VI

PAULINHA TELEFONEÓ, desde el bar del pueblo, como la cosa más natural del mundo, con recado de tono misterioso. «No puedo ir a verle. Venga usted por aquí. Yo estoy en el pueblo, como todas las mañanas. A las doce volveré al bar. Usted puede esperarme tomando su cerveza, que yo sé que la toma de vez en cuando. No deje de venir». Sí. A veces bajaba al pueblo a tomar una cerveza, o un vaso de vino verde, que lo había bueno, y echaba un vistazo a los periódicos que podía hallar. Más a menudo desde aquella vez en que la sobremesa se había hablado de la guerra de España. Las cosas iban cada vez mejor para los vecinos y peor para los republicanos. Mi maestro daba ya por segura la victoria del general, al que nombraba así, sin añadirle el apellido. No dejaba de mostrarme su preocupación por lo que pudiera sucederme, tanto en el caso de que quisiera volver a España como si me quedaba en Portugal, ya que o corría el riesgo de perder la libertad, o de quedarme sin mi patrimonio español, que no era un patrimonio millonario, pero que tenía su valor. Él no sabía que, para mí, lo tenía sobre todo sentimental. No me gustaría perder por confiscación deshonrosa la casa de Villavieja, tan llena de recuerdos, y no volver jamás a la ciudad, con tanta gente interesante, que alguna vez añoraba, solo como estaba, sin nadie a mano con quien tener una conversación medianamente inteligente que no tratase de vacas, de prados o de situaciones dramáticas entre madre e hija.

Paulinha fue puntual, y se reveló como buena actriz. Entró en el bar, pidió un café en el mostrador, y sólo después de haberlo tomado, al salir, hizo como que me descubría, se acercó a mi mesa, que estaba un poco a trasmano, junto a una ventana del fondo. Fingí sorpresa, la invité, pidió otro café y se sentó: con naturalidad, con gracia, con cierta sorna. Traía un impermeable oscuro, con capucha, que se quitó y dejó en una silla. «Con esta lluvia, y en bicicleta, no hay más remedio que mojarse». Me di cuenta de que también traía el consabido capacho con la compra.

«Tengo que darme prisa, señor. Lo que aconteció fue que la noche pasada pelearon la señorita y la señora, y la señora le dijo a la señorita que todas las noches venía al pazo y dormía con usted, y lo dejaba cansado para que, al día siguiente, no pudiera hacer caso a la señorita. Bueno, ya me entiende en qué sentido lo digo. Yo sé que eso es mentira, señor; yo sé que la señora no salió ninguna noche de casa desde que usted está aquí. Antes sí, y se lo dije a la señorita. Pero no sé qué puede pasar. Gritaron mucho. ¡Si llega a estar en casa el señor…! No quiero decir usted, sino el otro, el marido». ¡Qué bien sonaba esa historia de locas en labios de Paulinha! La hubiera escuchado una hora entera, pero fue breve: recogió sus bártulos y se marchó.

