no le había dicho toda la verdad. Ya ha encontrado la verdad, y está aquí para contarla.» Y eso hizo: contó. Contó sin parar, contó como si su vida dependiera de ello, contó como si debajo de la mesa alguien le estuviera apuntando. Entre las cosas que salían de los parlantes —ese diálogo entre el francotirador y su propio rifle— había mucha basura, supuse, mucha invención descarada, pero no había nada que no me sirviera para hacerme un retrato de la amante de mi padre, porque hasta las mentiras, hasta las más groseras invenciones de una persona con respecto a sí misma, nos dicen cosas valiosas acerca de ella, y acaso más valiosas que las verdades más honestas. La transparencia es el peor engaño del mundo, solía decir mi padre: uno es las mentiras que dice. Esto lo aprende cualquier entrevistador después de hacer dos entrevistas, cualquier abogado después de dos interrogatorios, y, sobre todo, cualquier orador después de dos discursos. Todo eso pensé; sin embargo, durante la hora larguísima que duró el programa, los sesenta minutos, incluyendo las propagandas, de vapuleo y cuidadosa defenestración de la memoria de mi padre, mi perplejidad no cesó ni un segundo. ¿Por qué lo hacía? Mientras Angelina contaba lo que contaba, mirando de vez en cuando hacia el fondo del plató, fascinada por las luces de neón azul que conformaban el nombre del programa, yo sólo podía concentrarme en esa pregunta: ¿Por qué le está haciendo esto a mi padre?
Me hubiera gustado entonces saber lo que supe después. Nada nuevo, nada original: nos pasa a todos, y nos pasa todo el tiempo. Para entender esa obrita de teatro, la caída en desgracia de una figura semipública, el impromptu de la fisioterapeuta desencantada, tendría que entender antes otras cosas, y esas cosas, como sucede a menudo, sólo llegaron más tarde, cuando ya eran menos útiles o menos perentorias, porque la vida no es tan ordenada como parece en un libro. Ahora que sé lo que sé, mi pregunta me parece casi ingenua. Las razones que tenía Angelina para hacer lo que hacía no eran distintas, ni más elegantes ni más sutiles ni más librescas ni más sofisticadas que las de todo el mundo, con lo cual quiero decir que sus motivaciones respondían a los resortes que tenemos todos, por más elegantes y sutiles y sofisticados que nos creamos. Mi formulación había sido por qué le estaba haciendo esto a mi padre, pero hubiera podido preguntar, sencillamente, por qué lo estaba haciendo. Lo hacía porque un hombre (un hombre anónimo, uno cualquiera: si no hubiera sido mi padre, habría sido quien hiciera sus veces) llegó a encarnar para ella todo lo que su vida tenía de temible y de detestable, y quiso vengarse. Lo hacía en venganza, una venganza póstuma cuya utilidad sólo podía percibir Angelina. Lo hacía porque mi padre vino a condensar, involuntariamente, cada pequeña tragedia que Angelina había sufrido en su vida. ¿Cómo lo sé? Lo sé porque ella misma me lo dijo. Ella me dio la información, y yo, por una suerte de adicción ya inevitable, acepté recibirla.
Pero antes tuve que encajar otros golpes: los que lanzaban, desde la pantalla, el entrevistador y la entrevistada. Los he reconstruido como sigue.
¿Estaba ella al tanto de la reputación de Gabriel Santoro?
No. Bueno, cuando Angelina lo conoció, Gabriel estaba metido en una cama como un niño, y eso no realza la apariencia de nadie, hasta el presidente se vería disminuido y común reducido al piyama y las cobijas. Angelina sabía, en cambio (o más bien lo fue sabiendo con el tiempo), que su paciente era una persona muy culta, pero culta de una buena manera, capaz de explicar cualquier cosa con mucha paciencia. A ella, en todo caso, le tenía mucha paciencia: le explicaba las cosas dos y tres veces si era necesario, y en eso Angelina veía todavía los hábitos de un buen profesor. Claro, él ya estaba retirado cuando se conocieron, pero uno no dejaba de ser profesor nunca, o por lo menos eso era lo que él decía. Pero del prestigio, de la fama local, de todo esto se había enterado después de su muerte. Gabriel no hablaba de esas cosas; cuando pasaban una tarde entera en su apartamento, por ejemplo, Angelina agarraba uno por uno los premios que le habían dado y le pedía explicaciones. ¿Y éste por qué? ¿Y éste? Así supo del discurso del Capitolio, así supo que ese discurso le había parecido muy bueno a la gente, así supo que Gabriel habría podido ser un juez importantísimo si hubiera aceptado las ofertas que le hicieron. De todas formas, eso no quería decir que fuera una persona importante.
Pero ella sabía que Santoro iba a ser condecorado.
Sí, pero eso para ella no quería decir gran cosa. Ella no sabía a quién se condecoraba, ni por qué. Para ella, la condecoración fue algo que se hizo en su entierro, un ritual más, algo fingido pero que todo el mundo toma por cierto para bien del difunto. Igual que las cosas que dijo el cura.
¿Cómo llegaron a involucrarse sentimentalmente?
Pues como todo el mundo. Ambos eran personas muy solas, y las personas solas se interesan por otras personas solas y tratan de ver si con otras personas solas serían personas menos solas. Es muy simple. Gabriel era una persona muy simple, al fin y al cabo. Le interesaban las mismas cosas que le interesan a todo el mundo: que le reconozcan lo que ha hecho bien, que le perdonen lo que ha hecho mal, y que lo quieran. Sí, sobre todo eso, que lo quieran.
¿Cómo se enteró ella de los hechos de su juventud?
Él mismo se lo contó todo. Pero eso fue ya en Medellín, cuando todo parecía ir bien, cuando no parecía probable que contarle cuentos viejos pudiera afectar la relación que llevaban. Y la afectó, claro, aunque ahora mismo Angelina no pueda explicar las cosas paso por paso, ¿quién puede hacer eso, ver la cadena de decisiones que acaba por botar a la mierda una relación cualquiera? La cosa había sido así: Angelina lo había invitado a su ciudad, quería mostrársela, pasearlo por ella, en parte por ese impulso que tienen los enamorados de entregarle al otro su vida pasada, y en parte porque Gabriel salía muy poco de Bogotá, y en los últimos veinte años no había llegado a un sitio que estuviera a más de cuatro horas en carro. Eso, en una persona de su cultura, le parecía a Angelina casi una aberración. Y un día, ya después de que llevaban varias semanas saliendo juntos —decían saliendo aunque el escenario de los encuentros no estuviera nunca al aire libre, sino se dividiera entre el apartamento de él y el de ella, dos cajas de zapatos—, Angelina llegó con la idea y, además, con un sobre de manila envuelto en papel regalo y adornado con un moño de falso tafetán rojo. En el sobre había un pretendido itinerario: un trazo grueso de plumón negro que imitaba groseramente la carretera, marcado con puntos redondos y perfectos y dispuestos como las etapas de una Vuelta a Colombia. 1ª etapa: Rompóin de Siberia. Echamos gasolina y nos damos un beso. 21ª etapa: Medellín. Te muestro la casa de mis papás y nos damos un beso. Gabriel aceptó de inmediato, le pidió el carro a su hijo, y un viernes de diciembre, muy temprano, arrancaron. A una velocidad prudente y haciendo todas las paradas que la salud de Gabriel requería, tardaron menos de diez horas en llegar.
¿Qué pasó en Medellín?
Al principio todo iba bien, sin problemas. Gabriel insistió en que se quedaran en un hotel, siempre que no fuera demasiado caro —después de todo, ¿para qué le servía su pensión si no era para darse ciertos lujos?—, y la primera noche cruzaron la calle que entraba al parqueadero del hotel y comieron en una fonda para turistas: meditadamente desordenada, vulgar pero no demasiado, una especie de parque temático de los arrieros. Al día siguiente cruzaron la ciudad para buscar la casa de la que se había ido Angelina a los dieciocho años, y encontraron en su primer piso, donde había estado antes la sala, un almacén de medias de lana, y en el segundo, donde había estado el cuarto que ella había compartido con su hermano, una bodega de ropa usada. Eran tres callejones formados por tubos largos de aluminio que hacían las veces de percheros, y, colgando de los tubos, sacos, abrigos, chaquetas, vestidos de lentejuelas, overoles, levitas de alquiler y hasta capas de disfraz, olorosos a polvo y a naftalina a pesar del plástico que los cubría. Y así, hablando de la ropa vacía, de las blusas acartonadas de tanto almidón, de los abrigos colgados como marranos en una carnicería, volvieron al hotel, trataron de hacer el amor pero Gabriel no pudo, y Angelina pensó en las razones normales, la combinación de edad y cansancio, pero nunca se le ocurrió que Gabriel pudiera estar nervioso por cuestiones que nada tenían que ver con su físico ni con el de ella, ni que ya para ese momento la ansiedad (la ansiedad por lo que tenía planeado) fuera tan intensa como para estropear unos minutos de buen sexo. Fue entonces que le habló de Enrique Deresser. No le habló con nombre propio, porque a ella, por supuesto, le daba exactamente igual cómo se llamara el amigo de juventud de un sesentón acostado en la misma cama y desnudo y que ahora le hacía revelaciones que ella no había pedido. Gabriel le contó todo, le habló de lo ocurrido más de cuarenta años antes, de lo que había hecho, de la culpa por haberlo hecho, de la obsesión por ser perdonado; y así, con naturalidad de político, hablando como quien respira (pero él respiraba con trabajo y con dolor), como quien espanta una mosca con la mano (aunque sea una mano incompleta), le dijo que su amigo Enrique vivía en Medellín, llevaba más de veinte años allí, y él, por cobardía, nunca se había decidido a hacer esto que ahora estaba haciendo: contemplar la posibilidad de cruzar cuarenta años de un salto y hablar con el hombre cuya vida había arruinado.
¿Qué sintió ella en ese momento?
Por un lado, curiosidad, una curiosidad frívola, muy parecida a la que hubiera sentido cualquiera en su lugar. ¿Qué habría en la cabeza del amigo? ¿Por qué no se había puesto en contacto con Gabriel en todos estos años? ¿Tanto era el odio, tanto el resentimiento? Las razones por las que no había ocurrido lo inverso eran más evidentes: según le había contado Gabriel, a principio de los setenta, cuando se enteró de que su amigo estaba en Medellín, sintió el impulso de buscarlo, pero tuvo miedo. Su esposa estaba viva todavía, y su único hijo tenía unos diez años; con razón o sin ella, Gabriel sintió que acercarse a Enrique era lo más peligroso que podía hacer, algo así como apostar la vida de su familia entera en un juego de veintiuna. Por supuesto que no estaba apostando la vida de nadie, sino algo tan personal como su propia imagen. Pero no se le podía juzgar por eso. Uno se acostumbraba a la mirada de los demás —y a todo lo que estaba en la mirada: admiración o respeto, conmiseración o lástima—, y hacer algo que pudiera cambiar esa mirada le resultaba imposible al noventa por ciento de la humanidad. Y Gabriel era humano, después de todo. Pues bien, en ese momento y tras esas explicaciones el hombre desnudo le decía: «Nunca me he atrevido a hacerlo, y ahora por fin lo voy a hacer. Y es gracias a ti. Te lo debo a ti. Eres tú quien me da la fuerza, de eso estoy seguro. No lo haría si no estuviera contigo. Esto es lo que he estado esperando todo este tiempo, Angelina. He esperado tu apoyo y tu compañía, todo lo que nadie más podía darme». Sí, todo eso le decía Gabriel, esas responsabilidades le endilgaba.
Aparte de esa curiosidad, ¿qué otra emoción sintió?
Se sintió orgullosa pero también un poquito traicionada. Orgullosa por ser la razón de ese coraje momentáneo: sí, ella se lo había creído: había creído que sin su compañía Gabriel Santoro no habría venido nunca a Medellín. Y traicionada por razones más curiosas, menos explicables, que tenían mucho que ver con los celos. De repente Enrique Deresser se volvía algo así como un amante del pasado, una novia que Gabriel Santoro había tenido en su juventud. Angelina oía a Gabriel y lo que oía era esto: nostalgia de un viejo amor; deseo de revivir esos recuerdos. Por supuesto que no era así, pero allá, en Medellín, Angelina se veía súbitamente obligada a competir con otra persona por la atención de Gabriel. Traición es una palabra exagerada, claro. Se podría decir que sintió celos, celos del pasado que hasta ahora había sido cómodamente inexistente. Las traiciones más graves suceden así, con cosas chiquitas que para otra persona no serían nada. Las traiciones más dolorosas suceden cuando encuentran tu punto débil, lo que a los demás no les importaría tanto pero a uno sí. Pues eso hizo Gabriel: encontrar su punto débil. ¿De manera —pensó Angelina— que era para esto que la había traído? Hasta ese momento, Gabriel había sido para ella una especie de acto de fe en su propia vida, la prueba de que una mujer de casi cincuenta años aún podía encontrar la felicidad en compañía, y la prueba, también, de que la suerte existía, porque su encuentro (el encuentro de los amantes) había sido cosa del azar: un hombre convaleciente y una fisioterapeuta tienen bastantes posibilidades de acabar reunidos, por supuesto, pero es menos probable que esa fisioterapeuta esté tan necesitada de afecto como lo estaba ella y que ese convaleciente esté tan dispuesto a darlo como lo estaba él. Gabriel, se le había ocurrido más de una vez, era su flotador. Y allí, en el hotel de Medellín, Angelina pensaba de repente que su flotador la había utilizado. Y entró en una especie de pánico secreto que se cuidó muy bien de demostrar.
¿En qué consistió ese pánico secreto?
En la diferencia entre lo que pensó y lo que dijo. Por dentro pensaba, muy a pesar de lo que todo parecía demostrar, que era mentira que Gabriel la quisiera, era falso el afecto que le había dado. Por dentro pensaba: Gabriel la había utilizado para paliar su debilidad y también su cobardía. Por dentro pensaba: Durante toda la semana le había hecho creer que la idea de ir a Medellín lo entusiasmaba, cuando sus intenciones eran muy distintas. Falso. Todo falso. Por dentro pensaba: Lo que de verdad buscó en ella Gabriel Santoro no era una amante, sino una doctora corazón, una especie de enfermera mezclada con sicóloga, alguien que lo ayudara a llegar a Medellín y que al llegar a Medellín lo ayudara a pedir perdones retrasados, pues él había sido siempre demasiado cobarde para pedirlos por su cuenta. Es decir, alguien que lo esperara en el hotel mientras él iba y hacía sus diligencias postergadas, mientras iba y buscaba a su amigo y se hacía perdonar por él y se tomaban un trago brindando por los viejos tiempos y por la desaparición de todos los rencores. Por dentro pensaba: Ella era apenas un extra en esa película, un jugador suplente, un premio de consolación. Y como si todo esto fuera poco, Angelina se percataba de que Gabriel se estaba transformando ante sus propios ojos: de ser el hombre maduro y sabio, culto y elegante que ella había conocido, pasaba a ser un traidor, traidor de un amigo, traidor de una amante: sí, un mentiroso, un manipulador, un desleal. Pero lo soportó, lo disimuló, comprendió que tal vez la emoción la cegaba, como en las telenovelas. Fueron muy intensos el desencanto, la humillación, la burla (sí, porque a eso se reducía lo que estaba ocurriendo allí, en ese cuarto de ese hotel de Medellín: era la vida burlándose de ella, la vida escogiendo a Gabriel Santoro para demostrarle que no había salida posible, que la felicidad no existía y menos en cabeza de un hombre, y buscarla era ingenuo, y creer haberla encontrado era francamente estúpido). Y sin embargo, Angelina aguantó como había aguantado toda su vida, porque quería a Gabriel y quería que Gabriel la siguiera queriendo. Y sabía que los celos ciegan a la gente y que del pasado también se pueden tener celos, aunque Gabriel fuera a dejarla unas pocas horas para ver a un amigo y no a un amor de juventud. Sí, así se dividió: por dentro pensó que la vida había mandado a Gabriel Santoro para demostrárselo, que Gabriel Santoro era el mensajero de su humillación. Y por fuera decidió aguantar, poner cara de esto-no-es-conmigo y hacer lo único que podía hacer: felicitar a Gabriel, felicitar su valentía y su voluntad de hacerse perdonar. Qué hipócrita.
