V

PARA LA FLORA NO DEJÓ DE SER NEGOCIO, apreciable por lo fijo, el traslado de la tertulia disidente a su salón reservado: oscuramente se daba cuenta de la especie de ennoblecimiento de que era objeto su local, y así, con diligencia y habilidad, se las arregló para que los clientes secretos limitaran sus visitas a las horas de la tarde, de modo que el campo quedase libre antes de dar las diez. A esa hora, una criada (una puta retirada por la edad) adecentaba la estancia, colocaba la mesa para el servicio de bebidas y organizaba en corro la sillería. Seguíamos presididos por la Virgen de los Dolores dentro de su fanal, atravesado de espadas el corazón de plata, pero en ese detalle no se fijaba nadie, o, al menos, nadie le hacía objeciones, seguros como estaban todos de que Flora antes se dejaría matar que retirar de allí su imagen preferida, aquella ante la que se postraba en sus dificultades, o en los peores momentos, en los más angustiosos, de su angina de pecho, si bien con el orujo al lado, que también ayudaba. En cuanto a la clientela, había crecido, aunque no desmesuradamente: los tres que éramos en un principio llegamos a nueve fijos, incrementados los fundadores en seis desengañados del Café Moderno, donde la literatura se había politizado hasta no ser reconocida. Aquí le éramos fieles, y en poco tiempo lo que empezó como charlas anárquicas acabó por organizarse y convertirse aquel salón de paredes azules floreadas de rojo en una especie de aula donde cada noche uno de los contertulios daba lectura a algún trabajo breve que luego se discutía. Al conjunto de intervenciones y discusiones, por su carácter obligatoriamente irónico, o por lo menos satírico, siempre informal, pero no por eso liviano, se le llamaba «Críticas de la razón humanística», lo cual cuadraba con el espíritu del pueblo, frenado hasta la coacción por la seriedad del régimen. Inevitablemente la presidencia y dirección del cotarro había recaído en mí, y como a la reunión no se le había puesto límite de hora, lo corriente era que, después de las palabras programadas y discutidas, hubiese yo de prolongarlas con una plática sobre cualquier tema acerca del que tuviera algo que decir, fuese literario o histórico, y eso con tal rigor que, incluso los informes, las explicaciones o las discusiones acerca de la situación internacional, la gran contienda que se iniciaba entre los rusos y norteamericanos, se desarrollaban con absoluta independencia (en realidad casi ofensiva) de la opinión oficial: los periódicos ingleses y franceses, que clandestinamente recibía de Lisboa, ayudaban a mis puntos de vista. La gente tardó muy poco en darse por enterada, y siempre había alguien que, cada día, refería a algún curioso el resumen de lo tratado la noche anterior. De ahí se propalaba, se deformaba y con frecuencia se concretaba en una versión casi surrealista, fruto de la colaboración colectiva. Aparecieron en seguida candidatos a contertulios, y se dio entrada a tres o cuatro más, muy escogidos, de cuya lealtad no cupiera duda, y también, de vez en cuando, se permitía la asistencia, sin derecho al uso de la palabra, a algún adolescente espabilado, estudiantes en Santiago o aspirantes a poeta. De putas, nada, y eso era lo que la gente no comprendía o acaso lo que no aprobaba: porque, ¡qué diablo!, un lenocinio no es un ateneo, por mucho que algunos ateneos parezcan lenocinios.

Era obligatorio tomar algo, eso sí, y que cada cual se pagase lo suyo, aunque no estuviesen prohibidas las invitaciones y no faltasen clientes escasos de numerario a los que la Flora, por caridad o por confianza que tuviera en ellos, les servía al fiado la copa de cazalla o de licor de café. Y lo más extraordinario fue que todas las noches, más o menos a la hora en que empezaba con mi perorata, la Flora comparecía, se sentaba en un rincón y escuchaba. Una vez, en secreto, le pregunté por qué lo hacía: «¡Ay, filliño, hablas tan bien…! Me recuerdas a tu padre».

