TUVE UNA LARGA CONVERSACIÓN con el señor Pereira, hijo. Me invitó a un restorán de lujo, como era su costumbre, o su gusto, no lo sé bien, y por aquello de que llevaba mucho tiempo fuera de Portugal me recomendó que comiera bacalao, y no cualquiera, sino precisamente uno que no figuraba en el menú, pero que guisaban para los clientes selectos a petición de parte. Estaba bueno, pero confieso que el placer no me desvaneció, no sé si a causa de una relativa insensibilidad gastronómica o a mi hábito de comer cualquier cosa en los figones y en los pequeños restoranes del Quartier Latín. Otro tanto me sucedió con el vino, pero, ante los aspavientos del señor Pereira, hube de fingir entusiasmo y hasta de beber más de lo corriente. No sé si el vino me soltó la lengua: el caso fue que en aquella conversación me mostré menos tímido que en otras, aunque igualmente indeciso. El señor Pereira, hijo, veía mi situación con toda claridad: por una parte, si regresaba a España, corría el peligro de que me llamaran a filas, pese a mi supuesta inutilidad para las armas; pero si permanecía en el extranjero, acabaría por ser declarado prófugo, si no lo había sido ya. No era una situación demasiado cómoda. El señor Pereira me ofreció una solución viable que, no sé por qué razones (seguramente fueron sentimentales), me resultó ardua desde el principio. «¿Por qué no se hace usted ciudadano portugués? No le será difícil. Lleva usted sangre nuestra y tiene bienes en el país; yo, por mi parte, no carezco de influencias que permitirían abreviar los trámites. Como tal portugués, quedaría usted fuera del alcance de las leyes españolas, al menos eso espero». Le pedí un plazo para pensarlo. Entretanto no me vendría mal pasar unos días en el pazo miñoto, a propósito del cual el señor Pereira me dio también consejos: «Posee usted tierras de escasa rentabilidad. No voy a decirle que las venda, pero sí que se acoja a ciertas facilidades que el Estado Nuevo da a las empresas económicas. El norte es buena tierra para la ganadería. ¿Por qué no monta usted un negocio de vacuno? Multiplicaría el rendimiento de sus prados, y no le sería difícil pagar el crédito que el gobierno otorga para estos menesteres. Puede usted hacerlo sin tocar el capital, y, en este caso como en el otro, nosotros podemos influir a su favor. Le advierto de antemano que no importa que no sea usted portugués, ya que las tierras que pretende explotar lo son. Así como el cambio de nacionalidad es cosa de meditar, esto que acabo de ofrecerle puede llevarlo a la práctica inmediatamente y sin grandes compromisos. Nosotros, naturalmente, garantizaríamos el crédito». No me parecía mala la oferta, y allí mismo empecé a fantasear y a verme convertido en ganadero moderno, en director de una explotación modelo, etc., etc… «Tampoco le vendría mal casarse», me dijo el señor Pereira como sin darle importancia, al tiempo que su mirada intentaba escrutar la sinceridad de mi respuesta. «¿Tiene usted algún compromiso en París?». «No, no. Ningún compromiso». No era mentira, en cierto modo. En cualquier caso, Clelia estaba en Nueva York y no había vuelto a tener noticias de ella, ni, en el fondo de mi corazón, las esperaba. ¿Era acaso que no las deseaba? Las razones profundas nunca se pueden saber.
