ME APETECE LLAMAR «LARGO INTERREGNO» a ese tiempo que va entre la marcha de María de Fátima y el final de la segunda guerra. Buena parte de él, todo lo que duró aquel peligroso espectáculo, lo pasé fuera de la península. Aunque altere aquí el orden natural del relato, lo que intento contar en este capítulo aconteció con posterioridad a lo que seguramente contaré en el que viene. Y no lo hago obediente a ningún precepto o prejuicio literarios, sino a una veleidad o tal vez capricho surgido en este momento de la escritura. Y lo primero que tengo que decir es que, si voy a resumir en pocas páginas los acontecimientos de un buen puñado de años, no es por cansancio, ni por olvido, sino porque lo más sustantivo de este tiempo está ya escrito y publicado en mi único libro Crónicas de guerra, por Ademar de Alemcastre, Lisboa, Borges y Souto, 1947. Es un libro que se vendió muy bien, del que se han hecho hasta ahora cuatro ediciones, traducidas al inglés y al francés, y al que debo cierta reputación que si, en vez de llevar el nombre de Ademar de Alemcastre, llevase el de Filomeno Freijomil, me hubiera causado bastante más daño del que he recibido de ciertas gentes que ignoran la coincidencia de ambos nombres en la misma persona. No tengo, pues, que explicar que fui corresponsal de guerra, aunque no esté de más recordar cómo lo fui. La noticia de la invasión de Polonia me cogió en el pazo y allí estaba cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania. No me sorprendió, pero sí me asustó. Nos habíamos comprado un receptor de radio más perfecto que el que teníamos, y confieso que aquellos días los pasé pegado al altavoz, oyendo, ora París, ora Londres, y, en las madrugadas, Nueva York. Fui uno de los muchos millones de hombres que consideraron la catástrofe iniciada, aunque inimaginable lo que podría acontecer. Me proveí de mapas, los coloqué adecuadamente en un espacio amplio y visible, tracé líneas, escribí cifras, compulsé datos, descubrí falsedades, y, con cierto horror, acabé concluyendo que Hitler iba a ganar la guerra. En lo cual coincidí con él por primera y última vez en mi vida, con la diferencia de que yo lo había deducido por razonamiento y él lo sabía por intuición; pero también porque yo conservaba la irracional esperanza de equivocarme, y él estaba seguro de sí mismo. Me sentí profundamente deprimido, e imaginé la llegada de los investigadores de prosapias, a descubrir que el señorito de Alemcastre se llamaba también Acevedo, y que era judío en un dieciseisavo de su sangre. ¿Daba la talla para ir al suplicio, o era una proporción tolerable de sangre pecadora? Necesitaría poseer los conocimientos de los inquisidores especialistas en el ramo para llegar a una conclusión válida, y, sobre todo, tranquilizadora, ya que estaba convencido de que, aunque defendiesen ortodoxias distintas, Hitler y los inquisidores estaban en el fondo del acuerdo. ¿En los métodos también? Entonces, en octubre de 1939, de los campos de concentración y de los procedimientos de exterminio en ellos utilizados se sabía poco, más una leyenda que una certeza, pero bastaba la leyenda para poner los pelos de punta. Llegaban noticias de la ocupación de Polonia, no sé si ciertas o exageradas; en cualquier caso, suficientes para imaginar el despliegue de tanques innumerables por las llanuras de Europa, hacia el oeste después que hacia el este, y la España victoriosa tendría que dejarles paso hasta alcanzar las llanuras y los montes de Portugal, si no quería ser, al paso, destruida. Todo esto era lógico, y si los datos compulsados no mentían más que en un cincuenta por ciento, podían ser reales. ¿Quedarán todavía barcos que salgan para el Brasil?