No tardaron, sin embargo, en surgir conflictos con la autoridad. Los informes verbales que, en forma de soplos, recibían eran generalmente incomprensibles, o por lo menos ambiguos, que lo mismo podían proceder de una secta protestante que de una célula anarquista. Lo primero fue que nos enviaron de testigo a un policía que tomaba notas de lo que se iba diciendo, con la obligación de redactar un papel que acabaría en manos del gobernador civil tras los consabidos trámites. No era mala persona, el policía, si bien un poco defraudado por lo selecto de las palabras y la ausencia de putas, y la Flora le convidaba cada noche a lo que quisiera, y él no abusaba. Únicamente, antes de marcharse, iba a echar un vistazo al salón de abajo, donde había siempre algo que alegrase las pajaritas y le ayudase a soportar lo que lo esperaba en su lecho conyugal. Al tercero o cuarto día apareció por mi casa, a media mañana, pidió verme, y con timidez y cierta humildad vino a decirme, más o menos: «Mire, señor: yo estoy obligado a enterar a la superioridad de lo que se habla en la tertulia, pero como no entiendo nada de lo que dicen, el informe no me sale. Vengo a pedirle que, si no le fuera muy molesto, me escribiese usted unas cuartillas, con algunas torpezas, claro, para que parezcan mías, y yo las pondré después a máquina y les daré curso. De lo contrario, al no enterarse de lo que dicen por lo que yo escribo, me temo que les prohiban las reuniones, porque, mirándolo bien, son clandestinas». Discutimos amigablemente hasta qué punto la coincidencia de unos cuantos hombres de bien y la charla subsiguiente en el salón privado de una casa de amor podía contravenir las ordenanzas, pero él repetía sin variación las palabras que había oído. Accedí a redactarle las cuartillas, y si los primeros días escribí un resumen muy somero de lo que en realidad se había tratado, al poco tiempo se me ocurrió fantasear un poco: redactaba el informe antes de cenar, y se lo entregaba al policía al disolverse la reunión. Los temas eran de lo más disparatado: «En la noche de ayer, los concurrentes al tapado de la Flora trataron de la personalidad de un tal Ninon de Lenclos. El señor Martínez Sobreira leyó una biografía, según él resumida, de la famosa hetaira, y explicó al final que no añadía la lista de sus amantes porque habían sido más los desconocidos o sospechados que los citados por la historia. Advierto a la superioridad que ignoro el significado de la palabra hetaira, que se repitió varias veces, pero, por lo que allí se dijo y por lo que fue saliendo, en lo que ellos llaman el coloquio, debió de ser una conspiradora carlista infiltrada en la corte de Isabel II. El que más sabía de ella, o así al menos me lo pareció, fue don Marcelino Pita, el boticario. Nadie pronunció una sola palabra contra el régimen ni contra las autoridades locales y provinciales. La reunión terminó a las dos treinta y cinco de la madrugada. Me dio la impresión de que, como de costumbre, cada cual se marchaba a su casa. Ninguno estaba borracho del todo, aunque don Claudio Seco diera algunos traspiés a la salida. La Flora debió de haber ingresado por cafés y licores, más o menos lo que cada noche, unas quinientas pesetas». Con este ten contén vivimos tranquilos un par de semanas. Las «Críticas de la razón humanística» iban adelante, y se leían o decían cosas de bastante ingenio, tanto sobre la realidad empírica como sobre la imaginaria, y llegamos a organizar un concurso a ver quién hablaba más tiempo sobre nada: lo ganó un antiguo seminarista que ahora se dedicaba al ramo de la bisutería fina y se llamaba el señor Alemparte (apellido popular que me hacía dudar de la prosapia de mi Alemcastre). Nuestra reputación crecía, y nos llegaban invitaciones a trasladarnos a un local más amplio, donde pudieran caber más contertulios, pero nos defendíamos de las invitaciones alegando la originalidad de una reunión científica que había elegido semejante sede.

