DOÑA EULALIA SOBRADO había tomado a su cargo la glorificación póstuma de un joven estudiante, muerto en el hospital a causa de una enfermedad contraída en el frente, que había escrito un buen puñado de poemas patrióticos. Doña Eulalia publicó en el periódico una serie de artículos alabando las virtudes del extinto, que se llamaba Jacobo Landeira, o que se había llamado así, más bien: con el propósito de que el ayuntamiento lo declarase hijo ilustre de Villavieja y mandase instalar una placa conmemorativa en la casa en que Landeira había nacido. La tesis de doña Eulalia era la de que un hombre de aquellas cualidades morales que, además, era un gran poeta, merecía toda clase de honores y reconocimientos de su patria chica, a la espera de que también la grande los reconociese, para lo cual había enviado a don José María Pemán una copia de los versos. Aquellos artículos, diez o doce, leídos y discutidos por todo el mundo, iniciaron el comienzo oficial de la apoteosis de Landeira, que consistió en un recital por la propia doña Eulalia en la tribuna del Liceo. Fue una tarde de gloria y apretujones, donde más de una muchacha decente tuvo que aguantar impávida las exploraciones de osadas manos anónimas, mientras de la garganta de doña Eulalia salían endecasílabos como chorros de música. «¿Le gustaron los poemas, don Felipe?». «Casi no me enteré de nada, pero puedo asegurarle que la hija de don Patricio, la pequeña, tiene unas hermosas nalgas». Los azules estaban allí por haber sido el homenajeado de los suyos; a los rojos los congregaba en el enorme salón la curiosidad por conocer aquellos poemas cuya grandeza nos iba a ser revelada. Doña Eulalia se había puesto para actuar un traje negro, de moaré de seda, con una especie de bufanda o foulard de finísima gasa que aprisionaba su cuello de garza ya en declive, y caía, en doble punta, por sus espaldas. Estaba realmente atractiva, y la seriedad con que se presentó ante el público, una seriedad de circunstancias, es decir, entristecida, la hizo más seductora. «¿Por qué no será roja la zorra ésta?», me preguntó acongojado, o más bien transido de entusiasmo, un contertulio del Café Moderno. «¡Ay, amigo mío, quién pudiera responderle!». El recital fue precedido de una larga intervención de don Braulio, el canónigo, no para presentar a la recitadora, de sobra conocida del público, sino para dedicar un recuerdo elogioso al poeta conmemorado y ponerlo como ejemplo de lo que debe ser un poeta y de lo que es la verdadera poesía: exaltación de los valores eternos de Dios y la patria, convicción que el glorioso difunto había sellado con su sangre. Doña Eulalia escuchaba la perorata del canónigo en actitud de esfinge melancólica y un si es no es enigmática. Se levantó con la cabeza en éxtasis, contra los focos, entreabiertos los ojos, posesa seguramente del espíritu del poeta; eso fue al menos lo que aseguró, con palabra emocionada y algo tartajeante. «El espíritu de Jacobo Landeira me domina, y no soy yo, sino él, quien va a recitar sus versos. Queridos amigos, no soy más que un instrumento». Y el instrumento, después de una pausa, sacó del bolso un montón de cuartillas y empezó a recitar. Lo hacía bien, les sacaba matices a los versos allí donde no los había, y cadencias en que el poeta no había pensado. Los versos eran malos: un poco de García Lorca, un poco de Miguel Hernández, puestos en solfa bélica, si no fue un grupo de ellos, en el que se anunciaban los límites inciertos, todavía incalculables y más bien difusos, del imperio futuro, y se perfilaba la silueta mítica, pero identificable, del general con la espada y la cruz al frente de las huestes invencibles, camino de no se sabía dónde, quizá de Jerusalén. Las ovaciones fueron cerradas y largas; el entusiasmo político, comedido. «Dedicar un minuto de silencio a los muertos es un rito pagano. Recemos un padrenuestro por el alma del poeta», rogó, solemne, aunque en voz baja, el canónigo don Braulio. Varios asistentes de la cáscara amarga se retiraron discretamente; no hacía falta fijarse mucho para saber quiénes eran: los de siempre. El alcalde subió al tablado y anunció, con voz de circunstancias, que la lápida conmemorativa de Jacobo Landeira había sido ya encargada a un artista local, y que el ayuntamiento corría con los gastos, sin necesidad de recurrir a una suscripción pública. El presidente de la Diputación subió también: «La corporación que dirijo toma a su cargo la impresión de esos poemas, como homenaje de Villavieja y su provincia al gran poeta». Hubo otros acuerdos complementarios. Doña Eulalia disimulaba su gozo enmascarándose en una seriedad compungida. «¡Ah, si estuviese aquí Jacinto, si estuviese él aquí!», y se le escapó un sollozo que la hizo aparecer más bella. El alcalde propuso que se sirvieran unas copas.