El negocio del crédito me consumió algunos días. Me lo concedieron fácilmente. Al marchar hacia el norte, llevaba conmigo papeles por los que se me otorgaba una cantidad considerable de escudos y ciertas facilidades para la importación de ganado extranjero: todo condicionado a la presentación de un proyecto, de unos planos, de unos presupuestos, cosas de las que yo no entendía, pero que resultarían mollares a mi maestro. El señor Pereira me había ofrecido enviarme toda la información necesaria, y lo hizo. Lo primero era la construcción de establos modernos; luego había que planificar la producción y la comercialización de la leche y de la carne, y no sé cuántas cosas más. Aunque me veía como capitán de aquella empresa, no dejaba de contar con consejos y ayudas de quien sabía de la finca más que yo. Tuvimos una larga conversación la noche misma de mi llegada, y quedó entusiasmado, pero en ningún momento de la conversación dio por supuesto que yo fuera a ponerme al frente de la explotación. Nunca he podido imaginar cuáles eran en realidad los sentimientos de la pareja relativos al pazo y a la finca. Los sabía lo bastante inteligentes e informados como para no olvidar que el propietario era yo, pero se sentían profundamente ligados a aquellas piedras y a aquellos campos para no considerarme como una especie de intruso, aunque con todos los derechos y mediando el afecto mutuo. Yo encontraba naturales aquellos sentimientos, nacidos de una relación real y continuada con las piedras y con los campos, en tanto que los míos, si bien los analizaba, no pasaban de mera literatura. Claro está que este concepto, para mí, no es peyorativo. ¿Cómo iba a serlo, si presidía y daba tono a mis relaciones enteras con la realidad, lo mismo con las piedras de París que con las mujeres? De todas maneras, el hecho de que yo respondiera de los créditos con mi dinero, y no con la finca, posiblemente hicieran tambalearse, nada más que un poquito, los sentimientos de propiedad de aquel matrimonio intachable. Por mi parte confieso que esta actitud de mi maestro (compartida seguramente por la miss) me resultaba cómoda. Todo lo había visto fácil y atractivo mientras fantaseaba; pero al hallarme en tierra firme con la amenaza de la empresa ante mí y como cosa mía, me entró cierto temor al cansancio o a la pereza. No lo dejé traslucir. Mi maestro quedó muy satisfecho cuando le rogué que fuera pensando en los planos de los establos y en otras tareas inmediatas. Se le alegró la mirada. Quedamos en que a la mañana siguiente iríamos juntos a recorrer los lugares y a estudiar su conveniencia. Cuando nos encontramos, a la hora del desayuno, ya había calculado el número de obreros necesarios para cuidar de la vacada y otras menudencias por las que se veía su entusiasmo. Pero también aquella noche tuve una charla con la miss, aunque no de negocios. Me susurró que necesitaba hablarme a solas, y que iría a verme a mi salita particular después de la cena, a la hora en que su marido recorría las instalaciones y ordenaba el trabajo para el día siguiente. Aquella conversación me permitió descubrir que la miss, antes tan franca y tan directa, se había contagiado de los modos cautelosos y un poco retorcidos de hablar de la gente de aquella región y de sus vecinos los gallegos. Comenzó congratulándose de mi regreso, me aseguró que, durante mi ausencia, y a pesar de que enviaba al matrimonio noticias frecuentes, había pasado muchas noches en vela pensando en mí y en los peligros que mi juventud corría en París. Luego me preguntó si pensaba casarme, y hasta se extendió en ciertas consideraciones y consejos acerca de lo mal que está un hombre solo cuando ya ha cumplido veintisiete años y no hay causa ni razón que le impida casarse. Bien creí que era esto el fin de su conversación y que acabaría recomendándome alguna vecina rica, pero sucedió justamente lo contrario. Me contó que una finca próxima, colindante con la mía, aunque moderna, una finca, por otra parte, donde había vivido gente importante y acontecido historias de recuerdo siniestro, o, al menos melodramático, la había comprado una familia riquísima, un antiguo emigrante a Brasil, ahora de regreso, establecido allí con su mujer y su hija. La hija fue inmediatamente el tema de la miss; pronto me di cuenta también de su temor: se llamaba María de Fátima, era más joven que yo, se había educado en Suiza, andaba siempre en automóvil o a caballo, fumaba, y, según las sirvientes de su casa, amigas de las mías, cantaba y bailaba canciones y bailes de su tierra, se bañaba desnuda en la piscina y traía a la gente soliviantada. Pero lo malo no era eso, sino que María de Fátima había aparecido cierta mañana a la puerta del pazo, montada en su caballo