II

PROCURÉ LA MESURA en el almuerzo que les ofrecí, aunque no en su disposición. «Saque usted lo mejor que haya», le rogué a la miss, y ella compuso una mesa que hubiera satisfecho a cualquier avezado. Ignoro las razones por las que todo era inglés en aquel conjunto: los manteles, la vajilla, la plata. Salvo el cristal, que más parecía del continente, pero el buen sentido de la miss lo había aceptado hacía muchos años. A él, a ese buen sentido, se debía que la mesa del comedor no deslumbrase, sino que dejase la impresión de una discreta elegancia… Los invité, a la miss y al maestro, a que recibiesen conmigo, en la puerta, a María de Fátima y su familia, que llegaron en un automóvil que yo desconocía, no el Rolls de María de Fátima, sino otro mayor, de cuya marca nunca había oído hablar. La verdad es que, de tal materia, nunca alcancé a entender mucho, y apenas había usado otros coches que el de Ursula, lo que duró nuestra compañía, y el de Clelia, aquella tarde de otoño. ¿Si sería mi destino el de pasajero de mis enamoradas? (Tenía el arreglo de comprarme yo uno, pero no me apetecía). Venían muy decentemente vestidas, la madre y la hija, en todos los sentidos de la palabra, pues eran de buenas telas, de buenos cortes y no enseñaban demasiado. No es que a mí me hubiera importado que llegasen ataviadas según sus gustos tropicales. Pero me alegré por la miss, todavía puritana. Los trámites acabaron pronto. Regina empezó desde el zaguán mismo a manifestar su asombro, unas veces por la casa, otras veces por las cosas. Don Amedio se mantenía mudo, pero es posible que, en su ánimo, calibrase el valor de lo que su mujer elogiaba. María de Fátima se había cogido de mi brazo: fumaba y echaba la ceniza en una concha de vieira sostenida por mí. Apenas dijo palabra, porque aquellas novedades no eran para ella, y porque las había elogiado y admirado a su debido tiempo. Al juntarnos para los vinos, se sentó a mi lado, pero se levantó en seguida y dijo: «Voy a dar una vuelta». Le advertí que llamarían al comedor con un toque de campana, que podría oír no sólo desde la casa, sino también desde el jardín. No sé si pretendía que yo la acompañase, pero deliberadamente la dejé ir sola: su madre me lo agradeció. «Esa niña está bastante histérica. Hay que casarla». La miss le respondió que las muchachas jóvenes, a poca personalidad que tengan, siempre resultan un poco raras. «Y María de Fátima tiene mucha personalidad», agregó. «Demasiada», le respondió Regina. Don Amedio y el maestro encontraron en seguida tema largo de conversación: hablaron del negocio de las vacas, y el maestro escuchaba atento las advertencias y los consejos de quien parecía saberlo todo. Regina y yo, silenciosos, nos mirábamos de vez en cuando: yo le ofrecía un silencioso brindis, ella me correspondía. Al final parecía contenta, y más se puso cuando vio que María de Fátima había regresado sin necesidad de campaneo. Fuimos al comedor. «Me falta una esposa que presida la mesa conmigo. ¿Quieres ocupar su lugar, María de Fátima?». Yo creo que, tras aquellas palabras, empezó a sentirse dueña del pazo, y la miss, a temer que algún día lo fuera. Regina, en cambio, se sentó muy contenta a mi derecha. La mesa era algo larga y los puestos holgados. María de Fátima, frente a mí, quedaba casi más cerca que su madre a mi lado; pero durante todo el almuerzo, las palabras de don Amedio y del maestro se cruzaban delante de ella y formaban una especie de red que la envolvía y la mantuvo casi en silencio. De vez en cuando, la miss le hacía una pregunta o le ofrecía el cabo de una conversación. Regina acabó por acercarse un poco, contra todo protocolo, y a comentar en voz baja la charla de los hombres. Una de las veces me dijo: «Se explicará usted que esté aburrida».