Todo el mundo conocía en Villavieja la rivalidad entre el gobernador civil y el subjefe provincial. Aquél procedía de la extrema derecha; éste, de una zona próxima a la izquierda. Aquél salía todos los días fotografiado en el periódico; éste llevaba una vida recoleta, sin que se le conocieran trapisondas. Aquél actuaba por medio de acólitos, cuando no de sicarios; éste recorría con frecuencia los pueblos de la provincia y se interesaba por sus necesidades. Finalmente, el gobernador había llegado precedido de una fama siniestra, en tanto que al subjefe provincial se le atribuía la salvación de varias vidas en los tiempos del terror. Si le mantenían en su cargo se debía no sólo a su comportamiento en la guerra, sino a lo bienquisto que era, aun de la izquierda solapada. Pues a este subjefe provincial se le ocurrió enviarme recado por un amigo común, o, al menos conocido mío, diciéndome que se había enterado de la naturaleza de nuestras conversaciones, y que había un par de muchachos entre los jóvenes, muy espabilados, con clara vocación política, a los que quería ir iniciando en la dialéctica y en la oratoria; como me sabía bien informado, como en la tertulia, lo que se hablaba, aunque fuese broma, era cultura, no les vendría mal a los mozalbetes asistir a nuestras reuniones: de manera pasiva, por supuesto, y sin otro derecho que el de hacer alguna que otra pregunta que viniera a cuento. El embajador me aconsejó que aceptase, ya que, dado lo extraordinario de nuestra situación, siempre convenía tener en las alturas alguien que saliese por nosotros. Toda vez que lo que se decía en la tertulia no podía perjudicar a los muchachos, y sí espabilarlos más aún de lo que eran, el pleno acordó recibirlos. Se presentaron una de aquellas noches, los muchachitos, entre tímidos y osados. Habían prescindido de la camisa política, y venían vestidos como cualesquiera de su edad, con corbatas civiles. Estuvieron atentos y discretos: uno de ellos hizo alguna pregunta atinada y se marcharon cuando les hice señal de que lo hicieran. Vinieron las noches siguientes, con su libreta de apuntes, donde tomaban notas. Yo hablaba aquellos días de la cuestión del petróleo. No es cuestión que se pueda tomar a broma, pero yo procuraba darle un tono divertido a la vez que crítico. El de cara más alegre de los dos, el rubio, me preguntó de repente: «¿Usted cree que sin petróleo se puede hacer un imperio?». Le respondí que no, y le di las razones. «Entonces, ¿cómo nos hablan a nosotros del imperio si no tenemos petróleo?». «A eso no te puedo responder. Yo nunca he hablado de imperio». No dijo más. Otro día el morenito, sin que viniera a cuento, quizá por quedar bien, preguntó: «¿Y usted cree que América del Sur volverá a ser de España?». Le respondí que no lo creía probable, ni menos conveniente. Tomó nota de mi respuesta. Poco tiempo después recibí unas líneas del subjefe provincial, muy escuetas: «Sea usted prudente, hágame caso». Y el que me trajo la nota, el amigo común, seguramente aleccionado por el subjefe, fue más explícito: «Lo que usted explica a los muchachos contradice lo que les predican un día y otro. Y lo peor es que le hacen caso a usted». Pero los chicos no habían venido a casa de la Flora a que los engañasen, ¿no?

Una de aquellas noches, inopinadamente, en vez del policía acostumbrado se presentó el mismísimo comisario. Nos quedamos paralizados, o, al menos, mudos y sin saber qué hacer. «No les estorbe mi presencia, señores. Vengo a oírlos por pura curiosidad». Hicimos un esfuerzo por dar naturalidad y alegría a la conversación, y mi perorata final versó sobre la moda femenina, según los últimos figurines. Al terminar, y empezar la gente a retirarse, el comisario me rogó que esperase. Quedamos solos con la Flora, miedosa y desconfiada. «Mire usted, señor Freijomil: yo no tengo nada contra estas reuniones, salvo que son ilegales. Son ilegales, pero inocentes. Para que puedan continuar hemos acordado (no dijo quiénes) que introduzca usted algunas novedades. Tal y como se desarrollan, tendría usted que solicitar permiso diariamente, y entregar a la comisaría un escrito, firmado por usted o por otro responsable, con la indicación detallada de lo que se va a decir. Comprendemos que esto no sólo es difícil, sino latoso. Pero hay una solución. Ésta es una casa de lenocinio, pero yo no he visto putas por ninguna parte. Este salón, con su ausencia, pierde su carácter. La solución está en devolvérselo. Si todas las noches están presentes, mientras ustedes hablan, la Puri y la Ghuli, pongamos por caso, el salón recobra su verdadera condición, los asistentes son clientes de la casa que se encuentran y charlan por casualidad, y la policía no tiene por qué meterse. Si así lo hacen, nos quitarán un peso de encima». Intervino la Flora: «Pero, señor comisario, ¿cómo voy a tener todas