III

FUERON UNOS DÍAS, dos o tres nada más, de mañanas desorientadas, de tardes pasadas en la biblioteca sentado frente al cielo de nubes emigrantes, de nubes quietas, según el viento: llegaba a trechos desde el mar, o se encalmaba. Andaba yo obsesionado por María de Fátima, y quería poner en claro mis sentimientos hacia ella. Me sentía atraído, esto era evidente, atraído con fuerza, a veces hasta la angustia, hasta el borde mismo de la inconvivencia o el disparate, y lo reconocí desde el principio, porque era atractiva, aunque no más que Paulinha, una junto a otra. Si fuera ésta la que me acompañaba, la que venía a verme, la que bailaba el samba para mí, las cosas hubieran seguido trámites más rápidos, acaso. ¿Qué sabía yo de la personalidad de Paulinha, y de cómo hubiera respondido, y del después? Aunque, bien mirado, una mera hipótesis no tenía por qué preocuparme. En todo caso, la personalidad de Paulinha parecía sencilla, pero yo estaba perplejo ante la de María de Fátima. No era, como pudieran haberlo sido Belinha o Ursula, mujeres de una pieza, que se llegan a entender, que se llegan a abarcar en su totalidad, o casi: de ésas que se van revelando con el trato, en las que se profundiza y se alcanza a descubrir que son como los grandes navíos, máquinas complicadas que obedecen en su totalidad a un solo movimiento. Más elemental, Belinha, quién lo duda, como una barca de dos remos ante el navío, pero en ambos la unanimidad se cumple. El símil del navío no me servía para entender a María de Fátima. También se me iba revelando poco a poco, pero cada descubrimiento o revelación no hada más que confundirme. Eran descubrimientos o revelaciones contradictorias o que, al menos, no casaban bien. El esquema inicial era el más claro: quería a toda costa ser dueña del pazo de Alemcastre y, para eso, el mejor camino era seducir a su propietario, y no por los trámites usuales, sino por los de la provocación que se niega a sí misma, una especie de oferta que se retira apenas insinuada, pero que ha de durar el tiempo necesario para dejar huella. Bien. Llega un día en que la guardia está floja, en que se cae. Después, a lo hecho, pecho: si una señorita de veinte años ha sido violada, hay que reparar la fechoría con el matrimonio, etc., y todos contentos al final, y ella más que nadie. Juzgado según las normas usuales, es una inmoralidad, no del violador, sino de la provocadora. Pero ahora resulta que María de Fátima adopta una táctica distinta e inesperada: me descubre los trapos sucios de su familia, habla de un avispero, llega a confesarse capaz de matar a su madre… Y todo esto lo hace como si fuera deliberado, con la misma mirada fría con que baila desnuda un baile casi obsceno. Y en esta revelación se muestra asqueada ante las costumbres de su madre, le llama puta lasciva. ¿Qué pretendía con sus últimas confidencias? ¿Que yo me sintiera como un caballero andante que se propone rescatar a la princesa, prisionera de unos monstruos? ¿Era ésta su nueva treta? Todo menos pensar que obraba movida por una pasión. Estaba clara la frialdad de su mirada. Era el dato que impedía componer con los otros una figura coherente. Pero una muchacha de veinte años ¿puede mirar así? ¿Puede haber perfeccionado su doble hasta ese punto? Si no me ha mentido, hay una parte, al menos, de su confesión, de naturaleza enteramente distinta, de naturaleza apasionada: siente asco por su madre y cree que acabará matándola. Pero también puede ser un momento de un papel, un recitado que completa una aria bien cantada. ¿Y hay quien sea capaz de todo esto por llegar a propietario de un caserón que un día cualquiera se vendrá abajo?