¿La felicitación no era genuina?
No, no, no, no, no. Lo que Gabriel le había hecho a su amigo era imperdonable, eso a ella le parecía clarísimo y todo el mundo estaría de acuerdo. Sí, había pasado mucho tiempo desde los sucesos de la guerra, desde el asunto de las listas negras y los grupos de informantes o los informantes espontáneos; pero el tiempo no lo cura todo, eso era pura mentira. Había cosas que se quedaban con nosotros: el abandono de un hermano, el desprecio de un amante, la muerte de unos padres, la traición a un amigo o a su familia. De eso nadie se podía librar nunca, y estaba bien que así fuera. Los traidores merecían un castigo, y si lograban de alguna forma traicionar impunemente, merecían por lo menos cargar con su culpa hasta la muerte. Si de Angelina hubiera dependido, si ella hubiera tenido un mínimo poder sobre los hechos ajenos (eso que no había tenido nunca), y sobre todo si no hubiera estado tan enamorada, Gabriel nunca habría llegado a salir del hotel, nunca habría llegado a ver a su amigo.
De manera que finalmente fue a verlo.
Claro que fue a verlo. O por lo menos salió del hotel diciendo que iría a verlo. Como un vaquero, ¿no? Como diciendo: Voy, lo mato y regreso. Eso fue el domingo, Angelina lo recordaba porque se había quedado en el hotel viendo dibujos animados toda la mañana.
¿Y qué sucedió entre los dos hombres?
Eso Angelina no lo sabía, como era obvio, porque no lo había acompañado, como era obvio. La cosa sucedió así: después de la confesión, Angelina se paró al baño y se miró al espejo, porque había visto que la gente se miraba al espejo cuando quería resolver sus problemas más serios, y frente al espejo se dijo: Hay que encontrar el lado bueno de las cosas. Según como se lo mire, es muy bonito lo que está haciendo. Te ha pedido ayuda. Eres importante para él. Y entonces logró reprimir lo que estaba sintiendo (lo que había pensado por dentro), y cuando volvió a salir, ya más tranquila, lo primero que hizo fue abrazar a Gabriel y decirle: «Te felicito, me parece muy macho lo que hacés, ya vas a ver cómo tu amigo te va a recibir bien, no hay rencor que dure cien años». Y apenas pronunció esas palabras, notó cómo cambiaba la atmósfera de la habitación. Otra vez había cariño, desaparecían las tensiones, sí, sólo se necesitaba un poco de buena voluntad, control de los sentimientos negativos. Y esta vez sí pudieron. Se acostaron: pudieron. No fue su mejor relación, pero estuvo bien, hubo el cariño que hay cuando uno desactiva una bomba de pareja. Gabriel le dijo que la quería. Ella lo oyó sin corresponder, pero sintiendo que lo quería también. Y así se quedó dormida. No lo volvió a ver.
¿Se fue sin despedirse?
¿Y para qué iba a despedirse, si su intención supuestamente era ir a hablar con el amigo y volver?
¿Ella no había sospechado que Gabriel no fuera a volver? ¿Nunca se le pasó esa posibilidad por la cabeza?
Sí, pero ya cuando era demasiado tarde. Al día siguiente Gabriel se levantó muy temprano, y debió de salir sin bañarse, porque esta vez Angelina no lo oyó. No lo oyó levantarse, no lo oyó vestirse, no lo oyó salir del cuarto. Cuando se despertó, encontró la nota. Gabriel la había escrito en papelería del hotel, pero no en una hoja de correspondencia, sino en un sobre, pensando seguramente en apoyarlo contra la lámpara de la mesa de noche y lograr que no se cayera. Puede que me demore. En cualquier caso, para esta tarde vuelvo a ser libre. Gracias por todo. Te quiero. Ella releyó el Te quiero y se sintió contenta, pero había algo que le incomodaba. Vuelvo a ser libre. ¿Libre de ella? ¿Acaso Angelina se volvería un estorbo cuando ya su misión de acompañante se hubiera cumplido? Pensó lo que no había pensado nunca: no va a volver. No, eso era imposible, Gabriel no la abandonaría de esa forma, ni siquiera si la hubiera utilizado para un fin y ese fin se hubiera cumplido. No, no podía ser. Aguantó como mejor pudo: prendiendo la televisión y buscando en los canales (varios gringos, uno español, hasta uno mexicano) un programa capaz de distraerla, y se dio cuenta de que los dibujos animados, todos esos martillazos y disparos a quemarropa, esas explosiones y caídas libres, es decir, esas crueldades de caricatura, cumplían con precisión y esmero la labor de obliterar las pequeñas crueldades, las pequeñas incertidumbres de la vida real. A mediodía bajó a la piscina y pidió un almuerzo como para tres fisioterapeutas, todas ellas hambrientas, y pidió que lo cargaran a la habitación. Y fue ahí, frente a los niños mojados de un turista costeño, dos muchachitos malcriados que la salpicaban al pasar corriendo con sus caretas empañadas sobre las narices y sus flotadores rojos apretándoles los bíceps, que lo notó como si se lo susurraran al oído: No va a volver. Me ha dicho mentiras. Va a hacer su cosa y luego se va a ir, me va a dejar bien acomodada en este hotel para que pase rico un par de días, pero va a dejarme. Y eso se volvía más evidente conforme pasaba el tiempo, porque la mejor prueba de que una persona no va a volver es que no vuelva, ¿no? Angelina pasó la tarde metida en el hotel, esperando una llamada, esperando que un botones le subiera al cuarto una nota, pero ni eso hubo, ni siquiera una nota le dejó el desgraciado de Gabriel. Y al mirar por la ventana, como si desde la ventana se viera la carretera que sube al hotel, Angelina se dio cuenta de que estaba en su ciudad, en el lugar donde había nacido y vivido años enteros y, sin embargo, no tenía adónde ir. Una vez más, pensó. Una vez más los hombres se las arreglaban para convertir una ciudad amiga en una ciudad hostil; para convertirla a ella, una mujer estable y con los pies bien puestos sobre la tierra, en una extraña, una dislocada, una extranjera.
¿No le quedaba nadie conocido en Medellín?
Conocidos sí, pero no bastaba conocer a alguien para pedirle posada por una noche, menos aún para explicarle las razones que la habían dejado donde estaba (no se atrevía a pronunciar la palabra desamparo, le parecía patética o por lo menos demasiado quejumbrosa). Pensó en perderse entre los alumbrados que en esas épocas ocupan el centro de Medellín, estrellas y pesebres y campanas, todo improvisado con focos pintados y cables recubiertos de plástico verde; pensó en dar una vuelta por la ciudad y simplemente ver vitrinas, considerando que tres días antes de Navidad todos los almacenes de la ciudad estarían abiertos y llenos de gente, de ruido, de guirnaldas, de árboles adornados y de bombillos y de villancicos; pensó, en fin, en darle una oportunidad a la vida inmediata de retomar el curso, de no descarrilarse. Fue al parqueadero, comprobó que Gabriel se había llevado el carro —y lo imaginó manejando con la mano izquierda y metiendo los cambios con el pulgar de la mano mutilada—, y se enteró de que la noche anterior había llovido por el rectángulo de pavimento seco que todavía se distinguía donde el carro había estado; y enseguida subió al cuarto, sacó de la maleta todo lo que le pertenecía a Gabriel, y lo dejó sin cuidado sobre la cama. Así pasó la noche, junto a la ropa del hombre que la había abandonado. No durmió bien. A las seis de la mañana ya había pedido un taxi, y en menos de quince minutos el taxi la había recogido y Angelina estaba de camino hacia el Terminal de Buses.
¿Así que también ella se había ido sin dejar siquiera una nota, sin despedirse de ninguna forma?
Gabriel no iba a volver, eso era evidente. ¿Para qué iba a despedirse? Al dejarla tirada y despreciada en un hotel, Gabriel había dejado muy en claro que no quería volver a verla, ¿qué tipo de nota hubiera podido escribir? Claro, ella no se imaginó que no lo volvería a ver nunca en la vida; pensó que al volver a Bogotá lo perseguiría para pedirle una explicación, o por lo menos hablaría con él, y nunca se imaginó que Gabriel moriría en el acto de abandonarla, ¿no era eso muy irónico? Sí, hay accidentes que parecen un castigo, no es que ella se alegre, eso sería un castigo muy desproporcionado. Gabriel muerto después de abandonarla, increíble. De haberlo sospechado siquiera, se hubiera ido de otra forma, cada uno tenía sus formas de irse y las formas de irse dependían de mil cosas: de dónde nos vamos, por qué nos vamos, de quién nos vamos.
¿Cómo se enteró de su muerte?
Por los periódicos. Claro, lo más impresionante fue que ella misma pasó por el lugar del accidente unas horas después, y no vio nada. Su bus era un Expreso Bolivariano, igual que el bus accidentado; había salido a las siete de la mañana, y Angelina estaba bien despierta cuando habían tomado la carretera a Las Palmas, pero no había sentido nada particular, ni el escándalo de los morbosos mirando por la ventana, ni los trancones que un accidente más o menos notorio es capaz de generar. Y nada en el mundo le hizo sentir que el mundo había cambiado, nada le advirtió de la nueva ausencia, la desaparición, el hueco en el orden de las cosas: eso quería decir, por supuesto, que sus vínculos emocionales con Gabriel se habían roto del todo y para siempre. Después, el bamboleo del bus la había adormilado, y allí, entre el sueño y la vigilia, había vuelto a pensar en esa historia tan terrible de la familia extranjera y del amigo traidor. Por momentos le parecía imposible: Gabriel era demasiado honesto como para actuar de esa manera tan cobarde; demasiado inteligente como para hacerlo por ingenuidad o inocencia. Pero tal vez nada de eso era cierto, y el asunto era así de sencillo: este hombre, que la había utilizado para venir a Medellín, que había sido capaz de acostarse con ella, de hacer planes para el futuro, de decirle que la quería, y todo eso para después abandonarla a su suerte en un cuarto de hotel, este hombre no era nada distinto de lo que sus actos enseñaban, y había mantenido una máscara de gente respetable toda su vida a costa de la credibilidad y el cariño de los que lo rodeaban. Todo el mundo lo sabe: quien traiciona una vez, seguirá traicionando hasta que se muera.
De manera que ella no creía en el arrepentimiento.
De creer creía, pero no le parecía posible que él se hubiera arrepentido. O tal vez posible sí, pero no ciegamente loable. Incluso si el arrepentimiento fuera genuino, y genuino el deseo de hacerse perdonar, Gabriel no había tenido inconveniente en llevarse por delante su relación con ella. El pretexto del arrepentimiento no era un salvoconducto para ventilar egoísmos; tampoco excluía ciertas responsabilidades, o, por lo menos, ciertas prioridades humanas. Ya nunca sabremos qué razones tuvo Gabriel para dejar de quererla, para decidir que volver al hotel no hacía parte de sus planes. ¿Acaso se justificaba herirla de ese modo, mentirle y engañarla (escribir que volvería cuando a todas luces era evidente que no pensaba hacerlo), tenderle una trampa tan cruel, y todo eso sin contar el hecho de revelarle su verdadera naturaleza, a ella que de buena gana hubiera vivido engañada con tal de conservarlo?
¿Qué creía ella que ocurrió entre Gabriel Santoro y Enrique Deresser?
Suponiendo que hubieran llegado a verse, ¿no? Porque eso tampoco era seguro. La posibilidad de que Gabriel, habiendo llegado hasta Medellín, se hubiera acobardado, era bastante real, merecía ser tenida en cuenta. Angelina había pensado en eso durante el entierro: ¿Y si Gabriel se hubiera arrepentido de arrepentirse? ¿Y si el miedo al enfrentamiento con su amigo hubiera sido más fuerte que la posibilidad del perdón? ¿Y si Gabriel la hubiera sacrificado a ella, y luego hubiera muerto él mismo en el accidente, y todo eso para nada? En el cementerio, Angelina se había encontrado con el hijo de Gabriel, el periodista, y le había propuesto que se vieran en el apartamento del muerto con la intención de contárselo todo: contarle quién había sido en realidad su padre; sacarlo a él también del engaño. Al final, no había sido capaz. Y fue por eso: por la posibilidad de que Gabriel nunca hubiera llegado a ver a su amigo. Porque en ese momento, después de la violencia de la cremación, de la tristeza de la ceremonia entera, la idea de que Gabriel hubiera muerto viniendo de Medellín (tras haberla abandonado, sí, pero sin haber llegado a realizar el motivo del viaje) resultaba, más que absurda, despiadada. Y Angelina no era una persona despiadada.
Y si llegaron a verse, ¿qué podía haber ocurrido entre ellos?
Angelina no lo sabía. A decir verdad, tampoco le interesaba. Ya había dejado todo aquello atrás. Ya había comenzado a olvidar a Gabriel. Ya quería seguir adelante, hacia una nueva vida. ¿Una charla entre dos viejos cansados sobre temas de hace medio siglo? Por favor, por favor. Nada podía importarle menos.