Me telefoneó el director del periódico, me instó a que fuera urgentemente a Lisboa. Allá fui. Me recibió en seguida, fue directamente al grano: «¿Quiere usted irse de corresponsal de guerra a Londres?». Me cogió tan de sorpresa que tuve que sentarme y pedirle algo de beber antes de responderle. Mientras me servía un oporto seco, siguió hablando: no sería por mucho tiempo, la guerra iba a durar unos meses, me pagarían lo que fuese, no disponía de una pluma mejor que la mía para aquel menester; además yo conocía Londres. Habría que resolver ciertos problemas diplomáticos, eso sí, porque yo no era portugués… Antes de que le diese la respuesta, me sirvió un segundo oporto. «¿Qué? ¿Le apetece? Una temporadita en Londres nunca viene mal. ¡Y bien que lo va usted a pasar, viendo los toros desde la barrera, porque la guerra no llegará nunca a las islas!». «¿Usted cree?». El director se amilagró. «Pero ¡hombre!, a Londres nunca han llegado más guerras que las de los propios ingleses entre sí». «Eso, amigo mío, no es una ley de la naturaleza, sino un éxito de los propios ingleses. Pero las buenas rachas pueden acabar». «¿A qué llama usted buenas rachas?». «Sería muy largo de explicar, mi querido director. Lo que le digo es que, en este caso en que estamos, hay dos posibilidades: que esta guerra se parezca a la pasada, o que traiga algunas novedades que la hagan distinta. Y no me refiero precisamente a esas armas de que, según dicen, disponen los alemanes». «Lo lógico, según usted, ¿qué sería?». «Que, como la vez anterior, Estados Unidos acuda en socorro de Inglaterra y ganen la guerra las escuadras». «Pero los alemanes no la tienen». «Tiene cientos de submarinos». «¿Y Rusia?». «Ésa es la incógnita». «Ya he leído en sus artículos que usted desconfía del Pacto de Molotov-Von Ribbentrop». «No es una desconfianza racional, ni siquiera una intuición. Es…, ¿cómo le diría?, algo que huele mal». El director, que también se había servido su oporto, pero que lo tenía olvidado, recurrió a él para salvar una pregunta poco inteligente. Después dijo: «¿Debo entender, por tanto, que no acepta mi oferta?». Me puse en pie. «Sí, la acepto, siempre y cuando usted admita la posibilidad de que, en vez de cuatro meses, sean cuatro años, o más». «Pero ¡eso sería como admitir la destrucción de Europa!». «Hay que contar con ella, y con muchas otras destrucciones». «¿No es usted demasiado pesimista?». «Creo que sólo soy realista, y serlo, en este caso, es admitir lo imaginable y lo inimaginable. Por lo pronto, tenga usted en cuenta estos datos: la preparación bélica de Alemania es incalculable, pero ni Francia ni Inglaterra contaban con esta guerra. Esto nos obliga a admitir, de momento por lo menos, el riesgo de que los alemanes lleguen hasta nuestro cabo de San Vicente». El director no me respondió. Dio unos paseos en silencio. «Bueno. Todo esto son especulaciones. Lo importante es que usted pueda irse a Londres». «¿Y por qué sólo a Londres? Si las tropas inglesas desembarcan en Francia, yo tendré que seguirlas». «Sí, sí, claro… Hay que tenerlo todo previsto». Quedamos en que empezaría las gestiones para conseguir del Foreign Office mi credencial de corresponsal de guerra. Y mientras lo conseguía, regresé a mi escondite, a cuidar de mis vacas, nada seguro de que el asunto llegase a buen fin. Pasó al menos una quincena. El planteamiento de la guerra, según mis noticias, quedaba en la invasión de Polonia y en el establecimiento de un frente inmóvil entre las líneas Sigfrido y Maginot, como quien dice, entre dos bambalinas: la una ocultaba el mayor potencial bélico que se recuerda; la otra, la desgana de un país cansado y razonable. Escribí dos o tres artículos explicando y justificando la desgana francesa, pero con la esperanza de que, ante la realidad de un enemigo poderoso, reaccionase. Y cuando pasaron aquellos quince días, me telefoneó el director y me dijo que todo estaba arreglado y que podía volar a Londres cuando quisiera. Preparé el viaje, y una de mis precauciones fue la de hacer testamento. Su redacción me llevó varias tardes. Estaba claro que mis bienes españoles debería heredarlos la hija de Belinha; en cuanto a los portugueses, tuve que buscar una fórmula que admitiese la eventualidad de que un día se presentase el hipotético hijo de Clelia, o la misma Clelia con él. En tal caso, y reconocido como mío, le declaraba heredero del pazo, si bien confiando a mi maestro y a su mujer, conjuntamente, no sólo la administración de los bienes hasta que el niño fuese mayor de edad, sino el cargo de albaceas. La redacción de estas últimas fórmulas nos costó al notario y a mí un buen par de mañanas hasta que encontramos las palabras justas y sus fundamentos jurídicos según las leyes portuguesas. Se me quitó un peso de encima cuando salí de la casa del notario con la copia de mi testamento en el bolsillo. Como había añadido una buena manda para mi maestro y la miss, conjuntamente, y para sus herederos, en caso de que ellos faltasen, no tuve escrúpulos en hacer a mi maestro depositario de la copia. Confiaba, como siempre, en su honradez.
