VIII

ESTOY EN EL PAZO MIÑOTO. ¿Adónde iba a ir, si no? Me hubiera gustado pasar un tiempo en el Mediterráneo, que no conozco, que me atrae, que me gustaría escrutar, pero, a cualquier lugar que fuera, me harían la vida imposible mediante esas pequeñeces imperceptibles que están al alcance de cualquier gobernador. No me costó mucho tiempo decidirme: cogí mis bártulos y me vine. Entre mis bártulos figuraban dos camiones cargados de todo aquello de mi casa cuya pertenencia consideré que excedía lo meramente jurídico: muebles y objetos que me traían recuerdos o que debía conservar por respeto al pasado. Con ellos alhajé dos salones del pazo miñoto, los que ahora llamamos los salones gallegos. Mis bienes de Villavieja, y todo lo que constituía el patrimonio de mi padre, se los legué a la hija de Belinha, jurídicamente bien amarrado, en un documento en que comenzaba por reconocerla como hermana. Un día volverá de las tierras remotas en donde vive y se hallará propietaria de viejas piedras solemnes y de algún dinerito que no le vendrá mal. Aunque esto del dinero, ahora, es una de las cosas menos seguras de este mundo. Por fortuna, mi abogado de Villavieja lo tiene todo bien colocado, y por grandes que sean los cambios, algo quedará para aquella niña, ahora ya no lo es, que me miraba con sus grandes ojos africanos. No creo que nadie haya lamentado mi marcha, salvo mis dos poetas amigos, el satírico Roca y el heroico-cosmológico Baldomir. Celebré con ellos una cena de despedida que intenté fuese alegre, pero que quedó en melancólica. «Con usted, señor Freijomil, se nos va toda esperanza». «No se pongan así, amigos. Las cosas no son eternas, pero tampoco las situaciones». «Ni los hombres, señor Freijomil. Que esto cambiará un día, ¿quién lo duda? Lo que dudo es que lo veamos nosotros». «Pues no hay más remedio que hacer frente a la realidad. Usted, Roca, con sus romances, y usted, Baldomir, a ver si termina de una vez ese capítulo del origen del cosmos». «¡Es un capítulo imposible, señor Freijomil! La ciencia avanza cada día, y no sabemos lo que dirá mañana. Además, le confieso que cada vez tengo más dificultades con esas palabras nuevas que ahora se usan. No les encuentro consonante».

Va bien el negocio de las vacas, aunque no falten dificultades y complicaciones. Mi maestro tiene un sentido muy agudo de la justicia social, y aunque no haya llegado a organizar ninguna clase de explotación colectiva, sí por lo menos aumentó el sueldo de nuestros peones, hasta el punto de suscitar desconfianzas y protestas de los propietarios vecinos. Recibió la orden oficial de atenerse a lo acostumbrado en la comarca, y como él lo considera insuficiente, cada tres o cuatro meses inventa una manera nueva de resarcir a nuestros trabajadores de lo que, en justicia, cree que debe pagarles. Contra los regalos que les hace, en especie, y contra otras facilidades que les da, los vecinos no pueden protestar, aunque no dejen de mirarlo mal y de decir que se ha vuelto comunista. ¡Palabra peligrosa tanto aquí como en España! La única manera válida hasta ahora de librarse de ella es ir a misa los domingos. La miss tiene que quedarse en casa, porque sigue siendo protestante, aunque no crea en nada.

