A MI REGRESO ME ENTERÉ de que don Amedio había tenido tiempo para confiar a mi maestro sus intereses; de momento, de palabra y con entrega de las llaves de la casa, y ciertas instrucciones al banco local para el pago de los gastos; para más adelante, un poder que lo representase; de lo que colegí que su intención no era la de regresar en seguida, y que, al menos en apariencia, sus temores a ser víctimas de la justicia espontánea se habían aplazado. O ¿quién sabe? A mi maestro se le notaba la satisfacción, aunque lo disimulase quejándose del trabajo suplementario que iba a caer sobre él sin el menor beneficio, pues de la finca de don Amedio lo más que podían sacarse eran flores, no demasiado cotizadas en los mercados próximos. Su nueva situación le distrajo un tanto del negocio de las vacas, al que, por supuesto, no renunció, pero que concebía ya en dimensiones razonables. Tratamos del asunto algunos días, hasta dejar las cosas no sólo claras, sino encaminadas, y cuando estuvimos en todo de acuerdo, le anuncié mi propósito de irme a Lisboa por una temporada, aunque les ocultase a él y a la miss la verdadera razón: que no era otra sino la caducidad de mi pasaporte, extendido por las autoridades republicanas, y la necesidad en que me hallaba de conseguir otro. En el hotel de Lisboa, donde me conocían, me lo habían advertido: «Le conviene al señor sacar otro pasaporte. Éste ya no le vale». Era cierto, y yo no me había dado cuenta. Al volver al mismo hotel, dije que venía justamente a negociarlo: me admitieron sin dificultad, aunque aconsejándome que, en cuanto tuviera el nuevo, no dejase de mostrárselo para reseñarlo: la policía se había vuelto exigente, porque con la guerra de España y lo revuelto que andaba el mundo, Lisboa empezaba a ser cruce de caminos y destinos, refugio de gente indeseable y otros inconvenientes. Se hablaba mucho de espías, y cualquiera no habitual de los cafés de A Baixa podía resultar sospechoso. Cómo resolvía el gobierno portugués el posible conflicto entre su tradicional amistad con Inglaterra, su parcialidad franquista y la presencia acuciante de la diplomacia nazi, lo ignoro. Los portugueses fueron siempre hábiles, y de uno de sus funcionarios conozco la siguiente frase, dicha a un representante extranjero: «Su excelencia tiene razón, pero no la tiene toda, y la poca que tiene no le sirve de nada».
Acudí a mi recurso habitual, don Pedro Pereira, quien me remitió a su hijo, a cuyo despacho en el banco fui por primera vez. Era el cubil suntuoso de un financiero importante, en un piso alto y con ventanas a la luz: el de un banquero moderno según los modelos importados por el cine. ¡Qué contraste el de aquellos muebles modernos, con el ambiente tradicional un poco rancio, pero siempre elegante, de los despachos bancarios de Londres! Simón Pereira, a reserva de que almorzásemos juntos en la primera ocasión, me retuvo una hora, escuchó la exposición de mis dificultades y, finalmente, me dijo que no sólo necesitaba un nuevo pasaporte, sino arreglar de alguna manera conveniente mi situación militar. «Al no aceptar usted la solución que le ofrecí hace algún tiempo, la de hacerse ciudadano portugués, en España es usted un prófugo». «Lo soy en la España de Franco». «Que pronto será en toda España, no espere usted otra cosa». «Entonces ¿qué solución se le ocurre?». «De momento, ninguna. Por lo pronto, si acude al consulado, le negarán el pasaporte. Déjelo usted en mis manos, deme unos cuantos días, y a ver si salimos bien del atolladero». En otro momento de la conversación me sugirió que fuese al periódico para el que había trabajado, me presentase al director con el nombre de Ademar de Alemcastre, que era con el que se me conocía en el mundo del periodismo, a ver si me ofrecía una colocación, algo que justificase mi presencia en Portugal. «Debe usted pensar en quedarse aquí, si las cosas salen bien. El mundo no está tan atractivo como para pensar en Roma o en Berlín. Quédese, porque, pase lo que pase, siempre le podremos ayudar». Le hice caso.