y, sin apearse de él, había pedido ver al propietario. Acudió la miss. «El dueño de la casa está en París. Nosotros, mi marido y yo, lo representamos». Pretendía María de Fátima que le enseñasen el pazo, de cuyas maravillas había oído hablar. La miss le dijo que viniera a tomar café, y que a esa hora sería más fácil mostrarle lo que quería. María de Fátima volvió aquella tarde, esta vez en su automóvil. «¡Un Rolls para ella sola, hijo mío, fíjate tú!». Traía bombones para la miss y oporto viejo para mi maestro. Habló de Brasil y de sus bellezas, de que poseía allá tierras como provincias, y un palacete en Río de Janeiro. Pero cuando recorrieron la casa, permaneció muda y admirativa. Dio las gracias a la miss y a mi maestro y se despidió; pero volvió al día siguiente, y casi todos los días, uno con un pretexto, otro día con otro. Uno de ellos dijo: «Me gustaría comprar este pazo»; y otro: «Quiero comprar este pazo», y llegó a decir: «Daría todo lo que tengo por ser dueña de este pazo». «Mi querido Ademar, es hermoso, y valioso, pero no tanto que uno dé lo que tiene por poseerlo». Y después María de Fátima dejó de hablar de comprarlo, y sus preguntas recayeron sobre mí, que qué edad tenía, que si estaba soltero, que si era guapo. «Mi querido Ademar, esa mujer está dispuesta a casarse contigo con tal de ser aquí la dueña, y yo no encuentro que sea mujer apropiada para ti». La razón de la entrevista, acordada previamente con mi maestro, de eso estoy seguro, era prevenirme contra las seducciones de María de Fátima, que, por cierto, comenzaron al día siguiente mismo. Nos hallábamos, el maestro y yo, lejos de la casa, viendo esto y aquello, y fantaseando sobre la futura vaquería, cuando vimos aparecer a una amazona que venía hacia nosotros. «Es María de Fátima —dijo él—. Mi mujer ya te habló de ella, ¿verdad?». María de Fátima cabalgaba un hermoso caballo, que montaba a horcajadas, no como había visto hacer a mi abuela, a mujeriegas. Antes de hablarnos, nos quedamos mirándonos. Por lo pronto, era la mujer más bonita que había visto en mi vida, de una belleza no sólo superior a la de Ursula y a la de Clelia, sino distinta; una belleza detrás de la cual estaba toda la selva brasileña, sensual, provocativa, avasallante. Cuando descabalgó y se acercó a mí, todas las cadencias del mundo se resumían en el vaivén de sus caderas. No la miraba mi maestro, sino a mí, como espiando el efecto de aquella aparición. Traía puesto un sombrerito de corte masculino; se lo quitó antes de darme la mano, y cayó sobre sus hombros una cabellera negra, larga, profunda, una cabellera como un abismo. «Hola. Soy María de Fátima, tu vecina». «Hola. Soy Filomeno». Se quedó un poco sorprendida. «¿Filomeno? ¿No te llamas Ademar?». «Según. Unas veces, Ademar; otras, Filomeno. Puedes elegir». No había soltado mi mano, pero miraba a mi maestro, lo miraba como ordenándole que se fuera. Y él la obedeció, porque todavía su edad le permitía sentir los efectos de las caderas de María de Fátima. «¿Has venido también a caballo?». «No. Hemos venido andando. La casa está cerca». Cogió de las riendas el suyo. «Vamos hacia allá. Puesto que somos vecinos, quiero que seamos amigos». No me pidió de repente que le vendiera el pazo; se limitó a contarme parte de lo que yo ya sabía. Y mientras lo hacía, a eso de medio camino se me cogió del brazo. «Supe esta mañana que habías llegado. Y yo vengo a ofrecerte nuestra buena vecindad y a invitarte a comer con nosotros». Hablaba el portugués musical y claro de Brasil, hablaba como si cantase, con una voz oscura y cachonda como un ritmo de maracas. Era morena y no venía pintada; hasta las uñas las llevaba al natural, aunque limpias y bien recortadas, no redondas, sino en punta, como unas garras. Mientras ella hablaba, mientras yo la escuchaba, agradecía en mi corazón a la miss el haberme prevenido contra ella, si bien no me hubiera detallado los encantos de que debía defenderme. Lo más peligroso de María de Fátima no eran, sin embargo, sus atractivos, sino ese aire de mando de los que están acostumbrados a que todo el mundo haga su voluntad. Presentí que me hallaba al lado de un huracán, y pensé que mi única defensa estaba en mi condición de flexible junco. Pero a veces también el huracán arranca a los juncos de cuajo, a los que no quieren plegarse a su imperio.
Cuando dije a la miss que María de Fátima me había invitado a comer, vi temblar en sus ojos el temor. Intenté tranquilizarla con una mirada, pero no sé si llegó a comprenderla o si, aun habiéndola entendido, consideró insuficiente la seguridad que con ella le había enviado. La miss no era religiosa, pero acaso en aquella ocasión se haya dirigido a un dios ignoto pidiéndole protección para mí.
