MADAME CLAUDINE ME REPROCHÓ que ninguna chica me durase más de un día, o a lo sumo dos, y le echó la culpa a mi preferencia por mujeres de cierta clase, como lo eran evidentemente Ursula y Clelia. De ésta llegó a decirme que cómo podía durarme una mujer que usaba un sombrerito como el que había traído la última vez, porque esa clase de mujeres cambia de hombre como de sombrero. «Lo que tiene usted que buscarse es una chica corriente, de tantas como hay esperando un amor, y no complicaciones. Hay muchachas excelentes en París para un hombre como usted, como esposas o como amantes. Hágame caso». No hubiera entendido mis razones, no porque no fuese espabilada mi portera, sino porque me vería en graves aprietos para razonar. Recibí una tarjeta de Clelia desde el puerto inglés al que había ido para embarcarse, y varios días después, un cablegrama de llegada desde Nueva York. Ambos decían lo mismo: «Estoy bien. No me olvides». ¿Cómo iba a olvidarla? Jamás mujer alguna hizo dar más vueltas a mi cabeza en un intento de entenderla, hasta el punto de quedar las noticias de la guerra lejos de mi preocupación constante. Lo advirtió el señor Magalhaes. «¿Está usted enamorado?». «Más bien desenamorándome, aunque con dificultad». «Un clavo quita otro clavo, amigo. Búsquese cualquier chica». Creo haber dicho que Clelia no era misteriosa, aunque sí incomprensible. Intentaba entenderla con los pocos datos que tenía de ella, datos inseguros, recargados de conjeturas y de suposiciones, porque, lo mismo que me había mentido el primer día, podía haberme mentido esta vez, podía haber representado un papel, o simplemente podía haberse divertido a mi cuenta, aunque mi orgullo y el recuerdo de ciertas ternuras habidas en el bosque me hicieran rechazar la hipótesis. No había dejado de pensar en ella, cuando recibí una larga carta, escrita en Nueva York en las horas inmediatamente anteriores, según ella, a su ingreso en el sanatorio. Era una larga carta cuya sustancia podía resumirse en el recuerdo del aplacamiento, de la paz interior que las horas pasadas conmigo le habían causado, y reforzaba la afirmación añadiendo que yo «había encadenado su demonio», aunque mi ausencia pronto le permitiría, supongo que al demonio, deshacerse de las cadenas y quedar otra vez dueño de su alma. También se preguntaba si, queriendo huir al infierno, no habría caído en él, pues la impresión habida del sanatorio, durante la visita preliminar, era la de una cárcel perfecta y fría. Sin embargo, ella lo había elegido; ahora aceptaba las consecuencias. Dedicaba unas líneas a descubrirme el Nueva York que había paseado en las últimas horas de su libertad. «Me gustaría llevarte de mi brazo y contemplar juntos lo que vi. No deja de ser fascinante, pero no creo que sea una ciudad hecha para el amor: aquí, los que se aman tienen que crearlo todo menos la cama, que ésa no te la niegan. La gente tiene mucha prisa, y el amor requiere calma y, sobre todo, silencio, ese que nos acogió en el bosque aquella tarde que no olvidaré jamás. En el infierno en que voy a entrar sé que lo hay, pero de otra clase. Se adivina que algo que está en las paredes no deja pasar los ruidos, pero recuerdas los que quedan fuera, y los sigues oyendo. No sé cómo será tu Lisboa; en cualquier caso nunca iré allá si no es para encontrarme contigo». No volvería a escribirme porque, en el sanatorio, estaba prohibido. «Tampoco sabré cómo marcha tu guerra, pero me asistirá la esperanza si me prometes que no irás allá. Hazlo en voz alta, y yo lo escucharé, por mucha tierra y mucho mar que nos separen. No vayas allá. Todos están locos en el mundo, nadie tiene razón; para vivir hay que esconderse». Se despedía: «Espero en mi corazón que volveremos a vernos». La posdata venía en francés: «C’est posible que je soie enceinte. Je ne le sais pas encore. N’est ce pas merveilleux?». Así, escuetamente, sin más precisiones, sin hacerme responsable, sin aludir siquiera a la tarde de Vincennes. Aquellas pocas palabras me dejaron de repente frío y con un sentimiento nuevo, aunque de temor. Pude sobreponerme y atribuirlo al capricho, a la imaginación, al deseo, ¡qué sé yo!, de Clelia. La realidad indiscutible era que la historia me había arrebatado a una mujer que amaba y, ahora la locura se llevaba a una que podría haber amado. Clelia me había dejado un retrato diminuto, una foto burocrática arrancada de su permiso de conducir. La coloqué en una esquina muy visible del retrato de Ursula. Y no creo haber traicionado con esto ni a Ursula ni a Clelia; si en cierto modo se parecían, o coincidían en ellas algunos caracteres, incluso físicos, en mi ánimo iba siendo una sola y única mujer. Explicarlo es difícil, al menos para mí. No soy de esos que buscan «la mujer», menos que nada «la mujer ideal», pero es inevitable que las figuras, cuando se alejan, se confundan.
