«Navidad de 1946. Bueno, no el veinticuatro, pero sí un par de días antes. Hace casi exactamente cuarenta y cinco años, fíjate, y no es que a mí me guste pensar en los aniversarios. Nada raro que recuerde una fecha así, ¿no te parece? Todo el mundo se acuerda de las cosas que pasan en Navidad, y también yo, aunque en mi casa no se festejaran las mismas cosas ni los mismos días. Pero mamá siempre se fijó mucho en el asunto de la Navidad, en parte, creo, porque quería mezclarse con su nuevo país, todo ese complejo del recién llegado. A donde fueres, etcétera. Lo anormal sería que me olvidara de la fecha, así fuera un segundo, o que no te pudiera recitar las cosas que pasaban ese día, cómo iba vestida yo, qué decían los periódicos. El problema es que yo recuerdo qué pasó el día antes y el día después, un mes antes y un mes después, porque fue una época muy particular, y al mismo tiempo que iba viviendo me iba dando cuenta de que mi vida cambiaba. Asistir al momento en que tu vida cambia para siempre es una vaina muy especial, te lo juro. Y yo lo tengo aquí en la cabeza, es como una película que no puedo apagar, que he visto mil veces. A veces me gustaría apagar la película, perderla para siempre. Pero antes pensaba: no le puedo hacer esto a Gabriel. Cuando fue obvio que él iba a olvidarlo todo, que su intención era borrar su parte de la película contra viento y marea, pensé que yo era su memoria, se me ocurrió esa idea tan estúpida de ser la memoria de alguien más, y se me quedó metida en la cabeza. Ahora uno puede salir y comprar memoria en la esquina, ¿no?, por lo menos mis nietos lo han hecho. Cogen un taxi y se van a la tienda de computadores y compran memoria, seguro que tú también lo has hecho, yo ni siquiera sé todavía lo que es un computador, no he querido aprender, y eso de preguntarles a mis nietos cómo es el asunto es someterme demasiado a sus impaciencias. Pues bueno, yo era la memoria de Gabriel, aunque no pudiera hablarle de eso a nadie. Yo era y tal vez soy todavía esa cosa tan terrible: una memoria que tiene prohibido decir que se acuerda. Tampoco mis hijos me dejan acordarme. Me tienen prohibido que les hable a mis nietos de lo que pasó en esos años. En eso pensé hace poco, nunca me había dado cuenta: me he pasado la vida haciéndole caso a la gente que me prohíbe acordarme, ¿no es lo más raro del mundo? Así que la película de mi cabeza acabó existiendo sólo en mi cabeza. Como esas cintas de Chaplin que duraron tanto tiempo perdidas y que ahora dicen que han encontrado, no sé si viste la noticia en alguna parte. En fin, eso era yo, un carrete, una cinta, un rollo, no sé cómo se llama eso, una lata de película que se queda perdida, y a nadie le importa que se quede perdida porque nadie tiene la intención de proyectarla, y si alguien la proyectara te juro que no iría nadie a verla. La que sí fuimos a ver fue Esclavo de su pasión, la daban en esos días, antes de Navidad. A mí me encantaba Paul Henreid, todos le teníamos un poquito de rabia porque se había llevado a Ingrid Bergman en Casablanca, no se la había dejado a Rick que era tan encantador. Y fuimos a verla. A Gabriel no le gustó, claro, él ya había leído la novela. ¿De quién era la novela?»

«Somerset Maugham.»

«Sí, ése. Y tampoco le había gustado la novela. Bueno, pues eso fue a principios de diciembre. Una semana después, cuando ya lo tenía convencido para volver a verla, a ver si esta vez sí le gustaba, nos llegó la noticia. Konrad Deresser se había matado. Konrad, el papá de Enrique. Ni siquiera estoy segura de que sepas de quién te estoy hablando.»

«Enrique Deresser, sí. El amigo de mi papá, ¿no? Creo que lo conoció en tu hotel. Sí, él me habló de Enrique Deresser un par de veces, sobre todo cuando yo tenía doce o trece, y alguna vez me habló también de la muerte de Konrad Deresser. Pero luego ya no. Dejó de tocar el tema. Así, de repente, de buenas a primeras. Como si Deresser fuera un niño dios o un Papá Noel, ¿sabes? Como si mi papá me dijera: uno habla de esas cosas de niño, pero para un mayor de edad son personajes ridículos. Eso pasó con él.»

«Cuéntame lo que sabes.»

«Sé que el papá de Enrique quebró. Sé que se mató, se tragó no sé cuántas pastillas para dormir y las pasó con un coctel de aguardiente y pólvora. Sé también que todo eso pasó en un hotelucho, no, en una pensión de la calle doce, calle doce con quinta o sexta, porque una vez pasábamos por ahí y mi papá me lo dijo. Mira, aquí se mató el papá de Deresser, me dijo. Me acuerdo perfecto, íbamos por la carrera quinta hacia la Luis Ángel Arango. Íbamos a buscar un par de libros que a él le parecían absolutamente imprescindibles para mi tesis. Sobre lo sublime, de Longino, y El arte de la persuasión en Grecia, de Kennedy. Él creía que mi tesis era de otra carrera, supongo.»

«No puede ser, ¿te acuerdas de los títulos? Qué bárbaro, qué memoria.»

«Uno siempre se acuerda de los títulos, Sara. Cuando se murió mi mamá yo estaba leyendo El hombre de la pistola de oro. Ian Fleming. Cuando me gradué estaba leyendo La aventura de Miguel Littin. García Márquez. Cuando mataron a Lara Bonilla estaba leyendo Hiroshima. John Hersey. Uno siempre se acuerda, o por lo menos yo funciono así. ¿Tú no? ¿No te acuerdas de qué estabas leyendo en fechas importantes? A ver, ¿qué estabas leyendo cuando se murió tu marido?»

«No sé. Me acuerdo de una corrida en la plaza. Era Pepe Cáceres, el toro lo cogió pero no le hizo nada, yo lo vi todo desde aquí. Y a mí los toros no me gustan.»

«Pero de libros nada.»

«No. Será que no soy así.»

«Bueno, pues Longino y Kennedy. Ésos eran mis autores cuando mi papá me contó lo de Konrad Deresser.»

«No sabía que te lo hubiera contado. Es raro. En fin, déjame que siga:

»Gabriel estaba en el hotel ese fin de semana. Desde el final de la guerra yo había seguido trabajando en el hotel, cada vez con más responsabilidades, porque de repente el hecho de hablar en colombiano me había vuelto indispensable. Qué palabra: indispensable. Tu papá y yo teníamos veintidós años, y Enrique un poco más, veinticuatro o veinticinco, él ya era mayor. Veintidós, ¿tú te das cuenta? ¿Quién es indispensable a los veintidós años? Mi nieto tiene esa edad, o en todo caso anda por los alrededores, y yo lo veo y pienso: ¿esa edad teníamos nosotros? ¿No éramos unos niños? Claro que en esa época ya éramos personas a los veintidós, ya éramos adultos, y hoy un treintañero sigue siendo un niño. Pero da igual, éramos muy jóvenes. ¿Cómo es que nos pasaron las cosas que nos pasaron? ¿No hay cosas que uno sólo hace cuando ya es mayor, no hay una edad mínima para hacer ciertas cosas, sobre todo las que marcan tu vida? Yo llevo tantos años haciéndome estas preguntas que ya las respuestas me importan muy poco, ya lo que quiero es que nadie me las conteste, porque una respuesta inesperada o rara me obligaría a revisar la vida. Y hay un momento en que ya no estamos para revisiones. Yo ya no estoy para revisiones. Gabriel trató de revisar, por ejemplo, y yo no sé qué opinaría su novia de eso, pero la cosa no es tan fácil. No puedes ponerte a revisar tu vida y quedarte tan tranquilo. Prohibido revisar y quedarse tan tranquilo, eso debería estar escrito en la partida de nacimiento, para que uno sepa a qué atenerse, para que no ande por la vida haciendo bobadas.

»Tu papá estaba estudiando Derecho, pero así y todo se las arreglaba cada dos fines de semana para llegar a Boyacá. Cuando no podía coger un bus, yo buscaba en la lista de reservaciones a algún conocido, o al conocido de un conocido, y él lograba que lo trajeran, como si los carros de los huéspedes fueran para alquilar. Yo le daba el teléfono, simplemente, y él se encargaba del resto: llamaba, con su voz de Don Juan contaba su caso, y los huéspedes acababan ofreciéndole un puesto en su carro. Gabriel tenía esa habilidad: lograba que la gente hiciera cosas por él. No era sólo que supiera hablar, no. La gente le creía, la gente confiaba en él. Si hasta papá acabó por aceptar que se quedara en el hotel sin pagar la tarifa plena, que para Gabriel hubiera sido un lujo inabarcable, una cosa de tres veces al año. Y allá llegaba con sus cuadernos de Contratos y de Procesal Administrativo, y estudiaba un rato, casi siempre por las mañanas, y luego salíamos a dar una vuelta, cuando a mí me lo permitía el trabajo en el hotel. Esa vez de la que te hablo no era época de estudios, y en las vacaciones lo normal era que Gabriel consiguiera algún trabajo, manejando camiones por todo el país como si Colombia fuera del tamaño de una casafinca. Lo contrataban, claro, porque él tenía una resistencia de burro y podía ponerse detrás de un timón veinte horas seguidas, sin dormir, apenas parando a comer algo. Ese año había manejado camiones con gasolina durante la huelga de transportadores… pero tú esto lo sabes, ¿no?»

«Sí, eso también me lo contó varias veces. Los camiones. “Sobre la corona”.»

«Bueno, pues esa Navidad no hubo ningún camión, no hubo ningún trabajo, porque ya había terminado la huelga. Gabriel no soportaba quedarse en su casa. De esto no te habló nunca, eso seguro. No se aguantaba a tu abuela. Y tengo que decir que le daba la razón. Doña Justina ya era puritana antes de que asesinaran a su esposo, y a partir de ese momento llegó a extremos insoportables, sobre todo para un hijo único. Así que era lo más normal del mundo que Gabriel me pidiera asilo, no exagero, él usaba esa palabra, asilo para pasar las fiestas, porque su madre, para celebrarlas, se reunía con tres tías solteronas, y en cada novena rezaba el rosario con tanto fervor que después de su muerte los médicos le encontraron una rótula desplazada y dijeron que era por haber pasado tanto tiempo de rodillas durante la segunda mitad de su vida. Gabriel se burlaba de ella en público, era un poco doloroso verlo.»

«Yo nunca llegué a conocerla.»

«No, claro. Cuando ella se murió tú tenías dos o tres años, y Gabriel nunca quiso llevarte a su casa para que ella te viera. La vieja le mandaba decir con todo el mundo que quería conocer a su nieto, que no quería morirse sin conocer a su nieto, y Gabriel como si lloviera. Con el tiempo he entendido lo que le echaba en cara… es un decir, claro, porque en esa familia nunca se hablaron las cosas, no se hablaba de enfermedades ni de malentendidos ni de nada. Lo que le reprochaba por la espalda, digamos: he entendido lo que le reprochaba por la espalda. ¿Y sabes qué era? Que se hubiera dejado morir después de la muerte de su marido. Que se hubiera enterrado en vida a los treinta y cinco —porque no creo que tuviera más cuando mataron a tu abuelo. Déjame ver, Gabriel tenía unos diez o doce, más bien doce, así que ella apenas había pasado de los treinta, sí, era una treintañera muerta y enlutada, y Gabriel decía a veces que su luto era el de su propia muerte. Él me habló de eso varias veces. Llegaba de su colegio de curas y entraba en cuartos más oscuros que los salones de los curas, con muebles cubiertos de sábanas para que no se gastara el tapizado, con un cristo inmenso en cada cuarto, todos iguales, de esos que sangran mucho y tienen los ojos abiertos, ¿sabes?, y que suelen tener cruces de madera corrugada, si se puede decir así, ¿los has visto?»

«Creo que sí, los he visto en alguna parte. Los que no son planos. Los que son un poquito irregulares, como una trenza de chocolate.»

«Antes de que mataran a tu abuelo doña Justina le enseñó a Gabriel a hacer las cruces, porque en la casa de Tunja el niño tenía mucho tiempo libre y sobraba la madera. Y después todavía lo obligó un tiempo a seguir haciéndolas. Hasta los doce o trece haciendo cruces de madera. Cómo la odió por eso, toda la vida se acordó de esas cruces. Después odió todo lo que fuera manual, yo pienso que en parte por eso. ¿O alguna vez lo viste pintando la casa, o tratando de aprender un instrumento, o arreglando una cañería o un armario, o cocinando?»

«Pero siempre pensé que era por lo de la mano.»

«Ah, lo de la mano.»

«Eso tuvo que condicionar su vida, ¿no? Dictar lo que podía y no podía hacer, definir sus intereses. Él ni siquiera escribía, Sara. Y a mí me hablaba todo el tiempo de sus complejos de infancia, de los efectos de la deformidad en un niño…»

«No, espera. Vamos por partes. Ningún efecto, nada de eso.»

«¿Cómo así?»

«Lo de la mano le pasó después. Y no fue como tú crees. Él creció con las manos enteras. Esa Navidad, la mano existía, y existió unos días más. Mejor dicho, lo que pasó fue poco después de lo que te estoy contando. Pero no entiendo, si me dijiste que sabías lo de los camiones. ¿Cómo iba a manejar esos aparatos con una mano mutilada? No, no. Ese día, cuando Gabriel bajó a desayunar y acabó enterándose de que Konrad estaba muerto, tenía sus dedos enteros, era un hombre entero. La gente estaba reunida junto al radio, me acuerdo, pero no porque acabaran de dar la noticia, sino porque nos habíamos acostumbrado a que ése era el lugar de reunión para ciertas cosas. Cómo me gustaría saber en dónde acabó ese radio. Era uno de esos Philips que parecen maletines de médico, lo más moderno en esa época, con su rejillita de mimbre y todo. Papá me dio la noticia y me pidió que se la diera a Gabriel. Sabía lo amigos que eran Gabriel y Enrique, todo el mundo lo sabía. Era obvio que a Gabriel le gustaría hacerse presente. En media hora había comido algo, para no viajar con el estómago vacío, había empacado, se había puesto sus zapatos nuevos, unos mocasines con suela de cuero tan lisa como la piel de un bebé, y estaba listo para pedirle transporte al primero que saliera para Bogotá. “Pero si ya lo enterraron”, le dijo papá. “Fue hace casi una semana.” Gabriel no le hizo caso, pero era evidente que le había dolido. El papá de su amigo había muerto, y nadie se lo había dicho, nadie lo había invitado a despedirlo. Me pidió que lo acompañara, claro, y lo hizo ahí, delante de papá: ésa era la medida de la confianza que le tenían, del respeto que inspiraba Gabriel desde tan joven. Yo le pregunté para qué íbamos, y él me dijo: “Para qué va a ser. Para despedirnos del señor Konrad”. “Pero si ya lo enterraron, Gabriel”, volvió a decir papá. Y Gabriel: “Pues no me importa. Nos despedimos en el cementerio”.