He vuelto a colaborar en el periódico lisboeta. ¿Cómo iba a evitarlo? El éxito de mis crónicas de guerra me ha colocado entre los primeros de la profesión, aunque pueda confesar ante mí mismo que no me entusiasma demasiado: ser un periodista famoso cuando se pretendió, en cierto momento, ser un gran poeta: no es compensación suficiente, sobre todo cuando pienso que la sustancia de estos cientos de páginas que llevo escritas podía caber en un soneto. Sin embargo escribir como antes, crónicas pesimistas sobre la marcha del mundo, me entretiene y me permite llenar las largas horas de la tarde. Esta idea de escribir mis memorias me surgió de pronto, casi al llegar aquí, y recobrar entero el mundo de mis recuerdos. Se me amontonaban, me desvelaban, llegaba a oír, casi a ver, a las personas que de un modo u otro habían estado cerca de mí, desde Belinha hasta la Flora, y pensé que encorsetándolas en palabras me libraría de ellas. Creo haberlo conseguido, y lo considero el premio de tantas veladas encima del papel, en el rincón de mi salita, mientras fuera el viento bruaba en los grandes eucaliptos. Aquella música la conocía desde la infancia, me había acunado muchas noches, me había ayudado a dormir cuando un dolor me desvelaba. Alguna vez pensé que estas memorias deberían repetir el ritmo de los vientos, pero el viento excede siempre el ritmo racional de la palabra, es veleidoso e imprevisible, nada puede imitarlo. Cuando sopla fuerte encima de mi ventana, dejo de escribir y escucho. Muchas veces me impidió continuar escribiendo; se me metía en el alma, aventaba las imágenes y las palabras, me dejaba sin poder. Tenía que dejarlo para el día siguiente, cuándo en el suelo del jardín yacían arrancadas de las ramas camelias rojas y blancas. Y si ese día traía lluvia mansa o furiosa, me era más fácil recogerme después de haber cenado, tumbarme a recordar, escribir luego. El trato con los recuerdos no es fácil. Van y vienen como quieren, según su ley, fuera de nuestra voluntad, y hay que agarrarlos, dejarlos quietos, mientras se meten en las palabras; soltarlos luego para que acudan otros. De todas suertes, son indóciles, los recuerdos, son inclasificables e indomeñables. A veces aparecen coloreados; otras, oyes cómo repiten las palabras dichas hace veinte años, y no las importantes, sino cualesquiera, palabras sin valor que, no se sabe por qué, se quedaron ahí, mientras que las graves, las trascendentes, las felices, se han borrado para siempre. Es necesario especular; suspender la escritura y preguntarse: ¿Qué dije, qué me dijo, en aquella ocasión? Unas veces se acierta; otras, sólo aproximadamente; algunas transcriben un diálogo que pudo ser así, pero que nunca se sabrá cómo fue. Escribir las memorias tiene su parecido con escribir una novela, más de lo que conviene. Sí, los hechos, en su conjunto, son los mismos; pero ¿quién sería capaz de recordar y describir en todos sus detalles aquella tarde de otoño que terminó en el bosque de Vincennes? Con ser uno de mis recuerdos insistentes, los días, a su paso, le van robando matices, y me lo represento borroso. Y para recordar a Clelia, tengo que contemplar su fotografía, aquella tan pequeña arrancada al carné de conducir.

A pesar de todo, a pesar del tiempo que me lleva el cuidado de mis vacas, a las que entrego las mañanas enteras (he tenido que aprender a montar a caballo), cada vez duele más la soledad, con esa sensación de ausencia dolorosa que permanece en el corazón que ha sufrido. Quiero decir, la falta de una mujer. La soledad de esta clase no se siente lo mismo a los veinticinco años que a los treinta y tantos que tengo yo. Cuando se es joven, la carne tira, y dejarla tranquila es un modo fácil de sentirse acompañado: se fue, pero volverá. La ausencia es esperanza. A la edad que tengo ahora, la carne cuenta menos: no acucia, no domina, ya no llega a cegarnos, aunque haya oído contar que más tarde regresa con violencia. Pero si la sangre está tranquila, el hombre está más inquieto. ¡Trance difícil éste en la vida de un solitario! «Ademar, ¿por qué no buscas una chica?», me pregunta la miss, que me observa. ¿Cuántos años lleva preguntándomelo? Yo me encojo de hombros. «¡Es una lástima que aquello de María de Fátima se hubiera estropeado! Claro que entonces era una niña con la cabeza llena de viento. Pero hoy es otra mujer».