«Mi guerra», como la llamaba Clelia, se iba aclarando y complicando al mismo tiempo. Había rebasado, tiempo atrás, la condición de levantamiento; la media España rebelde se convertía, por etapas, en Estado. Por las noticias que nos llegaban, también ellos se habían agenciado una ideología, en cierto modo improvisada y de segunda mano; una ideología ambigua, aunque se le llamase generalmente bando fascista. Tanto Alemania como Italia ayudaban a los rebeldes, quienes ofrecían al mundo, para mayor complicación, la realidad de las dos Españas, o más exactamente, las dos Españas de siempre hechas realidad visible y combativa. Si en un principio las cabezas de la rebelión estaban dudosas, hacía ya meses que el general Franco las capitaneaba y las simbolizaba. Su retrato solía aparecer acompañado de obispos y generales, y, si solo, de malos adjetivos. Pocos eran los comentarios que mantenían una actitud objetiva y seria, y en cuanto a los corresponsales de guerra, prestaban mayor atención a los detalles pintorescos o dramáticos que a la contienda. Para desesperación de Magalhaes, las simpatías populares iban hacia los republicanos, espontáneas o provocadas. Nunca, ni durante la guerra universal que siguió, llegué a presenciar mayor acumulación de propaganda. Ni siquiera en los momentos más peligrosos de la política de Hitler gritaron más los periódicos, gritó más la gente. Llegó un momento en que comprendí que el problema de mi país había excedido las fronteras, era un problema del mundo, pero no exactamente el dilema que, en años anteriores, se nos había propuesto: o Roma o Moscú, por mucho que el señor Magalhaes lo siguiera creyendo. Con frecuencia se veían en el cine escenas de la contienda: ante ellas no conseguía mantener mi deseada frialdad; me hubiera avergonzado de mí mismo si no me sintiera escalofriado cuando saltaban por el aire los cuerpos sin culpa de los soldados al estallar una granada. También abundaban las fotografías horribles, los muertos abandonados en las cunetas, las ciudades destruidas. Creo que si algún entusiasmo político, alguna clase de fe, me hubiera llevado a pelear con uno u otro bando, el fuego de la participación, la embriaguez del peligro, me habrían impedido sentir como sentía todos aquellos horrores. Pero estropeaba la espontaneidad de mi corazón al preguntarme si actuaba como un mero sentimental, o si mis repulsas nacían de una conciencia moral adquirida sin querer, sin darme cuenta. Hoy mismo no podría decirlo con claridad, pero me inclino por la solución de la mezcla.
Empezaba a sentirme incómodo en París. No faltaba entre la poca gente que conocía quien me preguntase con insistencia si no pensaba regresar a España a defender la libertad; otros, menos conocidos, daban por supuesto que yo era un fugitivo del bando azul, en tránsito para la zona roja. Los franceses partidarios de Franco no me eran simpáticos, aunque reconociese la excelente prosa de Maurras y su acerado ingenio. Madame Claudine no me hacía de esas preguntas, sino de otro jaez: «¿No le preocupa la guerra de su país? ¿No tiene allá familia? ¿Recibe noticias? —Y también—: ¿No estarán preocupados al no saber nada de usted?». No sé qué habría pensado de mí si llegase a conocer la realidad profunda de mis sentimientos. Madame Claudine era una buena patriota francesa, una patriota sin contradicciones, como debe ser, y no entendía que a nadie le pudieran caber dudas acerca de la propia patria; pero Francia no estaba en guerra civil. Los franceses resolvían sus diferencias de modo bastante menos ruidoso, y, por supuesto, menos trágico. ¡Son cartesianos hasta ese punto! Hubo momentos en que pensé que la guerra española les servía de vacuna, y eso lo digo como elogio. ¡Quedaba tan cerca el mal ejemplo! Sin embargo, tiempo después también pasaron por una experiencia semejante. Entonces, y en relación con Francia, yo también podía ver los toros desde la barrera, aunque no muy seguro de que el toro no la saltase. Pero esto es adelantarse en las consideraciones.