A mí, por supuesto, me ocurrió todo lo contrario. Durante esa hora de transmisión televisada parecía haber pasado más que durante mis treinta años enteros, o, por decirlo de otra forma, a partir de ese momento pareció que nada más, salvo ese programa de televisión local, hubiera pasado en mi vida, y tantas ventanas se abrieron sobre tantos cuartos nuevos, tantas trampas, que en lugar de apagar el aparato y llamar a Sara para conversar sobre lo que acababa de revelar Angelina, lo cual hubiera sido lo más lógico, dejé que algo parecido al vértigo me sacara de la casa, y acabé manejando por la séptima hacia la plaza de toros a las once de la noche. La mitad de mi cabeza pensaba en llegar sin anunciarme a la casa de Sara, y a la otra mitad le parecía indignante, casi traicionero (sí, la palabra ya había quedado instalada en mi vocabulario, como una fuente nueva en el procesador de textos) el que Sara no me hubiera contado acerca de Enrique Deresser. Enrique Deresser estaba vivo; Enrique Deresser estaba en Medellín. ¿Era posible que tampoco ella lo supiera? ¿Era posible que también a ella se lo hubiera ocultado mi padre, tal y como lo había sugerido Angelina? Por televisión, la amante se había elevado al nivel del confidente supremo, la única persona sobre la tierra en quien mi padre confiaba, o confiaba lo suficiente, por lo menos, para hacerla partícipe del secreto y pedirle su ayuda. ¿Y qué había hecho ella? Después de declarar que lo había comprendido, que de dientes para afuera había llegado a admirar la contrición y la valentía, el coraje que necesitaba un hombre de su edad y con su vida para viajar ocho horas con el único objetivo de pedir perdón, después de todo eso, ¿qué había hecho? Se había fijado en sí misma. Ignoraba, igual que el resto del mundo, las razones que había tenido mi padre para terminar su relación (de forma poco elegante, es cierto, pero la elegancia es patrimonio de quien se tiene respeto, la elegancia es parte de un estilo de vida al que mi padre, para ese momento, había renunciado). En la lucha de un hombre con sus errores, Angelina sólo había visto al hombre que se va de su vida sin despedirse, y había decidido responder a la humillación. Eso había hecho: lo había delatado. Después de muerto, cuando ya él no podía defenderse, lo había delatado.
¿Deresser en Medellín? ¿Acaso los había engañado a todos, acaso había fingido irse de Bogotá y de Colombia cuando en realidad se había escondido y había permanecido en su escondite todos estos años? No, eso era imposible. ¿Acaso había salido en efecto, vivido en otras partes —en Ecuador o en Panamá, en Venezuela, en Cuba, en México— antes de regresar de incógnito y comenzar a vivir como la criatura sin espalda, sin nacionalidad fija y de sangre mezclada que a veces, de joven, le hubiera gustado ser? Mientras manejaba, me encontré especulando acerca de su vida, lo que hubiera podido ocurrirle durante estos cuarenta años, cuántas veces pudo haberse equivocado como se había equivocado con él mi padre, cuántos errores habrá cometido, de cuántas cosas se habrá arrepentido, de cuántas habrá querido ser perdonado. La idea de que Deresser estaba vivo transformó también su imagen, si podía llamarse imagen el retrato escuálido e incompleto que Sara había hecho para mí, y comenzó a endilgarle los efectos de seguir actuando y haciendo; le retiró, en fin, esa virginidad curiosa que tienen los desaparecidos y que los vuelve, también, invulnerables al error. Era evidente: quien desaparece pierde, antes que nada, la capacidad de seguir cometiendo errores, la habilidad de traicionar y de mentir. Su carácter queda fijo, o más bien fijado, como la luz en la plata de un negativo. Desaparecer es tomarse un retrato moral. Deresser, que durante varios días había sido para mí una abstracción (una abstracción que vivía en dos espacios: la voz de Sara y los años cuarenta), ahora volvía a ser vulnerable. Ya no era un santo; ya no era, o no era solamente, una víctima. Había sido alguien capaz de hacer daño como le había hecho daño mi padre; lo seguía siendo, es decir que lo había sido durante medio siglo más. Ese medio siglo, pensé, le fue dado para que siguiera haciendo daño. Y probablemente —no: con toda certeza— lo había aprovechado.
Se habría casado en su primer país de destino, Panamá o Venezuela, y con el tiempo se habría separado de su mujer y también de sus hijos por desacuerdos banales que se transforman en separaciones. ¿Se habría cambiado el nombre al casarse? En esa época no era tan difícil, porque el mundo no tenía el miedo que tiene ahora a la identidad de quienes lo habitan, y Deresser habría podido, sin demasiado trámite, llamarse Javier, por ejemplo, o seguir llamándose Enrique, pero cambiando su apellido. Enrique López le habría parecido común, y acaso demasiado común para resultar verosímil; Enrique Piedrahíta habría funcionado mejor, un nombre personal pero no conspicuo, idiosincrásico pero no visible. Y así Enrique Piedrahíta habría dejado atrás, de una vez y para siempre, la detestada alemanidad que tantos problemas le había causado en Colombia, y con ella se habría desprendido de su padre, de la memoria de su padre —esa memoria heredada que hablaba de Alemania como si el Káiser siguiera vivo, como si el tratado de Versalles no existiera—, y también de las faltas heredadas, porque Enrique Piedrahíta, libre por fin de esa familia nostálgica, no podría ser sospechoso de relaciones incómodas, y nadie nunca podría informarle a ninguna autoridad de esas relaciones: nadie podría acusar a su familia de filonazismo, ni de poner en peligro la seguridad del hemisferio, ni de atentar, con su nacionalidad y con su lengua, contra los intereses de la democracia. Y si alguien, al salir de un cementerio, lo veía con una camisa negra, pensaría que va de luto, no lo acusaría de fascismo; y si alguien lo escuchaba hablar en alemán, o hablar con afecto del lugar donde había nacido su padre, no lo seguiría hasta su casa, ni hurgaría en sus papeles, ni le cerraría su negocio de vidrios y espejos; y si alguien encontraba entre sus cartas una nota de borrachos en la que insultaba a Roosevelt, y si alguien… y si alguien… No, nada de eso ocurriría. Nadie lo incluiría en listas negras, nadie lo enviaría al campo de concentración de Fusagasugá, nadie lo mezclaría con quienes sí servían al Partido Nazi desde posiciones protegidas por los periódicos conservadores del país, nadie lo identificaría con el franquismo de Laureano Gómez, nadie lo tomaría por uno de los tantos nazis de alma y corazón que habían conversado con él en la legación alemana o en las reuniones de la colonia y ante los cuales él había fingido nostalgias, patriotismos, alemanidades que no sentía. Y él sería libre, sería Enrique Piedrahíta para el resto de la vida y sería libre.
En algún momento, sin embargo, se habría equivocado: por un impulso de honestidad bajo presión, por esa necesidad que según los criminólogos empuja a la gente a contestar a preguntas que nadie le ha hecho, le habría confesado a su esposa que su apellido no era Piedrahíta, sino Deresser, y que había nacido en Colombia, sí, tal como lo indicaban su acento y sus costumbres y su manera de andar por la vida, pero que su sangre era alemana. Le habría confesado que sus padres no habían muerto en un accidente de avión —en el accidente de El Tablazo, en febrero de 1947—, sino que su madre (se llamaba Margarita) los había abandonado, y su padre (se llamaba Konrad, no Conrado), un hombre cobarde, un pusilánime de tiempo completo, había preferido matarse antes que tratar de salir de la quiebra, antes que sobrevivir al abandono. Nada de lo confesado habría sido grave, pero su esposa, una mujer callada y tímida que se habría enamorado de Enrique con la misma naturalidad con que se enamoraban todas, se habría dado cuenta de esa terrible amenaza: quien mentía una vez volvería a mentir; quien podía ocultar durante tanto tiempo seguiría ocultando; y en todo caso, la idea de confiar en él le parecería imposible, y en cada desacuerdo, en cada conflicto que tuvieran el resto de sus vidas, a ella la amargaría la noción de que tal vez Enrique le estaba mintiendo, tal vez esto que le contaba tampoco era cierto. No, no lo podría soportar, y acabaría por irse de la casa igual que se fue su suegra, a quien comprendería de repente (sería como un relámpago de esa solidaridad casi religiosa que hay entre las mujeres engañadas), a quien empezaría tardíamente a respetar aunque no la hubiera conocido nunca.
¿Habría Enrique mantenido el contacto con su madre? Era muy poco probable. No: era declaradamente imposible. Pero tal vez le habría escrito en un par de oportunidades, primero recriminándole el abandono que había empujado a su padre al suicidio y luego lanzando sondas prudentes para tantear la posibilidad de un reencuentro; o tal vez habría sido ella la encargada de buscarlo, de cazarlo a través de consulados alemanes en todas las capitales de Latinoamérica hasta dar con él y escribirle una carta que Enrique habría despreciado y nunca llegado a contestar (habría reconocido la letra; habría roto la carta sin siquiera abrir el sobre). Y con el tiempo el recuerdo voluntariamente desterrado de la madre se iría difuminando como una foto vieja, y Enrique ni siquiera llegaría a enterarse de la muerte de Margarita, pues nadie habría podido localizarlo para darle la noticia, y un día habría llegado a estimar el tiempo transcurrido y la posibilidad altísima de que su madre, envejecida quién sabe dónde y en qué compañía, estuviera enferma o estuviera muriendo o ya hubiera muerto. Y Enrique Piedrahíta, que para ese momento habría construido en Venezuela o en Ecuador una vida distinta, con amigos y socios y también enemigos ganados sin mayores culpas de su parte —porque, a pesar de que él habría hecho todo lo posible por pasar desapercibido, nadie está libre de maledicencias y traiciones, nadie es inmune al odio gratuito—, empezaría a considerar lo que nunca había considerado: volver a Colombia.
No lo habría decidido de buenas a primeras, por supuesto, sino después de varios días, varias semanas de incertidumbre, y acaso habrían pasado años enteros antes de que acabara por decidir que el regreso era factible. En algún momento habría aborrecido esta vida llena de decisiones y de posibilidades y de opciones: a él lo hubiera satisfecho una vida sedentaria y callada en la que nunca tuviera que preguntarse adónde ir ahora o si debía quedarse, qué riesgos o qué beneficios le esperaban si se movía. Habría dudado. ¿Y perder a los amigos? ¿Y perder la mínima reputación adquirida con esfuerzo de recién llegado, de extranjero, de inmigrante, con ese esfuerzo que había aprendido, por una especie de paradoja burlesca, de su padre inmigrante y extranjero? Todo esto se habría preguntado, y enseguida habría pensado: ¿Y por qué no? Ninguno de sus amigos lo obligaría a quedarse, eso era seguro, él nunca les había interesado tanto; y el que lo hiciera sería quizás el que más tarde le pondría la zancadilla definitiva, robaría la plata del negocio, se acostaría con su nueva mujer. Nada lo ataba a ninguna parte, y Enrique, por miedo de sentirse desterrado y apátrida, inventaría un pretexto para irse y acaso inventaría un destino: se iría a Estados Unidos: eso habría dicho. Y no habría tenido que justificarlo, porque las razones por las que todo el mundo se va son siempre claras para los más allegados, y según los rumores (pensarían esos mismos allegados con algo de tristeza, porque siempre es triste que alguien se vaya, pero también con la envidia absurda de quien se queda no por preferencias sino por carencia de opciones) Estados Unidos es un país hecho para recibir a todos, incluso a desterrados como él.
Pero descubriría al llegar a Bogotá que esta ciudad ya no era la suya, que al irse a Ecuador o a Perú la había perdido para siempre y una especie de gigantesco desfiladero, un gran cañón de hostilidades y malos recuerdos y resentimientos abotargados, lo separaba de ella. Mantener una ausencia de veinte años tiene sus consecuencias, claro; y Enrique se habría dado cuenta de que la única forma de paliar su ausencia era no regresar al lugar de donde se había ido, igual que la mejor manera de corregir una mentira es insistir en ella, no decir la verdad. En Bogotá habría sabido que muchos de los alemanes de Barranquilla habían podido volver después de la guerra, cuando desaparecieron las medidas que prohibían a los ciudadanos del Eje la residencia en zonas costeras. Pero Barranquilla no era para él, no sólo porque Barranquilla en su cabeza era la ciudad del Partido Nazi, no sólo porque de Barranquilla habían llegado los Bethke y tal vez seguirían vivos y recordando esa cena en la que se habló de temas difíciles en presencia de Gabriel Santoro —que luego informaría acerca de esos temas a quienes quisieron prestarle atención—, sino porque su sangre era sangre bogotana y estaba acostumbrada para siempre al frío y a la lluvia y a la cara gris de los bogotanos, y nunca llegaría a sentirse cómodo a cuarenta grados a la sombra. Y entonces, justo cuando comenzaba a ser demasiado el peso del desarraigo, algo habría ocurrido. Enrique Piedrahíta o Deresser, que a sus cuarenta y tantos años seguía conservando el atractivo de un Paul Henreid criollo, se habría enamorado, o más bien una mujer —separada tal vez, o tal vez viuda a pesar de su juventud— se habría enamorado de él, y él habría comprendido con la claridad de los desterrados que enamorarse es la mejor manera de apropiarse de una ciudad, que el sentido de pertenencia es una de las consecuencias más abstrusas del sexo. Y entonces, en secreto y casi de incógnito, se habría apropiado sin dudarlo ni un instante de la ciudad que esta vez le había tocado en suerte.
Treinta años. Treinta años habría vivido en Medellín con su última esposa y con una hija, una sola, porque su esposa sabría que después de cierta edad más de un embarazo es peligroso y hasta irresponsable. Y muchas veces, a lo largo de esos treinta años, pensaría en Sara y en Gabriel, y para evitar el impulso de llamarlos tendría que recordar la traición y el suicidio y tendría que recordar la cara de los macheteros cuando les pagó cuarenta pesos para que hicieran lo que al final hicieron (pero Enrique ignoraría el resultado final; para él, la agresión tenía un carácter abstracto; en su imaginación no estarían los dedos amputados ni el muñón ni el pulgar solitario). En esos treinta años habría escrito muchas cartas, muchas veces habría escrito en un sobre Señorita Sara Guterman, Hotel Pensión Nueva Europa, Duitama, Boyacá, y en un folio en blanco habría repetido encabezados distintos, unos rencorosos y otros conciliadores, unos lastimeros y otros insultantes, a veces hablándole sólo a Sara, a veces incluyendo una carta separada para Gabriel Santoro, el amigo traidor, el informante. En ella le preguntaría, sin habilidad pero con sarcasmo, si seguía considerando que Konrad Deresser era una amenaza para la democracia colombiana por el mero hecho de recibir en su casa a un fanático, de escuchar imbecilidades sin oponerse, de añadir a esas imbecilidades sus nostalgias y sus patrioterismos baratos, de ser alemán pero además cobarde; y si esas conjeturas falsamente altruistas eran suficientes para arruinar la vida de quienes lo habían querido; y si había aceptado dinero a cambio de los datos proporcionados al embajador americano o quien hiciera sus veces, o si en cambio se había negado cuando se lo ofrecieron, convencido de actuar con arreglo a principios de valor cívico, de deber político, de responsabilidad ciudadana. Pero nunca enviaría esa carta ni ninguna de las otras (decenas, cientos de borradores) que redactaba como por pasatiempo. Y al cabo de esos treinta años la llegada de Gabriel Santoro lo habría sorprendido menos, mucho menos, de lo que hubiera imaginado. Enrique habría aceptado verlo, por supuesto; habría comprendido, con algo de pánico, que con el tiempo el rencor había desaparecido, que las frases de desprecio ya no estaban a la mano, que la venganza había prescrito como los derechos sobre un predio que no se usa; y, sobre todo, habría aceptado de mala gana que al recordar a Gabriel Santoro le daban unas ganas ilegítimas y casi anormales de volver a verlo y de hablar con él.