El director del periódico me recibió sin dificultad y con aparente alegría. «¡Ya me extrañaba que no apareciese usted por aquí, y llegué a pensar que si se habría perdido por el camino o, lo que es peor, si se habría metido en esa locura de la guerra de España! Le doy la bienvenida y me pongo a su disposición». Hablamos, lo primero, de Magalhaes, de quien pensaba que era un periodista eficaz y limitado. «No crea usted que no nos dimos cuenta del cambio de la corresponsalía a partir de la llegada de usted a París. Lo dijo todo el mundo, y eso nos hizo pensar a muchos que usted entiende de más cosas que de literatura». Le di las gracias y minimicé mi influencia sobre Magalhaes. Después me preguntó si pensaba quedarme en Lisboa. Le respondí que sí. «No puedo ofrecerle de momento un puesto en la plantilla del periódico, pero sí la presencia de su firma una o dos veces semanales. Usted viene de Europa, sabe lo que pasa, y su prosa es clara y convincente. Le invito a escribir lo que quiera, de política, de cultura o de finanzas, y toda la información de que el periódico dispone; es decir, que puede usted entrar y salir como uno cualquiera de la casa. En cuanto a sus emolumentos, no puedo ahora mismo proponerle una cifra, pero le aseguro que sacaré para usted la máxima posible». ¡Caray! No cabe duda de que soy un hombre de suerte, o que lo fui. ¡Adónde hubieran llegado otros con mis oportunidades! Nunca encontré en mi camino a un enemigo, ni eso que se llama una mala persona. Jamás nadie intentó engañarme. ¿No es eso tener suerte? Pero la suerte, entendida como la persistencia favorable de los azares, para ser de verdad efectiva, requiere una disposición de ánimo que yo no tuve. Me lo dijo el señor Pereira, don Simón, cuando fui a darle cuenta de mi entrevista con el director del periódico. Y añadió: «Eso no me lo debe a mí, puede estar seguro. El otro día no le dije, por olvido, que sus crónicas desde París se leían y elogiaban en Lisboa. Pero le dije que no olvidara su nombre portugués. Con él es conocido. Gracias a él se le leerá de nuevo, y podrá usted caminar por Lisboa con la cabeza alta y no como uno cualquiera». ¡Mira tú! Telegrafié a mi maestro para que me enviase rápidamente la máquina de escribir, una Remington portátil que había comprado en París. Me fui al periódico, pasé una tarde leyendo diarios ingleses y franceses. Creo que pude recobrar la imagen, ya perdida, o, al menos, desvaída, de cómo iban los barullos políticos. Francia atenazada y miope por sus problemas interiores, Hitler cada vez más seguro y más desvergonzado, Mussolini enmascarando en discursos altisonantes su imposibilidad de ir más allá de donde había ido. Escribí un artículo que se me antojó inteligente y ambiguo. Lo hice así porque todavía no me había percatado de la ideología del periódico; quiero decir, de su verdadero matiz ideológico dentro del más estricto conservadurismo. El artículo se publicó al día siguiente, y don Simón me telefoneó para felicitarme. «No sabe usted lo oportuno que ha sido. Me sirve como una pieza más en las gestiones que llevo adelante con la embajada española acerca del problema de usted». ¡Pues mira qué bien! A lo mejor me conseguía el pasaporte antes de lo pensado.
Escribí dos o tres artículos más, no todos de política. «Le conviene tratar también de la marcha de las finanzas en el mundo. Pase por mi oficina y le daré algunos datos», me telefoneó don Simón. Fui a verle. Me tenía preparado un verdadero dossier. Al leerlo, me di cuenta de su parcialidad y orientación. No era mentira lo que me ofrecía, pero sí insuficiente. Quedaba la otra cara de la moneda, pero yo tuve que escribir un artículo de una sola cara, que le gustó mucho al director del periódico. Quien, además, al felicitarme, me anunció que con lo que me pagaría por aquellos trabajos tendría suficiente para hacer frente a mis gastos en Lisboa, incluido un buen hotel. Me dijo que yo era un periodista de lujo, que podía hacer una gran carrera, y me dejó estupefacto. «¡Y no sabe usted lo que importa que se llame Ademar de Alemcastre! Todavía quedan viejas damas que recuerdan, de cuando eran niñas, a su bisabuelo, como un hombre guapo con fama de conquistador. Eso siempre favorece a los nietos». Estas palabras me trajeron a la memoria otras muy semejantes, aunque no tan completas, oídas en varias ocasiones.