Empecé a preparar mi regreso con una carta a Simón Pereira: una carta bastante sincera en la que le preguntaba francamente si creía que Lisboa era un buen lugar para mí. No tardó mucho en responderme; me aseguraba que había pensado varias veces en mi situación, y que, por supuesto, no me aconsejaba el regreso a España, donde inevitablemente me cogería la guerra de un modo u otro, aunque siempre peligroso. «Pero no crea usted que la situación en Lisboa le será fácil. La actitud oficial es favorable al general Franco, a cuyo bando pertenece el embajador. Sin embargo, en Lisboa hay gente de ambas partes, y en cierto modo es también un campo de batalla, aunque de palabras e intrigas. Aquí tendría que definirse, aunque sólo sea en apariencia, salvo en el caso, nada difícil, de que prefiera usted hacerse ciudadano portugués; pero es también un modo de alinearse. Cuando el mundo anda tan dividido como lo está ahora, si no se cae de un lado, se cae inevitablemente del otro. Aunque siempre nos quede el recurso de la hipocresía y el disimulo, para lo cual se necesita cierto talento. ¿Por qué supongo que usted lo tiene? Si no me equivoco, si está usted seguro de sí mismo, entonces le aconsejo que venga. Nosotros haremos por usted lo que sea necesario». ¿Nosotros? ¿Él y su padre? ¿El banco en que tenía mis dineros? Al leer aquella carta renació en mí la vieja sensación de sentirme protegido como un niño al que se ha dejado salir al mundo con las debidas precauciones, un niño sin la experiencia indispensable para saber lo que quiere y buscarlo por su cuenta. Solo ante mí mismo, en aquel breve salón en que habían estado Ursula y Clelia, pero en el que también había pasado largas horas de soledad, en que había estudiado porque no tenía otra cosa que hacer, ni se me ocurría; en aquel salón, digo, me hallé a los veintiséis años largos de edad sin una sola aspiración, sin un deseo concreto que no fuera ir viviendo, no digo que a salto de mata porque tenía la vida asegurada, pero sí bastante al azar de lo que pudiera aparecer tras una esquina. Mi deseo repentino de marchar de París podía justificarse (nadie pedía una justificación, ni siquiera el señor Pereira, junior) en las pequeñas incomodidades que mi condición de español me causaba y a las que ya me referí; pero también es cierto que podía evitarlas sin necesidad de salir de París, que es lo bastante grande como para pasar inadvertido si se desea. O había una razón profunda y desconocida, o se trataba únicamente de un cambio de dirección del viento. Respondí al señor Pereira diciéndole que le avisaría de mi marcha, y una mañana dije a Magalhaes, como sin darle importancia, que empezaba a cansarme de París. «Pero ¿adónde va a ir usted que esté mejor que aquí? Por lo pronto, aquí nadie le reclama para el servicio militar. Y París es París, después de todo». Pocos días después le comuniqué mi decisión definitiva: me iría al mes siguiente. Se entristeció con la noticia, tengo que ser sincero; y empezó a darme consejos políticos: «No se meta usted en esto, no se meta usted en lo otro, mire que de la vida sé bastante más que usted». Pero el hecho de que mi marcha fuera a Lisboa no dejó de satisfacerle. «Y sé que su pluma se estima allí, y que Ademar de Alemcastre tiene lectores. Podría usted aprovecharlo». No se me había ocurrido; menos aún recuperar, en serio, el Alemcastre. Ursula y Clelia me habían amado como Filomeno.
Sin embargo, antes de marchar de París, me quedaba por experimentar la última emoción. Una mañana recibí la llamada de una mujer de acento extranjero que necesitaba verme y me dio una cita precisamente en el café Procope. «Soy muy alta, de aspecto alemán. Llevaré una boina oscura. ¿Quiere darme alguna seña de usted?». Mi sombrero verde, mi abrigo, un paraguas de puño curvo. Magalhaes me preguntó si era la última aventura. Le respondí que ignoraba quién fuese aquella mujer.