Al tercer día estaba yo en la biblioteca cuando vino una criada a decirme que Paulinha quería hablar conmigo. La vi, desde la ventana, en medio de la plazuela del estanque y mirtos, apoyada en una bicicleta en que portaba un canasto lleno de paquetes. Era evidente que venía del pueblo de hacer compras. El pazo estaba a mitad de camino. «Tráela aquí». Seguí mirando por la ventana. Vi cómo aseguraba la bicicleta y el canasto, cómo seguía a mi criada. Apareció en la puerta de la biblioteca, ni tímida ni descarada. Y dijo: «¿Da el señor su permiso?», no sé si irónica o habitualmente servil. La mandé pasar y sentarse. Lo hizo sin embarazo. Primero le pregunté si quería tomar algo; lo rechazó. «¿Qué te trae?». «Quiero pedir al señor que me escuche dos palabras». «Di lo que quieras». Bajó la cabeza, habló con la cabeza baja, los ojos puestos en la alfombra. «Quiero decir al señor que mi señorita lleva dos días yendo al bosque y al monte a buscar yerbas». Entonces alzó la cabeza y me miró: «Ella entiende de eso. Le enseñó su nodriza, que era una negra bruja». Probablemente sonreí, o hice algún gesto de incredulidad. «Aseguro al señor que hay yerbas que entontecen a un hombre, que hacen de él esclavo de una mujer. Se lo aseguro». «¿Y qué quieres que haga?». «Que esté prevenido. Si le da el bebedizo en el café, tendrá que pasar por mí, y yo lo tiraré, pero haré una seña al señor para que finja. Las yerbas de aquí no son como las de Brasil, y no creo que haya por aquí las de más fuerza. Yo también entiendo un poco, señor. Es que he visto a muchos hombres que tomaron las yerbas y siempre me dieron pena. No querría ver al señor en el mismo estado». «¿Sólo por eso lo haces?». «Se lo juro por nuestro Señor. No le pido ninguna recompensa, ni nada de nada. Que mi señorita no sospeche, únicamente. De saberlo, me mataría». «¿Tú lo crees?». «¡Es capaz de eso y de mucho más!». «Pero podrá saber fácilmente que estuviste aquí. No te has recatado de hacerlo. Has hablado con Josefa, la que te trajo». Sonrió con cierta picardía. «Es que la señorita me dio un papel para usted. Para que se lo diera al ir o al venir del pueblo». Sacó un sobre del escote y me lo tendió. Yo lo cogí con recelo. «Léala. No deje de leerla por mí». María de Fátima me escribía textualmente: «De todo cuanto te dije el otro día, lo más importante es lo de la vaquería. No lo olvides, te lo ruego». La doblé y la guardé. «Di a tu señorita que gracias, y gracias también a ti». Nos levantamos, ella después que yo, y sin prisas. «Hágame caso, señor. No le mentí. Y estaré vigilante». «Gracias. Otra vez gracias». Entonces echó una mirada alrededor. «El señor tiene una casa muy bonita. Aquí da gusto estar». «¿Quieres venirte a ella?». Volvió a sonreír. «¡Quién pudiera, señor!… Pero una es una…». ¡A saber lo que quería decir con aquella tautología!

La vi marchar desde la ventana, en su bicicleta, haciendo equilibrios y eses por la carretera hasta perderse. Estaba yo tan sorprendido por su confidencia, que apenas sí presté atención a sus gracias, en que tanto me había recreado en otras ocasiones. Alguna vez había oído decir, no sé cuándo ni a quién, que las octoronas brasileñas son las mujeres más bonitas del mundo, aunque se marchiten pronto. Paulinha no había empezado a marchitarse, ni mucho menos, pero aquella mañana yo no estaba para contemplaciones. Su confidencia había añadido una pieza más al rompecabezas de María de Fátima, otra a mis cautelas. Si antes estaba perplejo, ahora me sentía más desorientado que nunca, y no se me ocurría nada, aunque acaso en el fondo de mí mismo apreciase, como una alborada que se insinúa, algo semejante al miedo. ¿Qué tenía que hacer? ¿Escapar o afrontarlo? Quedé tan paralizado por el revoltijo de mis pensamientos y de mis temores, tan pasmado, que la miss, que aquella misma tarde regresó, con su marido, de Oporto, me preguntó si me sucedía algo. Le dije que no, pero no quedó muy convencida. Supongo que en aquel mismo momento, quiero decir, al dejarme, habrá iniciado una investigación cautelosa para averiguar mis pasos durante su ausencia. Operación mollar, cumplida sin necesidad de grandes esfuerzos, pues inmediatamente le dirían que la señorita María de Fátima había estado a almorzar, y que su doncella Paulinha había venido aquella misma mañana. No sé lo que habrá pensado la miss, ni cuáles habrán sido sus temores. Ni se refirió a las visitas, ni las aludió, aunque la verdad fuera que su marido no le dio tiempo ni ocasión, pues hasta bien entrada la noche, después de haber cenado, se dedicó a explicarme el resultado de sus gestiones en Oporto. Traía libros, folletos, y la dirección de un arquitecto joven con el que había hablado. Todas las cuestiones técnicas tenían solución. Pero los gastos, en su conjunto, ascendían a mucho dinero. «El préstamo del estado apenas sí da para empezar. Hemos echado cuentas…». Le interrumpí: «¿Quiénes? ¿Tú y quién más?». «Don Amedio me acompañó, me ayudó, me orientó. ¿Sabes que entre sus muchos negocios tiene uno de ganado cerca de Uruguay? Entiende de eso. Según sus cálculos…». Los cálculos de don Amedio habían concluido en que la cantidad necesaria para empezar triplicaba el préstamo oficial. «Las vacas de cría son caras; los sementales, más, si se quiere que sean de buena raza. Él me habló de dos o tres, todas ellas extranjeras, principalmente suizas y holandesas. Entiende del negocio, lo sabe todo —reiteró—. Te aseguro que estoy asombrado de nuestra ignorancia. No sé qué vamos a hacer». «¿No te lo dijo él?». «No. Él no me dijo nada…». ¡Quién sabe! A lo mejor era cierto. A lo mejor don Amedio obraba también con cautela. Podía reservar su oferta hasta conocer la cantidad que los bancos me ofreciesen por el pazo en hipoteca, o con el pazo como garantía… ¡Qué sé yo! Le dije a mi maestro que no teníamos por qué precipitarnos, que había que meditarlo y estudiar posibles soluciones más baratas. Pero él se había hecho ya a la idea de una vaquería por todo lo alto, inducido seguramente por don Amedio, que le habría descrito sus instalaciones, que le habría sorprendido con la cifra de sus millares de vacas…