No fue aquel almuerzo ocasión de sucesos notables. Lo que se había iniciado alrededor de la mesa, continuó mientras tomábamos café. Sólo en un momento de silencio, acaso el único, María de Fátima me preguntó si había en la casa un piano, o al menos una guitarra. Le dije que no. «¿Ni siquiera un gramófono?». Todo lo que había en el pazo relacionado con la música era una radio, bastante antigua, que escuchaban el maestro y la miss cuando, tras las comidas, se retiraban a sus habitaciones. María de Fátima comentó: «Sólo en la casa de un soltero pueden faltar esos detalles». Pero la mención de la radio había metido en la conversación un ingrediente inesperado que acabó por convertirse en tema único y, en cierto modo, polémico. Mi maestro dijo que le gustaba oír por la radio las noticias internacionales, y estar un poco al día de lo que pasaba por el mundo; su mujer escuchaba la BBC, y él no sólo Radio Club Portugués, sino también las emisoras españolas republicanas y, alguna vez, Radio Salamanca. «¿Y cómo va la guerra?», pregunté yo, acaso ingenuamente. Don Amedio me respondió en vez de mi maestro; me respondió con cierta alegría en el tono y en el gesto. «¡Lo que se dice viento en popa!». «¿Para los republicanos?». «¡Para los nacionales! ¿Cómo puede usted pensar otra cosa?». No sólo declaró allí mismo por qué bando se inclinaba, sino que confesó haberle hecho un importante donativo en dólares. «¡Esa gente nos está defendiendo a todos los que tenemos algo que perder!». «¿Y no será a costa de perder también otros algos que nos importan mucho?», le replicó mi maestro. «Me refiero a la libertad y a la justicia». «Unos la entendemos de una manera, otros de otra. Yo estoy con el modo de entenderlas del general Franco». No llegaron a disputar, pero quedó claro que no estaban de acuerdo. Advertí que mi maestro hablaba en nombre de ideales anticuados, pero nobles, los que hubiera defendido mi padre, los mismos por los que el general Primo de Rivera lo había enviado al ostracismo político. Me di cuenta de que, en aquel tiempo de la guerra civil española, la libertad y la justicia se defendían ya con otros argumentos y probablemente no querían decir lo mismo. No dejaba de ser posible que mi padre, de vivir, fuese también partidario de Franco y hubiese hecho a su «movimiento» un importante donativo. De todas suertes, de aquella conversación deduje la generosidad de mi maestro y el egoísmo de don Amedio. Tenía que haber por el mundo mucha gente como él, cuyos intereses, sin saberlo, defendían con sus vidas los soldados españoles.

«¿Acabaréis de hablar de política?», clamó, repentina e inesperada, María de Fátima, y por una vez su madre estuvo de acuerdo con ella. Llegó a decir que aquella conversación había estropeado un almuerzo irreprochable, y me pidió que pusiera a la entrada de mi casa un cartel prohibiendo que se hablase de política. Pero ¿de qué otra cosa podía hablarse allí? Salí del paso invitando a Regina a ver la parte del pazo que aún desconocía, y, en la biblioteca, mostró la misma indiferencia que su hija, aunque no llegase a proponerla como salón de baile. Al final del recorrido me puso una mano en el hombro y me dijo: «No sólo tiene usted una casa bellísima, sino muchas cosas que también lo son, pero están colocadas lo mismo que hace cien años. Ahora se ponen de otra manera, más a la vista. Hay que lucir lo que se tiene, y hay que lucirlo bien, si se quiere ser alguien». Estuve a punto de responderle que yo prefería ser nadie, o, al menos, que estaba satisfecho con lo que era, pero temí defraudarla demasiado pronto. No dejé de preguntarme de dónde le viene a cierta gente ese empeño por destacar.