Acudí al café Procope. Fue fácil reconocer a aquella walkiria un poco mustia, más alta que yo, de un rubio fuerte y cabellos lacios. No demasiado joven, pero todavía de buen ver. Algo de modales hombrunos ocultaban una feminidad tierna y en retirada: le asomaba, a veces, a los ojos. Me tendió la mano al identificarme. «Mi nombre es Deborah». Me pidió que me sentase a su lado, no enfrente, porque no quería hablar en voz alta. «Soy amiga de Ursula. Más que amiga, compañera. Me entiende, ¿verdad?». Miraba mucho alrededor, examinaba a los que entraban y a los que estaban sentados. «¿Espera a alguien más? ¿Busca a alguien?». «Desconfío», me respondió. Pero tardó en ir al grano. Hablamos primero de la guerra de España: ella había estado en Barcelona, no era muy optimista acerca de la victoria de los republicanos. «Ustedes los españoles son incapaces de disciplina. Allí cada cual es su propio partido y cree que la guerra es cosa suya, y piensan que se gana con valor; ellos lo dicen de otra manera, mientras el enemigo se procura cañones y aviones y obedece a un solo mando. Tengo entendido que en el campo rebelde sucedía algo parecido, pero que ese general que tienen actúa con mano dura y los metió a todos en un puño. Desde mi punto de vista, no es buena noticia. Fuera de esto, los españoles son una gente estupenda, pero jamás serán buenos comunistas. Lo español es el anarquismo, pero la hora del anarquismo no ha llegado». «¿Viene usted ahora de Barcelona? ¿Viene de España?». Me miró y quedó un momento en silencio. «Vengo de Checoslovaquia». «¿Me trae noticias de Ursula? ¿Ha muerto?». «No. Todavía no. Al menos hace tres días estaba viva, en Praga». Abrió el bolso y sacó de él un paquetito. «Me ha dado esto para usted. No quiero entregárselo muy a la vista de la gente, porque puede haber alguien vigilándome; de seguro que lo hay, y darle un paquete sería comprometerlo. Lo dejaré encima de mi asiento para que usted, disimuladamente, lo coja. Es un reloj». No le hice ninguna pregunta. Me entristecí de pronto. Empecé a comer en silencio, y ella también. Bebió bastante vino, pero no parecía hacerle efecto; al menos, no modificaba su mirada. De repente empezó a hablar, como un susurro, casi a mi oído. «Surgió, sin esperarla, una misión peligrosa e importante. Ursula se ofreció. Había que entrar en Alemania, recoger a alguien, salir. Si el riesgo fuera sólo de muerte, no importaba; estamos acostumbrados a sentirla encima un día y otro. Pero hay algo peor: el riesgo de que le metan a uno en un campo de concentración. Entonces, Ursula me dio el reloj y me pidió que se lo trajera a usted, con su último beso. —Repitió—: Lo dijo así, su último beso». La mano grande y fuerte de Deborah apretó la mía. «Cuando piense en Ursula, piense con orgullo. Es todo cuanto tenía que decirle». Habíamos acabado el postre; pidió un coñac con el café. «Yo también puedo caer en cualquier momento. Estoy muy vigilada. Nunca sé si llegaré a mañana, y hoy precisamente tengo el presentimiento de que estoy viviendo mi último día. He visto de lejos a alguien muy peligroso, a un judío traidor a su sangre que actúa de espía, de delator, de asesino. Lo vi y sé que me vio. No está aquí, es demasiado prudente, pero alguno de los presentes ocupa su lugar. Cuando le deje a usted, voy a ir a casa de un amigo, con el que pasaré la tarde y quizá la noche. Tengo necesidad de hacerlo: no es que me lo pida el cuerpo, lo pide este momento de mi vida. Cuando salga de su casa, ¿quién sabe si ése u otro en su lugar me matará? Lo imagino con la mayor frialdad, y hasta es posible que con alegría íntima. Estoy cansada».