»Pero no fuimos al cementerio. Llegamos a Bogotá esa misma tarde, a eso de las cuatro, cogimos un tranvía en la setenta y dos, pero al llegar a la veintiséis Gabriel se quedó quieto en su sitio, sin hacer el más mínimo ademán de bajarse. Le pregunté qué pasaba, si no íbamos al cementerio. “Después”, me dijo él. “Antes tengo que hablar con alguien.” Y así fue como me enteré de que Konrad Deresser estaba viviendo con una mujer al momento de su muerte, pero, lo que era más chocante, que Gabriel sabía y yo no. No era que la conociera, pero sabía de su existencia. Se llamaba Josefina Santamaría y era de Riohacha. Y allá llegamos, sin avisar, llegamos a visitarla a la pensión de la doce con octava donde había vivido Deresser. Josefina era una negra más alta que Gabriel. Lo único que supe de su vida era que había llegado a Bogotá seis meses antes y que se acostaba por buena plata con los socios del Jockey. No supe más porque esa tarde no hablamos de ella, sino de Deresser. Fue ella la que nos contó, segundo a segundo, cómo se había matado. “Claro que yo sabía, mi amor, cómo no iba a saber”, nos decía Josefina. “Si se le notaba en toda la cara que estaba medio muerto.” “Y por qué no hizo nada”, dijo Gabriel. “Y cómo sabes tú que no hice nada. Si cuando lo vi salir por la mañana, salí yo también a perseguirlo. Lo perseguí toda la mañana, qué más quieres que haga. Lo que pasa es que me cogió de sorpresa, es que era muy vivo, mi mono.”

»Esa mañana, como todas las mañanas de esa época, Deresser salió tarde, a eso de las diez, para desayunarse un carajillo al frente del Molino. “Siempre se sentaba ahí”, dijo Josefina, “yo creo que para ver a las novias de los estudiantes.” Pero a Josefina no le daban celos, al contrario: cuando lo veía irse por la mañana, ella le decía que saludes a las niñas, que ojalá pasara un viento y le levantara la falda a alguna. Esa mañana se quedó más tiempo que nunca, como si alguien le hubiera faltado a la cita y no supiera qué hacer. Iba y venía por la plaza, caminaba hasta el edificio del Espectador y esperaba a ver las noticias en el tablero de tiza. “Desde que empezaron a sacar el tablero dejó de comprar el periódico”, decía Josefina. Lo del tablero lo dejaron de hacer después, pero para muchos fue la solución perfecta mientras duró: un tipo salía a ciertas horas por la ventana con las noticias más importantes anotadas ahí, a mano, sobre la marcha, era genial. Deresser no tenía ni con qué pagar el periódico, y se había vuelto cliente del tablero. Esa mañana la calle frente al Espectador estaba llena, pero llena de señoras, que querían saber cómo y dónde se iban a celebrar los homenajes al Arzobispo, que cumplía cincuenta años de ordenado. Deresser se acercaba a ellas, hablaba con alguna, y era mal recibido, lógicamente. A nadie podía parecerle agradable que se le acercara un tipo barbudo y con cara de no dormir, oloroso a sudor casi siempre y a veces a orines, por más que llevara un maletín de cuero que parecía haber vivido mejores días, por más que tuviera todavía esos ojos verdes que lo habían hecho famoso entre las empleadas del Nueva Europa. Y Deresser repetía la rutina, caminando hasta el almacén Garcés y volviendo al frente del periódico, no una, ni dos, sino varias veces.

»Si tenía una cita con alguien, esa persona le incumplió. Si esperaba ver a alguien, esa persona no pasó por ahí. Deresser entró al Molino dos veces, le dio la vuelta mirando las mesas, y ambas veces se paró debajo de Sancho Panza y desde allí volvió a mirar las mesas, pero nada. Nada de lo que quería. Así que siguió caminando, cruzó la plaza y se fue por la sexta hacia el sur. “Caminaba pegado a la pared”, decía Josefina, “como si los demás estuvieran entecados, o hasta él”. Josefina lo vio entrar en una casa de empeño, de esas que eran más frecuentes entonces que ahora, y volver a salir sin el maletín. Al principio pensó lo evidente, que había empeñado sólo ese maletín tan feo por el que no le debieron de dar mucho, pero después supo que había llevado también el único lujo que quedaba, y que era de todas formas un lujo inútil: un disco de música clásica. Era inútil porque días antes había empeñado el tornamesa en el cual lo oía. Para Deresser, ese momento, el momento de empeñar el último disco, tuvo que haber señalado algo terrible. La gente que se va a matar se aferra a bobadas, construye símbolos con cosas de todos los días para marcarse una fecha. Empeñar ese disco marcó la fecha para Deresser, no sólo porque con ese gesto daba por clausurada su vida, sino porque fue probablemente con esa plata que compró más tarde, en la Droguería Granada, las pastillas para dormir.

»Deresser era un músico fracasado pero que había asumido el fracaso de buena manera. Había montado la cristalera que le daba de comer a la familia cuando comprobó que en Colombia era imposible vivir dando clases de piano, eso allá por 1920, cuando estaba recién llegado a Bogotá. Pero después de unos años, después de conocer gente en ese proceso terrible que es el de un inmigrante, empezó a entrar poco a poco en la Radiodifusora, y llegó a trabajar en ella. Él decidía qué se ponía y a qué horas, les hablaba de Chaliapin o de Schoenberg a los locutores y los locutores repetían al aire lo que él les había contado dos horas antes. Para los que conocieron a los Deresser, ésa fue la mejor época de la familia, unos años en que nadie hubiera imaginado que les esperaba la desgracia personal, una época que terminó o comenzó a terminar en el 41, cuando Santos rompió con el Eje. Una de las primeras cosas que se hicieron después de eso fue lo de las emisoras. No podía haber alemanes ni italianos ni japoneses en las emisoras. Y Deresser llegó una mañana para encontrarse con que no tenía trabajo y además con que algunos lo miraban mal. La familia quedó como estaba antes: dependiendo de los vidrios que vendieran. Y no les fue mal, los vidrios daban buena plata, y además Deresser seguía en contacto con dos programadores de la Radiodifusora que no lo repudiaron, y se veían de vez en cuando y él les hacía recomendaciones. Pero el asunto de la música, para Deresser por lo menos, comenzaba a irse a pique. Después de eso, entre el 41 y el 46, Deresser siguió oyendo música, cada vez menos, eso sí, y aceptando al final que las cosas de su vida no iban a pasar como él quería que pasaran, aceptando que alguien le había sacado la vida de las manos. En octubre supo que los primeros nazis serían colgados en Nuremberg a mediados de mes, y lo primero que hizo fue conseguir un disco de Wagner, a quien había detestado toda la vida, y llamar a los amigos de la Radiodifusora. Se vieron en la pensión, según recordaba Josefina, los amigos vinieron sin hacer comentarios sobre el lugar y la compañía, pero se les notaba el pesar en la cara. Deresser les mostró el disco y les habló con tanto entusiasmo, o fingiendo su entusiasmo con tanto talento, que los amigos salieron de la pensión prometiéndole que lo pasarían uno de esos días, agradeciéndole por presentarles una obra poco conocida de un compositor poco transmitido, pidiéndole que siguieran en contacto, que siguiera haciendo propuestas, colaborando… Deresser pidió algo más. Les pidió como un favor especial que lo transmitieran el quince de octubre, y dijo que ese día era el cumpleaños de Enrique, y que la obrita de Wagner era una de sus favoritas y sería un buen regalo de cumpleaños, y ellos se creyeron toda la mentira, salieron conmovidos y echando al aire nuevas promesas. Las cumplieron. Transmitieron el disco el quince de octubre, día de los ahorcamientos en Alemania. La pieza de Wagner se llamaba Los maestros cantores de Nuremberg. La mitad de los alemanes llamaban indignados. La otra mitad llamaban para preguntar quién había sido el responsable, porque querían felicitarlo. Josefina dijo que fue la última vez que vio a Deresser más o menos contento, aunque fuera por burlarse de medio mundo sin que el medio mundo lo supiera.

»Después de empeñar Los maestros cantores, Deresser tenía que saber ya en qué gastaría la plata. Bajó a la séptima y empezó a devolverse hacia el norte, caminando despacio como un turista. “Se quedó como media hora al frente de la Granada”, dijo Josefina. Pero no al frente y sobre el mismo andén, sino en el otro lado de la calle, como si estuviera a punto de cazar un elefante y lo vigilara de lejos. Pero cuando entró a la droguería, cuando se decidió por fin, entró y salió en dos segundos. “Creo que fue cuando salió que se dio cuenta. Yo estaba bien escondida. Yo estaba ahí en el Parque Santander, detrás de un árbol, no sé cómo hizo mi mono, pero creo que fue ahí que me vio.” Y luego otra vez la misma cosa, pero al revés: otra vez hacia el sur por la séptima, pasando frente a la oficina de Gaitán sin que nadie pueda saber nunca si Deresser pensó en Gabriel en ese momento, aunque fuera por pura asociación de ideas. Siguió hacia la Plaza de Bolívar como si esta vez sí tuviera una cita. Un par de cuadras antes de llegar, ya se oía el ruido que hace la gente reunida en la Plaza de Bolívar, así esa gente no grite ni cante ni proteste. Las señoras estaban bien calladitas, muy decentes, ellas, paradas todas de cara a la Catedral y algunas ya con un rosario en la mano, las más viejas, sobre todo. Para Josefina eran espacios raros, raros y hasta hostiles, y no solía frecuentarlos. La última vez que había pasado por esta plaza, a pesar de tenerla a tan pocas cuadras de su casa, había sido siguiendo como zombi a la gente que vino a oír el Te Deum y a sacudir banderas y gritar cosas el día en que terminó la guerra.

»Eran las tres y cuarto de la tarde. El homenaje al Arzobispo había comenzado hacía muy poco, seguramente, porque cuando las señoras de la parte de adelante se empezaron a mover hacia Palacio, todavía quedaban algunas de la parte de atrás que seguían dándoles pedacitos de pan a las palomas, acuclilladas, cogiéndose el sombrero con una mano y estirando la otra, enguantada y llena de migas. Josefina las miraba muerta de envidia, porque las palomas le gustaban pero les tenía alergia. Y durante un segundo, un solo segundo, se quedó mirando a una de esas señoras, una que llevaba en la cabeza una pamela negra con flores rosadas, y que les daba a las palomas no migas de pan, sino granos de maíz amarillo y duro, y se quedó mirando el maíz que rebotaba cuando una paloma gorda y rojiza lo picoteaba sobre el suelo. Le tuvo envidia a la señora de la pamela negra por la facilidad con que se acercaba a las palomas. Cuando Josefina, recién llegada a Bogotá, lo había tratado de hacer, le habían empezado a rascar los ojos y la nariz, tanto que tuvo que sentarse en las escaleras del Capitolio porque no podía ver por dónde iba de tantas lágrimas que le salían. Luego, ya por la tarde, le había salido en el cuello un sarpullido terrible, y no supo ni nadie le quiso decir dónde podía comprar loción de calamina para echarse y que no le rascara tanto. Tres días. Tres días se demoró en descubrir que la Granada quedaba tan cerca de su pensión. Ahí pudo conseguir calamina cuando ya no la necesitaba, cuando ya la rasquiña se le había pasado y ya sabía que no podía volver a acercarse a una paloma en su vida. Y pensando en esto, en la loción y en la Droguería Granada, volvió a levantar la cara, después de ese segundo brevísimo, y se percató de que Deresser ya no estaba.

»Miró por todas partes, barrió la plaza con la mirada. Le dio la vuelta al corrillo de mujeres que ya se iba moviendo. Se metió entre ellas y aguantó los insultos, le dijeron de todo, la insultaron como suelen insultar los de adentro al de afuera. Pero no lo vio, no pudo encontrarlo, se le había perdido. Lo único que veía era sombreros, vestidos negros como si estuviera de repente en medio de un entierro, gente enguantada como si le diera asco tocarse entre sí, pero entre esa gente asquienta no lograba encontrar a Deresser, sólo dos o tres caras que la miraban con horror, dos o tres bocas que decían una negra, una negra. Le dio la vuelta a la cuadra, pasó dos veces frente a la ventana de la cual saltó Bolívar para evitar que lo descuartizaran en su propia cama y no pensó en Bolívar, ni en ninguna otra persona que no fuera Konrad Deresser, un hombre que huía de ella, que se le escondía, pero en ningún momento se le ocurrió ponerse digna, ponerse orgullosa y dejar de buscar a alguien que en ese momento no quería estar con ella. No se le ocurrió que Deresser se estuviera acostando con otra, porque eso no les había importado nunca, así que él no tenía razones para ocultárselo. No se le ocurrió que Deresser estuviera metido en cosas raras, porque, a pesar de que hubiera tenido razones para enloquecer de furia contra este país de locos, que había vuelto pedazos su vida y la de su familia, a pesar de todo eso, Deresser nunca había sido de los que tomaban las cosas en su mano, al contrario, era manso, manso como un burro, demasiado manso para el mundo que le tocó a partir del año 41. No, nada de eso se le ocurrió. Buscándolo por La Candelaria y luego por la séptima, Josefina pensaba en él como se piensa en un niño o en un enfermo: más angustiada por él que por ella misma, menos preocupada por perderlo que por el susto que el niño se llevaría al darse cuenta de que estaba perdido.

»Llegó a la pensión pasadas las cinco de la tarde. En el camino se había cruzado con el grupo de hombres que iban a homenajear al Arzobispo tal como un par de horas antes lo habían hecho sus mujeres, y pensó en lo curiosa que era la gente en Bogotá, que todo lo hacía así, ellos por un lado y ellas por el otro, era un milagro que no se hubieran extinguido. Entre los hombres había visto a don Federico Alzate, con quien tenía cita más tarde, y actuó como actuaba siempre que se encontraba en la calle con alguno de sus clientes, mirándose las chancletas, las uñas blancas de los pies, contándose los dedos, porque creía que así, pensando en otra cosa y no en disimular, dejaban de ser visibles en su cara la vergüenza del otro y su propio disimulo. Y ahora en su cuarto se acostó a esperar. No podía hacerlo mirando por la ventana, porque su cuarto no tenía ventanas. “Me di cuenta de que la gente sin ventanas espera distinto”, nos dijo después. A las seis y cincuenta, cuando llegó Federico Alzate, seguía esperando. Josefina tenía por costumbre exigir que sus clientes la llevaran a otra parte, por una especie de acuerdo tácito con Deresser y porque a ella también le parecía mejor no dormir en la misma cama en la que se había ganado la plata para pagarla. Pero esta vez prefirió quedarse. Tuvo tiempo de hacer lo suyo. Fue horas después, cuando ya su cliente se había despedido y Josefina se estaba lavando, que oyó los gritos en la escalera. Era el dueño de la ferretería de abajo. Venía repitiendo como una lora lo que le acababan de decir: habían visto a Deresser tirado en la Jiménez, a tres cuadras de allí, nadando en su propio vómito.