las noches a dos mujeres paradas, de mironas? Si echa usted por lo bajo, ponga cinco duros por hora y por mujer; sale a veinte duros de pérdidas por cada niña que esté presente. Le aseguro que la casa no puede perder doscientas pesetas diarias. La comida está cara: a las chicas hay que alimentarlas. Luego vienen los gastos de médico y botica, que ellos solos arruinan a cualquiera… No, no puede ser». El comisario palmoteó el muslo de Florita: «Eso, Florita, no es de mi incumbencia. Entiéndete con estos señores acerca del numerario. Yo hago bastante con ofrecer la solución». Se sirvió una copa, la paladeó, la pagó ostensiblemente y se marchó. La Flora y yo quedamos desolados. «Pues esto no se puede cortar, Florita. Sería darnos por vencidos». Discutimos la cuestión y llegamos a un acuerdo: yo le pagaría cien pesetas diarias, sin que lo supiera nadie, aunque el comisario llegase a sospechar un arreglo semejante. Saqué la cartera y le di unos billetes. «Toma, el pago de una semana». La novedad con que los contertulios se encontraron al día siguiente fue la presencia de dos pupilas, vestidas de manera adecuada, quiero decir, medio desnudas, con sus intimidades discretamente insinuadas, más que exhibidas, tanto por razones de seducción como de decencia; pues si volvía la policía no era cosa de que las encontrara enteramente tapadas como ursulinas: los tratos son los tratos. De todos modos trajeron dos mantones de lana por si les daba frío su quietud. Yo me pasé la velada mirándolas de reojo: comenzaron curiosas, continuaron aburridas, terminaron dormidas, bien embozadas, la cabeza de una en el hombro de la otra. Enternecía verlas, como dos pajaritos acurrucados en una tarde de nieve. Por lo demás, pasada la sorpresa, se prescindió de ellas, y la sesión transcurrió tan animada y divertida como de costumbre. A la noche siguiente ya estaban allí, esperándonos, no las mismas, sino otras distintas, que se dejaron convidar y chicolear por los concurrentes más animados, hasta que, comenzada la sesión, cayeron en el mismo aburrimiento y en el mismo sopor que las colegas que las habían precedido en el uso del tedio, aunque, como me dijo en un aparte la Flora, habían venido voluntarias, porque siempre preferían aquello a soportar el olor de los clientes. La noticia corrió por la ciudad, aunque concebida en estos términos: «Por orden gubernativa, a la tertulia de la casa de la Flora tienen que asistir obligatoriamente dos miembros del personal», lo que sirvió para que la gente hiciera chistes más o menos molestos para la máxima autoridad de la provincia, que así se interesaba por la propagación de la cultura entre las clases pecadoras. «Ahora sólo falta que hagan también obligatoria la presencia de un dominico que les dé el Nihil obstat». La policía no compareció. Desde entonces, ni siquiera su representante obligatorio, con lo que me vi libre de redactar, o de inventar, los resúmenes diarios. Hubo sesiones admirables, como aquella en la que el señor Baldomir nos expuso en pareados endecasílabos los últimos descubrimientos de la genética: lo concluyó con la descripción, en tono heroico, de un combate entre espermatozoides de distintos bandos por la conquista del óvulo apetecido, en este caso imparcial: como una especie de torneo en el que, desde lo alto de una ventana gótica, la mujer disputada presencia los combates de sus campeones. Fue muy felicitado, el señor Baldomir, por el acierto de sus imágenes, por el ritmo creciente de la narración y por el exquisito sentido del humor manifestado, sobre todo en las descripciones. «Pasará usted a la historia de la literatura, señor Baldomir, de eso no cabe duda»; y el señor Baldomir sonreía agradecido.

Hasta que una noche de mucho viento y luna clara, cuando un abogadete llamado Doce Pereiro exponía (en prosa) las líneas generales de su proyecto de un «Catálogo de los pecados de la carne no incluidos en los tratados de moral, con su descripción minuciosa» en el que se registraba un número asombroso de transgresiones que habían pasado inadvertidas a los legisladores y moralistas de cualquier país en cualquier tiempo; esa noche, sin previo aviso, ni soplo, ni barrunto, hizo irrupción la policía. «¡Todo el mundo quieto! Saque cada cual su documentación y muéstrela». La Flora, que estaba a mi lado, se echó a temblar, y no hacía más que decir por lo bajo: «¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!». Cada uno de los presentes sacó sus documentos de identidad, y los mostró, si no fueron los dos muchachos recomendados del subjefe provincial, que no los tenían. Les preguntaron por las edades, las dijeron; el que parecía dirigir la operación increpó a la Flora: «¿Ignora usted la prohibición de recibir en esta clase de lugares a menores de edad?». «¡Pobre de mí —decía la Flora, tiritando—, me está tratando de usted!». Yo