Salimos separados del restorán. Yo apretaba en el bolsillo del pantalón el envío de Ursula y me sentía triste. En tales estados de depresión prefería deambular a encerrarme en mi casa. Caminé mucho, y cuando me di cuenta me encontraba en los Campos Elíseos, muy cerca de la embajada española. Se me ocurrió acercarme. Hacía tiempo que conocía, y casi era amigo, de un funcionario de los que no pertenecen a la carrera: un sujeto simpático, interesado por la literatura y por la música, pero profesionalmente muy discreto, como que jamás me había dado una noticia que no hubiera venido ya en los periódicos. No se me ocurrió preguntarme por las razones que me llevaron hasta él, acaso únicamente el deseo de despedirme. En la embajada había el barullo acostumbrado; pero mi amigo, que se llamaba Carlos, permanecía en un rincón de la oficina, indiferente al ir y venir de gentes, a las voces, a las conversaciones o discusiones en dos o tres idiomas. Me dio la mano y me indicó que me sentase y esperase. Por mucho que hablasen y gritasen, no pude enterarme de nada. En un momento especialmente ruidoso, Carlos me dijo: «¿Acepta usted una invitación a cenar? Está aquí alguien a quien le gustará conocer y escuchar». Me pasó un montón de periódicos republicanos para que me entretuviese. Cada periódico era un conjunto de gritos tipográficos, algunos de ellos patéticos y hermosos. Auguraban la victoria, pero se percibía el oculto temor de la derrota. Parecían estar escritos por grupos de exasperados cargados de razón a los que la historia se la quita. Estuve mucho tiempo leyéndolos, fue mi primera experiencia relativamente directa de lo que era la España republicana, y creo haberlo percibido con bastante claridad. Hubiera seguido horas y horas enfrascado en aquella lectura. Carlos me sacó de ella. «Mira, te quiero presentar al comandante Alzaga, que cenará con nosotros». El comandante Alzaga vestía de paisano, y, más que un militar, parecía un intelectual. Incluso llevaba gafas bastante gruesas de miope. Salimos juntos. Carlos escogió el restorán y los vinos. No había dejado de hablar de trivialidades más o menos consabidas, cosa no acostumbrada en él. Siempre ponderado y discreto, daba la impresión de que con aquella garrulería consumía el tiempo vacío hasta la llegada de las palabras serias. Hasta después de la sopa el comandante no me preguntó: «Y usted ¿qué hace aquí?». «Esperar», le respondí. «¿A que termine la guerra?». «No creo que aguante tanto». «¿Es usted un escapado de la zona rebelde? ¿Está usted de nuestro lado?». «Le confieso, comandante, que estoy perplejo. Nunca tuve una ideología política muy clara, por no decir que carecí de ella, que es lo más cierto». Carlos intervino: «El señor Freijomil viene a verme con frecuencia, pero no creo que haga lo mismo con nadie del otro bando». «La verdad —añadí— es que no los conozco. Salvo mi jefe, que es decididamente franquista, pero no es español». «¿Su jefe?». «Trabajo para un periódico de Lisboa». El comandante Alzaga sonrió: «Por allá, por el Tajo, no estamos muy bien vistos». «Ya lo sé». Esta conversación la interrumpió la llegada de la camarera. Era una chica guapa y descarada que atendía al comandante y que a Carlos y a mí nos ignoraba. «Le ha gustado usted a la chica», comentó Carlos, y Alzaga lo recibió sin demasiado entusiasmo. La verdad es que la cosa no estaba para hablar de chicas. «Por primera vez —dije yo— he podido leer los periódicos republicanos. Lo estaba haciendo cuando usted llegó, comandante». «¿Qué le parecen?». Fui sincero, y él me respondió, también sinceramente: «No se equivoca. La convicción del triunfo nos duró muy poco. No dudo de que haya gente en el pueblo que aún lo espere, aunque muchos confundan la esperanza con el deseo. Pero nosotros tenemos más dudas que certezas». «¿Ustedes? ¿Quiénes son ustedes?». «Yo pertenezco al Estado Mayor Central. Dentro del ejército, soy eso que ellos llaman un intelectual; es decir, un tipo incómodo lo mismo en mi bando que en el otro. Los ejércitos, como cualquier otra clase de estamento, se rigen por tópicos, más fuertes que las ordenanzas y que los reglamentos. Y nosotros los intelectuales somos los encargados de destruirlos, de poner la verdad en su lugar, un oficio muy duro, un trabajo que nadie agradece. En mi caso, he luchado contra los tópicos de los políticos que han perjudicado la guerra». Le pregunté, ingenuamente, si había abandonado a los republicanos. «No. No los abandonaremos jamás, porque yo lo soy y no puedo dejar de serlo. Permaneceré en España hasta el final, hasta que Franco me fusile. Si ahora estoy en París, es porque formo parte de una de esas comisiones secretas que intentan convencer a los de enfrente de que ha llegado la hora de la paz. Una gestión inútil. Franco no acepta condiciones, no acepta más que la rendición total, o, al menos, es lo que dice, a sabiendas de que nosotros no vamos a rendirnos, es decir, a sabiendas de que la guerra va a continuar hasta que nos aplaste. Pero él necesita aplastarnos no por razones estratégicas, ni políticas, ni siquiera morales, sino personales. Lo conozco muy bien al general: he trabajado con él». «Pero ¿están las cosas tan mal?», preguntó Carlos. «No de momento. Teóricamente, la guerra no está perdida, pero tampoco ganada. Si los contendientes hubiéramos sido sólo republicanos y rebeldes, nos habríamos bastado. Lo malo fue la internacionalización de la guerra. De ahí viene el desequilibrio actual, pero también es posible que pueda ser mayor aún, y, en este sentido, nada se puede predecir, salvo el riesgo de que la guerra de España se convierta en guerra de Europa. Es lo que queremos evitar algunos políticos, algunos militares; queremos evitarlo, ante todo por España, que saldrá malparada de esta guerra, pero que quedaría enteramente destruida si la guerra se generalizase. Es lo que intento hacer ver a esa gente con la que trato, algunos de ellos antiguos compañeros de la Escuela de Estado Mayor. Ellos lo comprenden, pero su general no». «Pero a él no le conviene una guerra europea». «Naturalmente, y lo sabe. No es nada tonto el general, ni nada apasionado. Pero intenta anticiparse». «De todas maneras —dije yo—, está bastante comprometido. Le sería difícil mantenerse neutral en una guerra europea». «Le sería imposible, pero sólo teóricamente. En la historia, muchas cosas imposibles llegaron a ser reales».