Aquella noche, los concurrentes al Café Moderno parecían de luto. «¡No hay derecho, te digo que no hay derecho!». «¡Esos versos son un plagio vergonzoso!». «¿Y vamos a tener que tragar a ese cursi como el gran poeta local? ¿En Villavieja, donde hasta los niños saben distinguir entre un buen verso y una chafarrinada?». Hubo, no obstante, puntos de vista para todos los gustos, y el que finalmente dio en el clavo fue un abogadete sin pleitos que había salvado la pelleja por puntos y que se distinguía por su sentido común. «Amigos, a mi juicio, no hay por qué entristecerse, sino más bien alegrarse. Todos los que estábamos oyendo, cuando no recordamos a García Lorca, recordábamos a Miguel Hernández, que son dos poetas nuestros. ¿No es a ellos, y no al difunto Landeira, a quien se rindió homenaje?». «¡Hombre, si lo miras así…!». Así acabaron mirándolo todos, y el luto se convirtió en alegría: tanta que pasó de la discreción al desenfado, hasta el punto de que la noticia salió del café, recorrió los corrillos y alguien la llevó hasta los oídos de la misma doña Eulalia, de quien, al día siguiente, el periódico publicaba un artículo urgente protestando, en nombre de Dios y de la patria, contra la felonía que algunos envidiosos querían inferir a la gloria inmarcesible (sic) de Landeira acusándolo de plagiario, nada menos que de dos poetas rojos. «¡Ha caído en la trampa, la cachonda! ¡Desde hoy todo el mundo sabrá a qué atenerse!». En una reunión celebrada en casa de don Braulio, se acordó no rendirse y llevar el homenaje hasta el final, con una introducción lo más vibrante posible de doña Eulalia y el Nihil obstat del obispado. Y ya la crítica de Madrid pondría a los recalcitrantes los puntos sobre las íes: una reunión altamente entusiasta, que terminó proclamando la adhesión incondicional de los presentes a lo que fuera y a quien fuera.
El soplo del ángel me llegó una tarde de aquéllas, cuando me dirigía al Café Moderno. Consistió en una sola palabra, «Sotero», sobrevenida como un relámpago o una revelación, tras la cual se amontonaron las ideas y los propósitos, pronto ordenados en las líneas generales de una operación de guerra, de la que me sentí íntimamente satisfecho, por no decir exultante. En vez de ir al café, fui a casa de los padres de Sotero, que habían envejecido, que arrastraban penosamente el dolor por la muerte de su hijo. «¿Me recuerdan ustedes?». «¡Claro que te recordamos: tú eras el amigo de nuestro hijo, el que lo invitaba a Portugal! Te llamas Filomeno, ¿verdad?». «Filomeno, sí, señora, para servirlos. ¿Y cómo fue lo de Sotero, que nadie me supo dar una explicación clara?». «¡Ay, Dios mío, ya nos gustaría saberlo! Dicen que murió en el hospital, pero ¿en cuál? ¿Y cuándo? También hay quien dice que lo mataron en la cárcel, pero nos pasa lo mismo. ¿En qué cárcel? ¿En la de éstos o en la de los otros? ¡Si pudiéramos buscar sus cenizas y enterrarlas! Por gastos no había de quedar». Los viejecitos lloraban, llevaban dos años llorando, seis años ya, murió en la cárcel, murió en el hospital, era de aquéllos, no, que era de éstos. ¡Dios mío, qué cosas pasan con esto de las guerras civiles! Les pregunté si había dejado papeles. Me dijeron que un montón, y que si quería verlos… «¡Pues ya lo creo, señora, los vería con mucho gusto!». Me llevaron a la habitación de Sotero, donde yo tantas veces había estado en aquellos tiempos en que servía de pedestal a su gloria. «Mire ahí, en los cajones de esa mesa, y en aquellos estantes. No sabemos qué hacer con ellos, y nos da miedo que los estropee la humedad. Los amigos nos dicen que los quememos, por si acaso; pero yo, como son suyos…». Me trajeron una silla para que me acomodase, y que si quería un brasero. Lo rechacé. «¿Y un café, señor Freijomil, no se le apetece un café a estas horas, con una copita de aguardiente?». «¡Pues, bueno, señora, por no despreciárselo!». Aquella señora, la madre de Sotero, practicaba la vieja cortesía de la gente sencilla, y lo hacía con naturalidad. Tomé el café, me animé con el orujo, y me dejaron solo con los papeles. La mayor parte eran cuadernos y apuntes escolares, pero también estaban las notas tomadas, de aquí y de allá, para su tesis, y el texto de la tesis misma, éste encuadernado. En uno de los cuadernos hallé también notas personales, fechadas en distintos lugares y países, no de carácter biográfico, sino intelectual: reflexiones, proyectos de obras futuras, observaciones y anotaciones sin una finalidad inmediata. Hábilmente tratados, aquellos fragmentos podían servir de base a una lucubración o a una hipótesis de la que se pudiera deducir lo que habría sido, sin la muerte, la obra de Sotero. Había lagunas, pero podían salvarse con algo de imaginación y algo de osadía. Me sentí capaz de hacerlo. Hablé a la madre de aquellos papeles, le pedí permiso para seguirlos examinando y, ante la sorpresa y el entusiasmo de la pobre mujer, terminé diciéndole: «Mire, señora: lo que yo quiero es escribir en el periódico acerca de su hijo para que la gente no lo olvide». «Pero ¡si ya hasta sus amigos más íntimos no se acuerdan de él!». «Yo ya ve cómo me acuerdo. Y debo decirle que quizá también conserve yo alguna cosa suya. Estuvimos juntos en París, ¿sabe?». «¿Y yo cómo voy a saberlo, si no volvimos a verle?».