»No estaba muerto, pero cuando Josefina lo encontró ya no había nada que hacer. El olor era el de un muerto, en todo caso, o por lo menos ese recuerdo le quedó a ella. Josefina descubrió entonces que había agarrado la plata recién ganada antes de salir, y le quiso dar un peso al ferretero para que la ayudara a llevar a Deresser a un hospital, pero el ferretero ya estaba devolviéndose y haciéndose el que no la oía. Josefina paró dos taxis, y ninguno quiso llevarla aunque ella les ofreciera enteros los tres pesos que tenía en la mano. Entonces sintió algo en la pierna, y al levantarse la falda descubrió que no se había puesto ropa interior, y por el muslo le corría una mezcla de agua y semen que la hizo arrodillarse para aguantar mejor las arcadas, y al mismo tiempo, como si el mundo se hubiera puesto de acuerdo, se le acercó un tipo con el paraguas abierto aunque no llovía, y le dijo: “Ni se moleste, mamacita. Desde aquí se ve que ya está del otro lado”. Después, ya de noche, cuando ya habían llegado los policías primero y luego los judiciales a levantar el cadáver, un periodista escuchaba las declaraciones de un testigo. “Yo lo vi corriendo por ahí”, decía y señalaba la carrera tercera, “como borracho y todo vomitado, y gritando, sumercé, iba gritando que le dolía el estómago”. Parece, según se supo después, que Deresser se había ido a sentar en el Chorro de Quevedo, es de suponer que después de desprenderse de Josefina, y con toda probabilidad fue ahí que se tomó las pastillas, aunque no se sepa y no se vaya a saber nunca quién le consiguió el alcohol con pólvora. Lo increíble fue que hubiera alcanzado a caminar desde el Chorro al sitio donde lo encontraron, cerca del Parque de los Periodistas. Eso fue lo que más afectó a Gabriel, la imagen de Konrad Deresser corriendo medio dormido y sintiendo que la mezcla le quemaba las entrañas en lugar de anestesiarlo y matarlo en silencio como seguramente él esperaba. “Debía de estar muy asustado, y a una persona asustada las pastillas demoran mucho en dormirla”, le dijo a Gabriel, años después, un médico al que le planteó el caso sin nombres ni apellidos, como una mera hipótesis de hombre curioso. “¿Y duele mucho?”, preguntó Gabriel. “Uy, sí”, dijo el médico. “Duele que es para morirse.”

»Ese día acabamos saliendo de la pensión tardísimo, nos dimos cuenta de que en toda la tarde no habíamos comido nada, y por supuesto Josefina no había tenido nada que ofrecernos. Aunque fuera obvio, le dije a Gabriel que ya era muy tarde para ir al cementerio, y le pregunté si le interesaba ir al día siguiente. Pero él estaba en otra parte. Ni me miraba, ni me oía, y caminaba tres pasos delante de mí como si yo fuera su escolta. Pensé que me propondría ir al Parque de los Periodistas, o buscar el espacio físico donde Deresser había muerto, pero no lo hizo. Y entonces empecé a pensar lo que después he llegado a poner en palabras: Gabriel no me había llevado a ver a Josefina para enterarse de lo que ella sabía, o por lo menos ésa no era su única razón. Habíamos ido a verla, y la habíamos oído hablar y hablar y hablar durante toda una tarde, para confirmar lo que ignoraba. Porque nos quedó clarísimo que esta mujer había vivido todos esos meses con Konrad Deresser sin que le importara un carajo de dónde venía ni para dónde iba ni por qué estaba en las que estaba ni cómo pensaba salir de ellas. Si ella no le preguntaba, pensábamos entre los dos, él por qué le iba a explicar. “Y si no le explicó a ella”, me dijo entonces Gabriel, “lo más seguro es que no le haya explicado a nadie.” Eso me dijo. Yo estuve de acuerdo, por supuesto. Era lo más lógico. Y a pesar de ser tan lógico, y a pesar de yo estar de acuerdo, no le pregunté a Gabriel por qué todo eso le parecía tan importante. Sobre todo, por qué confirmar eso le había parecido más urgente que ir directo a buscar a su amigo. Aunque al día siguiente lo hizo. Fue a buscar a Enrique y no lo encontró, no encontró a nadie. Mucho después supimos que Enrique se había ido de la casa. Más tarde, que se había ido de Colombia. Eso fue lo que averiguó tu papá. Pero no averiguó adónde se había ido.

»Yo no quise acompañarlo esa vez. Estaba demasiado impresionada con todo lo que había pasado. Había visto casos como ése más de una vez, claro, a mí me había tocado mi cuota de fracasos, de gente venida a pique, pero eso era distinto, nunca había visto nada tan de cerca y nunca a nadie que se matara. Sí había oído de gente que se mataba, en esos años la cosa no era demasiado exótica para nadie. Noticias de Alemania, pero también de inmigrantes. Pero qué quieres que te diga. Cuando algo así le pasa a alguien que tú conoces, con quien has hablado y a quien has visto y tocado, es como si te acabaras de enterar. Como si hasta ese momento no supieras que eso es posible, matarse por problemas. El caso de Konrad fue particular, no por raro, sino por cercano. Miles de alemanes pasaron por lo mismo con lo de las listas negras, luego el fideicomiso de los bienes, miles quedaron en la ruina más absoluta, vieron en cinco años cómo la plata se les quemaba, se iba en humo. Miles. Al lado de las listas negras, que lo metieran a uno en el campo de concentración de Fusa era un juego de niños, para el viejo Konrad fue casi un descanso, porque lo internaron cuando ya la inclusión en la lista lo había dejado casi en la quiebra. Los internos del campo de concentración tenían la comida automáticamente, no se preocupaban de servicios, nada de eso. En teoría, el gobierno se cobraba esos gastos de sus cuentas, pero si el interno no tenía plata, ¿qué iban a hacer, matarlo de hambre? No, seguían dándole lo que les daban a los demás internos, y así debió de sucederle al viejo. En todo caso, éstos eran casi afortunados, eso es lo que se ha visto con el tiempo. Ciento cincuenta, doscientos alemanes, casi todos de clase alta, fueron huéspedes del gobierno con el pretexto de que tenían nexos con nazis, o de que hacían propaganda, lo que fuera, y claro, a veces era cierto, en ese sitio hubo gente de la peor calaña igual que hubo mosquitas muertas. Algunas veces habían pasado antes por lo de las listas, pero no siempre. El viejo sí, y eso es lo que me importa. El castigo de las listas lo sufrieron miles, como te digo, pero sólo a uno lo vimos caer desde el principio, así, como un avión, como un pato cazado, y ése fue el papá de Enrique. El viejo Konrad. Que no era viejo, le decíamos así porque tenía el pelo muy claro y parecía canoso, pero tenía cincuenta y cinco cuando se mató, más o menos. Yo he conocido gente que a esa edad apenas comienza.

»Me acuerdo del papel, es como si lo tuviera aquí mismo, es más, es raro que no lo tenga, supongo que la vaina de coleccionar me dio después, ¿no?, nadie capta la importancia de lo que pasa al mismo tiempo que le está pasando. Si se me apareciera un genio con lo de los deseos, yo pediría ése, saber reconocer las cosas que van a ser importantes después. No para el resto de la gente, eso es fácil. Todos sabíamos que lo de Gaitán era definitivo. Cuando lo mataron, todos sabíamos que este país no se iba a reponer nunca. No, con las cosas públicas es distinto, a mí me gustaría reconocer las que le pasan a uno, esa frase de tu mejor amigo, esa cosa que uno ve sin querer, uno no sabe que eso es importante, a mí me gustaría saberlo. Pues después las listas han salido en libros, han salido las reproducciones, los facsímiles, como se llamen, y las hemos podido ver, los que queríamos hemos podido saber cómo eran esos papelitos que tanto nos jodieron, perdón por la palabra. Las circulares que mandaban los gringos, todo eso, ¿no? El encabezamiento, el nombre del país entre dos líneas, el mes en inglés y en traducción. Las treinta o cuarenta páginas de nombres. Los nombres, Gabriel, los miles y miles de nombres de toda Latinoamérica. Cientos de nombres en Colombia. Eso era lo importante.

»Bien ordenados, puestos alfabéticamente, no por orden de mérito, ni por orden de peligrosidad. El dueño de una librería de Barranquilla donde se hacían reuniones nazis y se regalaba Mein Kampf a todos los que fueran, ese señor aparecía al lado de un japonés que le había vendido tres papas y tres zanahorias a la embajada española y sólo por eso, por cambiar sus hortalizas por la plata de los franquistas, lo metían a la lista negra. Lo que es capaz de hacer una lista, ¿no? Esa columna izquierda con todas las letras igualitas, todas mayúsculas, una debajo de la otra, eso siempre me ha fascinado. A mí una lista siempre me ha apasionado, para qué te lo niego, tampoco hay nada de malo en eso, supongo yo, nada reprochable. Un directorio era lo mejor que me podía pasar de chiquita, ponía el dedo arriba y bajaba por una página donde todas eran eles, o emes, donde todas eran dobleús. La sensación de tranquilidad que eso te da. La sensación de que hay un orden en el mundo. O por lo menos de que el orden se puede poner. Tú coges el caos de un hotel, por ejemplo, y lo pones en una lista. No me importa si es una lista de cosas que hacer, de huéspedes, de nómina. Ahí está todo lo que tiene que estar y lo que no esté es porque no debía estar. Y uno respira tranquilo, uno queda seguro de haber hecho las cosas como son. El control. Eso es lo que tienes cuando haces una lista: el control absoluto. La lista manda. Una lista es un universo. Lo que no esté en la lista no existe para nadie. Una lista es la prueba de la inexistencia de Dios, eso le dije a papá una vez y me zampó una cachetada, se lo dije por dármelas de interesante, un poco por ver qué pasaba, y eso fue lo que pasó, una cachetada. Pero en el fondo es verdad. Pues bueno, en diciembre del 43 apareció en esa lista, en la página 6, el nombre del papá de Enrique. Arriba estaba DeLaura, Luciano, Apartado 199, Cali. Abajo estaba Droguerías Munich, Carrera 10 n.º 19-22, Bogotá. Y entre esas dos, en ese espacio tan ordenado y perfecto, estaba el papá de Enrique. Deresser, Konrad. Cristales Deresser, Calle 13 n.º 7-17, Bogotá. Así de simple, todo en un renglón, nombre, empresa y dirección, y ni siquiera hubo que usar dos renglones, ni siquiera hubo que interrumpir el margen como se interrumpe cuando un mismo ítem ocupa dos renglones de una lista. Eso a mí siempre me ha molestado, ocupar dos renglones cuando uno es suficiente, porque se ve feo. El viejo Konrad hubiera estado de acuerdo conmigo. El viejo Konrad siempre fue muy ordenado.

»Un par de días más tarde, incluso antes de que yo me hubiera enterado del asunto, llamó al hotel Margarita Deresser, así se llamaba la mamá de Enrique. Era caleña, tenía la piel muy blanca y los apellidos muy largos, ya sabes a qué me refiero. Contesté yo. Quería hablar con mi papá, me explicó ella, necesitaban testigos. Deresser había pedido cita con el Comité de Consulta y acababan de llegar de la entrevista, había sido en la embajada de Estados Unidos. Eso era una cosa nueva, antes era sólo la embajada la que decidía si uno era incluido o no en la lista. Ahora había un comité. “No sirvió de nada”, decía Margarita, “no va a servir de nada, van a ver. Lo que les interesa es quedarse con nuestra plata, Sarita. Y eso se hace con comité o sin comité, con el doctor Santos o con López o con el que sea. Esto mismo se ha repetido mil veces ya, no con gente que conozcamos, pero uno se entera”. Les habían ofrecido tinticos y tecitos, esos diminutivos que los bogotanos usan para ser amables, y les habían preguntado por qué consideraba el señor que su nombre debería ser retirado de la lista de nacionales bloqueados, y los habían escuchado durante quince minutos decir que todo aquello era un malentendido, que el señor Deresser no tenía ningún tipo de relación económica ni personal que pudiera ir en contra de los intereses de Colombia o de Estados Unidos, que no era partidario del Führer, lejos de eso, que se sentía leal al señor presidente Roosevelt, y todo para que al final el asistente o secretario de la embajada dijera que la relación del señor Deresser con elementos enemigos estaba más que probada, igual que su simpatía por actividades de propaganda, así era, lo sentían mucho, no iban a poder reconsiderar el asunto, no dependía de ellos, sino del Departamento de Estado. “No sé qué vamos a hacer”, dijo Margarita. “Precisamente a Konrad, eso es lo que más me molesta. A tu papá le pasa esto y yo sé que se las arregla. Pero Konrad es débil, él se deja de la vida. Hay que explicarles, Sarita. Decirles que él no tiene nada que ver con el Eje ni con nadie, qué él no sabe de política, lo único que le interesa es la música y poder hacer sus vidrios en paz. Tu papá tiene que escribirles. Tiene que contarles cómo es Konrad, cómo somos todos. En el hotel se ha quedado gente importante, no me vas a decir que no se pueden mover algunos hilos, ¿no? Hay que sacarlo de esa lista, Sarita. Hacemos lo que haya que hacer, pero vamos a sacarlo de esa lista. Si no, a esta familia se la lleva el diablo.” Yo pregunté: “Y qué dice Enrique”. Y ella me dijo: “Enrique no quiere tener nada que ver en este asunto. Dice que eso nos pasa por meternos con nazis”.»

Por supuesto (dijo Sara Guterman) que ahí supe de dónde venía todo. En realidad, que Enrique le hubiera dado la espalda a Konrad me pareció normal, porque nunca se habían llevado muy bien. Pero que se desentendiera de una cosa tan grave ya no era tan normal, porque estar en la lista lo iba a afectar a él también, eso no tenía vuelta de hoja. Yo, la verdad, no podía entenderlo. «A Enrique no lo conoce nadie», me dijo tu papá por esos días. «Ni tú, ni yo, ni su mamá. Nadie lo conoce, así que nadie tiene por qué esperar nada de él. ¿Esto te coge de sorpresa? Pues te lo tragas, y aprendes a no esperar cosas de la gente. Nadie es lo que parece. Nadie nunca es lo que parece, hasta el más simple tiene otra cara.» Sí, eso como filosofía estaba muy bien, pero no había nada en la forma de ser de Enrique, nada en su figura ni en su hablado que permitiera esperar esto. Para mí era una traición, te lo digo francamente. La palabra es muy fuerte, traicionar al padre es una cosa que sólo pasa en la Biblia, y así lo veía yo. Pero de pronto era verdad lo que decía tu papá, y simplemente no habíamos mirado a Enrique tan de cerca como tocaba. Y eso que lo conocíamos de hacía rato. Él había pasado cada Semana Santa en el hotel desde el 40, más o menos, tal vez desde antes. El viejo Konrad había ganado esa especie de licitación privada que hizo mi papá con cada cosa del hotel. Por preferencias nacionalistas, por solidaridad de inmigrante o como se le quiera llamar, el caso es que, al momento de la apertura del Nueva Europa, fue Konrad quien se hizo cargo de los cuatrocientos cincuenta y nueve cristales de la remodelación. Imagínate. Cada espejo y cada ventana, cada rectángulo de cada puerta cristalera, biselado o no, ahumado en los tocadores y esmerilado en los baños y capaz de imitar el Jena en la lámpara del comedor. En realidad, a Enrique le importaban un carajo el hotel y los vidrios de su papá. Le importaban otras cosas. Por ejemplo, el hotel estaba lleno de mujeres, y Enrique estaba convencido de que las mujeres existían sobre la faz de la tierra para que él las escogiera como si fueran aguacates. Claro, a veces parecía que no le faltara razón. Llegaba al hotel con sus vestidos Everfit y sus Parker 51, llevando flores y moviéndose con el desparpajo de un bolerista y la pinta de un archiduque, y las mujeres se derretían, era bochornoso. Pero es que era un tipo fascinante, y eso ni yo lo he podido negar nunca. Y no sólo porque tuviera aires extranjeros, que eso siempre ha gustado aquí, ni porque se moviera como si le hubieran ofrecido el mundo y él lo hubiera rechazado por modestia, ni porque fuera capaz, al entrar al comedor con el pelo cubierto de brillantina y las maneras de un hijo de la nobleza, de sacarles comentarios obscenos a las empleadas y favores secretos a las esposas de los huéspedes, sino porque su voz parecía a prueba de mentiras. Las palabras de Enrique no importaban, importaba su autoridad. Te juro, Enrique hacía que sus interlocutores se sintieran fuera por un instante de sus vidas, como si los hubieran rescatado y puesto sobre un escenario de ópera. (Pero no, a Enrique no le gustaba la ópera. Al contrario, la despreciaba, despreciaba esa música a la que su padre le entregaba sus horas de descanso y más de una de trabajo.) Y cuando le hablabas, él te miraba los ojos y la boca, los ojos y la boca, con tanta intensidad que la gente al principio se limpiaba el bigote, creyendo que tenían migas de pan, o se quitaba las gafas para ver si el marco no estaba manchado. Luego uno confirmaba que no, era cosa de la atención que ponía. Así era hablar con él. Podía estallar una guerra en el jardín, y él no te quitaba la mirada de encima.