La conversación recayó sobre mí. El comandante me preguntó si había pensado alguna vez en América. «Para la gente como usted, entre dos fuegos, no es mal lugar. ¿Tiene una carrera, algo que pudiera servirle allá?». «Unos cuantos diplomas de la Sorbona, cursos de literatura y de historia; es decir, nada». «Pues yo no le aconsejo que vuelva a España. Allí no será usted sino un soldado más, destinado a la muerte, lo mismo en un bando que en el otro. Y si consigue esperar, y triunfa Franco, tampoco le será fácil vivir allá. Usted, por lo pronto, debe ser prófugo». «Fui declarado inútil para el servicio militar». «Estas circunstancias no se tienen en cuenta cuando hacen falta hombres en las trincheras». Tuve el valor de preguntarle: «¿Me desprecia usted, comandante, por mi indecisión?». «No. Entiendo la libertad de los individuos hasta ese punto. Si usted pudiera ser allá algo más que un soldado, le recordaría sus obligaciones morales. Pero ¿de qué nos puede servir? Un soldado más, una boca más, una muerte más. O en el peor de los casos, un derrotado más».
Me causaba admiración y respeto aquel hombre fino, inteligente, probablemente valioso, que se disponía a morir, aunque bien pudiera evitarlo. Carlos me había hablado alguna vez de gentes que venían a París con misiones más o menos imaginarias y que encontraban pretextos para no regresar. A algunos, y me citaba nombres, los habían enviado para eso. «Comandante —le dije—, no hay situación, por dramática que sea, que no admita un paréntesis. Conozco bien París; podría llevarle a algún lugar divertido». El comandante miró a Carlos; éste le dijo: «Sí, hombre, anímate. Con unas copas de champán no traicionas a la república». Los llevé a un cabaret no demasiado brillante, escaso de turistas y no muy caro, donde, al final del espectáculo, como en muchos otros, bailaban el cancán. Debo confesar mi debilidad por aquel baile como por muchas otras cosas de París que caben dentro de la palabra canaille, incluidas las casas decrépitas de los barrios viejos. Un mundo que me había interesado, que había descubierto a partir de algunos pintores, y que había buscado y recorrido hasta empaparme de él. Era un mundo en que el mal se mostraba en formas frívolas; un mundo que ocultaba miseria, vicio, pecado, degeneración, desesperación. Ese mundo existe en todas partes, en todas las ciudades grandes, pero sólo París ha sabido darle gracia, cuando no poesía. Acerca de él hablamos el comandante y yo, mientras la orquesta ejecutaba piezas de Offenbach y las bailarinas mostraban el trasero. El comandante Alzaga podía ser comprensivo para las posiciones políticas vacilantes, como la mía, pero su moral era rígida, a la española más castiza. Desaprobó el espectáculo y nos marchamos. «Sería mucho pedir —dijo en el taxi que nos llevaba— que el mundo dejara de divertirse mientras mueren nuestros soldados. Nunca la solidaridad de unos hombres con otros ha llegado a tanto. Lo comprendo, pero no lo puedo presenciar».
Dos días después marché de Francia, en un barco inglés que hacía la travesía de Inglaterra a Argentina, con escala en Lisboa. Iba sin esperanza y en mi corazón pesaban los recuerdos.