V

VINIERON UNOS DÍAS DE LLUVIA CONTINUADA, noche y día lloviendo, el mismo rumor en los tejados y en las ventanas, un color gris que se iba oscureciendo, hasta meterse en la noche como empujado, como obligado, por aquel rumor invariable. La gente, incluida la miss, se calzaba los zuecos y cogía el paraguas sólo para atravesar la plazoleta y entrar en las bodegas. Ausente mi maestro, la miss prefería no aparecer. Y por alguna razón no explicada, tal vez por una de esas adivinaciones de que las mujeres son capaces, parecía tranquila, y es probable que se tranquilizase más al ver que yo no salía de casa y que María de Fátima no se dejaba ver. Ni siquiera llamaba por teléfono. Aunque hacía frío en la biblioteca, yo pasaba allí la mayor parte del día: había mandado traer un brasero que me calentaba las piernas, y el cuerpo lo metía en una zamarra antigua y anticuada, pero confortable y abrigosa. Su corte y ornamentos revelaban cierta intención de elegancia. A lo mejor había pertenecido a mi bisabuelo Ademar, aunque ignoro si en su tiempo existían ya las zamarras.

Me había dado por releer mis versos, escritos allí mismo ya mucho tiempo atrás, olvidados hasta que la conversación de María de Fátima me los había hecho recordar. Los leí como si no fueran míos, y me parecieron buenos, aunque no me sintiese con fuerzas para repetir, ni siquiera en la memoria, los sentimientos de que habían nacido. Los leí y releí enteramente como cosa ajena, y como tal los juzgué. Llegué a cambiar alguna palabra, o corregir algún ritmo, pero con esa sensación de impertinencia del que enmienda la plana a otro. Una cosa saqué en limpio de aquella lectura, de aquellas largas meditaciones con el cuaderno de los versos cerrado en mi regazo, y la mirada perdida en la luz gris de la tarde; ya no me apetecía escribir versos, no ya como aquéllos, cualesquiera. Los leía, los contemplaba como el que repasa el álbum de fotografías de una ciudad a la que se sabe que no se volverá jamás. En un principio, cada fotografía sirve de referencia a un conjunto vivido, que renace: el aire, el color, el estado de ánimo, ciertas personas y ciertas emociones. Pero conforme pasa el tiempo, todo se va olvidando, y la fotografía se reduce a la imagen escueta: no induce a recordar, ni siquiera lo que allí aparece, cuya realidad no resurge ni se superpone a la imagen, no la vivifica. Es imagen de algo existente, pero podría serlo de algo que jamás se hubiera visto. Empecé a comprender, no sé si con pena o con indiferencia, que con mis recuerdos, aquellos que había considerado suficientes para seguir tirando, o quién sabe si fundamentales para mi vida, les sucedía lo mismo que a las fotografías y a los versos. La historia de Ursula lo mismo podía ser ya una historia vivida que leída. En cuanto a Clelia, ¿era a ella a quien recordaba, o más bien al conjunto de circunstancias coincidentes una tarde de otoño, en cuyo centro, y por causas o motivos absolutamente desconocidos, habían estado juntos un hombre y una mujer que casi se ignoraban, que no volvieron a verse, que no llegarían a encontrarse otra vez? Si la historia de Ursula podía compararse a cosa leída, la de Clelia parecía más bien una secuencia de cine aislada de la película, sin antes ni después, y el recuerdo que tenía de aquella tarde se iba pareciendo al de algunas películas vistas. De modo que, en realidad, lo que yo creía un buen bagaje instalado en mi corazón, siempre a mano, no era ya casi nada, mero recuerdo gris, y un día llegaría a ser nada. No sé cuál de aquellas tardes concluí (o acaso se me haya ocurrido súbitamente) que mi comportamiento con María de Fátima no había sido inteligente, sino más bien una torpeza de principiante, de alguien que sabe poco de mujeres y de sí mismo, y lo que sabe, mera literatura. Porque no era otra cosa todo cuanto le había dicho, y los fundamentos de lo que le decía, y mis cautelas. Era probable que lo que ella deseaba, aquel «picar más alto», fuese también algo parecido, acaso un sistema de defensas o la respuesta a algún «complejo» adquirido en su infancia de niña rica perdida en una casa inmensa, desprovista de afectos, solitaria y quizá despavorida, la de una niña que