Había dejado sola en el vestíbulo a María de Fátima con el pretexto de que no estaba vestido con la decencia necesaria. Mientras yo me cambiaba, ella esperó, no sé si fisgando o entreteniendo la paciencia con idas y venidas, con fustazos más o menos violentos a las botas de montar. Cuando bajé, la hallé plantada bajo el arco del portalón, las piernas un poco abiertas, mirando el césped y al jardín. «Es temprano todavía. ¿Por qué no me enseñas tu casa?». ¿Y por qué no? La cogí de un brazo y la llevé de salón en salón, por las partes más visibles, por las mejor alhajadas, si bien le haya hurtado, al menos aquel día, los recovecos, pasadizos, cámaras y escalerillas que habían encantado mi infancia, que me habían dado una sabiduría del misterio de la que después hice uso escaso. No hizo comentarios hasta llegar a la biblioteca. El aire de su interior estaba gris, como aquella mañana, y la penumbra oscurecía los plúteos. «Es bonito esto —dijo ella—. ¡Qué gran salón de baile podría hacerse aquí!». «Pero —le dije yo— es una biblioteca». «Y tú ¿para qué quieres tantos libros?». Me eché a reír. «¿No sabes que soy una especie de escritor, o, por lo menos, aspirante a serlo?». «No. No lo sabía ni pude suponerlo. A eso sólo se dedica la gente rara y, por supuesto, pobre. Tú no lo eres». «¿Qué sabe uno lo que es?». Se volvió hacia mí y me miró con fijeza. «Es una enfermedad que tiene remedio». Salimos de la biblioteca. «¿No se te ha ocurrido nunca que podrías traer gente, dar fiestas, en una casa tan hermosa?». «Por lo que a ti respecta, mañana te ofreceré una a ti y a tu familia. Pero, fuera de vosotros, ¿a quién podré invitar? La gente de por aquí pasa el invierno en Lisboa o en Oporto». «Una fiesta como las que yo sueño, la podría atraer». «Tengo poca imaginación para esas cosas». «Otros podrían tenerla por ti». Fuimos en mi cochecillo, el caballo de María de Fátima atado a la trasera. Por el camino se me ocurrió hablarle del proyecto de montar un negocio de vacas. Me preguntó cuántas. Le dije que alrededor de ciento, para empezar. Se echó a reír. «En una finca cerca de Uruguay tenemos dos o tres mil. Y no creas que son un buen negocio». No obstante, seguimos hablando de vacas. Se refirió vagamente a una compañera suya, en el colegio suizo, cuyo padre vendía ejemplares de raza y sementales. «Si sigues adelante, podríamos ir a verla, a esa amiga mía». ¡Oh Dios! ¡Qué manera tan suave de tener por suyo el mundo!
La casa en que vivía María de Fátima la recordaba: abandonada, invadido el jardín por los matojos, tenía reputación de embrujada o cosa así, porque allí habían dado muerte a alguien, no sé si por amor o por política. Me quedé sorprendido al entrar en la finca. Todo estaba cuidado, renovado, y la fachada de la casa relucía de bien tenida, una casa de estilo modernista, como tantas otras del norte de Portugal, graciosa, además de suntuosa. Su interior me dejó deslumbrado, aunque un poco sofocado por el calor y la abundancia de plantas. Las caobas relucían, se miraba uno en los suelos, los vidrios impolutos de las ventanas dejaban ver el jardín y sus bellezas. Un criado negro nos recibió, me acompañó al salón, mientras María de Fátima iba a cambiarse. «Mis padres vendrán en seguida». En el salón nada desentonaba, nada estaba fuera de lugar. Si acaso sorprendían algunos cuadros de paisaje, hechos con élitros de mariposas, de un verde intenso y distinto, pero no los habían colgado muy a la vista. Eran el único recuerdo colonial. Lo demás había sido ordenado y dispuesto por alguien conocedor de la decoración que correspondía a aquella casa. Me sentí a gusto, salvo el calor, pero con una sensación de miedo indefinida. ¿Basada en qué? ¿En la personalidad atractiva y mandona de María de Fátima? Me entretenía examinando las chucherías de las vitrinas, cuando entró alguien: los padres de María de Fátima. Ella, delante; él un poco rezagado. Antes de saludarnos, tuve tiempo de examinarlos. La madre de María de Fátima tendría cuarenta años, todo lo más; era bellísima, de una belleza tropical y exuberante, como sería su hija, seguramente, cuando alcanzase su edad. Un poco más morena que María de Fátima, con la sangre mestiza