A la mañana siguiente nos fuimos juntos a recorrer las tierras, a calcular una vez más la extensión de los prados, y a cuántas vacas podrían alimentar, según los datos traídos por mi maestro: unas ciento cincuenta… ¡Una miseria! Mi maestro pensó que, talando bosques, se podría al menos duplicar la superficie, pero eso exigía obras de regadío, cuyo coste no habíamos calculado ni teníamos datos para hacerlo. «Pero ¡hombre!, ¿no te parecen bastantes ciento cincuenta vacas? Nadie las tiene por estos contornos». «Es que ciento cincuenta vacas no son rentables. Hay que pensar en los impuestos, en los réditos del préstamo, en la amortización del capital. ¡Menos de mil vacas, nada!». «¿Eso fue lo que dijo don Amedio?». «Sí, él lo dijo, y él sabe lo que dice…». Mi maestro, los días anteriores tan esperanzado, estaba ahora alicaído, como si un gran proyecto se le desmoronase poco a poco ante su mirada impotente. ¿Qué pensaría de mí, el hombre, al verme tan tranquilo, casi indiferente? Si mal, no le faltaba razón, en cierto modo, ya que mi entusiasmo por el proyecto había durado un par de días, a lo sumo una semana. Pero yo no podía devolverle la fe en mí revelándole las confidencias de María de Fátima, que, por otra parte, podían ser falsas. Podían serlo, pero eso ya lo diría la conducta de don Amedio.