No tardó en telefonearme don Simón Pereira. La cuestión de mi pasaporte estaba resuelta. El cómo, no lo sé. Me dijo que fuese a Oporto, provisto del documento caducado y de dos fotografías, y que me presentase a un funcionario cuyo nombre me dio. Hice el viaje, y un mediodía soleado me hallé de nuevo con mis papeles en regla, y, lo que es más raro, sin ganas de instalarme en Lisboa. No sé si sería la vista del paisaje del norte lo que me hacía sentir morriña súbita del escondite miñoto, aunque la morriña y el deseo se enmascarasen en un interés repentino por el negocio de las vacas. Volví, pues, a Lisboa, recogí mis bártulos, hice las visitas oportunas y regresé al pazo. Había tenido una larga conversación con el director del periódico, a quien prometí seguir escribiendo, quien me prometió enviarme regularmente diarios y revistas extranjeros, de los que precisaba para mi indispensable información. Mis artículos cambiaron pronto de tono: eran las reflexiones de un hombre que vive en paz, lejos del mundo, como un monje, ante las locuras de los hombres. Quizá influyesen también ciertas lecturas de textos moralizantes que fui haciendo por el portugués en que estaban escritas, de las que saqué la conclusión de que las locuras del mundo habían sido siempre el pan nuestro de cada día. Ensayé un estilo más irónico, muchas veces sarcástico, que el acostumbrado. Fui recibiendo también, regularmente, los textos necesarios para seguir al tanto de la literatura, al menos de la francesa y de la inglesa, y lo que de las otras, española incluida, podía averiguarse por los dominicales especializados: que poca cosa había, preocupado como estaba todo dios por la política. También me llegaba la prensa española del bando franquista: me causó mala impresión. Al patetismo dramático de la republicana, lo suplantaba una retórica pueril del peor gusto y del más inesperado arcaísmo. Comprendí, o pude conocer, quizá tarde ya, el fenómeno lingüístico engendrado por la guerra. ¡Hubiera hecho feliz, su estudio, a alguno de mis maestros de la Sorbona! En cuanto a las noticias, eran menos fidedignas que las de la prensa extranjera. De la batalla del Ebro me enteré por los diarios ingleses. Los nacionales hurtaban el desarrollo de las batallas y sólo daban cuenta de las victorias.
Las obras de la vaquería avanzaban con ritmo regular. Pronto tuvimos listo el primer pabellón, provisto de adelantos cuya complejidad y eficacia yo no hubiera nunca sospechado. Para mí, la operación de ordeñar las vacas había sido siempre una tarea individual y manual, a la que había asistido, de niño, muchas veces, y en la que había colaborado. Ahora se hacía mecánicamente. Lo divertido era que teníamos los aparatos, pero no las vacas. Fue necesario pensar en comprar la cantidad que pudiera albergar el pabellón concluido, por razones de las que mi maestro no necesitó mucho tiempo para convencerme: como que eran obvias. La adquisición de las primeras vacas nos obligó a un viaje rápido a Holanda; a un montón de operaciones bancarias, y a las no menos complejas y embarazosas del desembarco, la carga en vagones y el traslado por tren hasta Valença, desde donde el transporte se hizo por métodos elementales: en tropel y por malos caminos, ante el asombro de los aldeanos. Mi maestro se mareó tanto en el viaje de ida como en el de vuelta. Los pocos días que estuvimos en Holanda nos bastaron para ver de cerca, o, al menos, de enterarnos, de cómo un miedo incierto penetraba día a día en todos los corazones, hasta llenarlos, hasta hacerlos a veces estallar en injusticias. Como habíamos acordado que la mitad de las vacas compradas fueran holandesas y la otra mitad fueran suizas, nos dimos prisa en concluir el segundo pabellón, no fuera a interponerse la guerra en el negocio. Esta vez el viaje se hizo por tren, y los encargados fueron mi maestro y la miss, ya que yo, a pesar de mi pasaporte, no me atrevía a atravesar España, con dos fronteras por medio y las inaguantables inspecciones camineras. Como la miss, además de su idioma, hablaba el alemán, o al menos lo había hablado, la operación se llevó a cabo sin grandes dilaciones. Lo más difícil no fue que la pareja atravesase España, sino las vacas, amenazadas desde Irún hasta Fuentes de Oñoro por cualquier orden de requisa firmada por alguna autoridad local o regional. Hubo suerte. Llegaron a Portugal, y quedaron instaladas en aquella especie de hotel Ritz para cornúpetas lecheras que les habíamos construido. Como con ellas venían dos toros, todas llegaron preñadas. Fue un trabajo que nos ahorró la lírica soledad del semental.