Enrique nunca usaba el alemán en público. Lo había aprendido en casa, era la lengua que hablaba con sus papás, pero afuera, trabajando en la cristalera o cuando estaba en el hotel, respondía en español de Bogotá aunque el viejo Konrad le preguntara en alemán de Suabia. Para tu papá todo eso era misterio sagrado. La primera vez que fue a comer a la casa de los Deresser, esa casa cómoda y amplia de La Soledad, le pareció rarísimo. Cuando llegó fue como si su amigo, al cambiar de lengua, ya no fuera el mismo. Enrique hablaba y él no lo entendía. Hablaba en su presencia y él no podía saber qué estaba diciendo. Lo primero fue extrañeza, y lo que viene con la extrañeza, la desconfianza. Pero más tarde Gabriel salió pensando que aquél era el espectáculo más fascinante que había visto jamás, y la próxima vez me pidió que fuera con él. Una especie de guía de costumbres alemanas, o de intérprete ocasional. Ahora pienso que quería testigos. Después de comer, Enrique le preguntó al viejo Konrad: «¿Tú volverías para quedarte?». Él contestó con evasivas y ahí mismo empezó a hablar del idioma en que había nacido y luego del español, que le parecía dificilísimo. Había leído en algún poeta que el argot era como una verruga sobre la lengua corriente. A mí se me quedó eso, una verruga. «Por más que nos esforcemos», dijo, «los inmigrantes somos eso, productores de verrugas». Luego clausuró la conversación, y fue tanto mejor así, porque Enrique era capaz de durezas que nunca se hubiera permitido hablando de otras cosas, de compositores románticos o de cristales de Bohemia. Enrique decía que nunca les iba a enseñar alemán a sus hijos, y lo repitió varias veces con tu papá y conmigo. Yo lo entendía, claro, porque a mi papá le llegaban cartas de conocidos o colegas o parientes lejanos. En ellas la gente nos explicaba lo terrible que era hablar en familia, usar con cariño o para decir cosas bonitas la lengua que, para todos los efectos prácticos, era la lengua del nacionalsocialismo.

Claro, Enrique comenzaba a darse cuenta de que la lengua de su papá se estaba muriendo en su cabeza, no sólo porque no la hablara fuera de casa, sino porque no la hablaba con gente de su edad, y sus modismos, sus refranes, sus frases hechas, tenían treinta años más que él. Y así se veía en la situación contradictoria y hasta insoportable de estar encerrado en una lengua que no pensaba como él, sino como sus papás: por eso esas ganas de rebelarse contra su propia casa. Era muy raro. Era como una voluntad de ser un personaje sin paisaje, ¿sabes? Alguien sin relación alguna entre su cuerpo y la alfombra, entre su cuerpo y las paredes del comedor. En la casa había un piano alquilado por días y un retrato de un militar prusiano, un antepasado ilustre de la familia, creo. Enrique no quería nada que ver con eso. Quería ser un personaje sin telón de fondo. Una criatura plana, sin espalda, de dos dimensiones. Y al salir, era como si quisiera ser nuevo. Lo del idioma era apenas una de las cosas que se lo permitía. Con su pinta, hablar en colombiano era como ponerse un vestido de buzo y echarse al agua, esa sensación de comodidad, de estar en un medio extraño pero en el cual moverse es más fácil que en el propio. No iba a dejar de explotarla, ¿no? Ni bobo que fuera. Enrique, por primera vez, comprobó lo mismo que había sabido siempre tu papá: uno es lo que dice, uno es cómo lo dice. Con el viejo Konrad ocurrió exactamente lo contrario.

Margarita me sentaba en las sillas de terciopelo de la sala y me ofrecía té con galletas o uno de los postres de la señora Gallenmueller, la de la diecinueve con tercera, y me hablaba de eso, se ponía nostálgica ahí mismo, hablaba de su marido y acababa siempre por contarme lo distinto que era cuando llegó a Colombia, la forma en que se había transformado desde entonces. Decía que el tiempo lo había traicionado. Los había traicionado a ambos, a todos. En lugar de devolverle a su marido la comodidad que todo el mundo siente en su propia tierra, y que un exiliado va ganando poco a poco, el tiempo se la había quitado a Konrad. Le había prohibido la espontaneidad, decía Margarita, la capacidad para reaccionar sin pensarlo, para hacer un chiste o fabricar una ironía, todo lo que puede hacer la gente que vive en su lengua. En parte por eso, el viejo Konrad nunca llegó a tener una relación normal con un colombiano. Lo que decía era demasiado meditado o acartonado para crear amistad con nadie. O complicidad, por lo menos. La complicidad se agradece mucho, pero es imposible si no se habla bien. Enrique tuvo la suerte de fijarse en eso y entenderlo, a pesar de ser muy joven. Konrad Deresser fue toda la vida una persona muy insegura, y a Enrique, desde muy jovencito, se le volvió una obsesión crearse la máscara contraria. Fabricarse como alguien capaz de confiar en sí mismo, desarrollar la seguridad que le permitiera hablarles a los demás como les habló después. Sin parpadear. Sin tartamudear. Sin pensar dos veces una palabra. Yo no he sabido nunca quién lo aprendió de quién, si él de tu papá o al revés. A principios del 42, una familia de conocidos alemanes llegó a vivir a Bogotá desde Barranquilla. Hay que imaginarse lo que es para alguien como el viejo hablar con gente del país. Yo lo sé, yo puedo imaginármelo, porque a mi papá le pasó igual mucho tiempo. Exactamente igual. Se encontraba con un alemán y era el paraíso. Era lo mejor que le podía pasar. Hablar de corrido, con facilidad, sin notar en la cara del otro sus propias equivocaciones gramaticales, sus torpezas de conjugación, sin creer que tu pronunciación va a hacer que el vecino se reviente de la risa de un momento al otro, sin temerles a las erres y a las jotas más que a los ladrones, sin morirse de vértigo cada vez que uno pone el acento en la sílaba equivocada.

La familia que llegó era de apellido Bethke, el marido y su esposa jovencita, él tenía unos treinta, tal vez un poco más, la edad que tú tienes ahora, y ella tendría veinte, la que teníamos nosotros. Hans y Julia Bethke. Fue por la época de las primeras restricciones. Los ciudadanos del Eje fuera de las emisoras. Los ciudadanos del Eje fuera de los periódicos. Y los ciudadanos del Eje fuera de las costas. Sí, así fue. Todos los alemanes que vivían en Buenaventura o en Barranquilla o en Cartagena se tuvieron que venir para el interior. Algunos fueron a Cali, otros a Medellín, otros vinieron a Bogotá, Bogotá se llenó de alemanes nuevos en esa época, fue buenísimo para el hotel, papá estaba feliz. Pues bueno, los Bethke eran de ésos, de los barranquilleros. Para el Buss und Bettag del 43, los Deresser organizaron una comida pequeñita, sin mucha cosa. A tu papá le sorprendió mucho que nos invitaran. Ambos estábamos a punto de cumplir veinte años, pero éramos todavía unos niños de pecho, eso es evidente, uno a esa edad se siente redentor del mundo, y es un milagro que sobreviva a sus propios errores. Los hay que no sobreviven, claro, los hay que a los dieciséis o diecisiete o dieciocho ya cometen el único error de su vida y esa cuerda les dura para toda la vida. Uno a esa edad se da cuenta de que todo lo que le han dicho hasta ahora es pura paja, que el mundo es otra vaina bien distinta. ¿Pero alguien te da unas instrucciones actualizadas, por lo menos una garantía? Nada. Arréglatelas como puedas. Eso es lo salvaje del mundo. Lo salvaje no es nacer, eso es sicoanálisis para principiantes. Ni que se te muera tu familia en un accidente, los accidentes no quieren decir nada. Lo salvaje es que te dejen llegar al convencimiento de que sabes cómo funcionan las cosas. Porque eso es la mayoría de edad. A una mujer le llega la regla, y cuatro o cinco años después se siente segura de que se acabaron las sorpresas. Y ahí es cuando llega el mundo y te dice: nada de eso, señorita, usted no sabe un pepino.

Cuando nos invitaron, yo no le expliqué a Gabriel lo obvio: que Konrad Deresser le debía a mi papá el cielo y la tierra. Si no hubiera sido por mi papá, que le dio lo de los vidrios del hotel, el viejo Deresser no habría tenido plata suficiente ni para organizar una comida. Cuando lo echaron de la Radiodifusora, mi papá le pagó un peso al hijo de una cocinera para que buscara los veinte o treinta vidrios más chiquitos del hotel y los rompiera sin ser visto. Y luego se los encargó a Deresser, y se los pagó como nuevos, y además le pagó dos puntos en el pulgar al muchachito, que se cortó tratando de romper la ventanilla de un baño del segundo piso. Así que claro que me invitaron, si yo era la hija de Herr Guterman. A Herr Guterman, dicho sea de paso, también lo invitaron, faltaba más. Pero él dijo que no, que gracias. Me mandó a mí por educación, y Gabriel me acompañó, pero él se excusó porque estaba perfectamente al tanto de la fama de nazis que tenían los Bethke. Hay fotos de eso, reuniones en Barranquilla, una esvástica del tamaño de una pantalla de cine y esta gente en sus sillas de madera pintadas de blanco, todos muy bien peinados. Y sobre el estrado o el escenario, como se diga, gente con sus camisas pardas bien planchadas y las manos atrás, firmes. O en reuniones, todos sentados a una mesa, con su mantelito bordado y tomando cerveza. Los Bethke ahí metidos, de traje y corbata blancos, él con el brazalete y ella con un prendedor en el pecho, en la foto apenas se ve pero yo me acuerdo perfecto, el águila era de oro y la esvástica de ónice, una joyita muy bien hecha. Y con ellos fuimos a comer una noche. No era algo tan raro, no te creas, varias veces me tocó comer con prendedores de esvástica, con brazaletes. En el hotel no eran pan de todos los días, claro, pero antes del 41 nadie se escondía, ninguno de ésos se escondía, así que tampoco era lo más anormal del mundo.

Ahora, ¿por qué me mandó a mí? Si papá prefería no ir él mismo, por la razón muy comprensible de las malas compañías, ¿por qué no le importaba que yo sí fuera? Eso me lo pregunté entonces, y luego la respuesta fue obvia. Mi papá era un idealista. Sólo un idealista se va tan confiado para un país como Colombia. La gente dice que los idealistas están muertos, porque fueron los que se quedaron con la esperanza de que las cosas se arreglaran. Yo nunca he estado de acuerdo. Ésos fueron los desafortunados, y punto. O los que no tenían plata. O los que no consiguieron las cédulas para salir de Alemania o las visas para Estados Unidos o donde fuera. En cambio, los idealistas armaron una noche las maletas y dijeron: la vida es mejor en un sitio que no conocemos. Mi papá era un hombre rico en Alemania. Y una noche dijo: seguro que nos va mejor vendiendo quesos en la selva. Porque eso era Colombia para un tipo como papá, la selva. A mí me escribían mis amigas del colegio preguntando si uno subía a los árboles en ascensor, te lo juro. Eso es idealismo, y por eso le pareció necesario que yo fuera en representación de la familia a sentarme con un tipo del que se decía que tenía un retrato de Hitler en la sala. Aquí en Colombia es otra vida, aquí todos somos alemanes, decía, aquí no hay judíos ni arios, decía en el hotel, y en el hotel le funcionaba. Sí, hay que ser muy ingenuo, muy miope, ya sé. ¿Y sus amigos ahorcados en las plazas públicas de Alemania? ¿Y los que ya para ese momento llevaban años con el triángulo amarillo cosido a la ropa? Ah, sí, mi papá no se equivocaba con frecuencia, pero en esto se equivocó. Creyó, como tantos otros judíos, que en el exilio el nazismo era un juego, que los exiliados no podían ser nazis en serio, por más que se reunieran, por más propaganda, por más evidencia, nosotros ayudábamos a construir este país, ¿no?, la gente nos quería, ¿no era cierto?, aquí los ánimos se atemperaban, la gente volvía a ser civilizada y racional, ¿quién podía demostrarle lo contrario? Eso sí, no fue el único, la colonia judía era experta en negar el odio ajeno, como lo quieras llamar. Claro, algún huésped había que le confirmaba esas ideas imbéciles, porque los huéspedes no van a decirle al dueño del hotel lo que piensan de su nariz, ¿o sí? Los huéspedes no van a pintar cruces gamadas en las paredes del cuarto, ¿o sí? No, en esa época mi papá era una oveja. Luego entendió, pero en ese momento era una oveja. El viejo Seeler, un tipo horrible, uno de los patriarcas del antisemitismo en Bogotá, se quedó en el hotel una vez, y mi papá lo recibió con la excusa de que lo vio llegar con la María de Isaacs en la mano. Y como este ejemplo puedo darte miles. Qué quieres que te diga, a él le pareció desde un principio que no podía educarme en el resentimiento, así me lo decía muy a menudo, que conmigo debía cortar y comenzar de nuevo, y además (esto no me lo dijo, pero me lo imagino bien) no podía transmitirme la idea de que hay gente con la que uno no se sienta, y menos alemanes como nosotros. Como nosotros, date cuenta. En Colombia, el enemigo era menos enemigo, eso habrá pensado la ovejita que era a veces papá. Además tú piensa que en Colombia no se dijo nada nunca sobre los campos en Europa, sobre los trenes ni los hornos. Eso no existía para la prensa colombiana, de eso supimos después, y los que lo supieron mientras pasaba estaban solos, los periódicos no les hacían caso. El asunto es que yo le serví de embajadora a Herr Guterman el idealista, y así fue que acabé sentada entre tu papá y Hans Bethke, y frente a Enrique Deresser, que estaba sentado entre las dos mujeres, Julia Bethke y doña Margarita. En la cabecera, presidiendo pero sin autoridad, estaba el viejo Konrad, que sentado parecía más chiquito de lo que era, pero tal vez era la compañía la que lo hacía encogerse.

La cara de Hans Bethke, su afeitado perfecto y sus gafitas para ver de lejos, todo él te decía: yo te sonrío, pero no me des la espalda que te acuchillo. Tenía el pelo crespo y mono y engominado, y se le formaban espirales chiquitos en las sienes, toda su cabeza era un remolino, era como estar compartiendo mesa con un árbol de Van Gogh. Y el árbol hablaba. Hablaba como por veinte. Lo poco que había hecho en su vida le servía para pordebajear a cualquiera. Antes de que termináramos el aperitivo en la sala, ya sabíamos que Bethke había viajado a Alemania a los veinte años, de paseo, enviado por su familia para que conociera la tierra de los ancestros, y había vuelto a Colombia más alemán que el Káiser. Se hubiera dicho que cargaba el pasaporte en la solapa si no fuera porque su pasaporte era colombiano todavía. Era un tipo de manos muy chiquitas, tanto que el tenedor de la ensalada se veía en su mano como el del plato fuerte. Las manos chiquitas, no sé por qué, me generaban desconfianza. No sólo a mí, a tu papá le pasaba igual. Era como si estuvieran hechas así para meterse en el bolsillo del vecino de mesa. Pero no se metían en ninguna parte. Bethke manejaba sus cubiertos y parecía que estuviera tocando el arpa. Pero cuando hablaba era otra cosa. Bethke tenía una columna en La Nueva Colombia, aunque de eso sólo me enteré después. Y oírlo hablar era como oír eso, una columna en un periódico fascista. Sí, eso era mi compañero de mesa, un periódico parlante, no me digas que no es el colmo de las ironías.