Me fui, volé a Londres, pasé trámites interminables, recobré en casa de mistress Radcliffe mi antigua habitación, visité a mis amigos del banco y a otros amigos y amigas. Era inevitable que fuese a dar con algún español de los emigrados republicanos, y mi sorpresa fue la de hallarme un día frente al comandante Alzaga. Me alegré de verle; él no se alegró de verme; tal vez recordase que, en mi presencia, había asegurado que, si no moría en la guerra, le fusilaría Franco. No le pedí explicaciones, ni me las dio, pero no estuvo cordial, sino desconfiado. «Y usted ¿qué hace aquí?». «Trabajo en el mismo banco que antes de ir a París». A pesar de la falta de cordialidad, tomamos juntos unas cervezas y hablamos de la guerra presente. El comandante Alzaga estaba seguro del triunfo de Hitler: lo estaba en virtud de sus conocimientos militares, y se rió de mis esperanzas de que al fin triunfasen las potencias marítimas. «Las guerras, amigo mío, se ganan o se pierden en el campo de batalla, no en la mar ni en el aire. ¡Si lo sabré yo!». El comandante Alzaga esperaba poder emigrar a algún país americano, aunque no supiera a cuál ni cómo. América sería el único refugio de los hombres libres, porque entre Hitler y Stalin se repartiría el Viejo Continente, África incluida, y como ese reparto era insostenible, acabarían peleando el uno contra el otro. «Y ahí, querido amigo, sí que no me atrevo a profetizar, salvo que, gane quien gane, será una catástrofe para la humanidad». Hablamos de España: «Ahora verán —dijo— las potencias liberales el disparate que ha sido permitir que Franco triunfase. No tendrán más remedio que asistir el paso a los tanques de Hitler, que también ocuparán Portugal para evitar un desembarco inglés. España será un capítulo importante de esta guerra. No quedará piedra sobre piedra». Nos despedimos menos fríamente, pero sin quedar en vernos. Efectivamente, no supe más de él.
A mi llegada a Londres, ya Alemania y Rusia, después del nuevo reparto de Polonia, habían ofrecido la paz a Occidente, y Occidente la había rechazado. Estaban las espadas en alto, y en lo alto permanecían, con un frente estabilizado y prácticamente inactivo en la frontera de Francia, y un drama colectivo en la desmantelada Polonia. Inglaterra envió soldados al continente, y los corresponsales de guerra seguimos a los soldados, pero del frente no había nada que contar: todavía los grandes acontecimientos eran de orden político, salvo quizá el ataque submarino a Scapa Flow, que los ingleses encajaron a regañadientes. Los periodistas destacados en el frente nos fuimos a París, y desde París contamos a nuestros lectores cómo estaba el ánimo de los franceses. Yo reanudé viejas relaciones. Mi antigua portera, como todo el mundo, hablaba de la drôle de guerre, pero Magalhaes estaba aterrado. «¿Ha visto usted lo que han hecho esos bárbaros en Polonia?». «Lo que harán en Portugal cuando lleguen allá». «¿Usted cree que llegarán?». «Va a ser muy difícil impedírselo». Yo no sé si habían sido las noticias, o la influencia de alguna persona, pero el hecho era que el antiguo defensor de los nazis los llamaba ahora bárbaros. «Por si acaso, yo, en su lugar, marcharía a Lisboa». «¿Y usted?». «Yo estoy acreditado corresponsal de guerra en Londres. Antes o después, allí volveré». Fue antes de lo que pensaba. Sin proponérmelo, me vi envuelto en la retirada del ejército inglés y por primera vez supe lo que era la guerra. Mi buena suerte me acompañó: trabajé en Dunkerque denodadamente y fui de los últimos en embarcarme; también de los pocos que lograron enviar relatos de aquel espanto. Creo que Magalhaes había regresado a Portugal, vía España, algo así como un mes antes.