Mi examen de los papeles de Sotero duró un par de semanas. Al final había redactado un buen número de notas coherentes que podían servirme de base a media docena de artículos de los que sería fácil deducir una imagen si no real, al menos verdadera; una imagen de la que quedaba excluido el Sotero bajito, impertinente, maligno: el retrato de un sabio frustrado por la muerte del que cualquier patria chica pudiera enorgullecerse y dar su nombre a una calle. Sin embargo, lo que yo podría decir no resultaba suficiente como material para crear un oponente vigoroso al heroico poeta Landeira, menos aún para que fuese estéticamente irreprochable: se reducía a un cerebro pensante, sin pizca de corazón. Los papeles que yo tenía de Sotero no eran más que las cartas que me había escrito y que, a los efectos de perfilar su figura, no servían de nada. La inspiración complementaria me vino en el momento más inopinado, en el menos oportuno. Me había ido con dos o tres de aquellos del Café Moderno a ver a una cupletista recién llegada a La rosa de té, de la que la propaganda decía maravillas. Nos sentamos en un lugar cercano al escenario. Aquello estaba lleno de espectadores anhelantes. Cuando se encendieron las candilejas, sobrevino un silencio en cuyo límite, al fondo, un rumor de cucharillas y de tazas balizaba el mostrador del bar. Tocaban un piano y un violín, bastante mal: las primeras notas nos pusieron sobre la pista de una canción conocida, de las toleradas por la censura. Nos miramos como diciendo: «Lo de siempre». La tía, en cambio, no era de las acostumbradas: tenía buen cuerpo, una voz aceptable y cierta gracia al cantar. La aplaudimos, y parece que a la gente le gustaba. Y así, hasta tres o cuatro números. De repente, en el fondo, alguien gritó: «¡Ojos verdes!». Y algunas voces más repitieron la petición. Salió la chica al escenario y cantó otra cosa. Entonces se armó el alboroto. La gente pedía a coro lo de los Ojos verdes y pateaba al mismo tiempo que aplaudía. Don Celestino iba y venía del escenario al mostrador del bar, intentaba calmar los ánimos, gritaba algo que no se le entendía. Por fin se subió al escenario, alzó los brazos, y la gente se calló. «Señores, ustedes saben que esa canción está prohibida». «¡Que la cante, que la cante!», volvieron a gritar. «¡El representante de la autoridad, aquí presente, va a dirigirles la palabra!», dijo, casi congestionado, don Celestino, y subió al escenario el policía de turno, un cuarentón de aire simpático, bastante embarazado por la situación. «¡Señores, yo no hago más que cumplir con mi deber! Esa canción que ustedes piden está en la lista de las prohibidas». Se reanudó el griterío, esta vez mezclado ya con expresiones soeces, o al menos de doble sentido, como «¡que la saque, que la saque!». El pobre hombre no sabía qué hacer. Alzó los brazos y logró acallar el tumulto. «¡Señores, voy a telefonear a la comisaría, a ver si hacen una excepción sólo por hoy, pero con la condición de que la señorita lo cante decentemente!». Debía de creer que se trataba de una canción pornográfica, de las que exigían exhibiciones, más o menos escandalosas. Cuando se dirigió al despacho de don Celestino a telefonear, el propietario se acercó a nuestra mesa y nos rogó que lo acompañásemos, por si había que explicar algo al comisario. Allí fuimos. El policía ya estaba telefoneando, y respondía: «¡Sí, señor. Sí, señor!» con la misma humildad que si su jefe estuviera presente. Colgó y se dirigió a nosotros: «Dice que si le quitan a la canción eso de la mancebía, que la puede cantar». Tenía todo el aire de no saber lo que quería decir aquella palabra; yo se lo pregunté: «Pues mire, señor, no lo sé, se lo confieso». «Pues lo mismo que le pasa a usted, le sucede al público. Porque aquí en el norte, no se usa eso de mancebía, sino lo de casa de putas». «¡Ah! ¿Es que quiere decir eso?». «Ni más ni menos». Se rascó la cabeza. «Bueno, pues si no es más que cuestión de una palabra, y ustedes me aseguran que no la entiende nadie…». El público hablaba en voz alta, pero sin gritar. Don Celestino subió otra vez al