Todavía con el aperitivo en la mano, Bethke empezó a contarle a Konrad de las cosas que había traído de su viaje. Discos, libros, hasta dos dibujos al carbón de nombres que a mí no me decían nada. Yo dije que me gustaba mucho Chagall. Por participar en la conversación, nada más. Y Bethke me miró como si ya fuera mi hora del tetero. Como si tuviera que ir a cepillarme los dientes y directo a la cama. Dijo algo acerca del arte decadente, algo que no entendí muy bien, la verdad, y luego le habló a Konrad con tanta prudencia como pudo, pero si se trataba de esconder su indignación, lo hizo muy mal. O era mal actor o era buenísimo, nunca llegué a saber. «Le diré algo, Herr Deresser», dijo. «Yo no estaría aquí, tomándome un trago con usted, si supiera que esta decadencia puede apoderarse de Alemania. Pero estoy tranquilo, y no le voy a negar la razón, estoy tranquilo porque el Führer nos cuida, lo cuida a usted y me cuida a mí, nos recuerda lo que somos. Algo se anuncia, Herr Deresser, está en el aire para quien quiera olerlo, y yo quiero ser parte de eso, aquí en Colombia o en donde sea, da igual, uno lleva su sangre a todas partes. No, nadie renuncia a su propia sangre. ¿Por qué tendría un alemán que olvidarse de sí mismo al llegar aquí? ¿Ha olvidado usted quién es, lo han olvidado mis padres? Muy al contrario. Lo que pasó con sus hijos es otra cosa. ¿Sabe qué me parecen todos estos alemanes que no hablan alemán, con sus nombres en español y sus costumbres retrógradas, toda esta gente que llega tarde porque aquí se llega tarde, que trabaja mal porque aquí son chapuceros, que miente y estafa porque aquí eso es normal? Parecen enfermos. Están enfermos aunque no se den cuenta. Tienen lepra. Se caen a pedacitos. Han querido asimilarse y lo han hecho hacia abajo. Lo irónico del asunto es que tenga que llegar gente como yo, gente que pisó tierra alemana a los veinte años, a explicarles todo esto, a corregir el camino.»

Yo no creo que Gabriel hubiera entendido bien de qué se trataba aquello. Pero no tuve que explicarle, primero porque tampoco yo alcanzaba a entender bien, yo oía esas cosas y era como si me hablaran debajo del agua, y segundo porque Gabriel, durante la perorata, había estado arriba, en el cuarto de Enrique, oyendo por radio uno de los primeros capítulos de La vorágine. La estaban pasando por la Radiodifusora, leída, o más bien actuada, con efectos de sonido y todo. Había truenos y lluvia, decía Gabriel, y gente que caminaba por el pasto y ruidos de micos y de gente trabajando, era fascinante. Cuando bajaron al comedor seguían hablando de eso, y Konrad tuvo que sugerirle a Enrique la posibilidad de que los demás no hubiéramos oído el programa, de que seguir hablando de eso delante de nosotros fuera mala educación. Entre otras cosas, porque hablando de La vorágine estaban interrumpiendo a Herr Bethke. Y eso sí que no. Que se caiga el mundo, pero Herr Bethke llevará su mensaje al otro lado de la mesa. Eso parecía decir el viejo Konrad. Parecía decir: no somos conscientes de nuestra suerte. Parecía decir: esta mesa no sabe la suerte que tiene. Y todo por el hecho de que allí sentado con nosotros estuviera un hombre que conocía a Emil Pruefert, el renombrado Emil Pruefert, jefe del Partido Nazi colombiano. Pruefert había estado entre los primeros alemanes en irse del país. No sabíamos si eran amigos, pero Bethke hablaba de Pruefert como si de niños hubieran compartido la misma nodriza, como si hubieran tomado leche del mismo pecho. Y el viejo Konrad estaba pálido, pálido de admiración, tal vez, o tal vez de respeto, a pesar de que sabía que Pruefert se había ido antes de la ruptura entre Colombia y Alemania, e incluso demasiado antes, lo cual a muchos les había parecido curioso y a otros tan sólo cobarde.

Nunca lo habíamos visto así, ni Gabriel ni yo, y la impresión fue muy fuerte. Era como si se hubiera vaciado de él mismo. La cabeza se le caía, eso tenía que ser, no podía ser asentimiento. Aquello no era educación, ni diplomacia. Aquello no era los buenos modales del anfitrión para con el huésped. Y no sé si Enrique estaba fingiendo, haciéndose el que nunca había visto a su papá en ese espectáculo de servilismo grosero, pero también él ponía cara de espanto. «Esto es lo alemán», decía Bethke. «Poder sentarnos a compartir una comida y hablar de nuestra tierra sin complejos. ¿Por qué va a prohibirnos este país que usemos nuestra lengua? Que haya ocurrido ya es terrible, pero que nos dejemos es algo impensable. ¿Por qué vamos a dejarnos, Herr Deresser? El gobierno está cerrando colegios alemanes donde los haya. ¿El Colegio Alemán de Bogotá? Cerrado. ¿El Kindergarten de Barranquilla? Cerrado. Qué, ¿los niños de siete años son una amenaza para el imperio de Estados Unidos? Ustedes habrán leído el comentario de Struve, el cura comunista. El señor ministro no cerró un colegio, sino un instituto de propaganda política. Y luego esas arengas baratas. Que no admita más a estos profesores nazistas. Que se declare el castellano el idioma oficial de enseñanza. Que se haga en el patio una hoguera para quemar todo el material de propaganda nazi. ¿Y cuál es ese material? Los libros de historia. Eso es lo que busca el ministro Arciniegas, eso es lo que quiere el presidente Santos, que se quemen los libros de historia alemana, que se persiga y se extinga la lengua alemana en este país. ¿Y qué están haciendo los alemanes? Se están dejando, a mí me parece claro.» Margarita lo interrumpía, o trataba de interrumpirlo, hablando de una asociación que estaba haciendo cosas buenas. Bethke la oía pero no la miraba. «Katz, un mecánico», decía. «Priller, un panadero. ¿Ésa es la gran sociedad? ¿Ésos son los “Alemanes Libres”? Hay veneno en la sangre de estos alemanes, Herr Deresser. Hay que cauterizar esos pozos de veneno, hay que hacerlo en nombre de nuestro destino, se lo digo yo.» En ese momento tu papá se me acercó y me dijo muy pasito: «Mentiroso, no lo dice él, lo dice un discurso famosísimo, todo el mundo en Alemania lo conoce». La verdad, no me sorprendió que supiera cosas así. Pero no pude seguirle el tema, ni hacerle preguntas de ningún tipo, de quién era el discurso, qué más decía, porque Bethke no paraba de hablar. «Sólo unos pocos se atreven a levantar la voz, a protestar, y yo soy uno de ellos. ¿No se enorgullece usted de su sangre alemana, Herr Deresser? ¿De que esa sangre corra por las venas de su hijo?» Y ahí fue cuando Enrique habló por primera vez. «A mí no me meta», dijo. No dijo nada más, y no parecía que fuera a decir nada más, pero esas cinco palabras fueron suficientes para que el viejo Konrad se sentara más recto: «Enrique, por favor. No es manera de hablarle a un…». Pero Bethke lo cortó. «No, déjelo, Herr Deresser, déjelo, quiero saber lo que opina la gente joven. La gente joven es la razón de nuestra lucha.» «Pues si es por mí, no se canse», dijo Enrique, «yo puedo defenderme solito». El viejo Konrad intervino, era evidente que sabía muy bien adónde era capaz de llegar su hijo. «Enrique es un romántico», dijo. «La sangre latina, Herr Bethke, cómo le va usted a pedir que no… claro, entenderá usted, los nacidos en Colombia…» «Yo también nací en Colombia», dijo Bethke, cortándolo, «pero eso fue un accidente, y en cualquier caso no se me olvida de dónde vengo y cuáles son mis raíces. A este paso Alemania va a acabarse, va a perder la guerra, no contra los americanos, no contra los comunistas, sino contra cada Auslandsdeutsche. No, uno no puede quedarse cruzado de brazos viendo la extinción de su pueblo. Todo el mundo sabe cómo funciona el ser humano. La madre es la que se encarga siempre de la educación del hijo, en gran medida de las costumbres, y es el idioma de la madre el que adopta el niño con más naturalidad. Su señora lo sabe. Su hijo es la prueba viva. Nos roban nuestra propia sangre, señor, nos roban nuestra identidad. Cada alemán casado con colombiana es una línea perdida para el pueblo alemán. Sí, señor. Perdida para la alemanidad».

Esto último lo dijo mirando su propio plato para recoger una cucharada de sopa. No, no era sopa, era crema, una crema de tomate espesa como una torta que Margarita había hecho servir con un espiral de leche adornando la superficie. Pues en el centro del espiral, ahí donde había una ramita de perejil, cayó un pan entero, uno de esos panes del tamaño de un puño, de corteza dura, ¿sabes cuáles son? Enrique se lo había tirado con tanta fuerza como si quisiera matar a una mosca parada sobre el perejil. El pan se quedó ahí, como detenido por la espesura de la crema de tomate, y la crema de tomate fue a parar a la camisa y la corbata y la cara y el pelo engominado de Herr Bethke. Y a mí también me salpicó un poquito, claro, era inevitable. Ni te tengo que decir que no me molestó para nada.

El viejo Konrad se paró como si su silla tuviera un resorte, gritando cosas en alemán y moviendo los brazos como un nadador. En casos extremos, a Enrique lo llamaba por su nombre en alemán. Y aquél era un caso extremo. El viejo Konrad le gritaba en alemán a su hijo Heinrich, se acercaba a Bethke con la servilleta en la mano, le gritaba a Heinrich y limpiaba los hombros de Bethke. «No hace falta, no se preocupe», dijo Bethke, con la boca tan apretada que entenderle era un milagro. «Ya nos íbamos de todas formas.» Y su esposa, Julia la invisible, se puso de pie entonces, y lo hizo como lo había hecho todo durante la comida: sin hacer un solo ruido. A ella no le sonaban los cubiertos, su cuchara nunca tocó el fondo del plato, su servilleta nunca hizo ruido cuando Julia se limpió la boquita con ella. Así se paró, se puso al lado de su marido, dos segundos después se oyó la puerta. Se oyó la despedida de Konrad, «lo siento mucho, Herr Bethke, una cosa como ésta, una persona como usted, sabrá disculpar…». Pero no se oyó nada de parte de los invitados, como si le hubieran dado la espalda al viejo que se disculpaba. Había unas campanillas de esas que se sacuden cuando se abre la puerta, cuando se cierra. Eso sí que lo oímos. El campanilleo. Y luego vimos al viejo Konrad volver al comedor, rojo de la ira pero sin soltar ni un gruñido, ni un insulto, le dio un beso en la frente a Margarita y empezó a caminar hacia las escaleras sin mirar a Enrique y sin mirarnos a nosotros, habíamos dejado de existir o existíamos como una vergüenza, como un dedo que lo señalara. Me parecía increíble que no fuera a decir nada, y entonces dijo cuatro palabras, cuatro palabritas, «Que no se repita», y las dijo en el mismo tono en que otra persona hubiera dicho «Mañana es mercado». «Se va a repetir», le dijo Enrique, «cada vez que traigas un hijueputa a la casa». Margarita estaba llorando. Me di cuenta de que tu papá le daba la espalda, seguramente para no hacerla sentir peor. Me pareció lindo que se le ocurriera. Mientras tanto el viejo Konrad se quedó quieto en el primer escalón, como si no supiera muy bien por dónde se llegaba a su cuarto, o como si esperara a propósito que Enrique le dijera lo que le dijo: «A ver cuándo vas a ser capaz de ponerle la cara a alguien». «Enrique, mi amor», dijo Margarita. «O es que te da igual», dijo Enrique. «Te da igual que insulten a tu esposa delante de ti.» «No más», dijo Margarita. El viejo Konrad empezó a subir las escaleras. «Eres un cobarde», le gritó Enrique. «Un cobarde y un lameculos.»

¿Te has fijado en las escaleras de esas casas de La Soledad? Eran muy especiales, porque algunas, las más modernas, no tenían barandas. Si uno está en el primer piso, viendo a alguien subir, el cuerpo de la persona que sube se va recortando con cada escalón, no sé si te hayas fijado. En el primer escalón es el cuerpo entero. En el cuarto ya no está la cabeza, porque el techo la corta. Más arriba corta el tronco, más arriba lo único visible son dos piernas que suben, hasta que la persona que sube desaparece. Pues bueno, las escaleras de esa casa eran así. Todo esto te lo cuento porque Enrique gritó lo que gritó cuando el viejo Konrad era un par de piernas nada más. «Un cobarde, un lameculos.» Y las piernas que subían se quedaron quietas, me parece que con una rodilla levantada y todo, o por lo menos así lo recuerdo. Y luego empezaron a devolverse. Un escalón de para abajo. Luego otro. Luego otro. El cuerpo del viejo Konrad fue apareciendo de nuevo para nosotros. Su tronco, su cabeza. Hasta que llegó al primer escalón. No, no se bajó de las escaleras. Era como si quisiera asegurarnos que a pesar de haberse devuelto para decir algo, la comida se había acabado, la velada quedaba suspendida. Y ahí, parado en uno de los primeros escalones, con el cuerpo de perfil hacia los que estábamos sentados en el comedor, miró a su hijo, al hijo que lo había llamado cobarde y lameculos, y se desbordó, abrió la llave de la represa. Habló en español, como si quisiera decirle a Enrique: ahora juego con tus reglas. No necesito ventajas, no necesito condescendencias, lo que quiero es que te enteres de una vez por todas. Y Enrique se enteró, por supuesto. Nos enteramos todos. «Sí, soy un cobarde», dijo el viejo Konrad, «pero lo soy por no ser lo que quiero ser, lo soy por seguir aquí, aquí estoy, eso es lo cobarde. Todos los días Alemania es humillada, lee El Diario Popular y verás, mira lo que dicen todos los días los lacayos de Roosevelt, ¿acaso creen que nadie se da cuenta? ¿Acaso creen que nadie va a protestar nunca? Nos llaman quintacolumnistas, apedrean nuestra legación, rompen las vitrinas de nuestros almacenes, prohíben nuestra lengua, Enrique, cierran los colegios y deportan a los rectores. ¿Por qué cierra nuestros colegios Arciniegas? ¿Es por política o es por religión? No es porque haya nazis, es porque hay laicos, y los que no son laicos son protestantes. Uno no sabe quién cierra los colegios alemanes, si el gobierno o la Santa Sede, y mientras tanto Arendt y sus traidores se llaman alemanes libres, y yo tan tranquilo. Bethke hace lo que yo soy incapaz de pensar, es un patriota de verdad y no le avergüenza decirlo en voz alta, habla en voz alta, la lengua alemana se hizo para hablar en voz alta. Aunque uno se equivoque. Sí, seguramente él se ha equivocado, pero se equivoca por Alemania. Yo me he avergonzado de ser alemán, pero eso no va a ser así toda la vida, toda cobardía tiene su límite, hasta la mía. Te lo digo, no me voy a quedar callado y quieto. Alemania tiene amigos en todas partes, tú no amas lo alemán, claro, porque no sabes todavía de dónde vienes, no sabes quién eres, no tienes raíces. ¿Usted sabe qué es lo alemán, señorita Guterman, o es también una desarraigada? La lengua prohibida, la literatura robada de los colegios alemanes y quemada en público por el cura. Pero hay gente trabajando para que eso deje de ser así. No me importa si un gobierno de retrasados los considera peligrosos, no me importa, un patriota nunca es peligroso. En Colombia hay gente que reza para que gane Alemania, yo no soy uno de ellos, pero eso no importa, porque el destino alemán es más grande que sus gobernantes, sí señor, el destino alemán es más grande que los alemanes. Y por eso es que vamos a resistir aun a pesar de nosotros mismos, uno a veces tiene que hacer lo que le resulta antipático, y quién te va a juzgar, quiénes te van a juzgar, eso es lo único que importa, quién es el juez de tu vida es lo único importante. Hitler pasará, igual que todos los tiranos, pero Alemania queda, ¿y entonces qué? Hay que defendernos, ¿no? Y vamos a resistir, no me cabe la menor duda. Como sea y por los medios que sea».

