UNA TARDE DE AQUELLAS recibí el aviso de que, a la mañana siguiente, se entregaban los premios a los mejores vinos del año. Cuando yo aún estaba en París, a la Asociación de Vinateros se le había ocurrido gastar dinero en propaganda, y habían traído un equipo de cine para filmar las faenas de vendimia y lagar. Como mis bodegas eran las más viejas de la comarca, les había cabido una parte protagonista en la operación, en la que había participado mucha gente, en la que María de Fátima, según ella misma me había contado, cortaba racimos en la viña y los pisaba en el lagar. También fue ella quien entregó los premios, vestida de portuguesa convencional, muy bonita por cierto. No se cortaba ante las cámaras. También por aquellos días instalaron los teléfonos en la comarca, y pudimos hablarnos los del pazo con los de la casa de María de Fátima. Yo lo hice para saludarlos, pero mi maestro aprovechó el artefacto para mantener con don Amedio largas conversaciones que no espié, de las que él me dio cuenta muy por encima. Saqué la impresión de que me consideraba equivocado al respecto del negocio vacuno, y que creía a don Amedio mucho mejor orientado. No me metí en sus tratos porque, al final, cualquiera de ellos, fuera el que fuese, pasaría por mí, y yo ya sabía a qué atenerme. Un día decidieron volver a Oporto, y lo hicieron, ellos solos, con anuncio de permanecer allá dos o tres días, a no ser que les fuera indispensable viajar hasta Lisboa, que les alargaría la ausencia. A la miss le pareció muy bien, aunque esta vez ella quedase en casa, y supongo que ni Regina ni María de Fátima habrían sido informadas sino con un escueto «Me voy por unos días», que no les causaría, a las mujeres, la menor inquietud, sino probablemente satisfacción y descanso. Yo, por mi parte, también proyecté un viaje: ir a Viana do Castelo a ver qué libros nuevos se habían recibido en las librerías. Para eso tenía que coger un tren en Valença o en Caminha. El viaje en tren era bastante pesado. Se me ocurrió telefonear a María de Fátima e invitarla: si aceptaba, ofrecería su automóvil. Así fue. Yo insistí, hipócritamente, en que un viaje en tren podría resultar divertido, pero ella decidió que lo haríamos en su coche, cuya presencia, al llegar a Viana, nos convertía en personajes. Me vino a buscar de mañana, vestida convencionalmente, con un traje gris que no iba a su modo ondulante de caminar, y una boina: traía un paraguas muy bonito. Yo me vestí más bien vulgarmente, aunque el impermeable fuese inglés (que, por cierto, ya empezaba a perder sus brillos y a agrietarse por alguna parte, como un zapato de charol). No creo que María de Fátima se sintiese humillada por la modestia de mi atuendo; probablemente ni se fijó. Cuando me preguntó a qué íbamos, y le dije que a comprar libros, vi en su mirada una suerte de estupor, de incomprensión, de repulsa. «Pero ¿no te basta con los que tienes en casa?». Intenté explicarle que, en aquellas cuestiones de la literatura, convenía estar al tanto de cómo iban las cosas, de lo que se publicaba, de lo que tenía éxito y era comentado. No sé si lo entendió o no, y hasta es posible que no se hubiera enterado de la mitad de mis palabras. No me hizo ningún comentario. Cuando estuvimos en la librería, me permitió, en silencio indiferente, revolver montones, curiosear anaqueles, preguntar por esto y por lo otro, y llevó su amabilidad hasta cargar con uno de los paquetes de los libros comprados. Fuimos a almorzar a un restorán en el que habíamos estado otras veces, donde nos recibieron con sonrisas. Había en el comedor una orquesta que tocaba fados, tangos y sambas, no tan alto que nos molestasen. De todas suertes, preferimos una mesa alejada, casi arrinconada: la sonrisa del maestresala que nos condujo hasta ella quería decir que estaba en el secreto, un secreto más aparente que real. Inesperadamente, María de Fátima me preguntó no qué era aquello de la literatura, sino cuáles eran mis relaciones con ella, sobre todo habida cuenta de mi porvenir. Le respondí que tenía escrito, aunque no publicado, un libro de versos, y que, en realidad, no sabía cuál era mi camino ni si el que seguía, continuamente rectificando, y, sin embargo, invariable, me llevaba a alguna parte. Llegué a decirle que deseaba vagamente ser escritor, pero que aún no había averiguado si el deseo respondía a una verdadera vocación, a algo que tirase de mí incoerciblemente hacia delante. No me interrumpió ni una sola vez con preguntas o comentarios, pero, al final, se limitó a decirme: «Eso no es serio». Y me hizo comprender que, aunque mis puntos de partida no coincidieran con los de ella, lo mío no era, efectivamente, serio. Durante el camino de regreso me hizo otra