escenario y se dirigió a la cupletista, que hablaba con el del piano, al parecer su marido, uno con melenas de pianista famoso. Don Celestino le habló al oído a la socia, y descendió. Ella, muy contenta, se volvió hacia el público. «A petición de ustedes, Ojos verdes». Aplausos, silbidos, vivas a la autoridad competente. La cupletista cantó en medio de un silencio inmaculado. Lo hizo bien, la ovacionaron, y fue entonces, en el momento en que daba las gracias y enviaba besos a tutiplén, cuando me apareció en la mente la frase inesperada, como escrita en un papel, o, mejor, en un gran encerado, las letras de fuego que traza en la pared el dedo del misterio: «¿Y por qué no haces pasar los tuyos por versos de Sotero?». En un principio me quedé algo atontado, como quien pasa sin trámites de la realidad al ensueño. Yo mismo no entendía bien mi ocurrencia. Pero fue aquel momento el punto de arranque de una larga y revuelta celebración, un laberinto de razones y sinrazones que duró varias horas y al final de la cual había decidido atribuir a Sotero mis propios poemas: los tenía olvidados, no me servían de nada, serían mejores o peores, pero siempre por encima de los de Jacobo Landeira. Lo cual requería una maniobra bien pensada, sin precipitaciones. Escribí el primer artículo, lo publiqué, se leyó con la mínima curiosidad posible. «¿A que este tío se va a sacar ahora un genio de la manga?». Poca gente recordaba a Sotero. Cuando llegué al café, aquella tarde, se me echaron encima los más alborotados del cotarro. «¿Quién es ese Sotero Montes? ¿A qué viene hablar de él?». Les expliqué: «Fue compañero mío de colegio. Después nos encontramos en bastantes lugares, entre otros, en París. Estudiaba lenguas indostánicas, pero también hacía versos. Yo les traigo la copia que me regaló, por si les gustan». Las hojas de la copia, en tantos años, habían envejecido, y la vejez les daba credibilidad. «Este cuaderno se lo daré a sus padres, les gustará a los pobres tenerlo, yo no lo quiero para nada». Aquellas páginas dieron la vuelta a la tertulia. Uno leyó aquí; otro allá. Al final lo habían tomado en serio (ante mi estupor). «Oiga, don Filomeno, estos versos son buenos». «Eso creí yo siempre». «Es que es una injusticia que estén inéditos». «También estoy de acuerdo». Uno de los presentes pidió que le dejasen leer en alto uno de los poemas, y fue a escoger el que, en ocasión ya remota, había yo mismo leído a Clelia. Lo escucharon en silencio. «¡Ese tío era un gran poeta!», dijo alguien, y todos asintieron con voces y con ademanes. «¡Pues hay que hacer una lectura pública, por lo menos!». El segundo de los artículos que dediqué a Sotero fue ya recibido con interés: intentaba yo, en él, explicar la originalidad de sus ideas filosóficas, esbozadas en sus apuntes más que sistematizadas. «¡Pero ese tío era una especie de Nietzsche!», que era lo que yo esperaba que dijesen. Yo ya había vuelto a casa de Sotero, le había enseñado el cuaderno de mis versos a sus padres, y les había prometido entregárselo después de haberlo dado a conocer: aquella pobre madre se deshacía en gratitudes. Todavía publiqué tres artículos más, sobre las ideas de Sotero, antes de referirme por escrito a sus poemas. Al cuarto artículo apareció en mi casa don Braulio, el canónigo. «Vengo a hablar con usted de ese filósofo que ha descubierto». «Yo no lo descubrí, don Braulio. Hace diez años todo el mundo lo conocía en Villavieja y sabía de su valor. Pregunte a sus antiguos profesores, si queda alguno en pie. Recordándoselo a sus paisanos, no hago más que un acto de justicia. No olvide que una guerra civil es capaz de enterrar a media docena de genios». Don Braulio no se sentía muy cómodo, a pesar de que lo había invitado a café y copa de orujo. «Mire usted, señor Freijomil, lo de menos es que sus paisanos lo recuerden o lo olviden. Lo importante es que ese sujeto era un ateo». «¿Cómo lo sabe?». «No hay más que leer lo que usted dice. No habla de Dios para nada, como si no lo considerase necesario. Por no referirnos ya al derecho que la Iglesia tiene de decir la última palabra en ciertas cuestiones trascendentales». Yo no había contado con aquello: no había contado ingenuamente, pues en seguida comprendí que la intervención de don Braulio era inevitable. «Mire usted, señor canónigo, yo no soy un teólogo, ni siquiera un especialista en filosofía. Me limito a resumir como puedo el pensamiento de un amigo, las más de las veces con sus propias palabras, y eso es todo». «¿Y no se le ocurrió pensar que debería haberlo consultado? Eso que está usted haciendo con la mejor voluntad hacia su amigo, puede causar daño a muchas almas». «¿Daño? ¿A quién? Mis artículos no los lee nadie, más que usted y tres o cuatro