Repartí la vida entre la vaquería y la biblioteca, y el espíritu entre el negocio y las elucubraciones sobre lo que podía pasar. ¡La cantidad de hipótesis que se le pueden ocurrir a uno al leer una noticia! ¡Lógicas, necesarias y, sin embargo, irreales! Era de los convencidos de que las cosas iban de mal en peor, en todos los órdenes, y de que yo mismo no escapaba a la inquietud general: solía sucederme que, cansado del trabajo, cogía un libro, y a las pocas páginas, cuando no a las pocas líneas, lo abandonaba, como si el interés se hubiera desvanecido sin causa aparente. Esto me acontecía lo mismo con las novedades que con los libros más amados. Se me había ocurrido que lo importante era entender el mundo, pero yo no lo entendía, y así lo hacía saber a mis lectores, que no debían de ser pocos, a juzgar por la insistencia con que el director del periódico me telefoneaba cuando, por alguna razón, me había retrasado. Recibía cartas con alabanzas y también con insultos, y no faltó alguna de España, de alguien que debía de conocer mi identidad, llamándome emboscado. Supuse, y no me equivoqué, que más allá del Miño, para ciertas personas, esto era el peor insulto.
Sobrevinieron dos momentos difíciles, dos ramalazos sentimentales de esos con los que lo mejor que puede hacerse es sentarse a la puerta y dejarlos pasar hasta que se consuman en sí mismos, lo cual sería razonable si no transcurriesen en el corazón, si no fuesen precisamente ramalazos interiores. El uno lo provocó la llegada de una carta de María de Fátima; pronto, pocos días después de haberme instalado definitivamente en el pazo. Nos las trajeron juntas, esa que digo y la primera de las muchas que recibió mi maestro de don Amedio. Las de éste menudearon, a razón de una por mes. María de Fátima sólo me escribió aquélla, precisamente a bordo del barco que la llevaba a Brasil con el cadáver de su madre estibado como una mercancía. Era una carta larga, enmarañada de prosa, indudablemente sincera y muy poco pensada; es decir, espontánea. Más de la mitad se consumía en quejarse del aburrimiento del viaje, en recordar lo bien que lo habíamos pasado en nuestras excursiones y nuestras discusiones, en el miedo que le daba llegar a Río y hallarse única mujer en su casa, con un padre que no lo era, ante el que no sabía a qué carta quedarse. Resultaba asimismo que el recuerdo de la casa en que había vivido tan cerca de mí le causaba saudades: como si aquellos meses en Portugal hubieran sido los de su estancia en el paraíso. Pero algo menos del tercio de la carta me venía personalmente dedicado. Podrían resumirse aquellos párrafos de enrevesada sintaxis en la confesión de un doble error; el primero, la creencia de que lo que ella pensaba de sí misma y del mundo era la verdad y que tenía que imponérsela a los demás, casi como una misión redentora de la miseria moral que había conocido; lo segundo, que su conducta conmigo no había sido ni acertada ni decente. «No sabes —me decía— lo que me ha ayudado a comprenderte mi charla inacabable con Paulinha. Lo que me dice de ti puede meterse en una frase: eres un buen hombre. ¿Quieres creer que jamás se me había ocurrido que los hombres tenían que ser buenos? ¿Se debe a que en mi vida sólo he tratado con malas personas? ¿O que lo que yo entendía por bondad era una equivocación? No lo sé». Estas líneas me indujeron