Mi trabajo consistió en contar desde Londres lo que pasaba en París, lo que se pensaba en Inglaterra de lo que acontecía en Francia. Vivíamos tranquilos, pero era una tranquilidad ficticia. Todo el mundo esperaba que sucediese algo, sobre todo después de rechazar la última oferta de paz que había hecho Hitler. Llegó el verano y fue caliente. Desde el 8 de agosto, Londres fue bombardeado cada noche, y los que vivíamos en Londres conocimos el terror, la incertidumbre de la muerte, pero aprendimos a enmascarar nuestros sentimientos y mostrarnos tranquilos. Íbamos serenamente a los refugios nada más que empezar las alarmas, permanecíamos en silencio mientras se oían las explosiones, obedecíamos a las sirenas aullantes que nos ordenaban regresar a los hogares: muchos lo hallaban dañado, o destruido. Gente que habíamos visto a nuestro lado, no la volvíamos a ver; vivíamos pendientes de la radio, o la radio era nuestro alimento moral, nuestro soporte. Yo no sé si los estrategas de Hitler habían tenido en cuenta, al calcular los efectos psicológicos de los bombardeos, esta presencia de la radio en todas las conciencias, esta esperanza y absoluta fe en lo que nos decía. Sabíamos sobre todo que no nos engañaba, porque la veracidad de sus afirmaciones la podíamos comprobar en la calle. El texto de mis crónicas llegó a hacerse monótono: esta noche bombardearon tal barrio, o tal ciudad; hubo tales destrozos y tantos muertos. Y así hasta el día siguiente. Las relaciones humanas se alteraban, pero sólo en apariencia. Había que comer, aunque estuviese racionado. Y había que salir en busca de una chica que, a su vez, hubiera salido en busca de un muchacho, no por necesidad de placer, sino por otras razones, o causas, que sólo podrían describirse en una novela, que no tenían cabida en las crónicas. Desconocidos que se topaban en la calle, que se reconocían por la mirada, buscaban refugio en los hogares subsistentes o en los hogares rotos, a horas inusuales. Aquella clase de amor era una afirmación desesperada de la vida, y todo el mundo lo entendía así. Yo no sé si alguna vez, y de manera general, las relaciones entre hombre y mujer habían tenido ese sentido, pero imagino que sí, que así se han juntado, a lo largo de la historia, en todos los momentos de terror.
Algunos que no lo pudieron resistir se suicidaron amando: los que no iban al refugio, los que se quedaron en su casa o en casa de ella, los que fueron sorprendidos en el lecho por la muerte vomitada por grandes bombarderos. A veces se decía: en estas ruinas aparecieron dos en la cama. Los ingleses hacían chistes que les servían como descargo del terror que a todos nos unía. Los latinos no éramos tan atinados haciendo chistes, o acaso fuera porque los cadáveres abrazados y mutilados de un hombre y una mujer nos enmudecían. De todas maneras fue admirable la resistencia de aquel pueblo, que aguantó sin alharacas, sin gritos ni ademanes trágicos, un bombardeo cada noche, hasta que Goering comprendió que la industria alemana no podía producir aviones de combate con el mismo ritmo con que eran destruidos. Hubo un respiro: volvieron, se fueron para no volver. La revancha fue tremenda. Cuando Hamburgo ardía, yo pensaba en Ursula, probablemente muerta mucho tiempo antes; pero ella había pasado su infancia allí, y el nombre de Hamburgo me traía su recuerdo. ¿Por qué Hamburgo, con aquella insistencia, y no las calles, los restoranes, su propia casa de Londres? Nada de aquello había sido destruido; todo lo más dañado. Pero de los lugares de Hamburgo por los que había transcurrido su figura de niña asustada de sí misma no quedaban más que cenizas. Las respuestas sentimentales a la realidad son así de caprichosas, de inesperadas.