Así habrían sucedido las cosas, pensé, y mientras tanto, sin advertirlo, ya había dejado atrás el edificio de Sara. Cuando llegué por la carrera quinta a la plaza de toros, en lugar de voltear a la izquierda terminé metiéndome, por distracción y una especie de indecisión de segundos, en ese corredor angosto y oscuro que baja a la calle veintiséis, y pensé en coger la séptima hacia al norte y devolverme varias cuadras para subir otra vez hacia donde Sara. Pero eso ya no pareció tener mucho sentido, o fui yo quien dejó de encontrárselo, porque si seguía por la veintiséis podría coger la Caracas, y ésa era la ruta que había tomado desde el centro cada vez que iba a visitar a mi padre durante los primeros días de su convalecencia, la ruta que habría tomado Sara para los mismos efectos, y la ruta que en ese momento de la noche me llevaría más rápido a su apartamento. Fue, por decirlo así, una conspiración de casualidades; y en pocos minutos de buena velocidad y total irrespeto por los semáforos —ante una luz roja los bogotanos sacamos el pie del acelerador, metemos segunda y vigilamos que no venga nadie, pero el miedo no nos deja detenernos— me encontré frente a su edificio. Desde la muerte de mi padre nunca había hecho ese recorrido, y me impresionó la facilidad con que podía manejar a esas horas de la noche por esas calles que de día son imposibles. Pensé que el tráfico diurno quedaría asociado a la recuperación de mi padre, y la facilidad de la noche, en cambio, a esta visita al apartamento de un muerto, más o menos de la misma forma en que la muerte de mi padre quedaría asociada a mi carro viejo mientras que éste, comprado con la plata del seguro en un taller de segunda mano, me recordaría siempre que mi propia vida (la vida material y práctica, la vida de todos los días, la vida en la que se come y se duerme y se trabaja) seguía adelante aunque a veces me pesara. Sólo había una ventana encendida en la fachada de ladrillo, y una silueta, o quizás una sombra, la cruzó una vez de ida y otra de regreso antes de que la luz se apagara. El portero levantó la cabeza, me reconoció, volvió a acomodarse. ¿Quién me hubiera dicho que acabaría viniendo aquí, solo y en mitad de la noche? Y sin embargo, eso era lo que había sucedido. Una breve distracción —no voltear a la izquierda, sino seguir derecho—, un vago respeto por la inercia de las casualidades, y ahí estaba yo, entrando al último lugar habitado por mi último familiar vivo, y haciéndolo con una idea bien clara en la cabeza: buscar el teléfono de Angelina en el único lugar donde podría encontrarlo. No fue una iluminación de ningún tipo, sino una necesidad repentina y dictatorial, como el hambre o el sexo. Hablar con Sara había dejado de ser necesario; dudar de ella, que tanta información me había dado, era insensato y hasta malagradecido. Angelina. Buscar su número, llamarla, enfrentarme a ella.
«Mi pésame, don Gabriel», me dijo el portero; no recordó, o recordó sin que le importara, que ya me lo había dado dos o tres veces desde el día siguiente al entierro. Me entregó también el correo que seguía llegando aunque hubiera pasado más de un mes desde la muerte del destinatario y aunque esa muerte hubiera recibido más publicidad de la normal; y me percaté de que no sabía qué hacer con las cuentas y las suscripciones, con las circulares del Colegio de Abogados y las notificaciones del banco. ¿Responderlas una por una? ¿Redactar una carta tipo, fotocopiarla y hacer un envío general? Siento informar que el doctor Gabriel Santoro murió el pasado… sírvase, por lo tanto, cancelar su suscripción… El doctor Gabriel Santoro falleció recientemente. No podrá, por lo tanto, asistir… Las frases eran dolorosas por lo ridículas, y redactarlas era poco menos que impensable. ¿Pero entonces qué se hacía en estos casos, cómo acababa por separarse la gente de la vida que ha dejado atrás? Sara sabría cómo; Sara conocería mejor los trámites. A su edad, los efectos prácticos de la muerte son rutinas que ya no intimidan a nadie. En eso pensaba cuando abrí la puerta, y al entrar me di cuenta de que hubiera preferido sentir algo más intenso o acaso más solemne, pero lo primero que me llegó, como es de prever en esas circunstancias, fue mi propio carácter. Nunca he podido evitarlo: siempre me he sentido a gusto en soledad, pero estar solo en casa de otra persona es uno de mis fetiches, algo así como una perversión que no se comenta con nadie. Soy de los que abre puertas de baños ajenos para mirar qué perfumes, o qué analgésicos, o qué anticonceptivos usan los otros; abro mesitas de noche, esculco, miro, pero no busco secretos: encontrar vibradores o cartas de un amante me interesa tanto como una billetera vieja o un antifaz para dormir. Me gustan las vidas ajenas; me gusta examinarlas a mis anchas. Es probable que al hacerlo viole varios principios de la discreción, de la confianza, de las buenas maneras. Es muy probable.
Un mes y el lugar ya empezaba a oler a guardado. En el lavaplatos estaba todavía el vaso de jugo de naranja que yo había encontrado el día de mi cita con Angelina, y eso fue lo primero que hice al entrar: mojar la esponjilla y frotar con fuerza el fondo del vaso para despegar un trozo de pulpa seca. Tuve que abrir la llave del acceso de agua, aunque no recordaba haberla cerrado: ese día, pensé, Angelina debió de haberse encargado de hacerlo. Las cortinas seguían cerradas también, y tuve la sensación de que al abrirlas despedirían una nube de polvo, así que las dejé como estaban. Todo era igual que el día de mi última visita, y lo que permanecía más dolorosamente inmutable era la ausencia del dueño; en cambio, ese dueño había comenzado a ser otro después de muerto y acaso seguiría transformándose, porque una vez que empiezan a salir los secretos, la infidelidad de hace veinte años, la mentira blanca —sí, como una bola de nieve—, ya no hay quien los pare. Excepto mi propio libro, todo en ese lugar parecía sugerir que mi padre no había tenido juventud, y aun mi libro lo sugería de manera tácita, indirecta, lateral. ¿Pero es que era el mismo libro? Lo primero que hizo Peter Guterman al llegar a Duitama fue pintar la casa y construir un segundo piso. Primera frase. Los extranjeros no podían ejercer, sin previa autorización, oficios distintos a los que habían declarado al entrar al país. Una frase más. En el hotel pasaron cosas que destruyeron familias, que trastocaron vidas, que arruinaron destinos. Las frases ya no eran las que yo había escrito, y no se trataba sólo de la violenta ironía que había comenzado a llenarlas: habían cambiado también sus palabras, extranjero ya no quería decir lo mismo que antes, ni tampoco destinos. El libro, mi libro sobre Sara Guterman, era lo más próximo a esos años y lo único capaz de sugerir la (desgraciada) presencia de mi padre en ellos; pero era también la prueba que un fiscal tramposo hubiera utilizado para alegar la inexistencia de mi padre, el gato de Cheshire.
Revisé los lomos azules y marrones de los libros más viejos, revisé el desorden de colores de los más recientes, y no encontré un título que no me resultara conocido, ni una solapa ni unas guardas que pudieran contener, a estas alturas, la menor sorpresa. La meticulosidad de mi padre, su idea de que un ambiente en desorden es una de las causas de un pensamiento desordenado, lo había obligado a acomodar sus apuntes de clase, los veinte años de hablar acerca del buen hablar, en una misma estantería; escogí al azar tres de los fólderes y los examiné con la fantasía de encontrar un documento delator; no encontré nada. ¿No había en este lugar ni un solo papel que contuviera la juventud del muerto, no había un recorte de periódico sobre las listas negras ni un libro en el cual pudiera haber anotaciones, no había una referencia a Enrique Deresser ni a su familia ni a su mero paso por la Bogotá de los años cuarenta? La historia privada de un hombre obliterada sin remedio: ¿cómo podía ser eso posible? En un mundo manipulable, un mundo susceptible de ser reprogramado por nosotros, sus demiurgos, ¿no hubiera sido una necesidad inmediata remediarlo? Pensando en eso cogí mi libro y lo abrí en la página de los Apéndices, escogí un modelo de informe de los varios que había encontrado en el curso de la investigación —de los varios que se utilizaron en casos de infiltrados reales o de propagandistas activos, y que luego han salido a la luz, siempre censurados parcialmente por los oficiales— y lo copié a mano, adaptándolo a mis incertidumbres, sobre las páginas en blanco que parecían dispuestas para esos fines entre el pie de imprenta y las guardas. Escribí: Military Intelligence Division, War Department General Staff, Military Attaché Report. Y luego:
Entrevistado en el café El Automático, el testigo Gabriel Santoro manifestó que Konrad Deresser, propietario de Cristales Deresser, tiene relaciones de extrema confianza con simpatizantes del Partido Nazi colombiano (con sede en Barranquilla y elementos infiltrados en todo el territorio) y en más de una ocasión ha demostrado posiciones antiamericanas en presencia de ciudadanos colombianos. Se ha determinado que la palabra del testigo es digna de confianza.
Cambié de página. Escribí: «En cumplimiento de la Orden Especial n.º 7 del Agregado Militar, Bogotá, Colombia, se llevó a cabo la labor de la referencia con los siguientes resultados». Y luego:
Interrogado en las oficinas de la Embajada de los Estados Unidos de América, Bogotá, el informante Santoro (NI. Ver infra, dossier Hotel Nueva Europa) manifestó que el señor Konrad Deresser tiene relaciones de extrema confianza con propagandistas reconocidos (principalmente Hans-Georg Bethke, KN. Ver infra, Lista de Nacionales Bloqueados, actualización de noviembre de 1943) y en más de una ocasión ha demostrado posiciones antiamericanas en presencia de ciudadanos colombianos, así como de sus empleados, a quienes tiene por costumbre saludar en alemán. Se han contrastado sus declaraciones con otras fuentes. Se ha determinado que la palabra del informante es digna de confianza.
Devolví el libro a su lugar y descubrí que el universo no se había transformado al adulterarse el contenido de esas páginas. Mi padre seguía de incógnito en su propio recuerdo, muerto pero además clandestino. Pero quizás lo imposible, en el caso de mi padre, sería lo contrario: un bache, un vacío en el arte de borrar las huellas, un defecto en el rigor del hombre más riguroso del mundo, una inconsistencia en su voluntad poderosa de olvidar ciertos hechos, de borrar a Deresser como quedó borrado Trotsky (es un ejemplo) de las fotografías y las enciclopedias del estalinismo. Si de revisar su historia se trataba, mi padre —mi padre revisionista— lo había logrado con éxito. Pero entonces había cometido el error que acaso cometemos todos: hacer confidencias después del sexo. Imaginé a los amantes. Los imaginé caminando desnudos por este apartamento, yendo a la cocina por algo de tomar o al baño para botar condones recién usados, o sentados como adolescentes en esta silla. Ella está desnuda sobre las rodillas de mi padre como el muñeco de un ventrílocuo, y sus piernas recién afeitadas (las espinillas cubiertas de piel de gallina) cuelgan sin tocar el piso; él lleva puesta su bata, porque hay ciertos pudores que no se pierden nunca. «Háblame de ti, cuéntame cosas de tu vida», le dice Angelina. «Mi vida no tiene nada interesante», responde mi padre. «Será para los demás», dice Angelina. «A mí sí me interesa.» Y mi padre: «No sé, no sé. Tal vez otro día. Sí, algún día te voy a contar todo lo que haga falta». Tal vez si vamos a Medellín, piensa mi padre, tal vez si me acompañas a hacer esto que no puedo hacer solo.
Sobre el escritorio de mi padre, no sobre su mesa de noche, encontré la libreta de teléfonos, pero el apellido de Angelina no me vino a la cabeza de inmediato, como sucede con nuestros conocidos, así que tardé un instante en encontrar su número, el escuadrón de garrapatas anotado por la mano izquierda. Era más de medianoche. Me senté junto a la almohada, al borde de la cama, como un visitante, como el visitante que era. En el pie de la lámpara había una película de polvo; o tal vez la había sobre cada superficie del apartamento, pero aquí, por el efecto de la luz directa y amarilla, resultaba más visible y más grosera. Abrí la mesa y revolví lápices HB y monedas de doscientos pesos, y entonces encontré un librito barato, de esos que venden en los supermercados o en las droguerías (están dispuestos junto a las máquinas de afeitar y los chicles), en el cual no me había fijado la última vez. Era un regalo de Angelina. Libros para amantes, se leía en la portada plastificada y verdosa, y debajo: Kama Sutra. Lo abrí en cualquier página y leí: «Cuando ella sujeta y masajea el lingam de su amante con su yoni, esto es Vadavaka, la Yegua». Angelina la yegua masajeaba el lingam de mi padre, aquí, en esta cama, y de repente la elaborada diatriba que había preparado en el fondo de la cabeza empezaba a desdibujarse, y Angelina, lejos de encarnar la caída en desgracia de mi padre, se transformaba en una mujer vulnerable pero desvergonzada, sentimental y cursi pero también directa, capaz de regalarle a un profesor de clásicos, sesentón y retraído, la versión barata de un manual de sexo ilustrado. Dudé, pensé en colgar, pero ya era demasiado tarde, porque el teléfono había timbrado dos o tres veces, y fui yo el primer sorprendido por la pregunta que estaba pronunciando. «¿Angelina Franco, por favor?»
«Con ella», dijo la voz del otro lado, dormida y un poco irritada. «¿Yo con quién hablo?»
«¿Pero no sabe qué horas son? Usté está loco, Gabriel, llamar a estas horas, me dio un susto el berraco.»
Era cierto. Tenía la voz acelerada y densa. Tosió, respiró hondo.
«¿La desperté?»
«Pues claro que me despertó, si son más de las doce. ¿Qué quiere? Mire, si es para echarme en cara…»
«En parte sí. Pero no le voy a gritar, tranquila.»
«No pues, gracias. Si aquí la que tengo que gritar soy yo, qué tan descarado.»
«Mire, Angelina, yo no sé cómo haya sido la cosa con mi papá. Pero a nadie se le hace lo que usted le hizo, eso me parece evidente. ¿Fue por plata?»
«A ver, a ver», me cortó. «Sin insultos.»
«¿Cuánto le pagaron en el programa? Yo le hubiera pagado igual por quedarse callada.»
«¿Ah, sí? ¿Y yo hubiera quedado igual de contenta? No creo, mi querido, no creo. ¿Quiere que le diga la verdad? Yo lo hubiera hecho gratis, sí señor. A la gente hay que decirle las cosas como son.»
«A la gente le importa un carajo, Angelina. Usted lo que hizo…»
«Vea, me tengo que ir a dormir, es tarde y yo sí madrugo. No me vuelva a llamar, Gabriel, yo no tengo que darle explicaciones ni a usté ni a nadie, chao.»
«No, espere.»
«¿Qué?»
«No me cuelgue. ¿Sabe dónde estoy?»
«Y a mí qué me importa. No, en serio, no me diga que me llamó a decir güevonadas. Le voy a colgar, chao.»
«Estoy en el apartamento de mi papá.»
«Listo. Y qué más.»
«Le juro.»
«No le creo.»
«Le juro», dije. «Vine por su teléfono, la iba a llamar a insultarla.»
«¿Por mi teléfono?»
«Por la libreta de mi papá, yo su teléfono no lo tengo.»
«Ah. Listo, muy interesante, pero me tengo que ir a dormir. Hablamos otro día, chao.»
«¿Usted vio el programa esta noche? ¿Se vio en televisión?»