Debo decir que no me dejó perplejo, ni asustado, ni divertido ni estupefacto. Por alguna razón yo había esperado algo semejante, una de esas esperanzas que no se piensan, lo había esperado desde aquella tarde de lluvia oscura, cuando Regina se marchó; y por esa razón quedé tranquilo, y pude saborear mi vino, y marchar fumando bajo el orballo. Regina había mentido para mantener sobre su hija aquella superioridad que yo no había acertado a darle, y Paulinha, discretamente, le había destruido la mentira. Las cosas estaban en su lugar. Olvidé preguntar a Paulinha por el estado de ánimo de María de Fátima. Sí. Fue un olvido inexplicable, pero tampoco tuvo consecuencias. Regresé al pazo, traté con la miss de alguna bagatela, me metí en la biblioteca y no hice nada. Ni siquiera fantasear sobre las noticias traídas por Paulinha. Aquella tarde regresó mi maestro: había estado también en Lisboa, venía cargado de ideas y de ilusiones, de soluciones teóricas, y me contó que, indirectamente, don Amedio le insinuara, por fin, la posibilidad de una colaboración en la empresa de las vacas, en el caso de que yo estuviera de acuerdo. No le respondí ni que sí ni que no, pero él interpretó esta ambigüedad como que sí, y convino por teléfono con don Amedio un almuerzo de los tres para el día siguiente en uno de esos restoranes escondidos en recovecos de las montañas, o a la capa de un santuario, que sólo conocen los exquisitos. Nos vino a buscar don Amedio, con el puro matutino ya en la boca. Conducía él mismo. Lo primero que nos dijo fue que, al día siguiente, en el cine de pueblo, se proyectaba en sesión privada la película que habían hecho para la Asociación de Vinateros, unos cineastas de Lisboa, y que a él le habían encargado de invitarnos, como socios que éramos. Que no nos asustáramos, pues no pasaba de dos rollos; total, media hora, aunque larga, porque después de la proyección habría un piscolabis. El restorán estaba a la vera de un bosque, en el rellano de una ladera, entre magnolios. De conocerlo antes, hubiera llevado allí alguna vez a María de Fátima y, quién sabe, a lo mejor estaba a tiempo de hacerlo. Una casa antigua, la comida casera. Nunca había imaginado a don Amedio comilón, pero engulló, además de caldo verde, un bacalao y un cabrito de raciones generosas, y, de vino, él solo dos botellas, las cuales no le soltaron la lengua, pues habló menos que aquella mañana de la bodega a solas conmigo; habló menos, pero concreto. Describió una empresa fabulosa y se ofreció a poner en ella tres veces el capital de mi préstamo. A su concreción opuse vaguedad, indefinición, aunque dejando bien claro que la sociedad que formásemos sería a partes iguales, y que cada cual respondería del capital aportado, y si alguno de los dos participaba por alguna razón con una cantidad mayor, aumentaría sus derechos de propiedad sobre la empresa en la misma proporción y respondería con su capital privado, bien entendido que ninguna aportación extraordinaria podía considerarse como deuda contraída por el otro socio con la sociedad. Yo no sabía cómo se llamaba, en términos jurídicos, aquella clase de contrato, pero tenía idea de su existencia y de su legalidad. ¿Sociedad limitada? No lo recuerdo. Sé que era el modo de salvaguardar el pazo en el caso de que la empresa fracasara y de que él tuviera que hacerse cargo de una parte del pasivo. Tomó muchas notas, añadió cálculos. «La empresa, en su arranque, será raquítica». «Bueno: yo la llamaría modesta». El acuerdo fue que cada parte estudiaría la propuesta, y, o haría otra, o iríamos juntos al notario. Todo a la semana siguiente.

Cuando estuvimos solos, mi maestro me reconvino, amable, pero firmemente, por mi desconfianza o por mi torpeza. «Ni una cosa ni otra. Lo único que hago es garantizaros a ti y a tu mujer, que nunca os echarán de aquí. Yo no voy a hacerlo, ni de vivo ni de muerto, y no me gustaría que lo hiciese otro. Tampoco me gustaría quedarme sin el pazo. Éstas son las razones de mis reticencias». Mi maestro lo comprendió, quiero decir, comprendió las razones de mi actitud, aunque no sus términos. «¿Quieres que te confíe mi desconfianza en don Amedio? Pues ésa es la única causa de lo que llamo reticencias. Tiene fama de tiburón. ¿Por qué vamos a dejar que nos muerda?». No quedó muy convencido mi maestro, pero aceptó mi postura.

Habíamos quedado en encontrarnos al mediodía siguiente en el cine del pueblo, la familia entera de don Amedio y nosotros. Se nos anticiparon. Regina parecía amorriñada; María de Fátima, indiferente. También habían traído a Paulinha, porque salía en algún momento de la película. Con nosotros venía la miss, que se unió a las otras mujeres. Era una de esas reuniones en que hombres y mujeres forman ranchos aparte, y cada sexo ocupa un lado del patio de butacas, como en algunas iglesias. A la mayor parte de las mujeres las desconocía y me parecieron provincianas: incómodas ante la elegancia y quizá también la reputación dudosa («Son demasiado modernas») de las dos brasileiras, y no dejaba de ser posible que la presencia de Paulinha las incomodase más aún («Traer a la criada, ¡qué escándalo!». «Si no es criada, es esclava»). Cuando se apagaron las luces y empezaron las imágenes en la pantalla, lo primero en salir después de una botella, fue el rostro de María de Fátima, en quien embarrancó la cámara con tanta persistencia y minuciosidad como regodeo: no abandonó sus piernas, sus caderas, la blusa holgada y los pechos flojos cuando pisaba el vino. Se quedó en su figura cuando distribuía los premios. El montaje había juntado imágenes, las había superpuesto, fundido, invertido, agrandado, recortado, con mirada doblemente ebria hasta crear una metáfora indefinida de mosto y cuerpo, quién era quién no se sabía, si vino, si mujer. Aplaudí con calor, aunque casi yo solo. El piscolabis subsiguiente fue una reunión fría, de la que cada pareja hizo todo lo posible para marcharse pronto. Incluso Regina lo hizo antes que su marido y su hija; antes, por supuesto, que yo. La observé deprimida, casi hundida. No supe interpretar una de sus miradas más que como la del náufrago que suplica ayuda, ¿y qué ayuda podía yo prestarle? María de Fátima se marchó con su padre, indiferente, al parecer, a su triunfo. Tampoco don Amedio parecía entusiasmado, aunque tampoco triste. Opinaba que era una buena propaganda, y que en Río de Janeiro, donde se entendían mejor aquellas cosas, sería un éxito.