más próxima. Sus ojos grandes y negros miraban con poder. Detrás de ella el marido parecía insignificante. Acaso por sí solo pudiera interesar, pues ciertos rasgos de su cara denotaban energía y tenacidad; pero la presencia de su mujer lo oscurecía. Vestía bien, aunque vulgarmente. Vestía como alguien que sigue obligatoriamente la moda porque puede comprarla y porque no se le ocurre otra cosa; aunque a su facha recia y a su cara tosca (de una tosquedad disimulada por el afeitado diario y por un buen corte de pelo) le hubieran ido mejor un traje campero. Pero no advertí que al hallarse dentro de aquellas ropas civilizadas, se sintiese incómodo. Las de Regina eran sencillas y atrevidas: se le adivinaba el cuerpo, de ondulaciones sabias, como calculadas, y el escote dejaba ver el arranque de los pechos: no demasiado grandes, recios todavía, desafiantes, como si fueran afirmando (o proclamando) que se tenían solos. Me tendió la mano, me la tendió sonriendo, mientras decía: «Bien venido a nuestra casa, señor de Alemcastre. Me llamo Regina, y éste es mi marido, Amedio». También el marido me tendió la mano, pero se limitó a decir: «Mucho gusto en verle por aquí». Me pareció que con una mirada pedía la aprobación de su mujer, pero ella no le miraba.
Perdimos varios minutos alrededor de una mesa, tópicos y cumplidos. La voz de Amedio temblaba un poco, temblaba imperceptiblemente, y con frecuencia repetía, abreviado, lo que su mujer acababa de decir. La de Regina, por el contrario, honda y segura, no temblaba, aunque vibrase como la voz de un violoncelo en las notas más bajas. ¡No dejaba de ser cómico escuchar aquella voz que parecía hecha para la tragedia, o para cierta clase de amores, referirse al tiempo y a la lluvia que había caído aquella madrugada y le había estropeado no sé qué flores! También dijo que yo tenía una casa muy bonita, aunque sólo la hubiera visto de lejos. «Pues si mañana me hacen el honor de almorzar conmigo, tendrán ustedes ocasión de verla más de cerca». Llegó María de Fátima.
Llegó taconeando con suavidad y ritmo, como si bailase. La sentía, más que verla, por hallarme de espaldas a la entrada del salón. Ella nos rodeó, y quedó frente a mí, de pie, entre sus padres sentados, apoyada la mano en el sillón de su madre. Estuvo así un rato breve, quieta, como esperando a que terminase mi mirada calibradora, y satisfecha con ella. Fue evidente que se sentó allí para que yo la comparase con su madre; quizá no lo fuese tanto la indecisión de mi mirada, su vaivén de una a otra. Pero sonreí a María de Fátima, le sonreí porque necesitaba aceptar la complicidad que me había ofrecido. Se había puesto un traje verde, casi transparente, de corte complicado, rico en volantes y toda clase de perendengues; flores en el pelo, collares y pulseras, muchas y muchos, multicolores, fantásticos de formas. Tenía las tetas tapadas, no como su madre, pero se le adivinaba el oscuro de los pezones. «¿No vienes demasiado lujosa para un almuerzo en una casa de campo?», le preguntó Regina, con toda la suavidad de su lengua brasileña, con toda su cadencia. «Todo lo que nos rodea, mamá, incluido el señor de Alemcastre, es demasiado lujoso para una casa de campo». ¡Caray! Se sentó a mi lado, un poco retirada; no veía más que sus piernas cruzadas, al aire las rodillas y el arranque del muslo. Su madre no mostraba menos, aunque no me quedase tan cerca. María de Fátima, a alguien que yo no veía, pidió que trajese los vinos, y, mientras llegaban, encendió un cigarrillo. «¿Quieres?», me ofreció. «Gracias. Yo fumo negro». «¿Me da usted uno?», solicitó Amedio, un poco indeciso, y miró a su mujer. «Yo no fumo —dijo Regina—, pero no me molestan». María de Fátima se levantó en busca de un cenicero, y el que trajo, bastante grande, era el caparazón de una tortuga montada en una piedra de ágata. ¡Cómo debía de pesar aquel cenicero vacío, pulido en su interior hasta sacarle reflejos de luz! Se me debía notar la sorpresa, porque María de Fátima dijo: «La cogí yo cuando era niña, y la quería mucho. Siempre creí que duraría más que yo, pero se me murió en seguida. Papá fue tan amable que, cuando empecé a fumar, mandó hacer este cenicero».