más». «Tres o cuatro de la cáscara amarga, que se sentirán felices». «Pero esos, según usted, ya estarán condenados». «Lo de menos es que lo estén o no. Allá ellos. Lo que importa es cualquier manifestación de independencia, es decir, de soberbia, que es lo que implica ese pensamiento. La independencia está limitada por lo que piensa la Iglesia y lo que ordena el Estado cuando la Iglesia y el Estado se entienden, como es nuestro caso. Y la Iglesia ya ha pensado para siempre en las cuestiones fundamentales. Todo pensamiento libre es, por definición, rebelde, y a los rebeldes hay que reducirlos a la obediencia. No me refiero a usted, al menos de la manera más grave. Usted realiza un acto de amistad con el mejor propósito; pero, en todo caso, si no es una indiscreción, será una ligereza. En cuanto al pensamiento de su amigo, es deleznable, no resiste el análisis. Cualquier seminarista podría refutarlo. Es mejor que haya muerto». Le pedí permiso para levantarme, traje el cuaderno de los poemas. «Ni siquiera esas personas a las que usted se refiere hubieran tomado en serio las ideas de Sotero Montes si no fuera por sus versos. Aquí los tiene. Sotero fue un gran poeta, y pretendo dar a conocer su obra en un recital en el Liceo, al que, por supuesto, está usted invitado». Don Braulio cogió el cuaderno, sin abrirlo, y me respondió: «Un gran poeta está bien para un pueblo. Dos, son ya demasiados». Empezó a hojear aquellas páginas, se detuvo aquí y allá, tal vez leyera un poema entero. «Poesía amorosa. ¡Patochadas!», dijo con desprecio al devolverme el cuaderno. «En esos poemas hay algo más que sentimientos, señor canónigo. Hay también una palpitación de la realidad humana ante el misterio del amor». Agotó lentamente lo que le quedaba del orujo y chasqueó la lengua. Le rellené la copa. «La única poesía amorosa legítima, señor Freijomil, es la mística». «Sí, señor canónigo. También fue la única perseguida por la Inquisición». Tardó en responderme que eran otros tiempos y que las cosas habían cambiado mucho, aunque no supiera si para bien o para mal. «Una inquisición a la moderna nos hubiera evitado muchas desgracias». «¿Quiere usted decir al mundo en que vivimos?». «Me refiero sobre todo a España». «Bueno. Pues si usted no tiene inconveniente, mi propósito es el de hacer una lectura pública un día de éstos». Se encogió de hombros. «¡Allá usted!». Lo anuncié en mi artículo siguiente: cundieron la sorpresa y la curiosidad; en ciertos estamentos, un comienzo de malestar; el tiempo de expectativa hizo más patente la división del pueblo en colores incompatibles, y dio pie a la aparición de juicios previos de valor. «¡Van a ver ustedes lo que es un verdadero poeta, de los de antes!». «¡Menuda mierda será el tal Sotero!». Se organizó la lectura en el salón del Liceo, en el mismo lugar en que doña Eulalia había proclamado, como un manifiesto, los versos de Landeira, y a la misma hora. Leí lo mejor que pude, la gente escuchó, aplaudieron al final, y alguien gritó: «¡Este es un poeta y no esa mierda de Landeira!». Fue una imprudencia, por cuanto ponía las cosas en su punto. De todos modos, el periódico local me pidió autorización para publicar los poemas, en varios días, a toda página. «El permiso, quien lo tiene que dar es la familia». Y la familia lo dio encantada. Los poemas fueron pasando sin tropiezos de censura. «¡No eran más que versos sentimentales!». Con las tejas de la impresión se compuso un cuadernillo en cuya portada campeaba en letras rojas: Los poemas de Sotero Montes. ¡Letras rojas! Un cartel de desafío. Se tiraron mil ejemplares, en seguida repartidos por los quioscos, las librerías y otros establecimientos. Se vendieron en poco más de una semana, y todo el mundo tuvo que decir algo de ellos: unos, en las tertulias y en los corrillos del casino; otros en el mismo periódico que los había editado. Se publicaron varios estudios someros para demostrar su excelencia, gracias a los cuales pude enterarme de que el contenido de mis poemas era, por lo menos, contradictorio. En general, alabanzas entusiastas; algunas desenfrenadas. El tema de los versos de Sotero duró más de lo que se esperaba, y, mientras tanto, el libro de Landeira se retrasaba en la imprenta, no por mala voluntad de nadie (que se supiera), sino porque los primores de su impresión y de su encuadernación requerían más tiempo que aquel modesto pliego de aleluyas de Sotero. ¿Iba a ser la pelea de una catedral contra una choza? Pero entretanto aconteció un percance. No se sabe a quién se le había ocurrido enviar los versos de Sotero a un emigrado en México. Allá fueron leídos, celebrados, y en una revista de la capital se publicó una recensión firmada por un desconocido que aseguraba haber