«No, no vi el programa», dijo Angelina, evidentemente molesta. «No, no me vi en televisión. No me llamaron a avisarme, me dijeron que me llamaban antes de sacarlo y no me llamaron, me dijeron mentiras ellos también, ¿ya? ¿Podemos colgar, por favor?»
«Es que necesito saber un par de cosas.»
«Ay, pero qué cosas, Gabriel, no sea cansón. Mire que le cuelgo. No le quiero colgar, colgar es de gente maleducada, pero si me obliga le cuelgo.»
«Lo que le hizo a mi papá es muy grave. Él…»
«No, no, esperate pues. Lo que él me hizo, eso sí fue grave. Irse sin decir nada, dejarme tirada como un trapo viejo. Eso es lo que no se le hace a la gente.»
«Déjeme hablar. Él confió en usted, Angelina, ni siquiera yo sabía esas cosas, ni siquiera a mí me había contado lo que le contó a usted. Y eso, como es obvio, me afecta a mí también. Todo lo que él le dijo. Todo lo que usted dijo en televisión. Así que quiero saber si es verdad, nada más. Si usted se inventó algo o si todo es verdad. Es importante, no tengo que explicarle por qué.»
«Ah, ahora me acusa de decir mentiras.»
«Se lo estoy preguntando.»
«¿Con qué derecho?»
«Con ninguno. Cuélgueme si quiere.»
«Le voy a colgar.»
«Cuélgueme, cuélgueme tranquila», le dije. «Es todo mentira, ¿verdad? ¿Sabe qué creo? Creo que mi papá le hizo daño a usted, no sé cómo, pero le hizo daño, dejándola, cansándose de usted, y usted se está desquitando así. Las mujeres no soportan que nadie se canse de ellas, y así se desquitan, como usted. Aprovechando que él está muerto y no puede defenderse. Usted es una resentida y nada más, eso es lo que me parece. Lo traicionó de la manera más cobarde, y todo porque el viejo decidió que seguir con esta relación no valía la pena, cosa que cualquier persona tiene derecho a hacer en este hijueputa mundo. Esto es calumnia, Angelina, es un delito y tiene cárcel, claro que nadie sabrá nunca si usted lo está calumniando o no. ¿Qué siente cuando piensa en eso, Angelina? Dígame, dígame qué siente. ¿Se siente fuerte, se siente poderosa? Claro, es como mandar una nota anónima, como insultar con seudónimo. Los cobardes son todos iguales, es impresionante. El poder de la calumnia, ¿no? El poder de la impunidad. Sí, la calumnia es un crimen, aunque nunca nadie vaya a probarlo en su caso. Eso es usted, Angelina, usted es lo más ordinario que hay: una ladrona escapada.»
Estaba llorando. «No sea injusto», dijo. «Usté sabe muy bien que yo no me he inventado nada.»
«No, la verdad es que no lo sé. Lo único que sé es que mi papá está muerto y que usted lo anda difamando por todo Bogotá. Y quiero saber por qué.»
«Porque me dejó de la peor manera. Porque se aprovechó de mí.»
«No sea cursi, por favor, mi papá es incapaz de aprovecharse de nadie. Era incapaz.»
«Pues eso puede parecerle a usté, yo no soy quién para decirle otra cosa. Pero a usté nunca lo han abandonado, eso se ve a la legua, yo sé lo que pasó en Medellín, yo sé lo que él me hizo creer, me hizo creer que volvía y no volvió, me dijo que lo esperara y me dejó esperándolo, todo eso lo sé, y eso fue desde el principio, él todo esto lo planeó, necesitaba mi apoyo y pensó: bueno, que ésta me acompañe y después de llegar ya no me sirve, pues allá la dejo. Me hizo creer…»
«¿Qué le hizo creer?»
«Que nos íbamos de paseo. Que éramos una pareja y nos íbamos a pasar Navidad.»
«¿Y no se fueron de paseo?»
«No, fuimos a hacer un trabajito. Y luego yo ya cumplí mi función y me volví un estorbo.»
«Son dos cosas distintas.»
«¿Cuáles?»
«Uno: pedir ayuda. Dos: querer al que ayuda.»
«Ah no, no me salga con esas maricadas. Todos los hombres…»
«¿Dónde están sus papás, Angelina?»
«¿Qué?»
«¿Dónde está su familia?»
«No, un momento. Con eso no se meta, cuidadito pues.»
«¿Hace cuánto no se habla con su hermano? Años, ¿verdad? ¿Y no le gustaría volver a hablar con él, tener a alguien que se acordara de sus papás? Claro, pero no lo hace porque se han alejado ya mucho, ya es difícil volver a acercarse. Le gustaría hacerlo, pero es difícil. Acercarse a la gente siempre es difícil. La gente que está lejos nos da miedo, es lo más normal. ¿Pues sabe qué? Sería más fácil si alguien la ayudara, si yo mismo fuera con usted a Cartagena.»
«Santa Marta.»
«Si yo fuera con usted a Santa Marta y me sentara a tomarme algo mientras usted se encuentra con su hermano y hablan lo que tengan que hablar. Si las cosas salen bien, ahí estoy yo para que me cuente. Si salen mal, si su hermano la manda a la mierda y le dice que no le interesa, que se devuelva por donde vino, ahí estoy yo. Y nos vamos para el hotel o para donde sea, y nos acostamos a ver televisión, si eso la ayuda, o nos emborrachamos, o tiramos toda la noche, lo que sea. Pero hay otra posibilidad: que después de ir a verlo, usted decida por otras razones que no quiere volver. Es otra cosa, no es razón para que yo vaya a difamarla después. ¿Capta el mensaje o se lo explico más claro?»
«A mí no me interesa ver a mi hermano.»
«Pero qué bruta. Es un ejemplo, bruta, una analogía.»
«Será eso que usté dice. Pero es igual, no me interesa verlo.»
«No estamos hablando de eso. Qué bruta, por favor. Estamos hablando de mi papá.»
«No me interesa ver a mi hermano. Puede que a él sí, pero a mí no.»
Silencio.
«Está bien», le dije. «¿Cómo sabe que no le interesa?»
«No, no sé, me imagino.»
«¿Por qué se imagina?»
«Él no vino al entierro de mis papás, qué más prueba que ésa.»
«No llore, Angelina.»
«Ya no estoy llorando, no me joda la vida, ¿bueno? Y si quiero llorar, ¿qué le importa? Déjeme o le cuelgo ya mismo, déjeme…»
«¿Le cuento algo curioso?»
«O le tiro el teléfono.»
«Yo fui a donar sangre. Para esa bomba, para la bomba de Los Tres Elefantes.»
Silencio.
«¿Qué tipo es usted?», dijo luego.
«O positivo.»
Nuevo silencio. Enseguida:
«Igual que mi papá. ¿En serio donó sangre?»
«Sí, fui con un amigo, un médico», dije. «La persona que hubiera operado a mi papá si no existiera el Seguro Social. Me obligó a ir, yo no quería.»
«¿Adónde fue?»
«La mayoría de los heridos estaban en la Santa Fe y en la Shaio. Las clínicas más cercanas a la bomba, y las mejor dotadas, me imagino. Yo fui a la Santa Fe.»
«¿Dónde se dona sangre en la Santa Fe?»
«En el segundo piso. O en el tercero. Subiendo unas escaleras, en todo caso.»
«¿Y cómo es el sitio?»
«¿Me está probando?»
«Dígame cómo es el laboratorio.»
«Es una sala grande con sofás cafés, me parece, y hay ventanillas alrededor», le dije. «Uno habla con una enfermera y se sienta, y luego lo hacen seguir.»
«¿Al fondo a la izquierda?»
«No, Angelina, al fondo a la derecha. Hay cubículos, mucha gente sacándose sangre al mismo tiempo. A uno lo sientan en unas sillas altas.»
«Las sillas altas», repitió Angelina. «Usté donó sangre. Gabriel nunca me dijo.»
«Seguramente no sabía. Tampoco es que siguiera mi vida tan de cerca.»
«Impresionante», dijo. «Me acuerdo cuando Gabriel me preguntó por mis papás y le conté, me puse muy mal, él me dijo tantas cosas tan bonitas. Esa tarde me habló mucho, hasta me habló de la enfermedad de su esposa, pero nunca me dijo esto, qué impresión, estoy impresionada.»
«Tampoco es para tanto. Todo el mundo ha donado sangre en esta ciudad.»
«Pero es que está conectado, ¿sí me entiende? Qué impresión, le juro. Yo no sé de qué se murió mi papá, no quise saber si por un golpe, si… pero si usted…»
«Tranquila. No hable de eso si no quiere.»
«Mi mamá era A positivo, eso es más difícil.»
«¿Se llevaban bien?»
«Normal. Bien, yo creo que sí. Pero no demasiado, ellos allá y yo acá.»
«Uno acaba alejándose, me imagino.»
«Sí, eso. Y por una vez que vienen a visitarme, se meten en una bomba de los narcos. Qué suerte tan berraca, hombre, eso es uno ser muy salado en la vida.»
«Tampoco tanto. Tarde o temprano nos va a tocar a todos, y perdóneme por decir frases tan bobas. ¿Usted está contenta aquí?»
«Ay, da igual, si en Medellín también hay bombas, las bombas van donde uno vaya, Gabriel.» Y luego, riendo: «Como la luna».
«Pero si ellos estuvieran vivos, ¿no pensaría en devolverse a Medellín?»
«Ya llevo un poco de años acá, ya estoy acostumbrada. Cambiar es feo, es desagradable. No sé a usté, pero a mí la gente que se está moviendo todo el tiempo me genera como desconfianza, como… Como desconfianza, sí, no hay otra palabra, no lo puedo decir mejor. Irse de donde uno nació no es normal, ¿cierto? Y ya irse dos veces de donde uno está, o irse de la tierra de uno, ¿cierto?, irse para un país donde se habla otra cosa, yo no sé, es de gente rara, la gente sin raíces es capaz de cosas malas.»
«Sí. Mi papá opinaba lo mismo. ¿Le puedo hacer una pregunta?»
«¿Otra?»
«¿Cómo fue que acabó enredada con mi papá?»
Silencio.
«¿Por qué? ¿Le parezco poquita cosa?»
«Claro que no, Angelina. Es sólo…»
«Él una persona tan inteligente y tan culta, ¿no? Y yo una masajista.»
«¿Masajista?»
«Cuando mi novio me quería hacer daño me decía eso: “Yo no sé qué hice para acabar con una masajista de mierda”. Claro, la culpa es mía, porque una profesional de verdad no se mete a tocar a los pacientes.»
«Le hice una pregunta.»
«No sé, su papá era un paciente cualquiera, yo no es que me enrede con todos los pacientes. Esas cosas pasan sin que uno se dé cuenta, de pronto Gabriel había cruzado la raya, ¿sí me entiende?, y yo le dije que no, que en mi vida no se metía nadie, y él no hizo caso. Pero él era el paciente y yo me aguantaba las cosas que me decía.»
«¿Por qué? ¿Por qué no se fue, si tanto le molestaba, por qué no consiguió un reemplazo?»
«Porque la terapia no había terminado. Está mal que yo lo diga, pero es que yo soy como muy seria, ¿cierto? Yo mi trabajo lo hago bien, además porque me gusta. Lo único que quiero es ayudar a la gente a moverse otra vez, más sencillo no hay. Pues él era eso, un paciente cualquiera, uno de tantos, un rectangulito en mi horario, yo tengo un horario con todas mis visitas, él era una más. Yo no tenía ninguna intención de dejarlo entrar en mi vida, le juro, ya los hombres me habían herido demasiado, no es que yo sea una mujer de experiencia tampoco, no me malinterprete. Usté quiere saber por qué le abrí la puerta a él, y no a otro.»
«No tiene que hablar de puertas.»
«Yo hablo como me dé la gana. Si no le gusta me callo, yo no hablo tan bien como ustedes.»
«Perdón. Siga.»
«En esos meses ya me habían tocado más de diez. Todos hombres de cincuenta, de sesenta, dos o tres de setenta. Después de una cirugía de corazón tienen que a aprender a moverse otra vez, como recién nacidos. Entonces yo me pongo al lado y les hago ejercicios, a la gente le da pena, yo les juego un poco, y además les recuerdo que no están muertos aunque a veces parezca, porque están tan deprimidos siempre, pobrecitos, es que da un pesar… En todo caso es como un don de Dios, le juro, tratar con esa gente que ha vuelto a la vida. El cuerpo lo tienen desorientado, el cuerpo creía que estaba muerto y hay que convencerlo de que no, porque…»
«Sí, sí. Ya me lo explicaron.»
«Bueno. Para eso estoy también, para demostrarles que no se han muerto, que ahí siguen. Si usté me viera, hay que ver el trabajo que me cuesta con algunos, sobre todo con los más jóvenes. A veces me tocan así, señores con su by-pass a los cuarenta y pico, y no lo aceptan, cómo así que yo tan joven. Y yo explique y vuelva a explicar.»
«¿Qué cosa?»
«Que a esa edad es cuando más riesgo se corre, ¿sí sabía? Porque a los cuarenta, cuarenta y cinco, uno se siente todavía joven, y hágale con el trago, y hágale con el cigarrillo, y hágale con las papas fritas. Y en cambio de ejercicio ni mierda, que yo soy joven todavía. Pues el corazón piensa otra cosa. Ya le ha tocado mucho tiempo de trago y cigarrillo, ya no quiere más. Y ahí es cuando pasan los accidentes. A mí me va bien porque es variar un poco, me gusta que no sean viejos siempre, que de vez en cuando pueda tocar cuerpos de mi edad, yo todavía estoy joven. Uy, perdón, qué confiancita. Yo estas cosas no debería decirlas, acuérdeme que usté no es su papá.»
«¿Por qué? ¿A él si podía decírselas?»
«Pues claro. Oírme hablar de mi trabajo le fascinaba.»
«Bueno, pues a usted le gusta su trabajo y le gusta decir que le gusta su trabajo. No veo qué tenga de particular.»
«Es que hay trabajos que a uno no le pueden gustar demasiado, Gabrielito, no se me haga el que no entiende. Sobre todo si no los hace de la manera normal. Si uno es ginecólogo no puede andar por todas partes gritando me gusta mi trabajo, me gusta mi trabajo. La gente no se lo toma bien, ahora me va a decir que no se le ha ocurrido nunca.»
«Pero usted no hace lo que hace un ginecólogo. Ni nada parecido.»
«A mí me gusta tocar. Me gusta sentir a la gente, eso no se puede decir en voz alta. Otras fisioterapeutas sientan al paciente a veinte metros y desde ahí le dicen qué hacer. Yo me acerco, los toco, les hago masajes. Y decir que los toco y me gusta no está bien visto. Los clientes se sentirían incómodos y los médicos me echarían a patadas, usté no se lo va a decir a nadie, ¿no?»
«No sea ridícula.»
«Me gusta el contacto, qué puedo hacer. Después de un fin de semana sola en mi casa, pues me hace falta. Uno en la casa está muy solo, usté vive solo también, ¿no? Pues a mí me hace falta ir a encontrarme con alguien. Uy, si el cardiólogo de la San Pedro me oye me bota a la calle, por mi madre que sí.»
