VI

AQUELLA MAÑANA SOLEADA Y CALIENTE, las vendedoras de periódicos voceaban los sucesos de España. No creí necesario comprar ninguno, ya que los tenía todos en la oficina y estaba seguro de que el señor Magalhaes se habría tomado el trabajo de subrayar con lápiz rojo lo que me importaba saber. Pero lo hallé alborotado, casi fuera de sí. «¿Se ha enterado, Freijomil? ¿Ha leído la prensa? ¡Mire, mire!». Me mostró un montón de titulares. Con caracteres de tamaño desacostumbrado se daba la noticia de que en España se habían sublevado los militares contra el Frente Popular. «¡Los de África, Freijomil, los militares de África! ¡Y en todas las capitales importantes, también en Madrid! ¡Mire, mire los mapas!». La cosa me había cogido tan de sorpresa que no sabía qué responder. Leí ávidamente las noticias, de cuya confusión sólo podía deducirse como cosa segura que había un levantamiento, no de todo el ejército, pero sí en todas partes. Yo creo que, por primera vez en el tiempo de nuestras relaciones, levanté la mirada hacia el señor Magalhaes, una mirada interrogativa. «¿Y yo qué voy a decirle, Freijomil? Sé lo mismo que usted». «Si me lo permite, me gustaría darme una vuelta por la embajada. ¿Por qué no me acompaña? Después de todo, no hay nada que hacer. La noticia de la jornada es ésa, y el centro de la información está en Madrid». «Tendremos, al menos, que contar a los portugueses cómo se ven aquí las cosas». «Pues más o menos como en Lisboa y en cualquier parte del mundo. Lo que dicen esos periódicos lo puede usted resumir en un periquete, o, si lo prefiere, se lo resumo yo». «Pero la calle… Habrá que decir algo de la calle». «Pues lo que pase en la calle no lo podemos averiguar aquí metidos. Vámonos». Se convenció y vino conmigo. Fuimos directamente a la calle de Jorge V. Había gente apostada delante de la embajada, gente que vitoreaba a la República española, cuya bandera estaba izada en un balcón. Intentamos entrar, pero no nos lo permitieron, ni aun después de haber mostrado nuestra documentación de periodistas. Nos metimos en un café cercano, en los Campos Elíseos, y desde allí pudimos ver grupos de jóvenes, algunos con banderas españolas, que gritaban y cantaban. Cuando salimos, alguien con aspecto de líder, o, al menos, acostumbrado a dirigirse a las masas, se había encaramado a un banco, había congregado gente a su alrededor, y decía a voz en grito que Francia no podía permitir que el fascismo se instalase en los Pirineos. Propuse a Magalhaes que lo escuchásemos. Era un buen demagogo: procedía por afirmaciones y negaciones absolutas, con intervalos apocalípticos. «¿Qué va a ser de Francia y de la libertad, acosados por tres países fascistas?». «Ya que no pudimos entrar en la embajada, vamos al consulado». Lo hicimos en taxi; pagué yo. En el consulado era más fácil entrar. La gente no estaba fuera, sino dentro. No vociferaba fuera, sino dentro; no gritaba en francés, sino en español. No hablaba un solo orador, sino todos al mismo tiempo, cada cual auditor de sí mismo, si bien es cierto que todos coincidían en que la república estaba en peligro y que había que defenderla. Yo no conocía a nadie en el consulado que pudiera darme alguna información, de modo que regresamos a la oficina, a redactar unas cuartillas. El señor Magalhaes declinó en mí el honor, ya que el mayor interés era el mío. Me limité a describir lo que había visto.