De manera que después, cuando metieron al viejo Konrad en la lista negra, tuve que acordarme de eso para entender por qué Enrique se había desaparecido como si la cosa no fuera con él. Y de todas formas me chocó, porque semejante desprecio siempre choca, ¿no? Al principio pensé: ¿acaso cuando la empresa se quedara sin clientes no iba a sufrir él también las consecuencias? ¿Acaso creía que esto era en juego, que la gente les iba a seguir comprando a escondidas, que se iba a arriesgar a quedar en la lista también? Cuando les quedara prohibido comprar hasta un bombillo, cuando dejaran de pagarles el sueldo a los dos o tres empleados, ¿qué iba a hacer Enrique? Eso fue lo que pasó, por supuesto: y pasó con más eficiencia de la que habíamos imaginado. En estas cosas el miedo funciona muy bien, nada como el miedo para ponerte las pilas. En una semana ya se habían cancelado los pedidos de un almacén de Tunja que iba a exhibir artículos de oficina en vitrinas de cinco metros por cuatro, tan especiales que había tocado traer unos moldes nuevos por Panamá. Y también las vitrinas que había encargado la joyería de los Kling, más chiquitas pero también más gruesas, se quedaron guardadas en la bodega, y después los proveedores de carbonato y de piedra caliza dejaron de mandar sus productos, pero claro, sin mandar la plata que ya se les había pagado. Todo esto me lo contaba Margarita. Era como si se sintiera obligada a mantenerme al tanto. Como si yo fuera accionista de Cristales Deresser, o algo así. «Hay que hacer el mantenimiento de los hornos. Llamo al tipo que lo ha hecho siempre, ¿y sabes lo que me dice? Que él no se quiere meter en problemas. Que lo entienda, por favor, que no le guarde rencores, que cuando todo esto se acabe volvemos a hacer negocios, ni más faltaba. Pero es que un conocido suyo trabajaba en Bayer, lo botaron y ahora no encuentra puesto en ninguna parte. A mí qué me importan sus conocidos, no es que yo no sea sensible a los problemas de los demás, pero ya no estamos como para eso, tú me entiendes. Sarita, este tipo tiene un contrato firmado con nosotros. El más aterrado es Konrad, es que no lo puede creer. Los acuerdos, me dice, la palabra empeñada, ¿eso ya no le importa a nadie?»

Fue por esos días que Margarita escribió la carta a los senadores. Estaba buscando ayuda, y alguien le había propuesto estos nombres. Y para eso sirvió mi papá, porque Leonardo Lozano se había quedado varias veces en el hotel, no era lo que se dice un cliente fijo, pero conocía a papá y le gustaba ir a hablar con él, chapucear en alemán y quedar convencido de que papá entendía esos chapuceos. Así que después de las fiestas, apenas se abrieron los despachos oficiales, papá llevó la carta en persona. Aunque no vi ésa en particular, yo vi decenas de cartas similares durante esos años, cartas de puro desespero controlado, cartas en camisa de fuerza. Era el mismo procedimiento siempre, por eso te lo puedo contar con más o menos certeza. La carta de Margarita, si se parecía a las demás que escribía la demás gente, estaría dirigida a uno o varios de los senadores de la oposición. Los más privilegiados le escribían al ex presidente Santos, pero eso no siempre funcionaba. A veces era mejor ir a gente menos alta, porque los gringos les tenían miedo a los debates del Congreso. Miedo a la hostilidad de un político importante. Miedo al desprestigio, porque eso llevaba, supongo yo, a la pérdida de poder diplomático. Había senadores famosos por oponerse a las listas y por haber sacado de las listas a varios alemanes. A uno de ésos debió de escribirle Margarita. La carta empezaría diciendo que ella era ciudadana colombiana, que su padre era tal y la profesión de su padre era tal, todo entre más colombiano mejor. Luego explicaría que su marido era alemán, pero ojo, había llegado a Colombia mucho antes de la guerra, su arraigo en el país era un hecho ya innegable, porque incluso tenían un hijo colombiano. Y luego, la parte de las pruebas: que vamos a misa católica todos los domingos. Que en la casa se habla español. Que el marido se ha acomodado a las costumbres de nuestra patria en lugar de imponer las suyas. Y sobre todo: que nunca, nunca jamás, ha tenido simpatías por el Reich, por el Führer ni por sus ideas, que está convencido de que la guerra habrá de ser ganada por los aliados, que admira y respeta los esfuerzos del presidente Roosevelt por proteger la democracia mundial. Así que la inclusión de su marido (o de su hijo, o de su hermano) en la lista es completamente injusta, una aberración consecuencia de su nacionalidad y de su apellido pero no de sus actos ni de sus ideas, porque además su marido o su hijo o su hermano nunca ha participado en política, esos asuntos nunca le han interesado, y lo único que quiere es que termine la guerra para poder seguir viviendo en paz en este país que ama como si fuera suyo, etcétera, etcétera, un largo etcétera. Todo eso diría esa carta, siempre era lo mismo, si alguien se hubiera avispado le habría quedado fácil hacerse rico vendiendo modelos impresos. Un alegato de colombianismos, o de colombianofilia, como le quieras decir. Era patético leer esas cartas, doblemente si no las escribía un intermediario sino el mismo interesado. Y al mismo tiempo, por palancas o por lo que fuera, había propagandistas del Reich que lograban salir de la lista con disculpas públicas de parte del gobierno y además con ramos de flores.

Una semana después, a Margarita le devolvieron la carta en el mismo sobre que ella había usado. Había también otra carta, claro. El secretario personal de Lozano lamentaba que los senadores no pudieran ser de ninguna ayuda, algo así decía. Parece que ya habían hecho favores similares más de una vez, todo el mundo los buscaba a ellos, todo el mundo buscaba a los que se hubieran opuesto a las listas en el Senado, y hubo una época en que Santos se cansó de enviar recados, de dar referencias, de hablar bien de los alemanes para que los sacaran de las listas. Margarita llegó cuando la palanca estaba desgastada. Las palancas también se desgastan, eso lo sabe todo el mundo. Los Deresser estuvieron de malas. Llegaron tarde, simplemente. Si todo esto hubiera pasado en el 41, cuando lo de las listas era nuevo y no era tan radical y la gente hacía cosas para echar atrás las inclusiones injustas, la cosa habría sido distinta. Pero no pasó en el 41. Pasó en el 43. Dos añitos. Y eso hizo toda la diferencia. Margarita mandó un par de cartas más, y a éstas, en cambio, no hubo respuesta. Bueno, miento: a la primera no hubo respuesta, pero a la segunda sí. La respuesta llegó por otro medio: fue la notificación de que al viejo Konrad lo iban a confinar en el Hotel Sabaneta, en Fusagasugá, departamento de Cundinamarca, hasta que terminara la guerra, por considerar que tenía lazos con propagandistas afiliados al gobierno del Tercer Reich, y puesto que los informes permitían considerar que su desempeño cívico y profesional podía llegar a ser perjudicial para la seguridad del hemisferio. Con toda esa pompa, con toda esa prosopopeya se lo dijeron, y dos días después lo pasaba a recoger un bus de la Escuela General Santander.

«¿Y Margarita? ¿Qué le pasó a ella?»

«Pues escogió. Tenía dos opciones, irse o quedarse, y escogió. No recuerdo exactamente cuándo se fue de la casa, o cuando nos enteramos, más bien. Por alguna razón, ese dato se me ha borrado, a mí que no se me olvida nada. ¿A finales del 44, o ya al año siguiente? ¿Cuánto llevaba el viejo en el Hotel Sabaneta, seis meses o un año? Claro, lo que pasa es que la quiebra de la empresita y de la familia se mantuvo en secreto, como era normal en esa época. Todo el mundo veía la decadencia, todo el mundo supo cuándo vendieron la maquinaria y los muebles más superfluos, pero los detalles no eran visibles desde afuera. Y entonces Margarita se fue de su casa. El primer fin de semana después de que se hubiera ido, papá nos llevó a Fusagasugá, a visitar al viejo Konrad. “Y si por esto me meten en la lista”, me dijo, “pues que me metan. Tener amigos, que yo sepa, no atenta contra la seguridad democrática de nadie. Si a uno le prohíben hasta tener amigos, mejor saberlo de una vez”. “Pero dicen que tiene simpatías nazis”, le decía mi mamá. Y él: “Eso no se sabe. Eso no está probado. Si llega a probarse, Konrad no vuelve a tener noticias nuestras. Pero todavía no se ha probado, todavía lo podemos visitar y acompañarlo. Lo dejó su mujer, no es cualquier cosa. No nos vamos a hacer los de la vista gorda”. Me pareció que tenía razón, claro. Además, por esos días hubo una manifestación pro nazi en Fusagasugá, una buena cantidad de estudiantes se fueron a marchar y a gritar consignas contra la reclusión de los alemanes, y a nadie le hicieron nada, ni detenciones hubo.

»Enrique no fue, claro, a pesar de que le ofrecimos llevarlo. No, él se quedó en su casa, y ni siquiera tratamos de insistirle. Ya para ese momento se había alejado de todo el mundo. A su papá ni le hablaba, ni lo iba a visitar ni siquiera cuando había quien lo llevara hasta Fusa. Hasta de nosotros se había separado. No contestaba mensajes, no llamaba, no aceptaba invitaciones. Cuando Margarita se fue, se perdió el único coagulante que quedaba. “Lo más triste”, decía mi papá, “es que todo esto se va a acabar algún día, las cosas van a ser normales otra vez, eso tiene que pasar tarde o temprano. ¿Y quién arregla esta familia? ¿Quién le dice a Margarita que vuelva, que todo va a seguir bien de ahora en adelante?”. Y era verdad. Pero no la culpo, Gabriel. No la culpaba entonces, pero ahora menos. Ya he pasado por su edad, ya soy más vieja, mucho más vieja de lo que Margarita era cuando dejó a su marido y a su hijo, y te confieso que yo hubiera hecho lo mismo. Estoy segura. Uno no tiene por qué esperar a que las cosas se arreglen, porque eso puede demorar un año pero también veinte. Mi papá preguntaba: ¿quién le dice a Margarita que vuelva? Y yo pensaba, sin decirlo: y si vuelve, y si se queda con ellos y espera, y si resulta que los campos de concentración siguen ahí quince años después, y los alemanes siguen metidos en el Hotel Sabaneta, ¿quién le paga después los años perdidos? ¿Quién le devuelve a su cuerpo los años que se pierdan esperando cosas abstractas, una nueva ley, el final de una guerra?

»Ese día en el Hotel Sabaneta fue una de las experiencias más curiosas de mi vida. Era un lugar de lujo, en tiempos normales debía de ser más caro que el nuestro, y eso ya es mucho decir. Bueno, no lo sé, no puedo estar segura, pero era un sitio de primera. Claro, era tierra caliente, y eso lo cambiaba todo. Donde nosotros teníamos chimenea y ruanas para los huéspedes, ahí tenían jardines inmensos con gente asoleándose en vestido de baño. Había una piscina grandísima, una cosa que yo había visto muy pocas veces, y menos veces había visto tal cantidad de cabezas monas sobre cuerpos semidesnudos, era un veraneadero de la riviera francesa. Como los hombres pasaban el tiempo solos, no tenían inconveniente en echarse al sol casi en cueros, y en los días de visita las esposas se encontraban con esta gente roja como un camarón, algunos casi insolados. Ese día el sitio estaba lleno, imagínate, ciento y pico familias en un hotel al que normalmente no le cabían más de cincuenta. Era como estar en un bazar, Gabriel, nadie hubiera dicho que estos tipos eran prisioneros de guerra. Pero eso es lo que eran, ¿no? Prisioneros de guerra echados al sol. Prisioneros de guerra comiendo pollo asado sobre una manta, un picnic envidiable. Prisioneros de guerra caminando con sus hijas y sus esposas por unos caminitos de piedra de lo más pintoresco. Prisioneros de guerra haciendo ejercicio en el gimnasio. Entre ellos estaban los más viejos, que andaban todo el día bien vestidos, de traje claro y corbata, de sombrero de fieltro. Así estaba el viejo Konrad, vestido hasta la quijada a pesar del calor, los únicos más vestidos que él eran los policías del pelotón de vigilancia, con sus gorras de policía y sus sables de policía en la cintura, unas figuritas de lo más lamentable. Konrad estaba sentado en un balcón del segundo piso. Como a dos metros estaba otra persona. Papá lo reconoció: “Mierda, yo no sabía que Thieck estuviera aquí”. Eso dijo, lo dijo en alemán y con grosería y todo, lo impresionó mucho ver al tal Thieck, era uno de los importantes de la colonia de Barranquilla, trabajaba en la Bayer. Alguna vez se habrá quedado en el hotel, ya no me acuerdo. Pero lo importante es que estaba a dos metros de Konrad y ni se dirigían la palabra, y mira que el Sabaneta fomentaba mucho la sociabilidad. En fin, Konrad estaba ahí, dándole la espalda al otro. Lo saludamos apenas nos bajamos del carro, con tanta efusividad como fue posible, y él ni levantó la mano, fue como si le pesara el periódico.