Aquella noche tardé en dormirme. La presencia de las mujeres no había sido tan excitante como el día anterior, y además no había visto a Paulinha, la más atractiva de todas. El negocio de las vacas, de que también se habló, empezaba a aburrirme, conforme se interesaba por él mi maestro; pero la mención de la guerra civil, y lo que se dijo, me había afectado. Hacía más de un mes que mis noticias eran vagas, retrasadas y de segunda o tercera mano. Por otra parte resultaba cada vez más evidente que don Amedio y toda su familia me habían constituido en presa, y no por lo que yo era, sino por el dichoso pazo. Nadie me hiciera todavía una oferta concreta, pero estaba en el aire, como una amenaza retrasada. Y en el aire siguió unos días más, en los que María de Fátima apretó su cerco; venía a sacarme de casa, pero no me llevaba a la suya, sino que íbamos a comer a pueblos o aldeas próximos, Viana do Castelo el más lejano. Una de aquellas mañanas lucía un sol limpio, el aire estaba tibio y la mar tranquila. Pasamos cerca de una playa solitaria. Detuvo el coche y me anunció que iba a bañarse. «Pero, como lo haré desnuda, porque no he traído bañador, tú te quedarás aquí». Marchó tranquila hacia lo más alejado de la playa, donde yo apenas pude ver una mancha verde que se movía; verde primero, color de arena después, aunque con algo negro movido por el aire. Cuando entró en la mar, se me perdió entre las olas; vino a salir algo más cerca de mí, a mitad de la playa; la pude ver cómo se enjugaba y cómo se fue alejando por la rompiente: llegaban las olas blandas y le mojaban los pies. Supongo que allá se vistió, y regresó con los cabellos cayéndole y la ropa interior en la mano. El traje se le había pegado al cuerpo mojado, se le apretaba y le marcaba las formas, ondulantes al caminar. Sentí deseos violentos de recibirla en mis brazos y violarla allí mismo: lo hubiera hecho de no haber comprendido a tiempo que quizá fuera lo que esperaba, que para eso se había bañado desnuda, y no por amor que me tuviera, ni siquiera por deseo vehemente, sino porque así llegaría a ser la dueña de mi casa. Lo comprendí durante los últimos pasos de su camino, y me sentí confirmado por la frialdad de su mirada, por la tranquilidad de su talante, por aquel modo de andar seguro, sin el temblor de una esperanza. Pensé que tendría que suscribir un documento de donación en el que le otorgaba el pazo como dote: delante de notario, con todas las de la ley, y en cumplimiento de antiguos imperativos de satisfacción a la mujer violada. Aquellos quince o veinte pasos me dieron tiempo a dominarme, casi a tranquilizarme. Le abrí la portezuela del coche, no la cerré hasta que ella estuvo instalada ante el volante. Pero entonces, cuando yo daba vuelta para entrar, arrancó y me dejó al borde del camino.

Claro que yo no se lo dije a nadie, ni a ella misma: ni una palabra, ni una mirada que llevase un reproche o una pregunta. No dejó de portarse como lo había hecho siempre, lo mismo a solas que ante los otros. Como que llegué a pensar que la aventura de la playa remota la había soñado, que es el recurso al que acudimos cuando algo no admite explicación, o resulta increíble por lo inverosímil. Yo esperaba que un día cualquiera estallase, dijese algo, esto se acabó, no quiero verte más. Pero María de Fátima permaneció inalterable. Empecé a admirar su frialdad, su capacidad de disimulo y quién sabe si de desprecio. Pero si me despreciaba, tampoco lo mostraba, ni siquiera en detalles nimios. Su madre protestó de que no almorzásemos en su casa, llegó a decir que María de Fátima me tenía secuestrado, y Paulinha, detrás de ella cuando esto decía, no dejaba de sonreírme, como quien está en el secreto. Volvieron los almuerzos en una casa y otra. Se organizaron excursiones a Braganza, al Bon Jesu, a Coimbra. Les conté con detalles e interpolaciones líricas los amores de Inés de Castro, y fuimos a recordarla a la Quinta de los Suspiros. Regina, en un momento, dijo que no entendía aquella manera de amar, tan sentimental, que tenían los portugueses. No la oía nadie más que yo. «El amor es algo que pasa en la cama —dijo—, y el deseo que antecede, y el hastío en que todo termina». Le respondí con versos de Quental. «¿Son de usted esos versos?». «No, pero me gustaría que lo fuesen». «¿Es usted de los que aman como los portugueses?». «Mi experiencia es escasa todavía, señora». Me miró con cierta guasa. «Pues ya va siendo usted mayorcito».