Ninguno de tales recuerdos obró sobre mí con más fuerza que el terror. No intento ponerme por ejemplo, y no puedo asegurar que a la gente le haya sucedido lo que a mí. Fue, en primer lugar, como si el alma se despojase de todo lo superfluo, de lo que no fuese estrictamente necesario para seguir adelante con aquella vida reducida a puro esquema y en aquellas circunstancias. Yo lo sentía como un empobrecimiento íntimo que se traducía en indiferencia ante el recuerdo o la presencia de lo que más me había atraído o de lo que me había fundamentado: mi niñez, los libros preferidos, los momentos felices que involuntariamente se reviven ante una tristeza, una desgracia o una catástrofe: pasaban por mi mente con lentitud o con prisa, intentaba alejarlos del recuerdo como a imágenes molestas. Era como si el alma hubiera descubierto y aplicado los principios de su propia economía de guerra. Ahora lo contemplo como una verdadera deshumanización, de la que afortunadamente me fui recuperando conforme las noches recobraron el silencio y la oscuridad. Creo que al final de aquel período irrepetible había llegado a perder la sensibilidad. Veía sin conmoverme cómo retiraban de la calle restos humanos esparcidos por una explosión o cómo llevaban al hospital a una mujer mutilada. El único razonamiento que subsistía era el del egoísmo. «Pudiste haber sido tú, no lo has sido, pero ¿quién sabe lo que pasará esta noche?». Recuerdo que una vez, en el refugio, nos apretábamos silenciosos mientras fuera el estruendo de las bombas y de la defensa antiaérea superaba lo hasta entonces conocido. La conclusión lógica a que nos llevaba el miedo, la que se veía en todas las miradas, era la de que, aquella noche, Londres podía desaparecer como había desaparecido Coventry. Un hombre que se tenía de pie cerca de mi rincón, un clergyman no sé de qué confesión o de qué secta, dijo, de pronto, en voz alta: «Que ese Dios que no entendemos tenga misericordia de nosotros». En otras circunstancias, a mí al menos, esa expresión, «el Dios que no entendemos», me hubiera sacudido, hubiera desencadenado en mí una sucesión frenética, difícilmente frenable, de pensamientos, de sentimientos, de razones y sinrazones, y, por debajo de todo ello, me habría apretado el corazón. Pero la sensibilidad tiene un límite, pasado el cual todo da lo mismo. Ni mis nervios ni mi mente respondieron a aquella plegaria desesperada.
Durante el tiempo de los bombardeos recibí dos cartas de María de Fátima remitidas por mi maestro desde Portugal, llegadas Dios sabe cómo, la segunda antes que la primera. ¿Censuradas? Más adelante me llegaron otras, hasta seis en total, pero de su texto deduje que me había escrito más veces, que algunas cartas se habían perdido. El diario en que yo escribía llegaba a Río de Janeiro, o quién sabe si mis crónicas eran enviadas allá por mi periódico: ni lo supe ni intenté averiguarlo. El hecho era que María de Fátima leía mis relatos, y en sus cartas me transmitía su angustia, que podría resumirse en estas interrogaciones: «¿Vas a morir?». «¿Qué va a ser de mí?». Yo las coloco juntas, y así parece que la una es consecuencia de la otra, pero la verdad es que eran interrogaciones distanciadas, sin otra cosa de común que la misma angustia. También me contaba cosas de su vida, que no era muy feliz. Jamás me insinuó que le contestase, pero lo que me decía bastaba para que yo me diese cuenta de que no sólo no me había olvidado, sino de que de sus sentimientos hacia mí habían cambiado, de que yo era una pieza de su vida, una pieza para el futuro. ¿Un clavo ardiendo? Las cartas recibidas durante los bombardeos no me sacaron de mí. Y cada una de ellas me ligaba más hondamente a María de Fátima; una especie de gratitud por ser la única mujer que se acordaba de mí, que sufría por mí. Las que vinieron después llegaron a conmoverme. También una especie de interés creciente por el cambio de su personalidad, que se acusaba en cada carta. Lo más probable sería que, durante aquel tiempo de guerra, dicen que años, no lo sé, nunca se puede cronometrar una pesadilla, yo haya perdido la noción real de mí mismo, que me sintiese como algo insoportablemente irreal: aquellas cartas me ayudaron a no perder del todo la noción de mi figura, a recordar con ellas que yo era más que una máquina que sufre y cuenta lo que pasa. También me hicieron desear una solución