compartido la misma celda, en la cárcel, con Sotero, pero en la cárcel franquista, y que había asistido a su muerte por tuberculosis galopante. Según el autor del artículo, Sotero, enfermo, recitaba sus poemas de amor con voz doliente y nostálgica; los poemas dedicados a una activista italiana que había muerto fusilada por Mussolini. Un número de la revista llegó a Villavieja, pero no a nuestras manos, sino a las de doña Eulalia. El periódico publicó, un domingo, el artículo íntegro, bajo un título a toda plana, con gran tipografía: «Algo de la verdad sobre Sotero Montes. ¿Era o había sido un rojo?». Había quien lo imaginaba paseando obispos y violando monjas. Se dejó de hablar de él en voz alta, pero el remate de la operación fue otro artículo, enviado desde Madrid por un señor desconocido, que se firmaba doctor, en el que se hacía el psicoanálisis de aquellos poemas, y, con pruebas científicas de las irrefutables, se demostraba que su autor era un homosexual, y que el objeto amado era un miliciano muerto en el frente. Me quedé, más que sorprendido, estupefacto, y sucedió que sólo entonces, al leer aquellas líneas suficientes y pedantes, recordé que los versos eran míos, no de Sotero; pues me había acostumbrado a hablar de ellos como si no me pertenecieran. Me sentí acusado por las afirmaciones del doctor pedante, fue como si la tierra me faltase debajo de los pies. Torturé mi memoria en busca del recuerdo de algún efebo que se hubiera deslizado entre otros objetos de deseo y, desde el inconsciente, hubiese guiado mis palabras. No lo hallé. Desde lo más remoto de mi memoria, desde las tetas de Belinha que, de niño, me habían servido de juguete, no hallaba más que recuerdos de mujeres. Era evidente la mixtificación voluntaria del doctor, es evidente que las palabras se pueden interpretar como se quiera, y lo era también que detrás de aquella maniobra se ocultaba una mano malvada, que no era la de doña Eulalia, pero que podía haber sido movida por ella. ¡Puede tanto el cuerpo de una mujer apasionada! Sobre todo cuando la impulsa la vanidad política. Escribí un artículo refutando al sabihondo doctor, pero no me lo publicaron: el periódico nos volvía la espalda. Tuve que limitarme a leerlo en la tertulia del Café Moderno, sin gran éxito: lo encontraron prudente y, lo que es peor, ambiguo. La idea de oponer el nombre de Sotero al de Landeira había concluido con una derrota, por una parte, colectiva; por la otra, personal: eran muchas las personas que habían comprometido su entusiasmo en aquella revancha. Yo no tenía la culpa, nadie me lo echó en cara, pero las miradas traducían una especie de resentimiento contra mí, responsable, o al menos, promotor del alboroto. El nombre de Sotero pasó al silencio, pronto también al olvido. No fui capaz de consolar a sus padres, víctimas involuntarias de mi fracaso. A pesar de todo, me agradecían lo que había intentado hacer por el nombre de su hijo, y ni en sus palabras ni en su conducta había nada de rencor. Menos mal. Empecé a notarle cierto despego de aquellos mismos que me habían alabado, que habían hecho de mí una especie de cabecilla de la oposición intelectual de Villavieja. Dejé de ir al Café Moderno y permanecí encerrado en mi casa un par de semanas, de modo que no pude ser testigo de la apoteosis de Landeira, una vez publicado su libro. Llegaron a mí, por supuesto, las frases desdeñosas de doña Eulalia en el acto popular que siguió a la publicación del libro y a la ceremonia cívica de colocar una lápida en la casa en que Landeira había nacido. Se gritaba a coro: «Landeira, sí; Sotero, no», como un canto triunfal. Sotero Montes sirvió a doña Eulalia de término de comparación, aludido, no mentado. Llegó a decir, refiriéndose a mí, que el responsable de aquella ofensa a los altos valores de la civilización europea y cristiana no se atrevía a presentarse en público, de vergüenza que le daba de exhibir su derrota. Vinieron a mi casa, sucesivamente y sin ponerse de acuerdo, primero, Roca, y, después, Baldomir. Quejumbrosos, compungidos, parecían más derrotados que yo. De su solidaridad conmigo no me cabía duda, como tampoco de su deseo vehemente y un tanto aparatoso de que saliese de mi encierro, de que me dejase ver. Yo andaba aquellos días con el corazón y la mente muy lejos de Villavieja, olvidado de la fracasada operación de oponer un poeta a otro como quien echa a pelear dos gallos. Por las cartas que me escribían mi maestro y su mujer iba sabiendo no sólo de la marcha de mis intereses vacunos y vinícolas, sino de la vida y de la suerte de María de Fátima en su Brasil. La miss me escribía amilagrada, con más vehemencia y temor de lo que se podía esperar de una inglesa de cierta edad. María de