Durante el almuerzo, el maestro, la miss y yo permanecimos silenciosos. No sé si a ellos les había molestado también el modo de estar María de Fátima en la pantalla; en todo caso, espero que por otras razones que a las señoras de los vinateros y que a Regina. ¡Por cierto! No había visto a Paulinha, menos favorecida que su ama, pero no por eso menos bonita en el tiempo breve de su aparición. No la vi en la reunión. Lo más seguro sería que, al acabar la proyección, cogiera la bicicleta y regresase. Paulinha sabía en cualquier caso lo que tenía que hacer. «Una es una», me había dicho cierta vez, y ¿quién sabe qué filosofía práctica se encierra en fórmula tan abstracta? Por lo pronto, una idea de sí misma y del mundo, aunque, interrogada con estos términos, hubiera abierto los ojos y hubiese dicho: «No entiendo».

Seguía el orballo. En alguna canción olvidada, tal vez en algún poema, se dice que «llueve en mi corazón». Da tristeza, pero una tristeza grata a la que es placentero entregarse. Es un sentimiento difuso, cuyo nombre tal vez no sea el de tristeza. El portugués de saudade se acerca más a la realidad. O el nuestro de morriña, o de soidade, que yo indistintamente solía usar cuando me hallaba en aquel estado. Nada hay capaz de sacarlo a uno de él, cuando le tiene cogido. La poesía sirve para expresarlo, pero yo la había perdido hacía tiempo y fracasaron mis intentos más recientes de recobrarla. ¿Fue una tarde así, saudosa, morriñenta, que acabó como había empezado, verdadera suspensión del tiempo, que no se siente fluir, quieto en el corazón aunque transcurra en los relojes? Con el alma vacía, con los sentidos abiertos a la única sensación: de quietud, quién sabe si de eternidad… Pasar de este estado al sueño es como renunciar al paraíso por unos cuantos ensueños inciertos. Los de aquella noche giraron, lentos, alrededor de las imágenes de María de Fátima: la cámara había puesto de relieve lo que yo había tantas veces contemplado con deseo, los había aislado del cuerpo, los ofrecía así a la mirada del sueño…

Me despertó la miss despavorida. «¡Que le llama María de Fátima! ¡Que algo grave ha pasado! ¡Que vaya corriendo!». Poco más de las ocho, apenas claridad en las ventanas, el orballo. Me vestí en un santiamén, fustigué el caballo. El gran portón de la finca de don Amedio, hierros retorcidos, enlazados, enloquecidos, que se tenía por el más bello ejemplo de herrería modernista, estaba abierto, y también la puerta de la casa, madera, hierro y cristal. Abandoné el coche, entré corriendo. Tardé en encontrar a alguien. «¡Ay, señor, qué desgracia, qué gran desgracia!», fue lo que me dijo el criado negro. Paulinha vino en seguida. «No fue la señorita, se lo aseguro». «¿No fue qué?». «Quien mató a la señora». Algo estaba ya claro.