Los diarios de la tarde repetían las noticias de la mañana, pero añadían declaraciones de algunos políticos, quitando importancia a la sublevación, hablando con desdén del «pronunciamiento». Alguno de los periódicos llegaba a decir que ya estaba prácticamente dominado; otro, que se había circunscrito a las guarniciones de Marruecos, sin apenas repercusión en la península. Mucho más interés tenían algunas crónicas, en que describían al pueblo en la calle, las manifestaciones espontáneas, la intervención de los sindicatos, la colaboración popular en el ataque a los sublevados, por lo menos en Madrid y Barcelona. «¿Usted cree que serán capaces de salir adelante? ¿Usted cree que los militares podrán más que el populacho?». El señor Magalhaes estaba mucho más preocupado que yo, y no porque me sintiese ajeno a lo que sucedía, sino porque intentaba considerarlo con serenidad. Nunca como aquellos días deploré mi desconocimiento de la vida española, de su política y de sus problemas, aunque sólo fuera porque, de pronto, las apariencias eran de gravedad, aunque aquel mismo día, en las últimas ediciones de los periódicos, se decía que el gobierno de la república había dominado la situación. Curiosamente, todos los que leíamos eran de izquierda y de centro, simpatizantes todos ellos del gobierno de la república. Sugerí a Magalhaes que, al día siguiente, trajese también los de derechas, cuya lectura seguramente tranquilizaría. Pero los periódicos de la derecha se limitaban a gritar lo que habían gritado siempre, esta vez a propósito de España, y a afirmar y a negar lo que en ellos era habitual. Esperé la llegada de los ingleses. Más comedidos, al menos no gritaban, pero no negaban la gravedad de la situación. El ánimo de Magalhaes fluctuaba entre la imaginación de una España fascista, sin peligro para Portugal, y una España comunista, amenazadora. Su razonamiento era el mismo que el de los demagogos franceses, aunque al revés.

Se inició así un período que duró varios meses, en que la mayor parte de nuestro tiempo en la oficina lo consumíamos en seguir el desarrollo de los acontecimientos y registrarlos en un mapa de España algo anticuado que Magalhaes se había agenciado de no sé dónde. Debo decir que pronto empezó a usarse la expresión de Guerra Civil, aunque las noticias procedentes de España, y muchos de los comentarios franceses, le dieran aún otro nombre. Fuera lo que fuese, en nuestro mapa figuraban, en un principio, pocos y exiguos reductos «azules» de uniformidad dudosa, que se fueron ampliando día a día, unas veces con seguridad, otras con incertidumbre. La pasión de Magalhaes quedaba de manifiesto hasta en el grosor de los trazos que dejaba en el mapa, más tenues los rojos, más poderosos y afirmativos, los azules. Así fueron quedando marcadas en aquel papel el paso de las tropas africanas por el estrecho y las conquistas sucesivas, que imaginábamos bajo un sol ardiente, casi como combates primitivos, soldados con el fusil en la mano y el cuchillo en la boca. Cuando toda la frontera portuguesa estuvo libre de tropas gubernamentales, Magalhaes lo consideró un triunfo definitivo y me invitó a almorzar. «¡Ganarán, ganarán, ya verá como ganan!».

Mi curiosidad inicial, mi desconcierto, se habían transformado poco a poco en una especie de remordimiento difuso, en algo que, desde no sé qué lugar, me acusaba de no sentir con el debido dolor el destino de mi patria. Discutía conmigo mismo, respondía (a veces con sofismas) a mis propias objeciones. No es que empezase a inclinarme hacia alguno de los bandos, sino que sentía la contienda como tragedia y como disparate. Me preguntaba qué razones históricas había para que los españoles no supiéramos dirimir nuestras diferencias más que matándonos los unos a los otros y destruyendo el país. Esa misma pregunta se hacían, tanto en Francia como en Inglaterra, algunos comentaristas desapasionados, y las respuestas que ofrecían se fundamentaban seguramente en un conocimiento de la historia de España superior a la mía. Al menos daban respuestas; yo me quedaba en la perplejidad, en el estupor, y cuando, en la calle, me tropezaba con una manifestación popular pidiendo aviones y cañones para la república, un sentimiento desconocido me apretaba el corazón. Dije que no me inclinaba por ninguno de los contendientes, y debo añadir que la inmediata participación de los italianos y de los alemanes en el conflicto pesaba mucho en mi ánimo. No sólo consideraba a los nazis responsables de mi soledad sentimental, sino que estaba suficientemente informado de sus métodos represivos como para no sentir hacia ellos una hostilidad irreversible. ¿Será posible, me preguntaba, que alguna vez se llegue en España a usar de esos métodos? Al hacer partícipe a Magalhaes de mis congojas, éste intentaba convencerme de que toda noticia referente a los campos de concentración y a la persecución de los judíos era pura propaganda comunista. Pero yo sabía que no. Me hallaba, pues, en la peor de las indecisiones. Fue aquél un espantoso verano. Con sol o con lluvia, yo caminaba por París obsesionado y, al mismo tiempo, alerta a cualquier noticia nueva, comparador de todas las ediciones de los periódicos vespertinos, lector ávido de todas sus verdades y de todas sus mentiras. En los escasos momentos de lucidez y de frialdad de ánimo, me proponía adoptar mi habitual postura de contemplador de la realidad; pero el relato de cualquier barbaridad cometida por uno u otro bando me devolvería a la inquietud, a la obsesión, a la angustia. El señor Magalhaes llegó a compadecerme. «¡Y yo que le tenía a usted por un viva la Virgen!». No lo dijo así, exactamente, pero es la mejor traducción que puedo dar a lo que dijo.