no entiende por qué su madre no duerme en casa y que llega a saber, acaso antes de tiempo, que el que cree su padre no lo es: una niña, en fin, para la que el mundo es un enigma o un barullo en el que lo único claro es el porqué en los rincones aparecen culebras, y, al levantar el embozo de la cama, arañas como puños. Esto lo pienso ahora, como pienso que su frigidez se la podía curar un médico, como pienso que un trato cariñoso e inteligente la hubiera bajado de sus alturas imaginarias hasta la realidad que ambos hubiéramos podido compartir. Pero aquella tarde en que reconocí mi error, no se me ocurrieron los remedios, ni pensé que los hubiera. No estaba enamorado de ella, aunque lo hubiera deseado, a veces ardientemente: el mismo ardor con que había apetecido a otras mujeres que también pasaron, que se habían perdido en el olvido. No sé. A lo mejor me equivoco como entonces y como tantas veces; pero puede que, detrás de aquella frialdad ambiciosa que confesaba, se escondiera una criatura accesible al amor, capaz de amar ella misma.

Vinieron a decirme que alguien me telefoneaba. Era Regina. «¡No puedo más con esta lluvia y este aburrimiento! ¿Me invita a tomar una copa?». ¡Naturalmente! Llegó en seguida, envuelta en un abrigo, tiritando. Habían preparado en una sala no tan íntima como la mía vinos y algo de comer. Bebió de un trago la primera copa y se acercó a la chimenea sin quitarse el abrigo. Se frotaba las manos ateridas. «¿Cómo puede usted venir tan fría, de aquella casa tan caliente?». «No vengo de mi casa. Llevo horas recorriendo carreteras, le telefoneé desde el pueblo». Por fin se quitó el abrigo, lo dejó en cualquier parte, arrimó un sillón a la chimenea, muy cerca de las llamas, y allí se estuvo quieta y silenciosa, recibiendo el calor con avidez visible. Sentí hacia ella cierta ternura súbita, limpia de deseo. Le llevé otra copa, que bebió con más parsimonia: sin preguntarle si lo quería, le llevé también de comer. Picó algo, lo dejó a un lado, pero la copa la mantenía en la mano, y de cuando en cuando sorbía. Al terminarla, me la pasó sin mirarme siquiera, y se la colmé. Era una copa grande, antigua, muy bien tallada. Yo creo que el silencio duraba ya más de media hora. No sé si ella se sentía molesta, yo sí. ¿A qué había venido? ¿Únicamente a calentarse, cuando el sistema de calefacción de su casa era mejor que el mío? ¿Sólo para estar delante de una chimenea, en un viejo salón atravesado de corrientes de aire en uno de cuyos rincones el agua de una gotera caía en una palangana? ¿Acaso porque la lluvia se escuchaba mejor en mi casa que en la suya? La contemplaba desde mi penumbra. Todavía era hermosa y atractiva; pero ¿cuánto tardaría su belleza en deshacerse? ¿Un año, quizá dos? Llevaba pintado el rostro, y no podía disimular las arrugas incipientes del cuello, largo, sí, esbelto todavía. Aquella tarde no se había esmerado en el vestido: no venía, al menos, provocativa, como otras veces. Me dio la sensación de mujer vencida y quién sabe si desesperada. La gente que no lo ha experimentado no sabe lo que pueden dar de sí tantos días lloviendo, cómo pueden vencer las resistencias de los no habituados, cambiar la situación de un alma, dejarla inerme y desnuda. Y no lo digo por mí, que he vivido siempre en ciudades lluviosas. Para mí la lluvia es lo natural, y cuando vienen seguidos muchos días de sol, me aplana la monotonía de los cielos limpios, y busco, en el atardecer, esos crepúsculos encima de la mar que siempre acumulan brumas o nubes inesperadas largas y oscuras, como rayas pintadas encima del horizonte rojo. No tenía más que subirme a la terraza de mi torre, y los veía, los cielos, quiero decir, de ese color consolador. El sol que se pone, además, parece que llama al alma, que la arrastra hacia ese más allá que nunca conoceremos, el alem que me sacaba de mí en los días más románticos de mi juventud. Pero no creo que una mujer como Regina pudiera satisfacerse con el espectáculo de un crepúsculo, salvo teniendo al lado a un hombre en bañador, y la mar cerca. Sí. Contemplándola, aquella tarde, alumbrada por la luz cambiante de las llamas, la imaginé así. Pero el hombre que la acompañaba no era yo.