»Esa visita fue terrible. El viejo nos iba importunando a todos con su cantaleta insoportable: “Yo no he hecho nada, les juro, soy un amigo de Colombia y de la democracia, soy enemigo de todas las dictaduras del mundo, yo soy enemigo del tirano, yo quiero a este país que ha sido mi anfitrión”, etcétera, etcétera. Y nos mostraba una sombra que tenía debajo del ojo, parece que se había agarrado a golpes con alguien que se atrevió a hablar de Himmler con respeto. No había manera de que se callara ni un segundo, ni de que viera a un desconocido, sin echársele encima a contarle sus penas y a convencerlo de su inocencia. Era un espectáculo lamentable. Y todo el tiempo cargaba ese maletín que cargó hasta su muerte, lo llevaba por todo el hotel y si te descuidabas se sentaba y sacaba todos los documentos de su caso para presentártelos. Te sacaba las cartas que había escrito él explicando los malentendidos, las cartas que había escrito su esposa, las respuestas que habían obtenido, el periódico del día en que apareció su nombre en la lista, todo eso lo llevaba de arriba abajo, “por si de pura casualidad me encuentro con un buen abogado”, decía. Y esa vez nos tocó a nosotros, que para el viejo éramos lo más parecido a un confidente. Estábamos sentados en ese balcón, encima de una enredadera de buganvillas, viendo a la gente bañarse en la pileta y echar una toalla sobre el pasto para asolearse. Nuestro paraíso alquilado, ¿no? Pues en algún momento mi papá se paró para ir a hablar con otro de los internos, un judío caleño que conocía de apellido, y el viejo comenzó a hablarnos en alemán. “En estos papeles falta una cosa, Sarita, ¿sabes qué es?, te voy a dejar que lo adivines, adivínalo. A ver, adivínalo. Aquí tengo de todo, mira, cosas sobre mí mismo que ni yo mismo sabía, a ver si tú las sabías, Sarita, ¿sabías que estoy relacionado con traficantes de platino? A que no, a que no sabías, pero es así, Cristales Deresser es sospechosa de colaborar con tráfico de platino hacia Hamburgo, ah, sí, mira qué negocio más bien montado tenemos, el platino sale de Cali, llega a Bogotá y a través de Cristales Deresser llega a Barranquilla, donde sale en barco, parece que a mis socios barranquilleros y a mí nos une la amistad con Herr Bethke, lo que es tener amigos en común, ¿no?, es bueno estar con los tuyos en el extranjero, la lengua es nuestra patria y todo eso. A ver qué más tengo aquí, siempre puedo encontrar más documentos de interés, este maletín es infinito, mira, te puedo contar que mi empresa aparece mencionada en cartas de la Legación, sí, la Legación de Bogotá le escribe cosas a la Legación de Lima y me mencionan, seré muy importante. Claro, también tengo documentos que no hablan de mí, sino de mis buenos amigos, ya sabes a quiénes me refiero. El Siglo. Noviembre del año del señor de 1943. Sí, aquí nos llegan los periódicos, no creas que nos mantienen desinformados. Vamos a ver, por la B de Bethke, vamos a ver qué dice la lista, sí, la B de Barranquilla, ¿sabías que es socio del Club Alemán?, ¿sabías que vive en El Prado? Sí, aquí en el maletín está todo esto, pero algo falta, ¿no adivinas qué es? Te lo voy a decir y no te espantes. Es una nota de despedida.” Entonces pasó de la ironía al llanto. Si lo hubieras visto, parecía un niño perdido. “No me importa si está escrita en una servilleta y con lápiz, aquí no hay una nota que diga me voy, tú no sabes lo que es eso, llegar a la casa un día y que eso pase, vivir con alguien es muchas cosas, un día te vas a enterar, pero una de ellas es esperar la hora de la llegada, porque todo el mundo tiene una hora de llegada a su casa, todos los que tienen casa llegan a esa casa a alguna hora, no es una rutina, es algo que se te va imponiendo, supongo que es animal, ¿no?, uno quiere llegar al lugar donde está a salvo, donde es menos probable que le pase algo malo.” En esos días, Enrique le había escrito contándole que Margarita se había ido de la casa. “Un día no llegó, Sarita, así de simple, ¿cómo es uno capaz de hacerle eso a su familia? Yo cierro los ojos y me imagino a Enrique despierto y esperándola, Sarita, oyendo ruidos, y luego timbra el teléfono, y es ella, Sarita, ahí estaba ella diciéndole a su hijo que no vuelve más, que después me escribe para despedirse, así, sin más, se fue con un recado, me dejó un recado y se fue, y por supuesto nunca se despidió de mí, ni una carta de despedida, no sé dónde esté, ni con quién, ya no sé cómo es su vida, ya no lo voy a saber nunca más, ruego al cielo que nunca te pase nada parecido, Sarita, esto no se lo deseo a nadie.”

»Todo eso me dijo. Pero no paró ahí. Me habló de los primeros días. Habían sido espantosos, me explicó. Espantosa la primera vez que el administrador del hotel lo miró con lástima después de haberse enterado, y luego, cuando ya todos los de la mesa debían de saber, espantosa la primera vez que le llegó una carta que no reconociera de inmediato. La recibió absolutamente seguro de que era Margarita, y resultó que era de la embajada española, la encargada de los bienes alemanes durante esos años. Le notificaban el estado de su peculio. Cuando levantó la cara se dio cuenta de que todos los demás lo estaban mirando, sin disimular ni nada, todos habían parado de jugar bridge o de leer la prensa y lo miraban, también querían saber si Margarita había vuelto. O más bien sabían que no era carta de Margarita y querían fijarse en la cara del pobre Konrad. “Se burlaron de mí. Se rieron a mis espaldas.” La mayoría de los alemanes recluidos allí era gente de plata, y se habían dado el lujo de comprar una casa en el pueblo para que su familia viviera más cerca. Para ellos la cosa era más fácil. Con un permiso, que además no era difícil de conseguir, podían ir a dormir a sus casas. De ida y vuelta los escoltaba un policía. Tenían familia. Tenían mujer, tenían hijos. Konrad ya no tenía nada de eso. “Todos me miraban con lástima, pero por dentro se estaban riendo, estaban muertos de la risa, y estoy seguro de que las carcajadas arrancaron apenas me fui a mi cuarto. La gente de este lugar es lo más despreciable que me ha tocado conocer. Hasta los italianos, Sarita, hasta los italianos se ríen de mí. Mi desgracia es mejor que un libro para ellos, yo soy su folletín, yo los mantengo entretenidos. Aquí estoy solo, Sarita, no tengo a nadie.” Todo lo que hubiera querido decirle al Comité, al embajador gringo, me lo dijo a mí en el Sabaneta. Y no cualquiera soporta eso. Ahí estaba Konrad vomitando su tragedia personal, y no hay nada más insoportable que oír desgracias que uno no ha solicitado. Hasta que me paré y le dije: “Lo siento, Herr Konrad, no puedo quedarme más. Voy a buscar a papá, tenemos que volver a Bogotá y luego seguir a Duitama, imagínese el camino que tenemos por delante. Yo es que tengo trabajo, ya sabe usted cómo es un hotel”, y me fui, lo dejé a mitad de frase y me fui. No era cierto que fuéramos a devolvernos a esa hora, claro. Teníamos pensado pasar la noche en una pensión de Fusa que el oportunista de turno había abierto para eso, precisamente, porque había muchas familias que venían desde Bogotá para ver a sus papás. Habíamos reservado un cuarto, íbamos a volver al Sabaneta a la mañana siguiente para despedirnos del viejo, pero yo le rogué a mi papá que nos fuéramos derecho a Bogotá. “Muchachita malcriada”, me dijo papá, pero yo pensaba algo peor: Muchachita cínica. Ya me había empezado a volver así. Pues cínica y todo, insistí tanto que al final eso fue lo que hicimos. No volvimos a ver a Konrad. Después de ese día, yo nunca lo volví a visitar. Mi papá fue un par de veces, pero yo me negué. Tengo muy claro que no lo hubiera soportado.

»Lo grave, como te podrás imaginar, es que el viejo no exageraba. Verlo era patético por su falta de coraje, pero todo lo que le pasaba era real, no era inventado. Para cuando terminó la guerra y los confinados salieron del Hotel Sabaneta, ya el viejo Konrad estaba solo. Sin Margarita, por supuesto, y para todos los efectos sin Enrique, que no se demoró nada en armar rancho aparte, como si hubiera esperado toda su vida para sacarse de encima a sus papás. Konrad se encontró con que la vida lo había dejado atrás. Al salir, no pudo vender la casa de la familia, porque estaba todavía en fideicomiso, y la casa acabó rematada a mediados del 46. La plata nunca llegó al bolsillo de Konrad, como es obvio, sino que cubrió los gastos de su veraneo forzado, y también los de las indemnizaciones de guerra, que el gobierno se cobró con las cuentas de los alemanes. No sé cómo ni cuándo conoció a Josefina, pero es evidente que ella le salvó la vida, o más bien le ayudó a postergar la muerte. Muchos de los internos salieron del país. Unos se devolvieron a Alemania, otros se fueron a Venezuela o a Ecuador para hacer lo mismo que habían estado haciendo en Colombia, sólo que empezando de ceros, y eso hacía toda la diferencia. Volver a empezar, ¿no? Eso es lo que rompe a la gente, la obligación de volver a empezar una vez más. Konrad, por ejemplo, no pudo. Se dedicó a morirse despacito durante un año y medio… me lo imagino perfecto, acostado con Josefina como si esta mujer fuera una balsa de náufrago, dividiendo el día entre sus discos de ópera y los carajillos de un cafetín cualquiera. Sí, entre más lo pienso, más me convenzo de que Margarita hizo bien en dejarlo. Ella murió en Cali, en 1980, me parece. Se volvió a casar, esta vez con colombiano, después de la muerte de Konrad. Creo que tuvo dos hijos, niño y niña. Niño y niña que son mayores que tú y probablemente ya tengan sus propios hijos, Margarita abuela, increíble. Tal vez sea cruel decirlo, pero fíjate: ¿qué hubiera hecho con el débil de su marido? ¿Acaso alguien puede creer que Konrad hubiera salido adelante eventualmente? Las listas duraron hasta un año después de terminada la guerra, y durante ese tiempo Konrad se cayó a pedacitos. Cuando se abolieron ya era muy tarde, ya el viejo era casi un mendigo, pero tampoco era el único. Hubo quienes sobrevivieron a las listas. Yo conocí a varios, algunos estuvieron en el Sabaneta, y de éstos algunos eran nazis de verdad. Otros ni siquiera llegaron a ser recluidos en el hotel, pero quebraron igual que quebró el viejo. Y muchos de ellos se rehicieron. Nunca volvieron a tener la vida que tenían antes de las listas. Nunca recuperaron la plata, y hasta el día de hoy piensan en esas pérdidas. El viejo fue uno de los que no pudo. No lo logró, así es el mundo, se divide entre los que sí y los que no. Así que no me vengan a hablar de la responsabilidad de Margarita, nada de eso. Cierto, ella dejó tirada a su familia, y cierto, de alguna manera el suicidio del viejo tiene algo que ver con ella. Pero alcanzó a vivir, ¿no? ¿O es que uno se casa para ser tutor de los más débiles? Margarita tuvo una segunda vida, como decía tu papá, y ésta sí le salió bien. Con hijos, con nietos. Supongo que eso le gustaría a todo el mundo.

»Por supuesto que Margarita no vino al entierro de Konrad. Comprensible, ¿no? Después de todo lo que pasó, además tener que lidiar con un suicidio y una concubina… Concubina es una palabra bonita, es una lástima que ya no se use, ahora se dice amante y se deja ahí la cosa. Concubina, concubinato, es bonito, ¿no te parece?, son sonidos lindos. De pronto es por eso, a la gente no le gusta que sea tan bonita una palabra que quiere decir esas cosas. Suicidio, en cambio, no es bonita. Selbstmord, se dice en alemán, y tampoco me gusta. Claro, yo hablo de estas cosas como si se me hubieran ocurrido a mí, cuando en realidad es tu papá el que me hizo apreciarlo. No habíamos acabado de despedirnos de Josefina cuando ya me estaba diciendo: “Concubina suena mejor que amante, ¿no crees? A ver por qué será”. Pero eso con tristeza, para nada frío ni distante, ni desapegado de todo lo que habíamos averiguado esa tarde, la muerte terrible del viejo Konrad, la idea del dolor que debió de sentir, todo eso… A mí me impresionó mucho. No se merecía esa muerte, eso lo tengo claro, ¿pero quién dice qué muerte merecemos? ¿Cómo se mide eso, acaso depende de lo que hiciste bien, de tus méritos, o de lo que hiciste mal, tus errores? ¿O es un balance? Es que a ustedes los ateos esto les queda muy difícil, por eso es bueno ser creyente. Las peleas que teníamos con tu papá por esto. Él siempre ganaba, ni que decir tiene. Durante mucho tiempo me puso el ejemplo de Konrad. “El viejo hasta se volvió católico, ¿y de qué le sirvió? Tú conoces a miles de alemanes que se convirtieron para entrar mejor en Colombia, para ser más aceptados por sus esposas y sus suegras y sus amigos. ¿Y eso les ayudó en algo?” Yo me quedaba callada, porque se me ocurría, aunque nunca hubiera podido probarlo, que si el viejo Konrad se hubiera quedado protestante se habría suicidado igual, no sólo eso, se habría suicidado antes. Mejor dicho, era su lado protestante el que le decía tómate las pastillas, sal de esta vaina. Pero eso quién lo demuestra. Y además de qué sirve, de qué carajos sirve demostrarlo.

»Esa noche, después de hablar con Josefina, nos quedamos en la casa de tu papá, porque era muy tarde ya para pensar siquiera en devolvernos a Duitama. Tu abuela, siempre envuelta en un chal negro, preparó la cama de huéspedes para mí, me recibió y me atendió con esa cara de tristeza que tienen los fantasmas de las películas, mientras Gabriel subía y se encerraba en su cuarto, casi sin despedirse. La casa quedaba en Chapinero, sobre la Caracas. Era una de esas casas de dos pisos, de escaleras cubiertas con alfombra roja y gastada y la alfombra apisonada con barras de cobre. No te voy a decir “lástima que no la hayas conocido”, ni ninguna de esas cosas, porque a mí esa casa me espantaba, me incomodaban las cosas más bobas, como esas barras y esos anillos de cobre que sostenían la alfombra, o como el loro del patio trasero, que gritaba Roberto, Roberto, sin que nadie hubiera sabido nunca quién era Roberto ni de dónde había sacado el nombre ese loro. En cualquier caso, esa noche me costó trabajo dormirme, porque tampoco estaba acostumbrada al ruido de los carros. Qué quieres, yo era una niña de pueblo, una ciudad como Bogotá implicaba un cambio terrible para mí. Y en la casa de tu abuela era como si todo jugara a incomodarme, como si todo fuera hostil. Los muebles de mi cuarto estaban tapados con sábanas y de todas formas olía a polvo. Era como si la casa entera estuviera de luto, y nosotros acabábamos de hablar con Josefina, y todo eso mezclado… no sé, al fin pude dormirme, pero era tardísimo. Y cuando me desperté, ya tu papá había ido y vuelto con la noticia de que Enrique no estaba en su casa. “¿Qué quieres decir con que no está? ¿Está perdido?” “No. Quiero decir que se fue. Que dejó todo y se fue. Y no se sabe para dónde.” Le pregunté quién se lo había dicho y se puso impaciente. “El policía de la cuadra. Y a él se lo dijeron las empleadas de los Cancino. ¿Qué importa quién me lo dijo? El papá se acaba de matar, la mamá se fue hace rato, me parece lógico que Enrique también se haya ido. No se iba a quedar solo en esa casa.” “Pero es que sin despedirse.” “Despedirse, despedirse. Esto no es un coctel, Sara. Deja de decir bobadas, por favor.”