Cuando se está con gente nueva en un lugar desconocido, aunque al principio se sienta desasosiego, llega siempre un momento en que se ha logrado ya que todo, las personas y las cosas, formen parte de uno mismo, aunque sólo sea de un modo provisional. Yo había aceptado ya, como formando parte de aquel conjunto lujoso y deslumbrante, la rivalidad entre la madre y la hija, y la sumisión del padre al imperio (¿sólo carnal?) de la madre. Aceptado, se estableció un equilibrio casi cómodo en el que me instalé y que me permitió observar a las mujeres mientras el hombre hablaba: porque Amedio había cogido la conversación por su cuenta para mostrarnos, después de una descripción de la miseria de aquellas tierras, los remedios que veía y algunos de los que estaban a su alcance. Podían fundarse ciertas industrias, podían modificarse los sistemas agrícolas, ya anticuados, que se remontaban a la época de los romanos. En algún momento de su razonable perorata, le interrumpió María de Fátima para decirle que yo proyectaba establecer en mi finca un negocio de vaquerías. No le pareció mala la idea a don Amedio, que yo le llamaba así, a la española; no le pareció mal, si bien habida cuenta de que un establecimiento semejante podría dar trabajo a diez peones, todo lo más a quince, y que serían necesarias otras explotaciones similares, o complementarias, para levantar la postración de aquellas tierras, de las que él había tenido que emigrar cuarenta años atrás, cuando aún era un niño… Y en esto estábamos cuando se rompió el equilibrio, operación de la que no tardé en darme cuenta; como el equilibrio del que se trataba era el mío, creo haberme percatado a tiempo; había entrado alguien con los vinos. Como yo escuchaba a don Amedio y le miraba al mismo tiempo, sin otra mala intención que no seguir mirando a Regina y a María de Fátima, no advertí, de momento, que quien traía los vinos era una doncella. Rozó mi mano cuando me sirvió el oporto, pero, aunque el roce hubiera sido suave, no le presté atención, si bien pude ver de reojo que quien servía era mujer; pero al quedar frente a mí, creo que abrí los ojos desmesuradamente, y no interrumpí mis palabras porque era don Amedio quien hablaba. La doncella que nos había servido era una adolescente octorona; llevaba el uniforme de manera pimpante, y sus caderas se movían con un ritmo más acentuado y sensual de lo que hasta entonces había visto en las otras mujeres, y no había tenido de qué quejarme. No me atrevo a asegurar que fuese más bonita que ellas, pero sí que lo era tanto, y, a juzgar por el modo de mirarla y de mirarlas, colegí que las relaciones entre las tres iban más allá de las apariencias e incluso de las conveniencias. Era un triángulo de rivalidades, quién sabe si de odios. Hasta qué punto profundos, no lo supe todavía, aunque pudiera sospecharlo. La llamaban Paulinha. Que me había tomado por juez de la comparación lo deduje de su mirada, cuando se halló entre la madre y la hija y yo las miraba a las tres. La madre y la hija espiaban mi mirada y mi sonrisa. La criadita las esperaba. Fue uno de esos instantes que duran eternamente, una de esas situaciones de las que no se sabe qué puede resultar. Eché mi mano a la copa del vino, la llevé a los labios, las miré; primero a Regina, después, a la criada; por último, a María de Fátima. Intenté que cada una de ellas creyera que ofrecía mi libación a su belleza. La criada, por lo menos, lo creyó, a juzgar por la sonrisa fugaz que esbozaron sus labios. Las otras no parecieron descontentas. De buena gana me hubiera echado las manos a la cabeza. Mientras tanto, don Amedio hablaba con la mayor seriedad de piscifactorías, una industria que empezaba a desarrollarse en los Estados Unidos y que muy bien pudiera ensayarse en nuestro río, rico en truchas.