respondí por ella. «Le advierto, señor inspector, por si lo ignora, que en este local y a estas horas los presentes nos entregamos a tareas meramente intelectuales. Sus jefes fueron debidamente informados, y consintieron». El inspector era un tipo de bigote recortado, muy respetable de aspecto y de ademanes, un tipo peligroso. «Entonces, ¿qué hacen ahí esas putas? Porque supongo que esas dos mujeres formarán parte de la dotación de este barco». ¡Qué ingenioso! Las dos pobres muchachas, esmirriadas y pintarrajeadas, de las que empezaban a perder la clientela y pasaban los días sin ocuparse, no sabían qué hacer ni qué decir. Por fortuna permanecieron quietas y calladas. Verdad es que lo estaba todo el mundo, menos la Flora, que repetía por lo bajo: «¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!» y daba diente con diente. El inspector con mando en plaza movió el brazo diestro con ademán totalitario, abarcador del mundo entero: «¡A la comisaría! Todos los que no viven en esta casa, a la comisaría. ¡Andando!». La Flora se echó a llorar; sus pupilas, también, acaso por contagio. Fuimos desfilando y salimos al viento que silbaba en las esquinas. «¡Menuda lluvia nos va a caer mañana, cuando esto calme!». Íbamos de dos en fondo, silenciosos, escoltados por los policías, y el viento arrebató un par de sombreros que se perdieron en las oscuridades lejanas. La comisaría era un lugar desolado, tristón, iluminado por una luz ceniza, si no era la única mesa, en que un tipo de gafas, alumbrado por una lámpara de brazo, escribía en un libro grande. Nos hicieron sentar en unos bancos de madera, incómodos, junto a un par de suripantas callejeras muertas de frío y un borracho que dormía. Fueron tomando las filiaciones y la declaración. Cuando les tocó el turno a los mozalbetes, el más decidido de ellos, el rubio, exigió en voz alta e imperiosa que se telefonease al subjefe provincial y se le dijese que ellos estaban allí. «Pero ¿qué es lo que crees, mocoso?». Sin embargo, uno de los inspectores que nos habían detenido se apresuró a telefonear mientras seguían los trámites. Pasó algún tiempo: de repente irrumpió en el local, vestido de uniforme y envuelto en un capote manta, el requerido subjefe, al que acompañaba su guardia, dos mocetones armados de pistolas muy visibles. No se dignó saludar. «¿Qué coño pasa?», preguntó sin dirigirse a nadie. Y antes de que le respondieran, se aproximó a los mozalbetes y dijo: «De estos dos respondo yo. Me los llevo». Yo esperaba que alguien se opusiese, pero en aquel momento se oyó un grito desgarrador del señor Baldomir: «¡Mi vademécum! ¡Perdí mi vademécum!». «Le quedó en casa de Flora, señor Baldomir, no se apure». Pero él ya había salido, ante el estupor de los policías. «¡Síganle y deténganle, y si hace falta, disparen!», dijo el de más autoridad, el del bigote recortado; pero yo me interpuse: «Señor inspector, respondo de que el señor Baldomir regresará a la comisaría cuando encuentre lo perdido». ¡Nada menos que el poema Panta, en aleluyas! «¡Si no regresa, irá usted a la cárcel, señor Freijomil!». «De acuerdo, señor inspector». Aún no había terminado el interrogatorio, cuando Baldomir apareció, sudoroso, con el sombrero y el vademécum en la mano. «¡Lo encontré, lo encontré, estaba allí!». El subjefe provincial se había ido con los dos mozalbetes, casi cobijándolos bajo su amplio capote, sin que nadie chistase: si bien el del bigote, cuando el subjefe hubo marchado, ordenó en voz muy alta: «Ambrosio, levante acta, y que todos estos señores firmen como testigos». No sólo firmamos nosotros, sino las esquineras y el borracho, a quien se despertó. Yo creo que pasamos allí cosa de hora y media. Se nos dijo: «Pueden ustedes marchar, pero ya saben que quedan a disposición del juzgado que se encargue del caso». «¿De qué caso? —preguntó alguien, creo que fue Roca—. Porque ir a una casa de putas puede ser pecado, pero no delito». «¡Márchese, márchese ya, tío imbécil! Ya se entenderá con el juez». Yo regresé a casa de la Flora: la hallé derribada en un sofá, con una botella de aguardiente y una copa al lado. «¡Ya me salvó la vida otras veces, gracias a él y a la Virgen aún estoy aquí!». Le conté lo que había pasado. «A vosotros no os va a suceder nada, pero a mí, ya veréis». Procuré tranquilizarla y le recomendé que se acostase. El cotarro de las putas se había alborotado, no hacían más que subir y bajar las escaleras, con abandono de sus obligaciones. Alguien gritaba en el salón de abajo: «¡A ver qué pasa, coña! ¡No hay derecho a tenerle a uno cachondo hora tras hora!». La Flora carecía de huelgos para ordenar aquel batiburrillo. «¡A joder, niñas, que para eso estáis!». Pero lo decía con voz mortecina. Encima de la mesa había un montón de dinero, monedas y billetes revueltos. Lo conté, se lo entregué a la Flora. «¡Anda, acuéstate!».