desconocida, imprevisible. El hecho de que Hitler no se atreviese a atravesar España sin el consentimiento de Franco fue estimado en todo su valor. Alguien que vestía uniforme dijo una vez ante mí: «Hitler ha perdido la guerra por segunda vez». La primera, por supuesto, había sido el fracaso de la invasión de Inglaterra. Pero, a partir del cerco de Stalingrado, de su dramático desarrollo, ya sabíamos a qué atenernos, aunque nadie pudiese profetizar el día en que echásemos las gorras al aire. Entre los periodistas acreditados de corresponsales de guerra corrían bulos e interpretaciones caprichosas de datos ciertos. Los desembarcos que precedieron al de Normandía, las campañas de África y de Italia, a las que no se nos permitió asistir, fueron presagios que nos llegaban en forma de noticias aisladas, a veces contradictorias, que hilvanábamos para hacer de ellos la gran noticia. Intenté trasladarme de Londres a Alejandría y asistir a la campaña de Monty, pero me fue negado el permiso. No así cuando las tropas de desembarco llegaron a París. Entonces fue ya relativamente fácil navegar por el canal, coger un tren. Asistí, con pocos días de retraso, a la fiesta de París liberado. No pude ver, y lo siento, los tanques tripulados por republicanos españoles que formaban la vanguardia de Lefèbvre y que llevaban su bandera al lado de la francesa, pero sentí cierto orgullo cuando me lo contaron. Fui a ver a mi portera: la hallé en su cubil acostumbrado, feo y caliente, un poco más delgada, pero llena de satisfacción porque habían echado a los alemanes. Me contó que una tarde, poco después de la invasión de París, llegó a su puerta Clelia, aterrorizada. Le pidió cobijo, aunque sólo fuera por una noche. Se lo dio. Al día siguiente, Clelia desapareció, no volvió a saber más de ella. «Se la llevaron, señor, se la llevaron como a muchos más. No espere verla nunca». Me entristecí, me pregunté si habría nacido o no aquel hijo anunciado. ¿Por qué había vuelto a París desde Estados Unidos, donde estaba segura? Una vez, recorriendo los libreros de viejo de las orillas del Sena, hallé un libro publicado por una editorial desconocida, al menos para mí. Se titulaba Memorias de un desendemoniamiento, y lo firmaba «Clelia». Era un ejemplar sin abrir, un desecho de venta. Lo compré, lo leí con avidez, de un tirón, con emoción creciente; lo leí como si lo estuviera oyendo, como si alguien me lo contara. Sin duda era Clelia su autora, sin duda era su propia historia la que había escrito, desde el momento de su entrada en el sanatorio hasta el instante mismo de la salida, no más. Era el proceso de una curación psicoanalítica, pero también el de un embarazo mantenido contra la opinión del médico. «Debe usted abortar. El curso del embarazo puede estorbar, o, al menos, alargar, el tratamiento». Clelia se había negado, había tenido el niño, su familia se lo había llevado, estaba vivo y en buenas manos. Se refería a él como a una esperanza, pero jamás a su padre. El final del libro se me antojó especialmente patético: «Al salir del sanatorio vi cerca de mí a mis viejos demonios, que me estaban esperando, en fila, como los criados de un castillo inglés cuando el invitado parte. Me rodearon, me acuciaron, los recibí no sé si con espanto o júbilo. Lo que sí sé es que entraron otra vez dentro de mí, que se aposentaron donde solían. Nada más entrar en el taxi que me alejaba de aquel lugar, me hallé otra vez yo misma, la que había entrado un año antes, endemoniada para siempre». No dejé de pensar en Clelia, pensé intensamente cuando, a la zaga de las tropas, entré en Alemania: pasábamos entre ruinas, la gente tenía una especial manera de mirar, indescriptible, la de los vencidos sin esperanza. E íbamos sabiendo ya, a ciencia cierta, lo que había sucedido en los campos de concentración. ¡Pobre Clelia! ¿Y por qué sólo pobre Clelia? ¿No habría corrido Ursula una suerte semejante, para mí inimaginable, salvo en lo que tenía de terrible? El estado de ánimo que aquellas ciudades rotas, que aquellas gentes humilladas, que buscaban en las ruinas no sé si un cuerpo o un recuerdo, me causaban era el adecuado para imaginar lo peor de dos mujeres que me habían amado, cada una a su modo; que yo creí haber olvidado, pero que ahora resurgían como fantasmas en aquellos espectros de ciudades. La guerra me las había arrebatado. Ya no eran nada.