«Pero yo no soy el cardiólogo.»
«No, pero estas cosas no se las diría a la cara, tampoco. Menos mal que estamos por teléfono.»
«Menos mal.»
«Me gusta meterme en un ascensor bien lleno de gente. Me siento acompañada, me siento tranquila. En esos sitios los hombres se rozan contra uno, mis amigas odian eso, a mí en cambio me gusta. Eso no se lo he dicho a nadie nunca. Mi novio era claustrofóbico, no le gustaban esas cosas. Y un masaje ya no es que me toquen, sino tocar yo, acariciar, yo sé que a la gente le gusta, tal vez les dé pena que les guste, pero les gusta, a los hombres sobre todo, yo sé que todavía tengo mi atractivo.»
«¿Cuándo supo?»
«¿Que todavía tengo mi atractivo?»
«Que éste era su trabajo.»
«Uf, no sé. Ya se está imaginando bobadas, ¿cierto? Pues yo no jugaba a masajear a mis muñecas, ni mucho menos a mis amigas, para que sepa. No se ría, es verdad.»
«Le creo.»
«Si hubiera tenido hermanos de mi edad, tal vez no me hubiera sentido sola, yo era una niña sola. Pero mi hermano era seis años mayor que yo, o es todavía. Él nunca estaba conmigo. Empezó a darse cuenta de que yo existía cuando yo tenía once años, por ahí. Una vez me estaba doliendo el pecho, usté sabe, cuando a uno le empiezan a salir las tetas, y mis papás estaban ambos trabajando, así que le dije a mi hermano. Él me llevó al baño y me sentó sobre el lavamanos, era muy fuerte y me levantaba del piso así, de un viaje. Y empezó a tocarme. “¿Te duele aquí? ¿Y aquí? ¿Te duele aquí?” Me tocaba las costillas, ¿le molesta que le cuente esto? Me tocaba los pezones, me dolía un montón, pero le contestaba, sí, no, un poquito. Y luego ya él se fue a hacer el servicio militar y ya esas cosas no pasaron más, yo tenía once años. Luego, la primera vez que vino durante el servicio, me pasó algo rarísimo, como un asco, un asco chiquitico. Podía ser la cabeza rapada, no sé. Tampoco me gustaba como había llegado hablando, con esa manera tan charra de los militares, ¿sí sabe? Y todas las güevonadas, perdón, todas las bobadas que contaba de sus nuevos amigos soldados, gente que había llegado de Corea hacía tres o cuatro o cinco años, y llegaban contando cosas interesantísimas, por lo menos para mi hermano, y él llegaba a repetirlas como una cotorra, a mí me aburrían y él me parecía un güevón. Cuando iba a bañarme cerraba con seguro y además recostaba la canasta de la ropa sucia a la puerta, en mi casa era con pestillo y si alguien empujaba fuerte pues se abría, no era que mi hermano fuera a romper la puerta para verme empelota, pero bueno. Y luego llegó mi hermano con la noticia de que se iba de la casa, había dejado embarazada a la novia y se iba de la casa. Nadie sabía ni siquiera que tuviera novia. Ella vivía en Santa Marta, trabajaba en una agencia de viajes, o una oficina de turismo, y le iba a conseguir trabajo a él, apenas estuviera bien en su trabajo y ahorrara un poco nos iba a invitar a todos a la costa. Todo eso prometió, pero luego nada. Me acuerdo de mi mamá diciendo “Se nos perdió”. Había hecho el cálculo, y según ella ya tenía que haber nacido su nieto, y mi hermano no dijo nada. “Se nos fue y se nos perdió”, eso decía mi mamá. Para mí en cambio fue un descanso, es triste pero es así.»
«No es tan triste. El tipo era un patán, Angelina.»
«Sí, pero era mi hermano. Imagínese luego cuando les dije que yo también me iba. Claro que eso fue mucho después, ya estaba en prácticas, pero igual les dio durísimo, yo era la niña de la casa. Ellos se partieron el culo para mandarme a la universidad, Gabriel, y todo para qué, para que agarrara mi cartón y me viniera a Bogotá, desagradecida la culicagada, ¿cierto? Pero es que yo era muy buena, qué culpa tengo, tenía manos mágicas.»
«La alumna consentida.»
«No, yo de alumna me escondía, trataba de no sobresalir. Fue luego, en las prácticas. Era en la León XIII. Allá me hubiera quedado toda la vida si no me hubiera venido a Bogotá. Fue el fisiatra de la León XIII el que se dio cuenta de que yo hacía milagros con las manos, él me ponía un paciente de ochenta años con tres by-passes y en diez días yo lo tenía haciendo los aeróbicos. Cuando a él lo trasladaron a Bogotá, me arrastró casi a la fuerza. Ahí mismo empezamos a salir.»
«¿Nombre?»
«Lombana. Él era un tipo más de viajar y de estar en otros lugares, había hecho estudios en Estados Unidos y se las arreglaba mejor, todo el mundo lo quería, hizo mil amigos. Pero yo no. En esta ciudad de mierda yo sólo lo conocía a él, así que hice lo que hubiera hecho cualquier persona en mi lugar: me enamoré. Tres años me demoré en descubrir que el tipo estaba casado. Ya estaba casado en Medellín. El traslado a Bogotá no era una distinción, él lo había pedido, porque en Medellín se había casado con una muchachita de acá. ¿Y usté cree que lo mandé a la mierda? No, seguí parada al pie del cañón, como una imbécil, encontrándome con él en mi apartamento casi siempre, y cuando estábamos de fiesta en los moteles de La Calera. Allá me llevaba para neutralizarme: a veces yo me ponía histérica, o lo amenazaba con terminar con toda esa mierda, y ése era mi contentillo. Me lo merezco todo, por estúpida. A mí me gustaban los moteles de La Calera. Cuando no hay nubes, cuando el aire está limpio y no hay demasiada contaminación, se ve el nevado del Ruiz. Cómo me gustaba ver el nevado del Ruiz, él me decía que un día me iba a llevar aunque fuera peligroso. Claro que yo no le creía, tampoco soy tan ingenua.»
«Tampoco.»
«Y así diez años. Diez años, Gabriel, parece mucho pero a mí se me pasaron como un tiro, la verdad. Porque no había el desgaste que tienen las parejas de verdad. Yo no he estado casada, y tal vez esté mal que hable de algo que no conozco, pero le juro que con su esposa Lombana peleaba más que conmigo, no me cabe la menor duda. Porque con la esposa hay historia. Eso es lo que uno tendría que evitar, que hubiera una historia con la gente, con los amigos, con los amantes. Uno se acerca a alguien y ahí mismo empieza a haber resentimientos, cosas que se dicen sin querer o se hacen sin querer, y eso arma una historia. Usté va a donde su cardiólogo y él saca su historia médica y aunque sea sin querer se fija en todo: en que dejó de fumar, sí, pero sólo a los cuarenta. En que su papá tenía un soplo. En que su tío abuelo tuvo una esclerosis. Eso me decía Lombana, que con su esposa era así, iban a acostarse y cada rencor que se había acumulado desde el matrimonio se acostaba con ellos. Al final ya estaban haciendo el amor sólo por detrás, porque él prefería no verle la cara. Todo me lo contaba él. Con todo el detalle posible. Yo no quería que eso me pasara, y supongo que por eso aguanté diez años sin hacer algo, algo serio, quiero decir. No quería hacer cosas que luego fueran a llenarnos de rencores, usté sabe cómo es el asunto. A mí el sexo me gusta por delante, normal. Yo soy una niña decente.»
«¿Cómo lo mataron?»
Silencio.
«Bueno, ¿pero hay algo de mi vida que Gabriel no le haya contado? Era un noticiero, su papá. Pues qué pena, pero no me gusta hablar de eso.»
«Por favor, Angelina. Ya me contó que su hermano la tocaba. Ya me dijo cómo le gusta el sexo.»
«Es distinto.»
«Fue en el centro», le dije. «Fue en una discoteca.»
«¿Y a usté qué le importa?»
«No me importa. Pura curiosidad.»
«Morboso.»
«Exacto. No es curiosidad, es morbo. ¿Tenía negocios raros, estaba metido en droga?»
«Claro que no. Hubo una pelea y sacaron pistolas y a él le tocó un tiro, no es más. Lo más normal del mundo.»
«¿Usted estaba con él?»
«No, Gabriel, yo no estaba con él. Yo estaba en mi apartamento bien guardada, no estaba con él, tampoco estuve con mis papás después, ¿bueno? Sí, ojalá me hubieran matado a mí también en la puta bomba, ojalá me hubieran matado en el tiroteo, yo no estaba con él y nadie me vino a avisar porque muy poca gente sabía que yo existía y todos los que sabían preferían respetar a la esposa y no decirle mataron a tu marido y además tenía otra mujer desde hace diez años, no, trece años cumplidos, fijate vos. No, yo me enteré sola, él no me dejaba llamar a su casa y tuve que ir a pararme al frente como una ramera para preguntarle si es que quería terminar, o por qué se había desaparecido de ese modo, y cuando no apareció en todo el día pues averigüé cosas y acabé enterándome, pero nadie me avisó porque ustedes todos se tapan con la misma cobija, hipócritas de mierda. Así que no estaba con él, y qué, ¿podemos hablar de otra cosa?»
«No se ponga así. Es bueno hablar de estas cosas. Es terapéutico.»
«Otra vez con la misma vaina, su papá me decía lo mismo. ¿Por qué son tan arrogantes, es una cosa de familia? Mire, si ustedes se pasaban la vida hablando de todo y eso les servía, pues me alegro, pero dígame una cosita, ¿por qué putas me toca ser igual a mí?»
«No le toca. Tranquila.»
«¿Por qué lo que a ustedes les sirve me sirve seguro a mí también?»
«Cálmese. Nadie está diciendo eso.»
Silencio.
«Tiene que respetar más a los otros, Gabriel.»
«Respetar a los otros.»
«No todos somos iguales.»
«Somos muy distintos.»
Silencio.
«Además, la terapeuta soy yo.»
«Sí.»
«No me venga a hablar mierda.»
«No.»
Silencio.
«Bueno, menos mal estamos de acuerdo. Espéreme un segundo. Espéreme, espéreme, espéreme, espéreme… listo. A ver, siga hablando.»
«¿Qué pasó?»
«Me estaba armando un cacho.»
«¿A estas horas?»
«A estas horas, cómo le parece. Cuando lo de mis papás, esto era lo único que me ayudaba a dormir.»
«¿Y se lo armó ahí, en la cama, con el teléfono pegado al oído? Qué manos tiene, la verdad.»
«Me sostengo el teléfono con el hombro y ya. No es tan difícil. ¿Usté está durmiendo bien?»
«Supongo. Me despierto temprano, eso sí. Cinco de la mañana y ya, el cerebro se despierta un segundo y ya quedé para todo el día. O me paro al baño porque me despiertan las ganas. Pero todo el mundo sería capaz de volverse a dormir, yo no. Mientras estoy orinando pienso en mi papá y ya no hay nada que hacer. Me durará un rato, me imagino, y luego será normal otra vez. Porque la cosa se normaliza, ¿no?»
«Sí. Por eso no se preocupe, Gabriel, la cosa se normaliza. Mire, ahí le va un soplo de marihuana por el teléfono.»
«Hasta acá huele, qué envidia me da.»
Silencio.
«De manera que en el apartamento de su papá, ¿no? Sentado en la cama de su papá. Es un poquito raro, la verdad, usté como que tiene su lado raro.»
«¿Qué tiene puesto, Angelina?»
«Uy, no, pero tampoco tan raro.»
«¿Está metida en las cobijas?»
«No, estoy empelota sobre la colcha y tengo un foco rojo prendido. Pues claro que estoy metida entre las cobijas, si está haciendo un frío de mierda en esta ciudad de mierda. Es decir, lo de siempre. ¿Y usté?»
«Me estoy quitando los pantalones y me estoy metiendo entre las cobijas yo también. Es verdad que está haciendo frío. Me parece que me voy a quedar aquí, nunca he dormido en esta cama.»
«¿No le da miedo?»
«¿De qué?»
«De qué va a ser. De que le jalen los pies.»
«Angelina, qué cosas dice. Una mujer de ciencia.»
«Qué ciencia ni un culo, a mí me los han jalado. Una amiga de la universidad se murió hace como tres años, de una insuficiencia renal, usté sabe, una de esas cosas que se descubre un día y en tres días más ya no hay nada que hacer. Y fue como si la pobre no hubiera tenido tiempo de despedirse de las amigas. Yo estaba aquí lo más de tranquila, ya bien dormidita, y le juro que me los jaló. A los muertos les gusta despedirse de mí.»
«Pues de mí no se ha despedido nadie nunca. Ni nadie ha venido a jalarme los pies.»
«Pero es que en la cama de un muerto. Imposible que no le dé ni un poquito de impresión, yo no podría, usté sí es muy macho. ¿Qué sábanas son?»
«Son blancas y a cuadros.»
«Esas sábanas se las regalé yo a su papá. Hacía diez años que no compraba sábanas nuevas.»
«No me sorprende.»
«Son las últimas sábanas que usó Gabriel.»
«Bueno, no se me ponga mística. Aquí me voy a quedar y mi papá no va a venir a espantarme, le juro que tiene mejores cosas que hacer.»
«¿Puedo decirle algo?»
«Dígame algo.»
«Usté está muy bien, Gabriel, mucho mejor de lo que estuve yo. Va a salir de esto rapidísimo.»
«No crea. Me hago el que estoy bien, pero es un mecanismo de defensa. Soy experto en eso, todo el mundo lo sabe. La cara de palo es un mecanismo de defensa. El cinismo es un mecanismo de defensa.»
«¿Y no es difícil poner cara de palo?»
«Es que yo juego póquer en mis ratos libres.»
«Claro, usté hace chiste con eso, pero a mí me da envidia, qué no daría por un poquito de cara de palo. ¿Eso se aprende, dónde lo enseñan? No, le juro, a mí me dio muy duro estar sola, dormir sola después de la bomba. Luego apareció su papá y fue como si me rescatara, me agarré a él fuertísimo, tal vez ése fue el error. Y luego ver que también él me abandonaba. Que también él era capaz de hacerme cosas malas. La verdad, me dio bastante duro. Quién me manda a ilusionarme. Quién me manda a ser tan ingenua. Pero es que fue tan duro.»
«Ya sé. Tanto como para apuñalarlo por la espalda. Y en televisión.»
«Usté piense lo que quiera, yo tengo mi conciencia tranquila. Yo sólo sé una cosa, que Gabriel era otro. Finalmente no era la persona que creíamos.»
«Ni él ni nadie, Angelina.»
«Pues en televisión yo no hablé de él, hablé del otro.»
«Sofista.»
«¿Qué es eso?»
«Es lo que es usted. Una sofista descarada.»
«¿Es un insulto? ¿Me está insultando otra vez?»
«Más o menos. Pero no tengo ganas de pelear.»
Silencio.
«Yo tampoco. Ya apagué la luz, tengo un cacho entre pecho y espalda, estoy aquí metida como si nada, como si el mundo fuera más tranquilo, como si no tuviera problemas, y sé que tengo frío, pero no me doy cuenta, o más bien me doy cuenta pero no me importa… No, tampoco quiero pelear, es la primera vez en el día que me siento a gusto. Pero con frío, eso sí.»