»Luego ya se le pasó el mal genio y pudimos desayunar en paz, sin hablar pero en paz, y antes de mediodía cogimos el tren en la Estación de la Sabana. Hacía un día de perros, nos llovió todo el trayecto. Llovió en Bogotá, llovió a la salida, llovió cuando llegamos a Duitama. Y todo el tiempo yo iba pensando en las razones que tiene alguien para irse así, para dejarlo todo atrás sin despedirse ni siquiera de los amigos. No dije nada porque tu papá me iba a saltar a la garganta, estaba muy afectado, eso se veía. En el tren se hacía el dormido, pero yo le miraba los ojos cerrados, y los párpados se le movían así, rápido, le temblaban como le tiemblan a una persona preocupada. Verlo así me puso mal. Ya en ese momento yo lo quería como a un hermano. Gabriel era como un hermano para mí, y eso que sólo habíamos sido amigos unos cinco años, pero ya ves, yo me quedaba en su casa, él se quedaba en el hotel… Todo guardando las formas, por supuesto, yo era una señorita con una reputación, etcétera. Pero las formas se doblaban lo máximo posible, me da la impresión. Y eso es porque éramos como hermanos. En el tren, a punta de verlo hacerse el dormido, me quedé dormida yo. Me le recosté en el hombro, cerré los ojos, y lo siguiente fue Gabriel despertándome porque habíamos llegado a Duitama. Me despertó con un beso en el pelo, “llegamos, Sarita”, y me dieron ganas de llorar, supongo que de tanto estrés, o por el contraste, ¿no? El estrés por un lado y el cariño por el otro. O por un lado la preocupación de tu papá, que tal vez había perdido un amigo para siempre, y por el otro la manera que tenía de cuidarme como si hubiera sido yo la de la pérdida. Sí, casi me pongo a llorar. Pero me aguanté las ganas. Lo buena que he sido para aguantar el llanto, siempre, desde chiquita. Papá se burló de mí hasta que se murió de viejo. Se burló de mi orgullo, que no me dejaba ni hacer mala cara en público, mucho menos llorar, una mujer llorando en público me parecía lo más patético. Sí señor, ésa soy yo. La mejor aguantadora.

»Cuando llegamos al hotel seguía lloviendo, y el cielo era tan oscuro que todas las luces estaban encendidas aunque todavía faltara un buen rato para que se hiciera de noche. Era ese cielo gris tan boyacense, uno cree que lo podría tocar si se empina un poco, y el agua seguía cayendo como si algo se hubiera desfondado arriba. Tu papá se negaba a compartir mi sombrilla, me dejaba caminar delante mientras él se empapaba detrás. Seguramente ahí en Duitama también había llovido todo el día, porque la fuente estaba a rebosar, en cualquier momento el agua se le iba a empezar a salir por los bordes. Pero era bonito ver la lluvia pegando en el agua de la fuente. Y más bonito todavía si eso lo veíamos desde el comedor, bien secos y tomando chocolate. Ahí estaba papá con un invitado. Nos lo presentó diciendo que era José María Villarreal y que ya se iba. Yo supe inmediatamente quién era, porque papá me había hablado de él varias veces. “Es un godo de mucho cuidado”, me decía, con más respeto del que era normal en él. Se veían mucho últimamente, porque compartían una especie de pasión por Simón Bolívar, y a Villarreal no le importaba venir de vez en cuando desde Tunja para hablar del tema, así como lo oyes. Cruzamos saludos con el godo de cuidado y nos sentamos, Gabriel y yo, a calentarnos las manos con una taza de chocolate junto a la puerta cristalera del comedor. Ya estaban prendiendo la chimenea, afuera seguía lloviendo a chorros, en el comedor se estaba de maravilla. Hasta mi papá se veía contento acompañando a su amigo a la puerta del hotel y seguramente hablando del Pantano de Vargas o de alguna cosa de ésas, era como un niño con juguete nuevo. Increíble, ¿no? Increíble que estuviéramos a tan poco tiempo del desastre, Gabriel, yo lo pienso y me pregunto por qué no se paró el mundo en ese momento. ¿A quién había que sobornar para que el mundo se quedara quieto ahí, cuando todos estábamos bien, cuando cada uno parecía haber sobrevivido a las cosas de la vida que le habían tocado en suerte? ¿A quién había que pedirle esa palanca? ¿O sería que esa palanca también estaba gastada?

»Según lo que me contó Gabriel al día siguiente, en la tarde, cuando pudimos estar solos por primera vez desde que despertó de la anestesia, la cosa fue más o menos así:

»Después del chocolate había subido a su cuarto con la idea de descansar del viaje en tren y leer un poco. En cosa de una semana iba a presentar el primer preparatorio: todas las materias de Civil en un solo examen, una especie de paredón continuado, como ser fusilado y vuelto a fusilar diez veces seguidas. Así que abrió sus libros sobre el escritorio y se puso a estudiar los modos de adquirir el dominio, que eran por lo menos artículos bien escritos y llenos de figuras que en un buen día lo hacían soltar carcajadas. Gabriel les parecía raro a sus compañeros de clase. Esa pobre gente no podía entender la gracia que le encontraba al aluvión, que tenía una definición de pura poesía, o a la paloma que viaja de un palomar a otro sin malas artes del nuevo dueño. “Pero no me podía concentrar”, me dijo después, “trataba de leer sobre la paloma y se me aparecía el viejo Konrad echado en la calle y vomitando, me iba a la piedra engastada en el anillo y se me aparecía Josefina con sus sandalias, con el semen fresco resbalándole por la pierna, y me entraban a mí también las arcadas. Así que me paré, cerré códigos y apuntes, y salí a dar una vuelta”. Yo no lo oí salir, porque estaba en el cuarto de mis papás oyendo en radio una noticia curiosa. Antes de comenzar la guerra, un arquitecto húngaro había desaparecido junto con su esposa, y alguien se lo acababa de encontrar en las montañas. Iban unos turistas caminando por la montaña cuando el tipo salió de alguna parte y preguntó cómo iba la guerra. Resulta que había arreglado una gruta de piedra, llevaba todo ese tiempo ahí escondido. Pescaba para comer y sacaba agua del río. Cuando le dijeron que la guerra había terminado hacía año y medio, bajó a Budapest, saludó a su familia y regresó a su casa, pero apenas llegó se dio cuenta de que no iba a poder. Su esposa estuvo de acuerdo. Así que recogieron ropa y utensilios y volvieron a su gruta. Papá estaba feliz con el cuento. “Te apuesto lo que quieras a que son judíos”, me dijo. Y mientras terminábamos de oír el programa, Gabriel bajaba y salía a dar una vuelta. Pero antes de salir fue a la cocina y pidió un pandeyuca grande para el camino. Le dijo a María Rosa, la cocinera, que en una hora estaría de vuelta.

»Ya era de noche. Gabriel caminó por debajo de los balcones y de los aleros, de un balcón al otro, de un alero al otro, tratando de mojarse lo menos posible. Pero ya no llovía tan fuerte, y en cambio daba gusto respirar el aire recién lavado, daba gusto caminar por calles donde no había nadie. “Me subí el cuello”, me dijo, “y pensé en comerme el pandeyuca de dos bocados, para poder meterme las manos a los bolsillos, pero luego se me ocurrió que podía calentarme las manos con la masa. Estaba decidido a caminar un buen rato, así me diera una pulmonía. Es que todo estaba tan tranquilo, Sara, no me lo iba a perder”. Lo único era caminar con cuidado, no ir a resbalarse con los adoquines, que se ponían terribles cuando llovía, y en eso puso toda la atención posible. Y así, mirando al suelo y echando para adelante como un caballo con anteojeras, con un pandeyuca caliente en el bolsillo del saco, acabó por llegar a la plaza, entre otras cosas porque todas las calles de un pueblo como ése dan a la plaza, tanto así que uno no se explica para qué le ponen nombre. Plaza de los Libertadores, se llama la de Duitama, pero nadie en la historia del pueblo ha tenido que decir el nombre completo. La plaza es la plaza. Ese día estaba todavía adornada con las cosas de las últimas fiestas, versiones del niño jesús colgadas en las puertas y de los balcones y apoyadas en las ventanas de las cafeterías. Y Gabriel le iba dando la vuelta a la plaza mirando las vitrinas de los almacenes, las ventanas de las cafeterías, y adentro de las cafeterías la poca gente que escampaba, la mayoría campesinos muertos de frío que olían a ruana mojada. De una de esas cafeterías, donde no había campesinos sino gente de corbatín que trabajaba en la Alcaldía, alguien lo llamó, con firmeza pero sin levantar la voz. Era Villarreal, el amigo de papá.

»Le preguntó qué andaba haciendo por ahí con esta lluvia, si necesitaba algo. Él tenía su carro a la vuelta de la esquina, le dijo, lo podía llevar a cualquier parte. “Me habló con tanta cortesía que inmediatamente se me olvidó lo más impresionante: que me hubiera llamado por mi nombre, por mi nombre completo, después de haberlo oído una sola vez, y de pasada.” Pero así era Villarreal con todo el mundo. Cuando Gabriel le explicó que sólo estaba dando una vuelta, que le gustaba caminar de noche porque en Duitama nunca había gente en las calles, Villarreal pareció entenderlo sin problemas, e incluso comenzó a recomendarle recorridos, no sólo en Duitama, sino en Tunja y en Soatá y por el centro de Bogotá, era un tipo cultísimo, conocía o parecía conocer la historia de cada esquina. Hablaron de la iglesia que estaban construyendo todavía, ahí mismo, al otro lado de la plaza. “Hace unos días, un domingo, me metí a las obras para verla por dentro”, dijo Villarreal. “Si queda bien, va a ser una construcción bellísima.” A Gabriel le gustó su manera de pronunciar las elles, ese sonido líquido que se ha perdido, ya nadie pronuncia las elles así. Y tal vez fue por las elles, o tal vez por las maneras de Villarreal, pero luego, cuando se despidieron, Gabriel siguió bordeando la plaza y pasando por debajo de los aleros y de los balcones y de los faroles coloniales prendidos aunque no alumbraran, y cruzó la calle y miró a su alrededor para fijarse en que no lo viera nadie. Era absurdo, porque meterse a unas obras no tenía por qué estar prohibido. “Pero cuando se me ocurrió eso, ya era demasiado tarde, ya estaba adentro. Y no me arrepiento, Sara, no me arrepiento. La nave de una catedral en construcción es una vaina escalofriante.”

»Estaba al resguardo de unas paredes inmensas, pero hacía más frío que afuera. Era la humedad del cemento, por supuesto, era cemento frío lo que se le metía en las narices cuando respiraba hondo. Cerca del altar, o del sitio que ocuparía el altar, había dos montañas de arena del tamaño de un hombre y una más pequeña de ladrillos, y junto a ellas estaba la mezcladora. Del lado de la puerta había piedras, vigas, más piedras, más vigas. Lo demás eran andamios, andamios por todas partes, un monstruo enterizo que le daba la vuelta a la nave y se elevaba hasta las ventanas sin vitrales. Ahí adentro, era como si se hubiera quedado ciego al color. Todo era gris y negro. Y luego estaba el silencio, el silencio tan perfecto que Gabriel se aguantó las ganas de gritar para ver si en una nave en construcción había eco. “Me sentí bien”, me dijo después. “Me sentí tranquilo por primera vez en estos días. Casi ciego y casi sordo, así me sentía, y era una especie de serenidad, como si alguien me hubiera perdonado.” Quiso sentarse, pero el suelo estaba mojado, había baldes y palustres tirados por todas partes, había cemento sin mezclar y arena, y de una esquina salía un olor a orines. Así que se quedó de pie. En ese momento se acordó del pandeyuca, lo sacó, le quitó un par de hilachas que se le habían pegado en el fondo del bolsillo, y empezó a masticar.

»La masa ya estaba fría, claro, pero sabía bien. Gabriel comió despacio, dando bocados chiquitos, sin afanes, tratando con todas sus fuerzas de no pensar en la muerte del viejo Konrad sino en cualquier otra cosa, en el pandeyuca, por ejemplo, en el olor a cemento de la catedral, en la disposición de las sillas cuando hubiera sillas, en el púlpito y el cura, en cuánto tiempo tardaría la construcción, y pensó en todo eso y luego pensó en el hotel, pensó en mí, pensó en que me quería, pensó en mi papá, pensó en Villarreal, pensó en Bolívar, pensó en la batalla del Pantano de Vargas, pensó en el nombre de esta plaza, Libertadores, y en ésas andaba cuando aparecieron los tipos. El lugar estaba tan oscuro que Gabriel no alcanzaba a ver las caras debajo de los sombreros, y no supo cuál de los dos le preguntó si él era Santoro, el de Bogotá. Tal vez el que preguntó fue el mismo que primero sacó el machete, tiene toda la lógica del mundo. Pregunta, respuesta, machete. Habían entrado por la puerta de la catedral, o más bien por el vano de la puerta, de manera que a Gabriel le tocó empezar a correr hacia el altar, confiando en poder salir por la parte de atrás de las obras. Se resbaló con la grava pero no se cayó, siguió corriendo por encima de las tablas sueltas de los andamios, pero tuvo que pasar entre una columna y la montaña de arena, y al pisar la arena el pie se le hundió y el zapato resbaló y Gabriel cayó al piso. Levantó la mano derecha para protegerse del machetazo, pero cerró los ojos cuando vio venir la hoja, y ya no los volvió a abrir.

»Cuando estuvo la comida servida en el comedor del hotel, María Rosa fue a buscar a mamá y le preguntó qué hacíamos con el puesto de don Gabriel, si había que esperarlo, si ya no iba a venir. Mamá subió a mi cuarto y me hizo exactamente la misma pregunta. Yo ni siquiera sabía que Gabriel hubiera salido, pensaba que seguía en su cuarto. “Salió hace dos horas, le dijo a María Rosa que no se demoraba. Por qué no te pones algo y le pides que te acompañe.” Ella ya se había echado una ruana encima cuando bajé, y me dijo que mi papá ya había salido. “A ver si lo fue a coger un carro, señorita Sara”, me dijo. Era eso lo que yo me temía. No me hizo ninguna gracia que también a ella se le hubiera ocurrido. María Rosa empezó a caminar hacia la plaza y yo hacia el otro lado, como cuando uno va en carro a la laguna. Di una vuelta, les pregunté a las pocas personas que vi, pero ni siquiera sabía qué buscar, adónde mirar, nunca había estado en una situación parecida. Además tenía miedo. Todo Duitama sabía quién era yo, y si me daba la gana podía salir sola a las cuatro de la mañana, pero esa noche tenía miedo. Así que después de un rato estuve de vuelta en el hotel. Mamá estaba sentada en una de las bancas del patio, a pesar del frío que estaba haciendo, y me contó apenas entré que María Rosa lo había encontrado cerca de la iglesia. “Lo atracaron”, me dijo, “le hicieron daño. Tu papá se lo llevó a Tunja, ahora mismo está con él, así que no te preocupes”.

»Pero no me dijo que le habían cortado cuatro dedos de un machetazo. No me dijo que había estado a punto de desangrarse. Todo eso me lo dijo Gabriel al día siguiente, cuando papá lo trajo al hotel. También me explicó los síntomas de la septicemia. “Tenemos que estar atentos”, me dijo. Todo eso cuando ya estaba mejor, después de las horas que pasó inconsciente. Vino el médico de Duitama, revisó la herida, insistió en cuánta suerte habíamos tenido, y a mí me gustó que hablara en plural, que nos viera a todos juntos. Así me sentía yo, por lo menos en ese momento: la mano me la habían cortado a mí también. Gabriel tenía una venda, pero sólo con ver la forma de la venda, o más bien la forma que había debajo de la venda, supe qué tan serio era el asunto. “¿Pero quién te hizo esto?”, le pregunté. Era una forma de hablar, una de esas preguntas que se hacen porque sí, ¿sabes?, sin esperar respuesta. Pero ahí mismo me arrepentí, me entró el pánico, porque me di cuenta de que Gabriel sabía quién se lo había hecho y además sabía por qué razón. “No, no me lo digas”, le dije, pero él ya había comenzado a hablar. “Los mandó Enrique”, dijo. “Los mandó mi amigo. Pero no te preocupes, me lo merezco. Esto y mucho más. Yo maté al viejo, Sara. Yo les jodí la vida. Yo tengo la culpa de todo.”»