Como el negocio de las vacas iba adelante, y había que pasar de los proyectos a las obras, mi maestro, que lo había tomado todo a su cargo como la cosa más natural del mundo, tuvo que ir a Oporto, a informarse de un montón de detalles, y a buscar a un arquitecto que le hiciese los planos de los establos conforme a las últimas novedades que Europa nos hubiera enviado, o, de ser posible, a los que no nos hubiera enviado todavía. Se trataba de estar a la cabeza, y mi maestro repetía como una definición que fuese al mismo tiempo un ideal, lo de «Vaquería modelo». La miss aprovechó el viaje para visitar a sus hijos, y fue también; don Amedio, muy amable, se ofreció a acompañarlos en su coche. No dejaba de ser natural, pero fue, además, oportuno. María de Fátima me dijo: «Mañana iré a comer a tu casa yo sola». Vino en su coche, y traía un maletín, y un bulto como un gramófono. «Llévame a un sitio donde haya espacio y, un lugar escondido. Voy a bailar para ti». Busqué un salón lejano, casi vacío, que daba a una alcoba sin uso. «¿Te parece bien esto?». Lo recorrió, lo inspeccionó. «No vendrá nadie, ¿verdad?». «Siempre se pueden echar los cerrojos». «Aquí encima queda el gramófono y el disco. Cuando te avise, lo echas a andar». Se metió en la alcoba con el maletín. Entraba un poquito de sol por la ventana, y llegaban rumores de algún ajetreo lejano. Cuando ella me avisó, puse el gramófono en marcha. Empezó a sonar una samba. María de Fátima salió bailando de la alcoba. Traía plumas en la cabeza, casquetes de abalorios brillantes encima de los pechos y un cinturón rutilante del que pendía una especie de taparrabo multicolor que le cubría el sexo y parte de las nalgas. Pulseras y collares: no los ya vistos, sino otros, relucientes, sonoros, abigarrados. Bailaba la samba con esa sensualidad que sale de la tierra, una serpiente puesta en pie que ondula a mi alrededor, de cuyo cuerpo saliesen llamadas como llamaradas. Así, morena y enjoyada, María de Fátima pudiera haber desfilado por grandes avenidas en medio de una multitud despepitada, no en un salón destartalado ante un solo espectador que procuraba refrenar su entusiasmo y reducirlo a los límites de lo cortés, y no por buena crianza, sino por miedo. María de Fátima lucía el cuerpo, provocaba. El baile duró tanto tiempo como el disco, así como tres minutos; yo devolví el diafragma al principio, y se repitió. Al final ella gritó «¡Basta!», y entró en la alcoba, de la que salió vestida y tranquila. Yo había retirado el disco y cerrado el gramófono. Salimos de aquel viejo salón, ella delante, íbamos por corredores que no se usaban, el suelo carcomido y ruidoso. Y yo pensaba cómo era posible que aquella mujer tan joven supiese manejar su cuerpo como un instrumento ajeno, sin contagiar ni el corazón ni el sexo del deseo que despertaba. Habíamos recorrido unas cuantas crujías, llegábamos a las partes más nuevas del edificio, cuando dijo: «Te había dicho aquel día que sé bailar. Vale más lo que bailo que todas las canciones de mi madre». Y unos pasos más allá: «Pero también canto mejor que ella. Si hubiera tenido una guitarra en casa el día que almorzamos aquí, lo habrías visto». El día que almorzaron en mi casa traía proyectos que le habían fallado.