«Pues póngase algo más. ¿Cómo es su piyama?»
«Es un camisón, largo largo, me llega hasta las rodillas. De algodón azul claro y con bordados azul oscuro en las mangas, lo más bello.»
«De razón. ¿No tiene ni siquiera unas medias?»
«Sí, unas medias sí.»
«¿Ya terminó de fumar?»
«Hace rato.»
«Bueno. ¿Tiene sueño?»
«Sueño sueño no, estoy un poquito cansada. ¿Usté?»
«Yo estoy bien despierto. Tengo que quedarme a esperar a mi papá.»
«Ni en chiste, Gabriel, no diga esas cosas. Vea, me ericé toda.» Silencio. «En los brazos y en el cuello.» Silencio. «Yo lo quería mucho.»
«Yo también, Angelina.»
«Todos lo querían. La gente lo quería.»
«Sí.»
«El amigo alemán lo quería, seguro.»
«Seguro.»
«¿Y entonces por qué le hizo eso? ¿Por qué no se lo dijo nunca a nadie, ni siquiera a usted? ¿Por qué me dijo que iba a volver si se había cansado de mí y ya no quería verme? ¿Por qué nos dijo tantas mentiras?»
«Todo el mundo dice mentiras, Angelina», le dije. «Lo grave es que nos demos cuenta. Eso es lo que nunca debería pasar, los mentirosos deberían ser infalibles.»
«Infalibles no sé, pero yo hubiera preferido no saber. Seguir así, como antes. ¿Usté no?»
«No estoy seguro», me escuché decir. «Me lo he preguntado, eso sí.»
Unos días después visité a Sara por sorpresa, la secuestré y la llevé a caminar por la carrera quinta desde su casa hasta la calle catorce, y bajamos a pie hasta el lugar donde mataron a Gaitán. Aquello había sucedido a la una de la tarde —1948, nueve de abril, una de la tarde: las coordenadas forman parte de mi vida, y eso que mi vida comenzó más de una década después—, y doce horas antes mi padre había estado oyendo el último discurso del muerto, el alegato pronunciado en defensa del teniente Cortés: un hombre que había matado por celos, un Otelo criollo y uniformado. Gaitán había salido del juzgado en hombros; mi padre, que había esperado ese momento para acercarse a él y tratar de felicitarlo sin que le temblara la voz, se vio repelido por la sopa de gente que lo rodeaba. Tuvo que pasar un año entero para que mi padre se atreviera de nuevo a poner los pies en este lugar donde ahora estábamos nosotros; después regresaría con alguna frecuencia, y cada vez se quedaría unos segundos en silencio y luego seguiría su camino. La calzada de la carrera séptima está rota en ese punto por los rieles del tranvía (que no van a ninguna parte; que se pierden debajo de los andenes, porque los tranvías, esos tranvías de vidrios azules de los que me hablaba mi padre, ya hace mucho tiempo que no existen), y mientras yo, parado frente al edificio Agustín Nieto, leía la placa de mármol negro que habla del asesinato en más frases de las necesarias, Sara, creyendo que no la estaba viendo, se agachó al borde del andén —pensé que iba a recoger una moneda caída—, y con dos dedos tocó el riel como si le tomara el pulso a un perro moribundo. Seguí fingiendo que no la había visto, para no interrumpir su ceremonia privada, y después de varios minutos de hacer estorbo en el río de gente y de soportar por ello insultos y empujones, le pedí que me enseñara dónde exactamente quedaba la Droguería Granada en esos años en que un suicida podía comprar en ella noventa y tantas pastillas para dormir. Un año y medio después del suicidio de Konrad Deresser, el asesino de Gaitán fue metido a la fuerza a la droguería para evitar que la turba furiosa lo linchara, y de la droguería lo había sacado la turba furiosa, y lo había matado a golpes y lo había arrastrado desnudo hacia el palacio del presidente (hay una foto en la que el cuerpo va dejando atrás hilachas de ropa como una culebra cambiando de piel: la foto no es muy buena, y en ella Juan Roa Sierra es apenas un cuerpo pálido, casi un ectoplasma, cruzado por el manchón negro del sexo). Y ahí estábamos, parados donde tuvo que haberse parado Josefina, frente a la calzada por donde tuvieron que haber pasado, el nueve de abril del 48, el ectoplasma del asesino y la gente que se había encargado de lincharlo. «No, yo no sabía que Enrique estuviera vivo», me estaba diciendo Sara. «Y fíjate lo que son las cosas: si tu papá no estuviera muerto, no me lo podría creer. Creería que es una mentira de la mujercita ésa, una fabricación medianamente inteligente para justificar la cosa tan grotesca que fue venderse para esa entrevista. En realidad, preferiría poder hacer lo que hace tanta gente: convencerme. Convencerme de que no es verdad. Convencerme de que todo es invención de Angelina. Pero no puedo, y no puedo por una razón: tu papá está muerto, y de alguna manera se mató por ir a verlo, por visitar a Enrique. Apuesto que ya se te ha ocurrido esto: si Enrique no estuviera vivo, la muerte de Gabriel no significaría nada.» Por supuesto que ya se me había ocurrido; no era necesario que lo dijera, porque Sara ya lo sabía. (Desde nuestras conversaciones para el libro me acostumbré a no decir cosas que frente a Sara serían superfluas. Sara sabía: ésa era su seña de identidad.) Ella siguió hablando: «Claro que se podrían hacer muchas filosofías, preguntar, por ejemplo, por qué va a significar algo su muerte, es que acaso alguna muerte significa algo. Podríamos ser muy nihilistas y muy elegantes. Pero nada de eso importa, porque Enrique no está vivo para nosotros. Si lo estuviera, ya me habría llamado, o incluso habría venido al entierro, ¿no? Pero nada de eso. Vivo o muerto, en Medellín o en el Séptimo Cielo, da lo mismo, porque Enrique quiere estar muerto para mí, lleva cincuenta años firme en esa voluntad. Y no voy a ser yo la que se la desbarate ahora. No voy a ser yo la que se meta en su vida sin ser invitada, y menos con tu papá ya muerto».
Desde la droguería, o desde su antiguo emplazamiento, caminamos hacia la Plaza de Bolívar, tratando de seguir el recorrido del viejo Deresser, no por fetichismos y ni siquiera por nostalgias, sino porque estuvimos de acuerdo sin decirlo en que nada, ni el relato más hábil, podía reemplazar la potencia del mundo de verdad, el mundo de cosas tangibles y de gente que se frota contra uno y se choca contra uno, y de los olores de la orina en las paredes y de la ropa sudada en las gentes, y de la orina en la ropa sudada de los mendigos. Pasamos frente al edificio de los Tribunales Civiles, donde habían estado las oficinas de abogados en las cuales trabajó mi padre hasta que pudo dedicarse, por una mezcla de azar y talento, al oficio que mejor le calzaba, y en la galería que pasa por dentro del edificio, y que suele estar invadida por vendedores ambulantes de golosinas y muñecas de plástico y hasta sombreros de segunda mano, Sara quiso buscar un regalito cualquiera para su nieto pequeño, y acabó comprándole a un viejo desdentado un camión de juguete del tamaño de un encendedor, un camión verde con puertas que se abrían y con buenos amortiguadores traseros (el viejo se empeñó en demostrarnos su eficacia sobre el piso enlosado de la galería). Y después, sentados en las escaleras de la Catedral, Sara volvió a sacar el camioncito de su cartera y a probar los amortiguadores mientras me contaba cómo una vez, cuando ella era joven, se había creído en Bogotá que el mundo estaba a punto de acabarse, porque las palomas de la Plaza de Bolívar comenzaron a morirse todas al tiempo, y si uno caminaba de día por el centro de la plaza podía perfectamente ocurrirle que le cayera sobre la cabeza una paloma muerta de infarto en pleno vuelo. Más tarde se supo que una tonelada entera de maíz, del maíz que las mujeres de la plaza vendían en cucuruchos de papel periódico para que los niños y los viejos se entretuvieran dando de comer a las palomas, había resultado envenenada sin que nadie supiera por qué y sin que los responsables fueran encontrados, ni siquiera perseguidos. Bogotá, me decía Sara, no había dejado nunca de ser un lugar demente, pero esos años estuvieron sin duda entre los más dementes de todos. En esos años, ésta era la ciudad donde las palomas envenenadas anunciaban el fin del mundo, donde los aficionados, aburridos con la mansedumbre de un toro y quizás del torero, invadían la arena de la plaza para descuartizar al animal con sus propias manos, donde la gente se mataba entre sí para protestar por la muerte de otro. Tres días después del nueve de abril, Peter Guterman había traído a la familia a Bogotá, porque le parecía necesario que su hija viera los destrozos, tocara con sus manos las vitrinas rotas, entrara a las ruinas incendiadas, subiera si la dejaban a las azoteas donde se habían apostado los francotiradores para disparar contra la multitud y viera en las azoteas mismas el rastro de sangre de un francotirador herido, y alcanzara por lo menos a vislumbrar todo aquello de lo cual habían logrado huir (ahora se sabía) en el último instante. Era normal en él este tipo de pedagogías, y a Sara le costaría muchos años comprender que detrás de todo eso no había más que un afán de justificación: su padre quería confirmar que había hecho bien en irse de Alemania; esperaba que la brutalidad de este país que ya era el suyo condonara o legitimara el derecho de escapar del viejo país, de la brutalidad de antes. Fue por eso que Sara le ocultó a Peter Guterman lo de los veinte metros de alpaca negra que mi padre había comprado por una cuarta parte de su precio después de los saqueos y con los cuales había mandado a hacer un vestido, de falda prensada y chaqueta corta, con abotonadura en el frente, para regalárselo a ella en el día de su cumpleaños. Claro, a Peter no le hubiera gustado que su hija anduviera vestida con telas robadas de una vitrina, menos aún robadas durante unos disturbios: aquello tenía demasiados ecos, se prestaba para demasiadas asociaciones. ¿Pero no era estúpido o exagerado —había pensado Sara en esa época— ver en las vitrinas de Bogotá una referencia, reducida pero tangible, a las vitrinas de Berlín? Luego había visto fotografías de los almacenes saqueados en Bogotá, y había cambiado de opinión. Joyería Kling. Joyería Wassermann. Glauser & Cía., relojería suiza. Los nombres no eran siempre legibles en los cristales rotos; siempre, sin embargo, eran reconocibles. Sara nunca se puso el vestido en presencia de su padre.
Más tarde buscamos la pensión donde había pasado Konrad Deresser los últimos días, y nos sorprendió encontrarla sin dificultad: en esta ciudad, capaz de transformarse en seis meses hasta quedar irreconocible para quien se ha ido, la probabilidad de que siguiera intacto un edificio de hace medio siglo era mínima, por no decir ilusoria. Y sin embargo allí estaba, tan poco cambiado que Sara pudo reconocerlo a pesar de que ya no había una pensión allí, sino cuatro pisos de oficinas para negociantes fracasados o clandestinos. Sobre la fachada blanca había carteles de papel amarillento que en tinta roja y azul anunciaban temporadas de toros, talleres de guión cinematográfico, reuniones de células marxistas, festivales de merengue dominicano, lecturas de poesía, cursos de ruso para principiantes, partidos de fútbol en el estadio Olaya Herrera. Al subir encontramos que el cuarto de Konrad y Josefina era ahora el despacho de una calígrafa, una mujer de moña y lentes bifocales que nos recibió sentada en una silla giratoria, frente a una mesa de arquitecto, bajo un bombillo de luz halógena que era el único lujo del lugar. Su trabajo era escribir en letras góticas nombres de graduandos para las cuatro o cinco universidades del centro bogotano. Así se ganaba la vida: poniendo los nombres de desconocidos sobre pliegos de papel traslúcido. Según nos dijo, trabajaba frilán. No, no sabía que este edificio hubiera sido antes una pensión. No, que ella supiera la disposición de las oficinas (que antes eran habitaciones) no había cambiado nunca. Sí, estaba contenta con su trabajo, ella no había hecho estudios formales de ningún tipo y había aprendido este oficio por correo. Cada semestre escribía o más bien dibujaba unos mil nombres, y así mantenía a dos niños pequeños, no se podía quejar, ganaba incluso más que su marido, que manejaba un taxi, un Chevette, cómo nos parecía, uno de los nuevos. Se despidió dándonos la mano. Tenía un callo grueso en el dedo corazón de la mano derecha; tenía el callo cubierto con una mancha de tinta china, oscura y simétrica como un melanoma. Mientras caminábamos hacia el Parque de los Periodistas, Sara y yo especulamos juntos acerca de la habitación: dónde estaría la cama de Konrad y Josefina, dónde pondrían el tocadiscos, si la puerta del baño (esto era poco probable) sería la misma. La idea absurda y autocomplaciente de que eso tuviera alguna importancia nos distrajo un buen rato. Al salir, después de caminar un par de cuadras en silencio, Sara dijo, sin que viniera a cuento: «En esa época nos separamos mucho. Yo no lo podía mirar a la cara. Lo desprecié, no me cabía en la cabeza que hubiera sido capaz de una cosa así. Y al mismo tiempo entendía bien, tú sabes, como hubiera entendido todo el mundo. Esa mezcla me daba miedo, no sé por qué. No puedo explicar qué tipo de miedo era. Miedo de saber que yo hubiera hecho lo mismo. O miedo, precisamente, de no haberlo hecho. Informantes hay muchos, uno no tiene que estar en guerra para hablar de alguien más en según qué circunstancias. Me alejé de él, lo hice a un lado, igual que está pasando ahorita, cuando esta ciudad lo está haciendo a un lado sin que él pueda hacer nada. Lo empecé a ver como un indeseable. Y de pronto me sentí más cerca de él que de nadie más, así de simple. Sentí a partir de ese momento que él hubiera podido entenderme si yo hubiera querido explicarle mi vida. Eso es lo más jodido de ser extranjero». Y luego volvió a callarse.