Siguió el almuerzo, que sirvió Paulinha, ayudada del criado negro, que la comía con los ojos ante la indiferencia despectiva de la muchacha. No puedo recordar de qué se habló, porque yo estaba obsesionado con el triángulo insólito, del que se seguía una interrogante que yo me podía plantear sin dificultad, aunque no responder. ¿Por qué siendo rivales mantenían en la casa a aquella moza, habiendo en los alrededores aldeanas zafias, o por lo menos bastas, que no podrían oscurecer en su belleza a las señoras, ni siquiera paliarla? Se me ocurrió la crueldad como solución, pero no la acepté por sencilla: acaso la crueldad fuera uno de los componentes de sentimientos más complejos y quién sabe si más inconfesables. Paulinha se movía con toda seguridad, y a veces sus respuestas, en una lengua musical y no muy clara para mí, sonaban a impertinentes. Como se retrasase en servir el café, la señora se lo advirtió, y ella le respondió francamente que Francisco, el criado, no la dejaba en paz. Regina le ordenó que trajera la guitarra. Antes de entregársela, Paulinha la rasgueó, como para enterarme de que también sabía tocarla. «Llévate esto y no vuelvas», le dijo la señora. «Así lo haré». Y, dirigiéndose a mí, me preguntó si iba a tomar coñac. Las miradas de desafío se cruzaban entre Regina y la criada. María de Fátima había quedado un poco al margen. Sentada en una esquina del sofá, con las piernas recogidas, aunque generosamente manifiestas, daba la impresión no de batirse en retirada, sino de un retroceso táctico, como si la batalla entre su madre y la criada no la afectase. Una vez me miró. Lo interpreté como si me hubiera dicho: «Ya verás de lo que soy capaz cuando estas dos se hayan destruido». ¿Quién a quién? Paulinha no volvió a aparecer. «¿No le importa que le cante unas canciones de Brasil? Son muy hermosas». Regina se dirigía, naturalmente, a mí. «Se lo ruego». Tentó la guitarra y empezó a cantar. Algunos versos se me evocan.
A gente fría desta terra sem poesía
nemfaz caso desta lúa nem se emportapel o luar.
En quanto a onza, la na verde capoeira
leva urna houra enteira vendo a lúa a soluçar.
Aquella voz estaba hecha para cantar, no había duda: para cantarle a un hombre al que decir después: «Te quiero. Llévame a la cama». O quizá también: «Mátame o te mataré yo». Admito que mi experiencia en interpretar voces sea un tanto caprichosa y, desde luego, literaria. Escuchando a Regina, venían a mi recuerdo las de Ursula y Clelia: las dos habían sido apasionadas, y, sin embargo, ¡qué limpieza, qué sencillez! No se podía esperar de ellas pasiones elementales. La voz del Moro de Venecia tenía que ser así. En cualquier caso, era una clase de belleza que conocía y sentía por primera vez: esa belleza que acompaña al sexo, que lo expresa en toda su hondura, en toda su exigencia. Don Amedio empezaba a adormecerse, y la tarde, gris como estaba, caía ya. Por segunda vez me sentí sofocado por el calor, por las plantas, por la evidencia del sexo, como si me hubieran metido en una estufa en cuyo fondo me esperase una mujer desnuda. El tiempo que cantó Regina no sé cuánto fue. La interrumpió María de Fátima. «Bueno, mamá. El señor de Alemcastre lleva ya cuatro o cinco horas con nosotros. ¿No te parece justo que le devolvamos la libertad?». Y dirigiéndose a mí: «Yo te llevaré en mi coche. Mandaremos el tuyo con un criado». Protesté de que mi casa estaba cerca, pero no pude zafarme de la invitación, casi de la imposición, de María de Fátima. La verdad es que tampoco puse mayor interés. Deseaba quedarme a solas con ella y escucharla, esperando que sus palabras me sirvieran de clave. Pero apenas dijo nada durante el corto trayecto. Sólo cuando habíamos entrado en mi jardín y el coche caminaba lentamente por la avenida de eucaliptos me dijo: «Yo también sé cantar, pero además bailo. Un día lo haré para ti». Rehusó la invitación para tomar un té conmigo, me dejó a la puerta, casi en brazos de la miss, temerosa de que ya me hubiera raptado. La tranquilicé con una mirada.