pregunta: «¿Tienes pensado a qué te vas a dedicar? Ahora no me refiero a la literatura». Pues tampoco la respuesta podía consistir en otra cosa que en vaguedades. Pensaba irme a Lisboa, escribir en los periódicos, esperar a que terminase la guerra de España. Lo que podría hacer después era imprevisible. El interrogatorio continuó durante todo el viaje, ya atardecido. No eran preguntas seguidas, sino espaciadas, como si entre una y otra meditase el alcance de mi respuesta. Finalmente se interesó por Villavieja del Oro. ¿Tenía casa allí? ¿Cómo era? Se la describí, tuve que compararla con el pazo miñoto, la casa de mi madre quedó peor parada, aunque yo me esmerase en describir sus salones y sus muebles, su fisonomía y sus ámbitos. «Y la vida en Villavieja, ¿cómo es? ¿Cuál sería allí el papel de tu esposa?». No podía darle grandes informes, menos aún los que ella apetecía. Yo apenas había vivido en Villavieja, una niñez y una adolescencia, ignorante de la vida social. Las cosas, además, tenían que haber cambiado. Mi madre, por supuesto, pertenecía a lo más alto de aquella sociedad (yo dije empingorotado, y tuve que explicarlo), y esperaba que mi mujer ocupase su lugar. Pero la vida en Villavieja tenía que ser aburrida si se la comparaba con la de Río. Claro que para mí tenía otros alicientes… «Y en esa casa que tienes allí, ¿se pueden dar fiestas? ¿Se pueden traer invitados de fuera? ¿Hay salones que adornar e iluminar, y en los que se pueda bailar?». «Pues yo no sé si aquellos pisos de madera y vigas de castaño soportarán más de quince personas». «¿Eres rico, Ademar?». «Rico, no. No soy rico como tu padre, ni mucho menos. Tengo para vivir con dignidad y modestia aquí, en Portugal, o en España. Nada más que eso». Cuando llegamos a la puerta del pazo, descendió conmigo del automóvil: se había hecho de noche y llovía un poco. También había enfriado el tiempo. Sin darme explicaciones, entró conmigo. Sólo después de haber saludado a la gente, de haber yo preguntado si estaba encendida la chimenea de mi sala, de pedir que nos trajeran un té caliente, María de Fátima me pidió que le permitiese leer mis versos. «Están en castellano». «Lo entiendo bastante bien, aunque no lo sepa hablar. Además, lo que no entienda me lo traduces tú». Así fue: sentados ante la chimenea encendida, con la mesa de té servida, empezó a leer. Habían colocado una lámpara de pie a su izquierda: aquella luz la alumbraba desde arriba, la metía en un cono de claridad del que yo quedaba fuera, instalado en la penumbra. La podía contemplar a mi gusto, y recrearme. Ella prescindió de mí, se aplicó a la lectura; muy de vez en cuando me preguntaba por el significado de una palabra, o me pedía que le tradujese entero un verso. Leyó todos los poemas; por lo que pude colegir, alguno lo leyó dos veces. Al final cerró el cuaderno con expresión desanimada. «No lo entiendo», dijo. La taza de té se le había enfriado. Con un movimiento enérgico y certero, arrojó el líquido a la chimenea y se sirvió otra taza, la bebió sin decir nada, creo que llegó a mordisquear un pastelillo de los que cocinaba la miss personalmente, pastelillos de la mejor tradición inglesa. Al final encendió un cigarrillo y me miró. «No lo entiendo», repitió. «Si no estás acostumbrada a leer poesía, es natural». «No. No me refiero a eso, sino a tus sentimientos, a tus ideas. No entiendo lo que quieres decir cuando hablas del amor. ¿Te refieres a eso de la cama que le gusta a mi madre? ¿Es posible que para hablar de esa suciedad consumas tu tiempo y tu vida en escribir cosas tan difíciles? Porque, además, ¿qué tendrá que ver eso que llamáis amor con el mundo, con la muerte, con las estrellas, hasta con el propio Dios? ¿No crees que exageras un poco? Mi madre, por lo menos, no lo saca de quicio. Lo que empieza en la cama, en la cama termina».
Por primera vez desde que conocía a María de Fátima, su mirada coincidía con sus palabras, decía lo mismo, aunque quizá con más intensidad y más ira. La mirada no se paraba en este o en aquel detalle, me repudiaba de una vez y totalmente, me repudiaba a causa de aquellos versos que yo había escrito casi arrebatado, casi enajenado por el recuerdo de Ursula. Me repudiaba, al menos, con los versos como pretexto inmediato, aunque la repulsa resumiera todas las incomprensiones, todas las decepciones que yo le había causado. Era una repulsa total, me rechazaba entero, no me dejaba un resquicio por el que pudiera recuperar su estimación. Aunque ¿de veras me interesaba? En aquel momento, iracunda, furiosa, contenida, estaba bonita, no más que otras veces, sí de una manera nueva, y yo me recreaba en su conjunto, no en la excelencia o especial atractivo de tales o cuales menudencias.