Me acometió un desánimo que era como sentirse en un vacío en el que se cae sin que la caída tenga un fin ni lo presienta. Empezó en Berlín, acaso después de que una mujer bonita y derrotada me pidiera dinero y me ofreciese su cuerpo para cobrarme. No pude hacerlo, ni lo deseé. Pero fue como si un enorme cuchillo cortase el tiempo: hasta aquí y desde aquí. De repente todo lo que me rodeaba perdió interés. La guerra había terminado, todo quedaba en miseria y política. Regresé como pude a Portugal. Fui recibido casi gloriosamente, una gloria que no me llegaba al corazón, que se quedaba en la mera superficie, gracias y sonrisas. «¡Tenemos que publicar esas crónicas en un libro!», gritaba el director. No me opuse, tampoco lo tomé a mi cargo; que hicieran lo que quisieran. Me había entrado un deseo inesperado de volver a Villavieja. ¿Por qué a Villavieja y no al pazo miñoto? Tampoco me cuidé de averiguarlo. El regreso a Villavieja era un modo simbólico de regresar al pasado, a la madre que no conocí, a la felicidad y a la inocencia, pero también a un modo engañoso, pues yo sabía de sobra que en Villavieja no encontraría ninguna de esas cosas. Ahora comprendo que se trató de una de mis huidas de la realidad, de aquella en que me hallaba metido hasta las corvas, un disgusto de mí mismo, la acostumbrada carencia de proyectos y de esperanzas. Podía, sí, quedarme en Lisboa, donde se me consideraba un buen periodista; pero ¿y qué? El periodismo era una etapa consumida; hubiera podido agarrarme a él si necesitase de sus ingresos para subsistir, o si no pudiese pasarme sin aquella reputación que me había granjeado. Pero afortunadamente lo mismo podía prescindir del dinero que de la reputación, al menos de sus manifestaciones inmediatas. «Éste es Ademar de Alemcastre, el famoso Alemcastre». «¡Ah, sí, claro, el famoso Alemcastre!». Muchas veces me pedían que describiese de viva voz las angustias de los refugios. ¿En eso consistía la buena reputación? En Villavieja, la gente ignoraba las relaciones entre Alemcastre y yo, y, si alguien las barruntaba, con negarlo, listo. «En Portugal hay muchos Alemcastres». Nunca se me ocurrió, sin embargo, pensar que en Villavieja sería yo mismo, porque en realidad nunca había sabido a ciencia cierta quién era yo. Y lo probaba el hecho de que me propusiera dejar de ser uno para otro. Lo probaba, no lo prueba. Hoy creo haber superado tales preocupaciones, que considero como mera literatura. Un hombre puede tener dos nombres, pero es el mismo hombre; una personalidad puede demostrarse o ejercitarse en distintos aspectos, pero es la misma personalidad. Cuando vivía en Londres, con Ursula, no me planteaba semejantes cuestiones: yo era el que soy, Filomeno, aunque no me guste el nombre. ¡Dios, qué inútil es todo esto, y hasta qué punto fue prueba de inmadurez el que me haya preocupado, el que me haya quitado el sueño! También esto de la madurez tiene su miga. A cada cual le sucede como a la cabeza de los niños, que cuando nacen traen los huesos mal pegados, y hace falta que pase el tiempo hasta que la soldadura del cráneo se haya consumado. Estamos hechos de piezas que encajan, y el encaje es la madurez: con la diferencia de que no basta el tiempo. Así como las manzanas maduran con el sol, los hombres maduramos en presencia de otra persona, en colaboración con ella. Mi proceso de maduración iba bien con Ursula. Se interrumpió, no hubo ocasión a que lo continuase con Clelia, y aunque los tratos con María de Fátima me hiciesen avanzar un tanto, el fracaso de aquellas relaciones era, ante mi conciencia, la prueba de mi relativa incapacidad. Y la guerra, al cesar, me devolvía a mí mismo en el mismo estado en que me había cogido. En mi cráneo quedaba un agujerito, y algo que entraba o salía por él me hacía esperar no sé qué maravillas de mi vuelta a Villavieja. Volví a hacer mi equipaje, pasé por el pazo, dejé las cosas encaminadas y bajo la dirección inteligente de mi maestro, quien me preguntó por lo que pensaba hacer, y a quien le respondí, como siempre, que no lo sabía.