Por esos días yo había sabido, sin que nadie pusiera la cara para llamar y avisarme, que la Universidad del Rosario iba a retirar a mi padre de la lista de ex alumnos ilustres, que le iban a retirar también el doctorado Honoris Causa —del cual mi padre había renegado a finales de los ochenta, cuando la universidad le concedió la misma distinción a la reina Sofía de España—, y que la concesión de la Medalla al Mérito sería cancelada, anulada, revocada (no conozco el verbo aplicable). Así era: la concesión se había decretado, tal como fue anunciado en el entierro, pero la entrega formal no se había hecho todavía, y los entregadores, al comprender o descubrir que estaban a tiempo de arrepentirse, prefirieron no entregar. No llamé a la Corte; no averigüé a quién podía dirigirme, a quién podía buscar en la maraña de la burocracia legislativa o política, ante quién podía recurrir en caso de que eso fuera jurídicamente posible ni qué abogado estaría dispuesto a encargarse del asunto, a quién podía llamar, con intenciones más diplomáticas, para pedir las explicaciones del caso; no exigí una notificación oficial, ni una resolución, ni una copia del decreto que anulaba el otro decreto: preferí no buscar el documento, cualquiera que fuese, encargado de oficializar a mi padre como paria del momento y de asegurarle lo que a todos nos habrá de tocar: su cuarto de hora como intocable. Lo que sí conservo es el recorte de prensa, porque el hecho, por supuesto, fue noticia: RETIRADA MEDALLA AL MÉRITO POR COMPORTAMIENTO INDIGNO, decía el titular. «Hay presiones internas», declaraba una fuente que prefería permanecer anónima, «la imagen de la condecoración quedaría en entredicho, y concederla ahora sería una deshonra a quienes la han recibido en mejores condiciones». Debo decir que no me afectó demasiado, quizás por el efecto anestésico de las cartas que habían llegado a la programadora durante la semana siguiente a la entrevista de Angelina, y que la programadora, muy diligente, había reenviado al apartamento del destinatario, sin darle demasiada importancia al hecho de que el destinatario ya no existiera (y en algunos casos sin darle importancia al hecho de que mi padre no fuera el destinatario, sino tan sólo el tema). No fueron muchas, pero sí muy variadas; en todo caso, fueron suficientes para que lograra sorprenderme el interés que pone el público a la hora de insultar, su destreza para asumir la posición de la víctima y reaccionar como se espera en una sociedad que se respete. Los colombianos de bien, los colombianos solidarios, los colombianos rectos e indignados, los colombianos católicos para quienes una traición es todas las traiciones: todos repudiaron cuando hubo que repudiar, como buenos soldados de la moral colectiva. «Estimados señores, yo quiero decir que me parece ADMIRABLE la valentía de la señorita entrevistada y gracias por decir la verdad. Definitivamente el mundo está lleno de PÍCAROS y hay que desenmascararlos.» «Doctor Santoro yo no te conozco pero sí conozco a los que son como vos, sos un hipócrita mal amigo sapo de mierda, ojalá te pudrás en el infierno hijueputa.» Había las más objetivas, al mismo tiempo consoladoras y dolorosamente desdeñosas: «No olvidemos, señores del Canal, que todo este asunto no es más que un detalle del tiempo de la guerra. Al lado de los seis millones, esto es un daño colateral». Había incluso una dirigida a mí. «Santoro, siga escribiendo fresco y publicando sus vainas, siga haciéndose el gran escritor, que todos sabemos ya quién es usted y de qué ralea viene. Su papá no era más que un mediocre y un impostor y usted igual, que al fin y al cabo de tal palo tal astilla. ¿Para cuándo el próximo libro? Firmado, su club de fans.»
No le hablé de eso a Sara, para no molestarla, y ella, que se había enterado por su cuenta del asunto de la medalla, también decidió no comentarlo conmigo, a pesar de que nuestro circuito por las calles del centro —ese retroceso, entre turístico y supersticioso, a los hechos de los cuarenta— parecía permitir esos temas y casi exigirlos. No, no se habló de eso: ni de la deshonra, ni del intocable, ni de las posibles consecuencias que la deshonra podría tener en el hijo del intocable. No hablamos del pasado que mi padre había tratado de modificar una vez, frente a su curso de Oratoria, con el único objetivo de defenderse contra mi libro. No hablamos de la muerte de mi padre ni de otros muertos con quienes nos gustaría estar en ese momento; no hablamos más de Enrique, el vivo que quería estar muerto para Sara. Cuando regresamos a su apartamento y ella me invitó a almorzar, y se metió a la cocina para fritar unas tajadas de plátano mientras calentaba una especie de goulash que había preparado en la mañana, pensé, sin más provocación que el hecho de encontrarme de nuevo en ese apartamento, que Sara y yo estábamos solos, cierto, pero nos teníamos el uno al otro, y lo que me invadió como una fiebre fue una sensación de gratitud tan densa que tuve que sentarme en un sofá de la sala a esperar a que se me pasara la pesantez, el mareo. Y mientras almorzábamos, con tanto retraso que Sara ya empezaba a tener dolores de cabeza, esta mujer grata parecía haberse percatado de eso, porque me miraba con media sonrisa en la cara (la mirada cómplice de los amantes que se encuentran por casualidad en un comedor). La complicidad era un sentimiento nuevo, al menos para mí; la comunión de intereses y también de preocupaciones, el haber querido tanto a la misma persona, nos había vinculado así, así nos había atado, y subrayaba con ironía el hecho de que Sara se hubiera hecho cargo de profetizar las cosas terribles del pasado, una especie de casandra al revés. Yo ignoraba que eso pudiera pasar entre dos personas, y la experiencia, esa tarde, fue desconcertante, porque me reveló cuánto me había hecho falta crecer con la figura de una madre y cuánto había extrañado sin notarlo esa figura. Sara me estaba hablando del día en que le dejé una copia de mi libro a mi padre. «Me llamó inmediatamente», me dijo. «Me tocó irme para su casa, pensé que le iba a dar algo, un ataque de algo, no lo había visto así desde la muerte de tu mamá.»
Me enteré entonces de que mi padre había leído el libro tan pronto lo recibió, y lo había leído con lupa y en tiempo récord, buscando declaraciones que lo pudieran delatar e intentando hacerlo lo más rápido posible como si no fuera tarde para remediar un eventual daño, como si lo que tuviera en la mano no fuera un libro publicado sino un manuscrito sin corregir. «No encontró nada, pero lo encontró todo», dijo Sara. «Todo el libro le parecía una gran pista que le apuntaba a él, que lo señalaba. Cada vez que se mencionaba el Hotel Sabaneta, se sentía incriminado, descubierto. Cada vez que se habla en el libro de las listas negras, de las vidas dañadas o simplemente afectadas por las listas, sentía lo mismo. “Yo hice una cosa así”, decía. “Se va a saber. Gracias a este libro de ustedes, se va a saber. Hasta aquí llegó mi vida, Sara, se acaban ustedes de cagar en mi vida.” Yo trataba de despreocuparlo, pero no había manera de sacarle sus miedos de la cabeza. Me decía: “La gente que se acuerde de los Deresser va a atar cabos. Hay gente viva todavía, gente como nosotros, que vivió todo esto. Van a atar cabos. Se van a dar cuenta, Sara, van a saber que fui yo, que hice lo que hice. Cómo pudieron traicionarme así”. Y luego me insultaba, él que durante toda una vida me había tratado como su hermanita protegida. “De ti me lo esperaba”, me decía. “A ti no te importa lo que me pase. Tú siempre has creído que me merezco un castigo por lo que le hice al viejo Konrad.” Yo le decía que eso no era cierto, la gente se equivocaba, ¿es que nunca íbamos a dejar eso atrás? Pero él seguía: “Sí, hasta habrás rezado para que me den mi merecido, no te hagas. ¿Pero mi propio hijo? ¿Cómo es capaz de hacerme esto?”. Se puso tan paranoico que daba miedo. Yo trataba de explicarle, y no había caso. “Él no está haciéndote nada, Gabriel, porque no sabe nada. Tu hijo no sabe nada y nadie se lo va a decir. Yo no, por lo menos. No se lo voy a decir, eso es cosa de tu pasado, ni siquiera del mío, y tu pasado no me pertenece. No, no se lo voy a decir, no se lo he dicho. Y además, en el libro no está. No hay una sola frase en el libro que te señale.” “Todo el libro me señala. Es un libro sobre la vida de los alemanes y sobre la forma como los alemanes sufrieron cosas durante la guerra. Yo soy parte de eso. Pero esto no se va a quedar así, Sara, este libro es un atentado contra mí, ni más ni menos, un intento de homicidio.” “¿Y qué vas a hacer?”, le pregunté. Era una pregunta estúpida, porque tenía una sola respuesta. Iba a hacer lo que había hecho siempre: hablar. Pero esta vez habló por escrito. Esta vez concedió que sus propósitos necesitaban un medio más extendido que las palabras dichas en un salón. Tú lo conocías bien, Gabriel, tú sabías lo que opinaba tu papá de los periódicos, de los noticieros. El desprecio que les tenía, ¿no? El pobre hubiera querido vivir en un mundo donde todas las noticias se transmitieran de boca en boca, y uno fuera por la calle hablando con la gente, diciendo cosas así: ¿Sabías que mataron a Jaime Pardo? ¿Sabías que Gabriel Santoro dio un discurso buenísimo? Y sin embargo acudió a ellos, acudió a sus despreciados periódicos, se sirvió de ellos. Nuestro libro le pareció un atentado, y le pareció que podía ejercer su derecho a la legítima defensa. La única manera que se le ocurrió fue desprestigiarte, dejarte en ridículo, y ni el desprestigio ni el ridículo llegan a serlo si no son regados por todas partes como un chisme. Eso tú lo sabes. La gracia del ridículo es que todo el mundo hable, que la víctima se sienta mirada por la calle aunque en realidad no suceda así. Le expliqué lo obvio, que así lograría lo contrario a lo que esperaba lograr. Si hacía semejante cosa, no sólo no hundiría el libro, sino que llamaría la atención sobre él. Pero a un sicótico no se le dan razones. Gabriel el sicótico, Gabriel el genio loco. ¿No te dijo cómo había redactado la reseña?»
«No, no hablamos de eso. Estábamos en plan de reconciliación. Los detalles no importaban.»
«Bueno, pues yo estaba con él. Eso fue al día siguiente de la lectura de tu libro y de esa charla nuestra. Nos fuimos a la Corte Suprema y él consiguió que le prestaran una de las secretarias de los magistrados, y se la llevó para el salón donde daba sus conferencias. Le pidió que se sentara en las sillas del auditorio, como si fuera una alumna, y le dictó la reseña como si fuera una clase. Para mí fue una experiencia fascinante. Perdóname que te lo diga, yo sé bien lo que te dolió verla publicada. Pero para mí fue un espectáculo, como ver a Barishnikov bailando. Tu papá la dictó sin corregir ni una sola palabra. Como si la llevara escrita y la estuviera pasando a limpio. Con comas, con puntos, con guiones, con paréntesis, todo lo dictó tal y como apareció impreso, de una sola vez, sin titubear en una sola palabra ni cambiar de opinión ni afilar una idea. Y las ideas de esa reseña. El humor, la ironía. La precisión. La precisión de la crueldad, claro, pero la crueldad también tiene sus virtuosismos. Fue magistral.»
«Yo sé», dije. «Yo lo vi hacer eso un par de veces. Mi papá tenía un computador en la cabeza.»
«Lo peor es que nada probó que estuviera equivocado. Evidentemente, nadie leyó entre líneas, como decía él, ni nadie lo acusó de nada. La gente se limitó a notar el libro, a comentar lo del padre y el hijo, a reírse un poco… y luego vino lo que vino. Pero en ese momento no pasó nada. “¿Ves?”, me dijo él después. “Tenía razón con lo de mi estrategia. Fue terrible hacerlo, pero tenía razón. Me salvé por esta vez, Sara. Me salvé por los pelos.” Como los locos, como los enfermos. Como ese chiste alemán de un tipo que se la pasa chasqueando los dedos todo el día. La familia lo lleva a donde el siquiatra y el siquiatra le pregunta: ¿Por qué se la pasa usted chasqueando los dedos? Y él dice: para espantar a los elefantes. Y el siquiatra: Pero si en Alemania no hay elefantes, señor mío. Y el loco: ¿Ve, doctor, ve cómo funciona? Pues así se puso tu papá. Tu papá era el loco del cuento.»
Mientras Sara contaba su chiste alemán, alcancé a ver en su cara la cara de una niña, de la niña que había llegado a Colombia a finales de los años treinta. Fue como una fotografía con flash, un nanosegundo de claridad en el que desaparecieron las arrugas de los ojos sonrientes. Sí, me había encariñado con esta mujer más de lo que nunca hubiera sospechado, y parte de ese cariño era consecuencia del que ella había sentido por su amigo de juventud, por su hermano en la sombra, ese cariño que años después había hecho refracción en mí, evitándome, de alguna manera, la necesidad patética de escribir cartas al padre, de transformarme en escarabajo, de pedir permiso para dormir en el castillo. «¿Ve, doctor, ve cómo funciona?», repetía Sara. «Es que me lo imagino perfecto. Pienso en tu papá, pienso en el loco del cuento, y son la misma persona. La cara de loco que Gabriel podía poner a veces.» En ese ambiente de memorial, de aniversario privado, no se me ocurrió mejor cosa que poner el disco de las canciones alemanas y pedirle a mi anfitriona que me explicara aquella que tanto le gustaba a mi padre, que la tradujera y la glosara para que yo pudiera entenderla, y ella me habló de la primavera que llega, de las muchachas que cantan, del poeta Otto Licht, cuyo nombre rimaba con la palabra poema. «Licht, Gedicht», dijo Sara, y se murió de la risa, una risa triste. «¿Cómo no iba a gustarle esto a Gabriel?» Le pedí entonces que me copiara la letra completa de la canción; aunque ahora no puedo asegurarlo, es posible que ya estuviera pensando en transcribirla en este libro, como en efecto lo hice.
Porque fue después de esa jornada —después de caminar por la carrera séptima y de visitar la que había sido la pensión de Konrad Deresser, después de pasar frente a la droguería inexistente, pero no por ello invisible, donde el viejo había comprado sus pastillas, después de sentarme en las escaleras de la Catedral donde se había celebrado el Te Deum el día en que terminó, a miles de kilómetros de la Plaza de Bolívar, la Segunda Guerra, después de haber estado en lugares en los que había estado mil veces y sentir sin embargo que no los conocía, que jamás los había visto, que me resultaban tan opacos e inciertos como la vida del primer Gabriel Santoro—, fue después de todo aquello, digo, que la idea de este informe se me vino por primera vez a la cabeza. Esa noche tomé algunas notas, dibujé un par de tablas de contenido; seguí, en fin, las pocas costumbres que he adoptado, menos como ayuda que como amuleto, a lo largo de mi carrera de periodista. Y varios meses más tarde, las notas ya habían llenado un cuaderno entero y los documentos formaban resmas sobre mi escritorio. Una de esas notas decía: nada sería como es si no lo hubieran operado. La leí dos o tres veces, ya con el computador encendido, y me pareció, mirando hacia atrás, que la frase contenía alguna verdad, pues quizás mi padre estaría vivo todavía si no hubiera recibido el don de una segunda vida, acompañada, por supuesto, de la obligación de aprovecharla, de la necesidad de redimirse. Era ese proceso el que me interesaba dejar por escrito: las razones por las que un hombre que se ha equivocado de joven intenta de viejo subsanar su error, y las consecuencias que ese intento puede tener en él mismo y en los que lo rodean: sobre todo, por encima de todo, las consecuencias que tuvo en mí, su hijo, la única persona en el mundo susceptible de heredar sus faltas, pero también su redención. Y en el proceso de hacerlo, pensé, en el proceso de escribir sobre ello, mi padre dejaría de ser la figura falsa que él mismo había asumido, y reclamaría su posición frente a mí como lo hacen todos nuestros muertos: dejándome como herencia la obligación de descubrirlo, de interpretarlo, de averiguar quién había sido en realidad. Y al pensar en esto, lo demás vino con la claridad de un fogonazo. Cerré el cuaderno, como si me supiera este libro de memoria, y empecé a escribir sobre el corazón enfermo de mi padre.
Bogotá, febrero de 1994