Que no tenía prisa se demostró aquella misma mañana. Al llegar al pazo me hallé con que había pasado por allí Paulinha con el recado de que sus señores me invitaban a almorzar. «Ya me contarás lo que te dice don Amedio…». Fui en mi cochecillo de un solo caballo. Me recibió ante el portón el criado negro, que se hizo cargo del vehículo. Paulinha estaba en lo alto de la escalinata. Al recogerme el impermeable me susurró: «No tenga miedo. Hoy no pasa nada». Y desapareció. El primero en venir fue don Amedio. Parecía cansado, me cogió del brazo y, mientras me contaba que había pasado una mala noche, me llevó por unas escaleritas de caracol a algún lugar del sótano que resultó ser la bodega. Había allí, ordenadas, varios miles de botellas con sus marbetes. No dejó de sorprenderme tanta abundancia y selección, aunque ya las cosas de aquella familia no debían asombrarme. Don Amedio me explicó que había comprado la bodega entera al conde de Montformoso: una colección fundada a principios del siglo XVIII y que se consideraba de las mejores del país. Me dijo también cuántos cruceiros había pagado por ella, pero lo olvidé. En aquel recinto abovedado había mesas, sillas y ajuar. El mismo don Amedio preparó los vasos. «A ver qué le parece este oporto seco que voy a darle. Tiene más de cien años». Lo caté y me pareció bien, aunque me hubiera parecido lo mismo si su edad no hubiera alcanzado la mayoría. Don Amedio chasqueaba la lengua. «Bueno, ¿eh?, bueno. Hay por ahí otra cosecha que no he catado todavía… Si sale buena, le enviaré una botella». Le di las gracias y chasqueé también la lengua. «Bueno, bueno, ya lo creo, está bueno de veras». La verdad era (y es) que entre las muchas deficiencias de mi cultura, una de las más lamentables y patentes es la de mi ignorancia en materia de vinos, mi ignorancia total. Fingía entusiasmo con don Amedio, como lo había fingido y fingiría muchas veces más con Simón Pereira. Don Amedio había pulsado un timbre, sonó muy lejos una campanilla, bajó el criado negro con cosas de picar. Yo empecé a inquietarme. ¿Será esto la preparación de una oferta de dinero, o de sociedad, para montar por todo lo grande mi negocio de vacas? Si así era, don Amedio lo tomaba con parsimonia, chasqueando la lengua, hablando de vinos; aunque del placer que le causaba beberlos y poseerlos, pasó a tratarlos como negocio: había entrado en la Asociación de Vinateros de la región, entidad mortecina a la que había que impulsar, convirtiéndola en una modesta cooperativa. Ya nos habíamos sentado, cuando me repitió lo mal que lo había pasado la noche anterior, unos ahogos que le daban de vez en cuando, con punzadas: tenían que ser algo del corazón. «¿Y por qué no va usted al médico?». Pues no era partidario, don Amedio, de los médicos. Había heredado de su madre la desconfianza. Enferma toda la vida, se había aguantado con tisanas y aguardientes, y había muerto octogenaria. «Lo que sucede, querido amigo, es que mi madre trabajó toda su vida en el campo y en la casa, y ese trabajo cansa, pero no gasta. Lo que gasta, lo que consume, lo que estropea el corazón, es tener en la cabeza veinte o treinta empresas distintas y saberse responsable de un par de millares de trabajadores y de otras tantas familias, cuya vida depende de que uno acierte o no, también de que uno aguante o acabe por arrojar la esponja. Y yo atravieso un mal momento. Después de pelear cuarenta años, ¿qué saqué en limpio? ¿Ser rico, tener esta casa, y otras en Brasil, y la que pienso comprar en Lisboa, si llega a bien un trato en que estoy, y muchas cosas más? Los hay que se sienten felices de poseer y de mandar. Yo también lo sentí, pero esos ahogos que me despiertan algunas noches, me hicieron cambiar de opinión. Tengo miedo a morir antes de tiempo. Ya ve usted: paso poco de los sesenta, no soy ningún anciano, y mis energías me permiten luchar treinta años más. Pero no es que ahora me fallen, es otra cosa que no puedo explicar, porque no lo sentí hasta ahora. Además, si me muero, ¿qué va a ser de lo mío?».

La pausa que hizo no era objetivamente indispensable. Se puede pinchar un taruguito de jamón y seguir hablando, pero él necesitó, a lo que entonces creí, comprobar si lo que venía contando me causaba algún efecto o me dejaba indiferente. Al sentirme mirado fingí atención y él se sintió invitado a continuar. Lo hizo sorbiendo traguitos de oporto y chasqueando la lengua. Le gustaba, según daba a entender, y no es improbable que fuese en realidad su único placer: lo imaginé refugiándose en la bodega y echándose al coleto un par de copas, no tantas como para embriagarse, porque no tenía la nariz de tal, ni el aliento. Reanudó la perorata repitiendo la última frase: «¿Qué va a ser de lo mío?», aunque inmediatamente incrementada en esta otra interrogación: «¿Qué va a ser de todo lo que hice en tantos años de trabajo?». Poco a poco, de las interrogaciones generales pasó a las concretas, no sólo interrogaciones, sino también afirmaciones. Aquellas mujeres, una esposa y una hija que habían vivido sin interesarse por sus negocios, sin saber siquiera cuáles eran, limitadas a beneficiarse de las ganancias. Llegó a plantearse la cuestión de si no era la culpa suya, de si no hubiera debido tratarlas de otra manera, ligarlas a su trabajo, hacer de ellas otra clase de mujeres más útiles, y así seguirían siendo, en cualquier caso y en todos. «¿Y usted sabe lo que puede durar mi fortuna en sus manos? ¿Diez años? ¡No lo creo! En estas situaciones, cuando el responsable muere, lo que se hace es vender, vender por lo que den. Lo que importa es agenciarse dinero contante para seguir gastando, hasta el día en que ya no hay qué vender, en que el dinero se acaba. ¿Y después? Claro que de ese después yo no debería preocuparme, porque estaré, además de muerto, olvidado. Pero, ya ve, me preocupo. En primer lugar porque no me gustaría que lo que hice con tanto esfuerzo se desbaratase en un santiamén. ¡Cómo se aprovecharían entonces mis enemigos! ¡Y cómo se reirían!».