a imaginar a María de Fátima y a Paulinha tumbadas en la cubierta del barco que las alejaba, hablando del pasado, y de mí, que formaba parte de él. Hablaban de lo sucedido, pero también de lo que no llegó a suceder. La lectura de esta carta, reiterada en las tardes grises de la biblioteca, recordada en sus términos continuamente, me hizo también pensar si no me había equivocado con María de Fátima y como ella, si no había sido un error recíproco, del cual me cabía la mayor responsabilidad por ser el más experimentado, aunque quizá también el más engañado; porque, si bien era capaz de predecir, como predije, ciertos excesos internacionales de las potencias totalitarias (no había que ser muy lince), erraba acerca de mí mismo y de los demás. No había aprendido aún que las mujeres son todas distintas, y que si bien es cierto que las tácticas (y las técnicas) para obtener de sus cuerpos las más altas vibraciones son de una monótona semejanza, cuando lo que se ventila es un amor y un destino, cada una de ellas requiere un modo distinto de tratarlas. Yo apetecía que María de Fátima fuese otra Ursula, o quién sabe si otra Clelia, sin darme cuenta de que tenía derecho a ser conmigo ella misma, y de que lo era. Todo esto se lo hubiera escrito, pero en su carta no me enviaba dirección, y yo lo interpreté como deseo de que no le escribiese. No sé si hice bien o mal. Mi maestro me hubiera dado sus señas en Rio, que serían, supongo, las de don Amedio.
La otra sacudida fuerte nació en mi propio interior, suscitada por el recuerdo inesperado de una fecha. Se me ocurrió súbitamente que se cumplían los nueve meses de aquella tarde, en Vincennes, con Clelia. Si era cierta la posdata de su única carta; si no era, como aseguraba María de Fátima, la fantasía de una loca, ¿le habría nacido el niño, o estaría para nacer? Y si eso fuera cierto, ¿tendría yo noticias? Es curioso cómo la conciencia difusa de mi posible paternidad apenas si me habría rondado durante el tiempo desde entonces pasado; cómo no me había turbado ni una sola vez en las tardes interminables de la biblioteca, con un libro cerrado en el regazo y la máquina de los recuerdos funcionando como una máquina loca. Y ahora de repente aparecía, y no como conciencia de paternidad, ni de culpa, menos aún como alegría, sino sólo como curiosidad. ¿Tendría o no un hijo? ¿Llegaría a saberlo? Fueron aquellos unos días, casi un mes, de inquietud íntima, de distracción para las cosas de la realidad. Mi cabeza funcionaba sola, según el capricho de sus leyes, ausentes mi voluntad y mi sentimiento. Mi maestro lo achacó a otras inquietudes. «¿Por qué no se va unos días a Lisboa? Un hombre de su edad necesita, de vez en cuando, correrse una juerguecita». Me fui a Lisboa, corrí más de una pequeña juerga, y al menos, una muy grande, de las que empiezan en casa de una amiga, antes de cenar, y no se sabe ni dónde, ni cuándo, ni cómo acaban; de las que dejan resaca y hastío. Vi a gente, charlé de las cosas del mundo, incluso fui objeto de un pequeño homenaje por parte de algunos colegas a quienes mis trabajos no parecían mal. Pero todos los días telefoneaba al pazo para preguntar si había llegado una carta de Estados Unidos o, al menos, de París. Pasé en Lisboa quince días. La carta no llegó y yo empecé a aburrirme. De regreso al pazo, mis artículos fueron más pesimistas.