Hacía una mañana de nubes altas, que a veces se agrietaban y dejaban paso a un sol fugaz. Estaba dulce el aire y no llovía. María de Fátima se detuvo ante una ventana que daba al jardín. Se veía una plazoleta breve, rodeada de camelias y magnolios, con un estanque en medio, cubierta la superficie de nenúfares. «Me gustaría que comiésemos ahí», dijo. Ordené que pusieran allí una mesa y que nos sirvieran. «¿Te importaría que hablásemos en francés? Lo haría en español si lo supiera». Y antes de que yo le respondiera empezó a hablar en francés, de nada importante ni concreto, de cualquier cosa, en tanto que los criados iban y venían. Hasta que se detuvo y me cogió la mano que le quedaba más a su alcance. Me la cogió, no como caricia, tampoco como imperio. «Tengo que confesarte que aquella mañana en que almorzamos todos aquí, cuando me aparté de vosotros, estuve en tu cuarto fisgando». «¿Qué descubriste? ¿Alguno de mis secretos, o la morada del dragón?». «Tienes junto a tu cama dos retratos de mujer. Uno, grande, el de la chica rubia; otro, uno de esos ridículos de los pasaportes o de los carnés de conducir. No se puede saber si la muchacha retratada es rubia o morena». «Si es ésa tu curiosidad, puedo asegurarte que el color de su pelo es más bien entreverado: castaño, con hebras rubias, sobre todo si le da el sol o una luz fuerte». «¿Fue tu amante? ¿Lo fue también la otra? ¿Dónde están?». «La que tú llamas rubia, Ursula Braun, lo más probable es que esté muerta, y sería milagroso si no lo estuviera. A la otra la llamo Clelia, pero éste no es su verdadero nombre. Ignoro cómo se llama, ni dónde está. Fue mi amante una tarde, y quedó embarazada». No pudo reprimir una mueca de desagrado. «¡Qué mal gusto! ¿Cómo lo has permitido? ¡Tiene que ser una trampa!». «No lo creo. ¿Por qué había de serlo? No pidió nada». «Aparecerá un día con el niño en brazos, y algo reclamará. ¡Oh, no esperes otra cosa! Es una amenaza contra la que tienes que prevenirte. —Y después de una pausa—: Yo creía que en Europa ya no se usaban los melodramas».

Me encogí de hombros. «Me gustaría que leyeras la única carta que me escribió en su vida. Desde Nueva York, donde acaso esté. Si tienes curiosidad, te la traigo, no creo serle desleal con ello, menos aún parecerte vanidoso. Por poco que valga un hombre, siempre hay en el mundo una mujer para quererlo». No dijo que no. Fui en busca de la carta, se la entregué con su sobre y su sello matado en Nueva York. María de Fátima lo examinó, primero, por fuera; después sacó el pliego y lo leyó. Al terminar, me miró y repitió la lectura. Cuando me devolvió la carta se limitó a decir: «Es una loca. Probablemente es mentira lo del embarazo. Es mejor así». ¡Qué sencillo y qué lógico! ¿Cómo no se me había ocurrido? ¿Y cómo lo había adivinado con tal premura una muchacha que por su juventud tenía que ser inexperta? Yo había leído aquella carta muchas veces, la había meditado, analizado, me había recreado en ella. María de Fátima, en pocos minutos, con sólo dos lecturas, había llegado a una conclusión aceptable, la que podía tranquilizar mi conciencia si me sintiese culpable. La razón de tales divergencias, entonces, se me escapaba; ahora lo comprendo: para María de Fátima, la locura había sido una conclusión; para mí, un punto de partida. Yo buscaba la verdad en la locura manifiesta; ella se quedaba en la pura manifestación. ¿Para qué más? ¡Esa mujer es una loca y lo del embarazo, una invención de su locura! Había casos similares a montones. ¡Al diablo Clelia y su esperado hijo! Aunque no tan al diablo, María de Fátima me daba pie para prescindir de un deber hasta entonces hipotético: la tarde en el bosque de Vincennes no se olvidaba fácilmente. Si hubiera transcurrido en un piso, ambos desnudos, y con el baño al lado, quizá. ¡Pero, sobre la hierba, mientras emergía de la tierra la penumbra vespertina y enmudecían los pájaros…! Podía habérselo contado a María de Fátima, lo hubiera hecho de no percibir en su mirada aquella frialdad escrutadora que me mantenía en guardia ante sus provocaciones. Yo veía la pared del pazo, más allá de los magnolios. «Es eso lo que quiere». Y decidí responderle: «Sí, es una loca, ya lo sé. Pero de lo del niño, ¿quién sabe?». Lo dije en un tono lo suficientemente abstracto como para que ella no le diera importancia. No se la dio. Yo guardé la carta en el bolsillo justo en el momento en que nos traían el café.