Fue por los días en que las tropas sublevadas habían llegado a Toledo. En los periódicos se hablaba de heroísmo y se traían a colación recuerdos históricos. A mí me conmovía la destrucción del Alcázar, las torres derribadas, los arcos rotos. El señor Magalhaes, más humano que yo, insistía en los matices épicos del acontecimiento, si bien en la historia de Portugal no hallase nada a que compararlo, ya que el sitio de Viseu no le parecía lo bastante similar. Sonó el teléfono. Lo cogió Magalhaes, escuchó y me lo pasó. «Es su portera». Madame la conciérge me comunicó en voz alterada que «ella había estado allí». «Ella, ¿quién?». «La del niño, señor. Ha dejado una nota escrita para usted». Le pedí que me la leyera: Clelia me rogaba que acudiera a una cita, precisamente en la escalinata de la Magdalena, a la una en punto de la tarde. «Dice también que lo invita a comer». Siendo cosa de mujeres, Magalhaes me autorizó a marcharme, con una sonrisa aprobadora. «Hace usted bien. En el estado en que está lo mejor que puede sucederle es meterse en un lío de faldas. Eso siempre ayuda a olvidar o, al menos, distrae». Pasé, sin embargo, por mi casa para cambiarme de ropa, y estuve en la Magdalena un poco antes de la una. Clelia no había llegado o, al menos, no la vi. La esperé al sol varios minutos. Fumé dos cigarrillos y paseé de cabo a rabo la escalinata: exactamente el penúltimo tramo, si se cuenta de abajo arriba, Clelia apareció a la una y diez. Había cierta aglomeración de tráfico, y ella llegó en un cochecito biplaza, de color corinto, no de los últimos modelos, pero sí de buena marca. Traía un traje de verano estampado y un sombrerillo que ni puedo describir ni definir: uno de esos «algos» a la vez apretados y sueltos, informes y a la vez tremendamente formales, que sólo las mujeres de París son capaces de encasquetarse encima del peinado. El de Clelia venía suelto; le caía osadamente hasta media espalda, y en tanto se acercaba, yo me preguntaba en virtud de qué paradoja estética aquel sombrero le iba bien a aquella cabellera. Se detuvo delante de mí. «¿No va usted a preguntarme nada?». «No más de lo que usted me permita». Las razones que tuvo para cambiar de repente el tratamiento las ignoro: «¿Te has acordado de mí?». «No es fácil olvidarte». Entonces se me acercó y me dio un beso. «Te encuentro desmejorado. ¿Es por tu guerra?». «Quizá sea por la guerra». «¡Qué lástima!, ¿verdad? Las cosas de las que uno no tiene culpa se entrometen en la vida y la estropean». Me cogió del brazo. «Vamos a almorzar aquí cerca. Te has puesto muy guapa; te lo agradezco». Y después de unos segundos añadió: «Te confieso que cuando curioseé en tu armario, aquella noche, este traje me gustó mucho».