Volvió a hacer otra pausa, con el pretexto de otro taruguito de jamón. Yo aproveché y le dije lo que probablemente esperaba, con aquellas o con otras palabras. «¿Por qué no se busca usted un sucesor?». «¿Un sucesor? ¿Qué quiere decir? Yo no tengo hijos varones». «Podría hallarlo en un yerno…». Se echó a reír. «¿Un yerno? ¡No me haría falta buscarlo! Hay en Brasil candidatos a montones, pronto los habrá también aquí. Un yerno, claro, es lógico. ¿Y quién encuentra al hombre adecuado, con el cual, además, quiera casarse mi hija? Usted ya la conoce. No es una chica fácil de contentar. Tienen en la cabeza muchos pájaros. Lo de todas las niñas ricas: viven en la riqueza sin preocuparse de dónde viene, ni de cómo llega a ellas. Usted sabe que de ese modo se desbaratan las fortunas…». Aquí dio un suspiro profundo. «Yo no puedo escogerle marido a mi hija. Estas cosas, en estos tiempos, ya no se hacen. Y si a ella le da por casarse con algún incapaz, ¿qué puedo hacer para salvaguardar mi fortuna?».

Naturalmente yo no tenía una respuesta que darle. Esas interrogaciones son modos de hablar convencionales, aunque a don Amedio le sirviese de punto de partida para trazar el retrato ideal de su heredero y sucesor, de su imposible yerno: un portugués como él, aunque también pudiera ser gallego; uno de esos hombres humildes y tenaces que saben aprovechar la arrogancia de los nativos para organizar un negocio serio y, sobre todo, sólido, a pesar de las dificultades que la política —«es decir, el robo organizado», aclaró don Amedio— pone a los hombres honrados para beneficiarse de su trabajo. «Esos hombres existen. Conozco más de tres, pero mi hija no los querría». Y repitió la interrogación inicial: «¿Qué puedo hacer para salvaguardar mi fortuna?», pero esta vez, incrementada con otra, más dramática: «¿Desheredarla?». Lo dejó en el aire, pero fue en aquel momento cuando yo comprendí las razones de aquella invitación privada, de aquellas confesiones. Lo interpreté como si me hubiera dicho: «Si por casualidad se casa usted con mi hija, no espere usted heredar mi fortuna. Usted no me sirve…». Y sentí una satisfacción profunda, me sentí como liberado de un peso que me había amenazado sin corresponderme. Si don Amedio había proyectado alguna vez llegar a propietario de mi pazo, no contaba con su hija como prenda de transacción.

Y, de las vacas, nada. Tal vez prefiriese dar un rodeo, entenderse con mi maestro y que éste, más fácil de deslumbrar, me convenciese a mí. Había pasado bastante tiempo desde mi llegada a aquella casa, desde mi descenso a la bodega. Habíamos bebido tres copas cada uno: sentía el cosquilleo del vino en el estómago, un cosquilleo de clara intención ascendente. Debía de ser muy tarde. Bajó Paulinha y nos rogó que subiésemos al comedor, que la señora y la señorita esperaban. No fue un almuerzo especialmente notable. Habló Regina de que le habían llegado revistas de París con las modas de primavera, de que tenía que bajar a Lisboa a ver lo que había por allá, de que el tiempo se portaba bastante bien, pues no llovía demasiado y no hacía frío, y de que si no fuera porque en Europa las cosas andaban revueltas y temía que la cogiese allá una guerra, no le disgustaría darse una vuelta por París: cabalmente había descubierto ciertas deficiencias en la decoración de la casa, necesitaba algunos muebles… Alguna de las miradas que me envió don Amedio quería decir claramente: «¿Lo ve usted?». María de Fátima, como arrinconada, no decía palabra, no me miró apenas. Fumaba en silencio. Paulinha iba y venía, ágil, sonriente, con ese aire de los que están por encima de todo, de los que, acaso sin haberlo aprendido, saben despreciar…