No volvió a referirse ni a Ursula ni a Clelia. Charloteó durante un rato: no sé qué historias me contó de la sociedad de Río, historias de bastardos, y lo hizo en portugués, pero volvió al francés cuando aparecieron dos criadas a levantar la mesa. Yo mantenía mi guardia sin saber contra qué, acaso como actitud acostumbrada ya ante María de Fátima, pero pronto hube de bajarla. Empezó a hablar del negocio de la vaquería, y, de repente, me preguntó: «¿Sabes por qué mi padre ha ido también a Oporto? Porque le interesan tus vacas. No me extrañará que te proponga asociaros. O que se lo proponga al señor Rodríguez —el señor Rodríguez era el nombre que todos daban a quien yo llamo siempre mi maestro—. Y a éste le parecerá muy bien». «¿Y a ti? ¿No te gustaría ser también codueña?». Nunca la había visto tan seria como en el momento en que me dijo: «Para prevenirte en contra, precisamente, es para lo que he venido hoy a almorzar contigo. A solas y en francés, para que nada salga de nosotros. Quiero prevenirte contra mi padre, y lo primero que tengo que decirte es que no lo es. Marido de mi madre, sí, pero no mi padre. Marido de mi madre que nunca durmió con ella, que se dejó comprar para tapar un embarazo de soltera y que fue lo suficientemente listo como para quedarse con todo el dinero de quienes lo habían comprado y de mucha gente más. Es muy inteligente, diabólicamente inteligente, para los negocios, pero es también implacable. Sólo así puede alcanzar lo que quiere. No se sabe de nadie con quien se haya asociado a quien no lo haya arruinado, que no haya hundido para siempre. Como en esas películas norteamericanas de banqueros inmisericordes que acaban muriendo del corazón, porque hay que castigar al malo. Pero, en esta realidad, el malo tiene una salud excelente, aunque quizá también mala conciencia, o la idea de que debía tenerla. No hemos venido a Portugal por gusto, sino por el temor que le entró de que querían matarlo. Supongo que habría mucha gente que lo desease, y alguna dispuesta a hacerlo. Y la hay, aunque no en Portugal, al menos por ahora». Hizo una pausa, yo iba a responderle, pero me rogó que esperase. «No he terminado. Tengo muchas cosas que contarte, precisamente hoy, que me he decidido a hacerlo. Mañana quizá ya no fuese posible. ¿Quieres pedir para mí alguna cosa de beber? Algo fuerte, si lo tienes; un poco de aguardiente del país. No suelo beberlo, porque me abrasa la garganta, pero hoy lo necesito». Llamé a quien le trajera la bebida, y bebí yo también. Le ofrecí tabaco, lo aceptó, aunque del fuerte. Y tardó un rato en volver a hablar, mientras fumaba y bebía. Seguía bonita y no se cuidaba de tapar las piernas, probablemente por distracción.

«A lo mejor un día te pido que te cases conmigo; a lo mejor tú eres quien me lo pide, y también puede ser que nos casemos sin que lo pida ninguno de los dos, o que no nos casemos ni volvamos a vernos. ¿Qué sabe una? Pero, por si acaso, quiero que conozcas el avispero en que puedes meterte, en el que ya en parte te has metido al aceptar nuestra amistad. Lo primero, te habrás dado cuenta de que mi madre y yo nos odiamos. No pongas esa cara, porque es así: ni incompatibilidad ni antipatía, sino odio. Odio porque me trajo al mundo sin ella quererlo, porque tuvo que pasar por la humillación de casarse con mi padre, por mucho que lo hubiera comprado, y por la mucho mayor de acabar dependiendo de él económicamente, porque ella no tiene ya un céntimo de su patrimonio, ni mis abuelos, ni nadie de la familia. Todo le pertenece a él; ahora es él quien compra a los mismos que lo compraron, él quien los mantiene, porque los ha empleado en sus empresas, bien controlados, eso sí; allí nadie mueve un dedo sin que él lo sepa y lo permita. Mi madre necesita mucho dinero, es muy gastadora, yo también, aunque no tanto. Le salimos caras, pero se permite ese lujo, aunque nos ponga límites, aunque sepa decir cuando le apetece hasta aquí ni un cruceiro más. Y tenemos que aceptarlo». En este momento la interrumpí con una pregunta, una sola: «Los observé en todas las ocasiones en que estuvieron juntos en mi presencia, y saqué la conclusión de que tu madre manda y él obedece». «Sí —me respondió María de Fátima—; pero en un solo aspecto. Cuando se casaron, hacía poco que él había dejado de ser un patán, pero aún no llegó a caballero. Lo que tenía que aprender se lo enseñó mi madre. Todavía hoy, cuando hay gente delante, no está seguro, y si hace algo, espera la aprobación de su maestra». «Pero tu madre prescinde de él, se porta como si él no existiera». «Es la única venganza que le queda, y suele pagarla cara. Hay ocasiones en que él, en revancha, le niega el dinero. El otro día, sin ir más lejos…».