Fátima no se entendía con su padre, había dejado la casa, se había puesto a trabajar: primero, como azafata en una compañía aérea, donde los hombres no la dejaban en paz, empezando por sus propios compañeros de vuelo. Había tenido que renunciar, y ahora trabajaba como recepcionista en un hotel importante de Río, donde también era importunada, aunque con más disimulo. No era feliz, suspiraba por regresar a Portugal. Apenas, en sus cartas, se refería a mí. En una de las suyas, la miss llegó a decirme que estaba arrepentida de haberme, en un principio, prevenido contra María de Fátima, y que, en realidad, lo que teníamos que haber hecho era casarnos. Todo eso empezó a importarme más que los sucesos de Villavieja, y pensé que quizá mi deber sería el de ir a Brasil y traerme a María de Fátima; pero, como solía sucederme, pensaba las cosas, las imaginaba hasta el último detalle y, luego, no las hacía. Por otra parte, no era nada seguro que se me concediese el permiso de salida de España. Se lo dije a mi abogado, hizo alguna gestión discreta, y sólo halló dificultades: mi ficha policíaca no me favorecía; era, entre otras cosas, sospechoso de masón. De modo que todo se quedó en unos días de conmoción sentimental, de los que me sacaron las visitas sucesivas, casi urgentes, de Roca y Baldomir, que llegaron a ponerse de acuerdo para venir juntos a mi casa. No sé si me convencieron o, si de repente, me dieron ganas de llevarle la contraria al pueblo y de hacer lo que me daba la gana. Una tarde les dije: «Mañana saldré con ustedes. Vengan a recogerme a las doce y media». Y parte del tiempo lo consumí en un repaso a fondo de mi vestuario, casi en su totalidad metido en los viejos armarios desde mi llegada. Habían pasado años desde mi estancia en una Inglaterra en paz, en la que todavía regían, en visible contienda con el informalismo americano, los antiguos prejuicios, las seculares convenciones. De aquellos tiempos conservaba unos cuantos trajes y un par de abrigos. Quedaban, era lo cierto, un poco anticuados, pero la ropa bien cortada difícilmente pierde su valor, por mucho que cambien las modas. Más aún, la moda puede ser lo que uno lleve y cómo lo lleve. Me vestí, pues, lo mejor posible, como nunca lo había hecho en Villavieja, donde había un elegante oficial, don Federico Tormo, y otros dos, más populares, algo así como sus caricaturas, conocidos por los apodos de el Marqués de la Espuma y el Conde de la Madroa. Don Federico Tormo era ya carcamal, último vástago de una familia arruinada, maldiciente del régimen. No se metían por considerarlo un figurón a veces útil, porque se le consultaba cuando había que organizar una boda de campanillas o preparar el recibimiento de un personaje: don Federico era el único depositario de los elegantes usos de los buenos tiempos, y un hombre así suele ser aprovechable cuando el pandero lo tocan manos ignorantes, mandones improvisados: esto le permitía despotricar en el casino contra el general y sus agentes sin que ni siquiera los más ardientes partidarios de la situación le concediesen importancia a sus denuestos, a sus insidias y a sus denuncias. «¡Cosas de don Federico!». El Marqués de la Espuma era un treintón de clase media, hijo de viuda con una pensión modesta. No se sabía que hubiera hecho nada en su vida, ni otra cosa que exhibir con más o menos inocencia su palmito de joven guapo y de buen aire. Tenía sólo dos trajes: el de verano, blanco tirando a rosa, con botones de nácar, y otro, gris, de invierno, con su abrigo y su paraguas. El Marqués de la Espuma no se sabía que hubiera gastado en su vida un céntimo en invitar a nadie, ni siquiera a las muchachas que acompañaba en la calle o en el paseo; ellas lo aceptaban a su lado por no andar solas, las que carecían de acompañante, y por lo que tenía de decorativo, las otras, pero sin ir más allá. El apodo le iba bien, pues era todo él como la espuma del champán cuando pierde la fuerza y se queda en espumilla. En cuanto el Conde de la Madroa, era todo lo contrario, algo tosco, vital, generoso. Solía desaparecer durante algunos meses; se decía de él que se marchaba a Vigo, donde se embarcaba de camarero en los barcos de emigrantes que iban a Argentina o a Cuba. Ahorraba las ganancias y, al regreso, se compraba la ropa más moderna y venía con ella a Villavieja, a mostrarse en el paseo, y también a invitar a la gente, hasta que el dinero se le acababa. Estos tres sujetos iban a ser mis rivales; pero, de los tres, sólo don Federico Tormo consideró que su espacio vital había sido invadido por un intruso. Una mañana, cuando yo ya llevaba un par de semanas saliendo al mediodía con Roca y Baldomir, dejándome ver por los bares, y recorriendo la calle Mayor, a la hora del