«¿Comprende que no pueda más? —dijo de pronto con una voz desesperada, cuyo dramatismo, un poco teatral, rebajó para añadir—: Usted es un hombre de mundo, usted entiende que esté desesperada». No me miró al decirlo; en sus ojos seguían bailando las llamas del hogar. Hubiera preferido asentir con un gesto, o con cualquier ademán afirmativo, pero tuve que decir que sí, que la entendía. Tampoco entonces me miró. Bebió con calma el resto del vino, y con una furia súbita arrojó la copa a las llamas. Yo había aproximado mi sillón al suyo, aunque no tanto que pudiera detenerla, ni lo hubiera hecho aun teniéndola a mi lado. Muchas veces es necesario romper algo para no matar o matarse. Regina, repentinamente desalentada, pidió perdón, lo pidió con ese tono de voz que vale por un razonamiento largo, aunque siempre innecesario. Continuó sin mirarme, pero dijo: «Usted lo sabe todo de mí, ¿verdad?». «No, señora; no todo, aunque sí lo indispensable para abstenerme de juzgarla». ¿Qué menos le podía decir? Pero ella habló como si no me hubiera oído: «Mi hija le habrá contado horrores, todos los de mi casa y los míos. No me diga que no: me lo confesó ella misma». «No hay que tomar al pie de la letra la confesión de una muchacha que aún no sabe en qué mundo vive: lo que le dijo a usted, igual que lo que a mí me dijo, puede ser exagerado». «Pero le descubrió que nos odiamos». «¡Hay palabras que quieren decir tantas cosas!… Aparte de que nada está más cerca del amor que el odio, aunque ella no lo sepa todavía». Entonces se volvió un instante, un solo instante, lo que tardó en decir: «Yo tampoco lo sé». Y miró el fuego otra vez, en silencio, hasta que me pidió más vino. «No me lo sirva en copa fina, no vaya a darme otra vez la furia». La copa en que se lo traje era igual a la que había roto. Me dio las gracias y la bebió. «Comprendo que haya momentos en que la gente necesite fumar». «¿Quiere usted hacerlo?». «No, jamás llevé un cigarrillo a la boca, pero me gustaría estar acostumbrada para fumar ahora». Sí, hubiera llenado el silencio que siguió echando al aire el humo como hacía su hija. Bocanadas largas de humo grisáceo, oloroso a esas mezclas con opio y miel que fuman los ingleses.