Se echó a reír. «No fue a ella, sino a mí. Me castigó por haber interrumpido aquella conversación aburrida sobre la guerra de España, ¿te acuerdas? Al día siguiente le pedí dinero y me lo negó. Menos mal que tengo ahorros. Y si no los tengo, pido un préstamo a Paulinha…». La interrumpí otra vez: «¿Qué pito toca una mujer tan guapa entre dos mujeres guapas? De todo lo que he advertido o sospechado en vuestra casa, eso es lo que más me choca y lo que menos entiendo».

«Paulinha es la venganza de mi madre, contra mí, la venganza diaria. La puso a mi lado para que todos los días, al levantarme, la primera cara que vea sea más bella que la mía. También es más guapa que ella, o así me lo parece, pero mi madre tiene su modo particular de mantenerse por encima, de humillarla. Paulinha la baña todos los días. Tiene que desnudarse también, tiene que meterse con ella en la bañera, enjabonarla toda, y lavarla hasta su sucio coño. Le tiene que cortar las uñas de los pies y perfumárselos. Y mi madre, ¿sabes cómo la trata? De sucia negra. “Sucia negra, hazme esto, sucia negra, hazme lo otro. Sucia negra, si me lastimas te mato”. Pero ¿sabes?, Paulinha se ríe de ella. Viene a contármelo, y, para congraciarse conmigo, me dice que mis tetas son más duras que las de mi madre, o mi cintura más estrecha, o que mi madre tiene que tomar pastillas para que no le huela el aliento. Cuando vivíamos en Río me contaba también cuándo mi madre recibía a sus amantes y quiénes eran. Yo tenía quince años. Paulinha es algo más joven que yo. A ella directamente, a mí por medio de ella, mi madre nos hizo casi testigos de sus lascivias. Porque eso es mi madre, una puta lasciva».

Por segunda vez aquella tarde me cogió la mano, o, mejor, puso la suya encima de la mía, hasta sentirla pesar. «Tú le gustas. Le gustas porque eres el único hombre educado de los contornos. Antes, cuando aún no habías llegado, durante el verano, hubo otros. Pero ahora sólo estás tú. Y una noche entrará en tu casa para acostarse contigo. Si lo hace, y me entero, la mataré». Yo pegué un salto en el asiento y la miré con cierto espanto. «Sí, no te asustes. La mataré por esa razón o por otra, pero sé que la mataré. No me importa si me matan después, aunque ya procuraré que no lo hagan. Pero es mi destino, si alguien o algo no lo remedia». Había mantenido la mano oprimiendo la mía. La soltó, recogió la suya en el regazo. «De todos modos, cuando lo haga, procuraré que no estés cerca».

Se puso en pie violentamente, como que derribó la silla en que estaba sentada, una silla frágil de juncos trenzados. «Otro día continuaré. Hoy he ido demasiado lejos. No vengas conmigo». Atravesó la plazoleta, marchó por la vereda. La vi arrancar una brizna de mirto antes de perderse. Poco después oí el motor de su automóvil. Tardé en saber de ella.