La miss ya no me da sus cartas a leer, como antes: probablemente su sintaxis le resulta ya más familiar. Pero de vez en cuando me trae noticias. Ya sé que María de Fátima pasó malas rachas, que volver a Portugal es la meta de su redención. ¿Estaré yo todavía en esa meta? Pienso que sí, y no es por vanidad: interpreto que sus relaciones continuadas, regulares, con la miss, no tienen otro sentido. Ella es ya otra mujer, yo ya soy otro hombre. «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», escribió un gran poeta. «Entonces», en aquel entonces no nos habíamos entendido. ¿Cómo serían ahora nuestras relaciones? Todo depende de la imagen que cada uno se haya hecho del otro. El tiempo borra unas cosas, otras las deja en pie, con más relieve. Para mí, la figura de María de Fátima no ha cambiado, y la imagino cimbreante, prodigiosamente esbelta, pero no puedo olvidar tampoco su mirada fría. Ahora debe de tener veintisiete años, ya no es la niña rica que cree que todo el mundo es suyo y que puede rehacerlo a su gusto. El sufrimiento le habrá bajado los humos, le habrá ablandado la mirada, y lo más probable es que también haya dejado huellas en su cara. ¿Se habrá enamorado alguna vez? Existen modos de amor que llamaría supernumerarios: flotan encima de un amor profundo, invariable. Pero, es curioso, esos amores superficiales son lo real, mientras que ese otro, el profundo, es el que se idealiza, que es lo mismo que desrealizarlo. ¿Le habrá sucedido así conmigo, a María de Fátima? Yo no la he idealizado. Admito, en mis meditaciones, que haya perdido belleza y esbeltez. No le doy importancia. María de Fátima fue la mujer más bonita que pasó por mi vida, no la que más amé, aunque pueda llegar a amarla más que a cualquiera de las otras. He aprendido que se ama a las personas, no a su belleza, o no sólo a su belleza. Ursula no era tan bonita como María de Fátima, ni tampoco lo era Clelia. Que la persona sea atractiva basta para que la relación carnal sea feliz. Sí, estoy en la mejor disposición de ánimo para amar a María de Fátima.

Las cosas en este mundo no marchan bien. En general, son cada vez más inquietantes, si bien nos aferramos a un resquicio de esperanza. Es sobre lo que escribo, sobre lo desesperante y sobre lo que todavía podemos esperar. Los libros que me llegan son cada vez más pesimistas. Dan testimonio de las muchas realidades que han desaparecido para siempre, y, sobre todo, de que puede desaparecer la realidad. ¿Es posible que los hombres seamos tan insensatos? El director del periódico suele telefonearme. «Pero ¡hombre!, Ademar, ¿qué hace usted en ese agujero? Le puedo enviar a donde quiera, sin discutir condiciones. ¿No le gustaría instalarse en Nueva York? Hoy es el centro del mundo, allí se toman las grandes decisiones, y usted sabe interpretarlas y analizarlas. Piénselo bien, Ademar: Nueva York es una ciudad interesante». Sí, ¿quién lo duda? Pero yo, que sé lo que es estar solo en Londres y en París, ¿resistiría la soledad en Nueva York, esa ciudad donde nadie es nadie? Pienso a veces responderle que sí, pero pasando antes por Río de Janeiro. Sería fácil poner un telegrama a María de Fátima: «Llegaré tal día. Nos casaremos. Seguiremos a Nueva York». Pero, como siempre sucede, lo pienso y no me decido. Lo que hago es imaginar el encuentro en el aeropuerto de Río, el abrazo que nos daríamos. ¿Me besaría en la boca? Eso sería el signo. Vendría después la búsqueda, en Nueva York, de un lugar en que vivir. Una búsqueda fatigosa, pero esperanzada.

Está el tiempo de lluvia. Quizá eso aumente mi melancolía. Ya he terminado estas páginas de recuerdos, esta visión de mí mismo que todavía no sé si es acertada o no. Acaso ambas cosas. Al gobernador de Villavieja lo destituyeron a causa del escándalo que se armó en el entierro de una proxeneta. ¡Quién lo iba a decir! La denuncia partió del obispo, aparente responsable, a quien el gobernador obligó a aplicar los cánones cuando él, el obispo, por su voluntad hubiera hecho la vista gorda. Esto es lo que se dice en Villavieja. También me escribió el subjefe provincial, repuesto en su cargo: me agradece mi disposición a testimoniar en su favor, ya no hace falta, y me garantiza que puedo volver a Villavieja cuando quiera. ¡Lo que son las cosas! Sin embargo, un día de éstos encargaré un pasaje para Río. De avión, por supuesto. Y sin telegrama previo, por si acaso. Llevaré conmigo, ¡pues no faltaba más!, el reloj del mayor Thompson.

En el pazo miñoto, cerca de la primavera, un año de éstos.