Como siempre, empezaba a suceder algo imprevisible cuya iniciativa no me pertenecía. Como siempre, me dejé llevar. Nos metimos en el coche, detenido ante la escalinata, y me llevó a no sé qué lugar no demasiado lejos, creo que al Chausée d’Antin, o por allí. Un restaurante pequeño, pero elegante, donde la gente susurraba. El maitre la llamó «Madame», y ella a él, Pierre. A la hora de elegir los vinos, le rogué que lo hiciera ella; me acordé de los consejos de Simón Pereira. Dijimos algunas bagatelas, retrasando uno y otro lo que había que decir y lo que había que callar. Fue ella quien lo hizo. «Desde que empezó tu guerra, ando preocupada por ti. Llegué a temer que te hubieras marchado a España, y me alegro de que aún estés aquí». Y algo más tarde: «Si hubiera seguido mis impulsos, te habría buscado al tercer o cuarto día de la guerra. Pero tuve la suficiente serenidad para comprender que, de haberlo hecho, no nos habríamos separado ya, y esto podía dañarte. Ahora ya no importa: mañana salgo para Estados Unidos. Sólo podremos estar juntos unas horas». Y más adelante aún: «Sé de mí misma que soy una mujer peligrosa. Nadie puede convencerme de que mi marido no se haya suicidado por mi culpa, y eso basta. Algo me pasa, no sé lo que es. Voy a Estados Unidos en busca de curación. Si regreso satisfecha de mí misma, volveré a buscarte». Habló implacablemente de su carácter inestable, inaguantable. Y en un aparte de la conversación dejó caer que era judía; entonces me miró fijamente, y recordé a Ursula cuando me dijo que ella, en parte, también lo era. Mi respuesta fue parecida. «Poca gente habrá en la península Ibérica que no tenga alguna sangre hebrea. Yo, desde luego, la tengo». Esto pareció tranquilizarla, y quizá le hubiera facilitado lo que vino después: que sus padres eran ortodoxos observantes y que ella, aunque ya no lo fuera, sino absolutamente agnóstica, sentía cierto temor a las maldiciones paternas. «Mi padre me maldijo cuando me casé con un cristiano, y acaso hayan sido sus palabras terribles la culpa de aquel fracaso». No añadió que le horrorizaría fracasar también conmigo, pero lo dio a entender.

Hablaba de sí misma dando rodeos, como quien teme y desea aproximarse a la revelación final. «Tengo una maraña en la cabeza —como quien dice que tiene la cabellera enmarañada—. A veces no es un revoltijo, sino un vacío, algo espantoso, porque es un vacío helado». Tenía el café delante cuando se decidió a decir: «En realidad, estoy endemoniada. No creo en Dios, pero en el demonio, sí, porque lo vi. Fue un atardecer, allá en mi aldea, salió de la neblina, me miró, se apoderó de mí. Desde entonces está dentro y me domina. Yo peleo contra él, no creas que me dejo llevar; pero él es quien gana. A veces se oculta, queda en silencio; si entonces me atrevo a mirar en mi interior, lo descubro, agazapado, riendo. Es un viejo demonio muy conocido de nosotros, los judíos. Está en la Biblia, y de allí sale para atormentarnos, para dominarnos. —Y como yo me limitase a mirarla, a escucharla, continuó—: Ya sé que nadie cree en el diablo, ni siquiera los curas católicos. Yo fui a uno de ellos a que me exorcizase, y me rechazó. Dicen que los psicoanalistas son ahora los que quitan los demonios. Por eso voy a uno de ellos».