«¿Te han hablado de amor alguna vez, María de Fátima?». «Me han dicho muchas estupideces al oído, como a todas las mujeres bonitas que los hombres consideran su presa». «Eso no es hablar de amor». «¿Vas a hacerlo tú?». «No, porque no te amo. Me atraes, lo confieso, pero tu mirada levanta entre los dos una valla que no me atrevo a saltar. Sin ella, acaso llegase a amarte. Es lo más probable, y no me consideraría feliz, porque tú no me amarías jamás…». Me interrumpió: «¿Para qué? Yo te sería fiel y pondría mi cuerpo a tu disposición para que engendrases hijos y para que te saciases, si eso era lo que necesitabas». «¿Sin compartir mis sentimientos?». «¿A qué llamas sentimientos?». «A sentir que cada uno de los dos es necesario al otro y a vivir juntos la felicidad de la necesidad cumplida». «¿Eso incluye el placer de la cama?». «Sí, compartido, como todo lo demás». Movió serenamente la cabeza. «No lo necesito, no lo entiendo, no me interesa». Sacar en aquel momento, del paquete de tabaco, un cigarrillo fue como buscar un punto de apoyo en el vacío. Le ofrecí, lo rechazó, encendí el mío. «¿No te parece que ha sido una suerte que llegásemos a esta conversación?». «¿Por qué?». «Podíamos seguir engañándonos como hasta aquí; podíamos llegar a casarnos. Hubiéramos sido muy desdichados». «Yo no». «Yo, sí. No concibo la convivencia de un hombre y una mujer sin amor. Pero como yo llegaría a amarte, de eso estoy seguro, es posible que sólo fuera yo el desdichado».
Había rechazado mi pitillo. El paquete quedaba encima de la mesa. Cogió uno por su cuenta, se levantó, y lo encendió en una brasa de la chimenea, cuyo fuego no flameaba y cuyos troncos empezaban a oscurecer.
Se volvió hacia mí, echó una bocanada de aire.
«Estoy segura de que en poco tiempo haría de ti otro hombre. Te enseñaría a desear lo verdaderamente deseable, y no esas ilusiones del amor y de la poesía. ¿Sabes lo que son la riqueza, el poder, el ser alguien en el mundo? A mi lado lo aprenderías». «¿Tú sabes que tu padre desea como yerno a un hombre como él, un hombre capaz de hacerse cargo de su imperio?». «Quizá tenga razón. Pero a ese yerno yo le pondría mis condiciones. Ya ves: pediría lo que me gusta de lo que tienes y de lo que eres». «¿Una casa como ésta, por ejemplo?». Se encogió de hombros. «¿Por qué no? Un poco mejorada, por supuesto».
Creí descubrir cierta melancolía en la mirada que envió a las paredes de mi sala privada, donde un reloj antiguo en aquel momento dio la hora: era un reloj que sonaba muy delicado y muy leve, un reloj romántico. «¡Qué lástima que nos hayamos defraudado!», dije. Ella se volvió bruscamente. «¿Yo también a ti?». «Sí, claro. Tú no entiendes el amor, yo no entiendo la ambición. Hay mujeres que serían felices con lo que yo puedo ofrecerte. Ursula lo hubiera sido, Clelia también, posiblemente. Y otras habrá, pienso yo, que no le pidan más a la vida, aunque le pidan vivir hasta el fondo esto que pueden compartir conmigo. Yo he conocido parejas que vivían en buhardillas e irradiaban luz». Se acercó, ya tranquila, con la mirada serena y acaso un poco irónica. Me puso la mano en el hombro. «A eso le llamo yo mediocridad. Y, en cuanto a la felicidad, esa de que me hablas, o a la que aspiras, jamás he pensado en ella. Como te habrás dado cuenta, pico más alto». «¿Por qué?». Se me quedó mirando, sin respuesta. Repetí la pregunta: «¿Por qué? —Y como siguiera sin responderme, añadí—: Si tú me hicieras esa pregunta, no me quedaría mudo, como tú. Por lo pronto te diría: porque lo siento así, o porque lo necesito. Por debajo de las razones, siempre hay algo más fuerte y más explicable. Ahí es donde tocamos la vida». «Pero no todos viven igual», dijo entonces, aunque con la voz menos segura. «Es cierto. Es algo a lo que todos tenemos derecho, tú a picar más alto, yo a quedarme donde estoy, quién sabe si solo para siempre. La diferencia está en que tú vives de esperanza y a mí es muy probable que me toque vivir de recuerdos. Pero observa la diferencia: yo no intento convencerte de que renuncies a tus esperanzas. Me basta con que sepas que, en ese viaje, no me creo con ánimos para acompañarte. Exigiría de mí un esfuerzo para el que no estoy preparado, acaso porque nada de lo que puedas ofrecerme me seduzca o simplemente me atraiga. Salvo tú misma». «Sí. Lo comprendo. Me equivoqué contigo. Pero sé perder, ¿sabes? —añadió con una alegría súbita—. Lo único que te pido es que lo olvides todo, o hagas como que lo has olvidado. Yo haré otro tanto…». Me tendió la mano. No la rechacé. Y mientras la acompañaba hasta la salida, pensé por primera vez que era una lástima que no nos hubiéramos entendido. También lo era que yo no pudiese imaginar el modo de bajarle los humos, de traerla a la realidad humilde de la gente que llamaba mediocre. Ante todo, de enseñarle a amar. ¡Era tan bonita, tenía un cuerpo tan deseable! Y, en el fondo, no creía que fuera mala persona.