«Pero usted sabe que me gustan los hombres, ¿verdad? Eso se lo contó mi hija y no admite más que una interpretación». «No soy quien para juzgarla». «No le pido que me juzgue, ni se lo toleraría. No se trata más que de saber que usted lo sabe, júzgueme o no. Y, puesto que lo sabe, no tengo que explicarle las causas principales de mi aburrimiento, de mi desesperación». «Yo no le pido que me explique nada». «Ya lo sé. Es su obligación. Usted es un caballero, etc… Porque lo es, porque no puedo más, porque si no hablo reviento, es por lo que vine a hablarle. Digamos que es usted testigo de mi desahogo». «Gracias por haberme escogido». Se volvió, brusca, hacia mí y me apuntó con el dedo. «Pero no crea que vengo a rogarle que se acueste conmigo. No lo crea ni lo espere. No se le ocurra ni pensarlo». Me eché a reír de una manera suave, que pudiera al menos no ofenderla. «¿Y por qué iba a pensarlo? ¿Qué razones tendría? Es usted atractiva y deseable, pero, para mí, respetable». «No. No soy respetable», rezongó. Esta vez me miró francamente, con una expresión que, de momento, no pude interpretar, pero que acabé comprendiendo que era de orgullo, el orgullo del que se atreve a sostener sus pecados. «No soy respetable —repitió—. Y lo seré cada vez menos, cuanto más vieja sea, cuando deje de ser atractiva y deseable, como usted dijo cortésmente. Ya estoy dejando de serlo. ¿Sabe que al último de mis amantes tuve que pagarle? Era un muchacho del contorno, de esos que pasan aquí el verano. Joven, apeteciblemente joven, pero malo. Se llevó mis alhajas y me despreció. —Hizo una pausa breve y me pareció que reprimía un sollozo—. Esto no lo sabe mi hija, no pudo saberlo, porque me lo hubiera echado en cara, me hubiera avergonzado con una vergüenza más». «¿Y necesita usted que yo lo sepa?». Se echó atrás en el sillón y alzó la cabeza. Yo la veía de perfil, con la mitad del rostro enrojecido por las llamas. Detrás de ella empezaban las penumbras de la tarde. «Si yo fuera religiosa, se lo hubiera confesado al cura. Le habría confesado todo, y estaría libre mi corazón. Usted debe saber que cuando no se está de acuerdo consigo mismo, lo que hace daño al interior hay que confesarlo…». «Sí», creo haber murmurado. «Todo se habría evitado si yo tuviera un marido… Bueno, creo que se hubiera evitado, pero él tendría que ser…». Otra pausa. «¿Qué sabe una cómo tendría que ser el hombre capaz de recibir todas las ansias y agotarlas? No pienso solamente en la cama. Hay otras cosas que una mujer necesita». «Su hija no las considera indispensables». «¿Se acostó usted con ella?». «No». «¿Ni siquiera ha tenido ganas de hacerlo?». «Eso, sí, señora. Las he tenido muy fuertes». «¿Entonces…?». Esta pregunta la hizo mirándome. Y me veía el rostro entero, iluminado. Pude responderle con gesto ambiguo. «Me ha defraudado. Yo creía…, yo esperaba… ¿Nunca se le ocurrió pensar que yo lo necesitase? Que la violara, que la dejase preñada, que ella tuviera que suplicarle. Me ha defraudado». Tardé en decirle: «Es curioso. Parece que mi destino es defraudarles a todos, no sólo a usted. Su marido me dio a entender con bastante claridad que yo no le serviría como yerno. Y María de Fátima, hace dos o tres días, reconoció que nos habíamos defraudado el uno al otro. Es decir, si fui yo el que lo dijo, ella lo pensaba también». «Pero a quien más le duele es a mí. Me ha quitado usted la última esperanza».

No quise preguntarle cuál era, aunque empezase a adivinarla. Fue un momento difícil de la conversación: se había dicho todo, y quizá más de lo conveniente. Vacilé unos segundos, salí del paso levantándome y yendo a la chimenea, cuyos leños amortecían. En cuclillas frente al hogar, hurgando en el montón de brasas, ofuscado por las chispas, sentía a Regina detrás de mí, respirar fatigosa. «No se vuelva, se lo ruego. Un momento nada más». La oí ajetrear en el bolso, como quien busca algo. Después aspiró fuertemente dos veces, quizá tres. Se oyó el clic del bolso al cerrarse. Se me ocurrió que había aspirado rapé, pero rechacé la idea. «Ya puede usted levantarse». Lo hice. Mi sombra la cubría, pero en la sombra sus ojos resplandecían con fuerza, y la voz con que me había hablado tenía más vigor. Le pregunté si quería más vino, o algo. «No, ya no». Se levantó de un salto, como si hubiera rejuvenecido. La acompañé hasta el automóvil. Había caído la noche, y los faros encendidos alumbraron la lluvia incansable, que caía inclinada. Arrancó con ruido de buen motor, salió de la plazuela dejando el estanque a la izquierda. Las ruedas levantaban raudales de agua y salpicaduras de fango.