Cuando terminó el almuerzo, el cielo se había encapotado, y el aire estaba gris. «¿Quieres que demos un paseo por el bosque?». «¿El de Boulogne?». «¡Oh no, eso está muy visto! Vamos al de Vincennes». Yo no lo conocía, y me alegró la invitación. No tardamos en llegar. Dejamos el coche en un rincón, y recorrimos unas cuantas veredas, hasta internarnos en la espesura. Clelia me había pedido que no le preguntase nada, pero ella no hacía más que preguntar, y se mostró muy hábil. Su obsesión era Ursula, como que me sacó aquella parte de la historia que casi rozaba la pura intimidad y aun de ésta intentó saber algo. Preguntó con tal destreza, sabía de tal manera meterse en los vacíos que las respuestas dejaban, que yo sentía cómo Ursula se iba despegando de mí, suavemente, hasta quedar en un recuerdo lejano, recuerdo de un recuerdo. El presente y la vida eran Clelia y aquella tarde de otoño prematuro en que las hojas amarillas de los árboles y las guijas de las veredas parecían susurrar la misma invitación. También me habló otra vez de ella, de una infancia difícil en una aldea polaca, de la emigración de sus padres a París, de la suerte que habían tenido hasta enriquecerse y poderle dar una buena educación. Había estudiado en un liceo y en la universidad, se había especializado en matemáticas, había trabajado con maestros distinguidos cuyos nombres yo desconocía y he olvidado. «Fue mi carácter el que me apartó de los estudios. No sé qué hay dentro de mí que permite coexistir lo más razonable, con lo puramente irracional, casi con la locura, una locura lúcida, sin embargo. Cuando me hartaba de las matemáticas cerraba el libro o apartaba el cuaderno, y elucubraba sobre el amor y el sexo, porque eran lo más fácil de lo que oía hablar; pero yo buscaba algo más, no supe nunca qué, no lo sé aún. Pero me he hundido en verdaderos abismos, abismos desconocidos, de los que no sé cómo salí. También era, y sigue siendo, como si me dividiese en dos, y pudiera pasar de la una a la otra como se cambia de piso. Encontré un hombre, me casé sin pensarlo, no fuimos felices (ya te lo dije, por mi culpa), pero no estoy arrepentida. Ahora ya sé que tengo que poner en orden el otro piso, el embarullado, ese en que habita el diablo; después de que lo haga seré una mujer como cualquier otra y podré esperar le bonheur». Resultó también que había hecho investigaciones sobre mí y que había averiguado bastantes cosas, aunque no las suficientes. «Ahora, después de lo que me has contado de Ursula, sé por lo menos que eres capaz de amar». Toda aquella palabrería transcurrió como un mero juego. Saltaba de los temas importantes a los triviales, y se interesaba, por ejemplo, por mis preferencias literarias o por mi opinión sobre la moda de aquel año. En un momento se quitó el sombrero y dejó que el viento le llevase los cabellos; llegaron a enredársele en un arbusto, dio unos gritos, más ficticios que reales, quizá mera coquetería. También se le cayó al agua el sombrerito, y dejó que el agua se lo llevase. «Es una lástima; se lo había prometido a mi doncella. ¿Qué va a decir cuando lo sepa?».

Conforme caía la tarde, el bosque se ensombrecía, una sombra que no venía de fuera, sino que parecía surgir del mismo bosque, emanada de las frondas. Me preguntó si no me daba miedo, y sin esperar mi respuesta se agarró a mí. «No creo en Dios —me dijo—, pero en los bosques, aun en los más civilizados, como éste, queda algo de misterio, algo que nos sobrecoge y no podemos explicar. ¿No lo sientes ahora mismo?». Era cierto que una aura sutil, aunque sólo fuera de penumbra, nos iba envolviendo, nos penetraba; más aún, nos acercaba. «Aunque no crea en Dios —continuó ella—, es indudable que existe una fuerza superior a los individuos, esto que nos invade ahora, lo que nos acerca cada vez más, y expulsa el demonio de mí, aunque después regrese. Y yo no conozco más que una manera de entrar más adentro, en lo desconocido, de participar en lo que nos rodea. Amar es perderse en otro y perderse en el todo. Pero lo hemos civilizado demasiado. No es lo mismo amarse en el dormitorio de un piso de París que aquí, en el césped. La civilización nos aisla, nos incomunica; me gustaría hacer el amor contigo en una playa, bajo la lluvia, envueltos por el huracán. El césped nos permite derramarnos, salir de nosotros, perdernos en eso que percibimos cada vez con más fuerza. Yo por lo menos. ¿Y tú?».

Después también me dijo: «Es posible que llueva, podemos elegir entre el césped y el automóvil. Yo prefiero el césped». Se salió con la suya. Sólo empezó a llover, y no demasiado, cuando regresábamos. Se había hecho de noche. Llegamos a perdernos, pero no nos dimos cuenta.