paseo, con el aire más impertinente y lejano posible; una mañana, digo, don Federico Tormo se presentó en mi casa: lo recibí en el salón más empingorotado, y me lo agradeció. Lo invité a un jerez y lo bebió. «Señor Freijomil —me dijo—, vengo a rogarle que no haga desgraciados los pocos años de vida que me quedan. Usted es joven, y tiene mucho que hacer en el mundo, si no comete el error de encerrarse para siempre en Villavieja. Yo paso de los sesenta y no sé hacer nada, ni hice nunca nada, más que arrastrar como puedo el papel de elegante local que me ha tocado en suerte. Soy pobre y usted rico. Usted lleva trajes ingleses, y los míos me los cortó hace tiempo un sastre de La Coruña. Están algo gastados, pero son trajes gloriosos, porque los seguí llevando, como un desafío, cuando todo el mundo refugiaba su miedo en uniformes ridículos. El haberlos llevado con osadía, como los llevé, pudo costarme la vida, pero sólo me costó un destierro. La suerte me deparó una misión en Villavieja, que la gente de bien comprende y respeta, y usted no tiene necesidad de venir a chafármela. Lo que le pido es que renuncie a competir conmigo, porque la victoria la tiene usted segura y no la necesita para nada. ¿Qué caro le cuesta? Por otra parte, usted ya tiene seguro su puesto en la ciudad, un puesto nada fácil. ¿Por qué va a renunciar a él? Usted es un intelectual, y pasar por elegante no le añade nada». Aquí hizo una pausa, aceptó un cigarrillo que le ofrecí, meditó lo que iba a continuar. «No crea que le guardo rencor, pues, fuera de lo de los trajes, sé que usted y yo coincidimos en ciertas ideas y en ciertos desdenes, y esto une mucho. Ambos somos sospechosos para el régimen, y ambos contemplamos a la gente desde arriba, no con el resentimiento de los vencidos, sino con el desdén de los superiores. A usted, lo mismo que a mí, esta gente que gobierna nos resulta vulgar. Si no fuera así, no hubiera usted elegido la elegancia pública para vengarse. Pero sucede, querido amigo, que usted puede valerse de medios que a mí me están vedados. Se lo ruego: deje la calle para mí, no haga nada que me obligue a eclipsarme, lo cual, a mi edad, sería como morir. A cambio, señor Freijomil, le haré una revelación. En la ciudad se conspira contra usted. Los cambios de su conducta y en su atuendo se han interpretado como intento de aproximación a los que mandan. En una reunión que hubo, don Braulio, el canónigo, aseguró que es usted recuperable, y que todo consistirá en hallarle una novia conveniente. Se la están buscando, señor Freijomil, una señorita de pazo que le quite de sus putañerías. ¡Todos ellos saben, señor Freijomil, que es usted cliente de la Flora, pero les gustaría saber con quién se acuesta! Le han puesto espías o piensan ponérselos. Y todo esto que le digo es la pura verdad, no se lo invento. Lo sabe más gente. A unos les agradaría que usted cambiase; a los otros, no. Yo soy uno de éstos. Pues ya lo sabe». Me eché a reír, le di un abrazo, y lo llevé al cuarto de los armarios. Desplegué, ante su asombro, mi no muy numerosa, aunque escogida, colección. «Señale usted mismo, de todos estos trajes, los que no quiere que me ponga». Los repasó, uno a uno, con cuidado, con mirada experta. «En realidad, más que indicarle los prohibidos, le señalaría los obligados. Son estos dos. Un caballero como usted, en una ciudad como esta, con dos trajes que use, basta. Comprendo que sea un sacrificio, sobre todo si tiene en cuenta que alguno de ellos…». Se interrumpió y descolgó uno de la percha, un «príncipe de Gales» sobre grises apenas estrenado. «¡No sabe lo que yo daría por ser dueño de este traje!». «Pues ya lo es desde este momento». Me miró con asombro. «¿Cómo dice?». «Que, si no le parece mal, se lo regalo. Somos de la misma altura y de figura semejante, aunque la suya sea más arrogante que la mía. Pero eso de la arrogancia es cosa de la personalidad, no de la figura. Con arreglar un par de detalles, le vendrá pintiparado. Tenga en cuenta que no me lo he puesto nunca en Villavieja, y que nadie podrá adivinar su procedencia». Quedó con el traje en las manos, perplejo. «Señor Freijomil, me pone usted en el brete de admirarle. Si usted saliera a la calle mañana con este traje, me destronaría para siempre». «Muy bien. Pues le regalo la corona». Un tanto conmovido, dejó desembarazada la mano diestra y me la tendió. «Chóquela. Es usted un tío grande».
A partir de aquel día dejé de comparecer en los bares de postín, dejé de recorrer con impertinencia visible la calle Mayor. A mis compañeros habituales, Roca y Baldomir, los sorprendió aquel cambio súbito. «Se dice por ahí —les expliqué— que estoy intentando acercarme a la derecha, y hay que desmentirlo». Les pareció muy bien.