María de Fátima se me echó a los brazos. «¡No fui yo, tienes que creerme, no fui yo!», susurró a mi oído. Me llevó a la habitación donde su madre yacía. El médico del pueblo la examinaba, llevaba un buen rato examinándola. Era un hombre joven, de esos que nada más verlos se advierte que caminan por el mundo cargados de suficiencia, al menos, profesional. Me miró. «Un paro cardíaco, no puede ser otra cosa». El cuerpo no presentaba señales de haber sido golpeado, ni herido, ni envenenado. Lo habían hallado recogido en sí mismo, en postura prenatal. Don Amedio no estaba presente. «¿Saben ustedes si padecía de ahogos o si se desvanecía?». «No, señor doctor, nunca». La voz de Paulinha era categórica. «Pues es raro… Se trata indudablemente de un paro del corazón. ¿Fumaba?». «¡No, jamás!». «¡Pues sí es raro…!». No obstante extendió un certificado y advirtió que ya podían avisar a la funeraria. María de Fátima, fríamente, le preguntó por sus honorarios. «¡Deje ahora eso…!». Había recogido un chaquetón oscuro de encima de una silla, se lo puso, dio el pésame y se fue. María de Fátima, sentada, más bien caída, miraba al aire inexpresivamente. Paulinha se acercó a la ventana y esperó a que el rumor del coche que llevaba al médico se perdiese en la lluvia opaca. Después se me acercó y me tomó de la mano. «¡Venga. Mire lo que le voy a enseñar!». Del tocador de Regina tomó una caja redonda, una caja de coral, maravillosa de labra. La abrió. «Ella se echaba de estos polvos por la nariz cuando estaba triste, o cansada». Cogí una pulgarada, lo olí, lo sorbí de un respiro: fue una sensación súbita y creciente de plenitud, de euforia. ¿Cocaína? Yo no entendía de drogas, pero, sin duda, algo de eso era. Se lo mostré a María de Fátima. «Esto ha sido. Cocaína, quizá». «Ahora lo entiendo. Ahora entiendo muchas cosas». Cogió de mis manos la caja, la vació en el lavabo, la limpió bien. «¿Dónde solía tenerla?». «Ahí mismo, señorita, a la izquierda del espejo». La dejó allí. «Habrá que decírselo a tu padre». «Tú verás…». Paulinha me llevó a un pequeño despacho donde don Amedio, en pijama y bata, se hundía en el silencio. La bata era de color granate, de tela gruesa, brocada, una bata de parvenu. «¿Me concede usted unos minutos?». «¿Trae alguna noticia?». «Creo que sí, señor. El médico ha certificado la defunción por paro cardíaco. ¿Sabía usted que su esposa tomaba cocaína?». «Cada cual es dueño de hacer de su vida lo que quiera». «Abusó de la dosis, es lo más probable. Quizá haya disuelto el polvo en agua y lo haya bebido». «¿Le van a hacer la autopsia?». «No lo creo…». Se levantó con esfuerzo. «Habrá que enterrarla en Brasil. Esto me obliga a un viaje inesperado y desagradable. Nuestros tratos quedan suspendidos». «Me lo explico, señor». ¿Había llorado alguien la muerte de Regina?

Vinieron el maestro y la miss. Vinieron otras personas. El velatorio empezó sin el cuerpo presente, como una tertulia triste. Entre Paulinha y otra criada la amortajaron. Caída la tarde llegó de Lisboa un camión con un doble ataúd, de zinc y de caoba. Cuando estuvo metida en él, se organizó la capilla ardiente. Un cura aldeano dijo una misa. Gentes de los alrededores llegaban, se arrodillaban, rezaban largos rosarios, besaban a María de Fátima, marchaban. Así hasta el mediodía siguiente, en que un furgón vino por el ataúd. Lo cargaron delante de la puerta, entre diez hombres forzudos. Había un medio corro de contempladores. Marchó. Don Amedio iba detrás, solo en su coche. En el de María de Fátima íbamos Paulinha y yo. Paulinha en el asiento trasero. Viajamos hasta bien entrada la noche, atravesamos un Portugal lluvioso y tristón. Paramos todos en el mismo hotel. Alguien arreglaba los trámites. El ataúd quedó encerrado en un cobertizo del muelle, había que esperar tres días a que llegase el barco. Durante ese tiempo apenas vi a don Amedio, no vi a María de Fátima ni a Paulinha. Estuve solo en el hotel, melancólico. No visité a los Pereira. El día de la partida ya me había vestido y me disponía a salir, cuando llamó Paulinha a la puerta de mi habitación. Estaba lista ya para el viaje. «¿El señor me da su permiso para entrar?». Cerró tras sí. «Quiero despedirme del señor a solas, porque tengo que decirle que me hubiera gustado quedar con él». Me abrazó, me besó en la boca y se fue. Media hora más tarde me reuní con ella y con María de Fátima, las acompañé al muelle, las dejé instaladas en el mismo camarote. No apareció don Amedio. Cuando sonó la sirena, ninguna de ellas se asomaba a la borda. De todas suertes, esperé a que el barco se alejase.