NO REAPARECIÓ AQUELLA MUJER que dijo llamarse Clelia, no esperé saber de ella nunca más. Inevitablemente fue tema de conversación, durante algunos días, con madame Claudine, cuya mente melodramática imaginó toda clase de historias, me ofreció toda clase de soluciones y de enigmas: por las mañanas, al salir; por las tardes, al regreso. ¿Las necesitaba yo realmente? Cuando pensaba en aquel episodio, es decir todos los días, e intentaba explicármelo, sólo hallaba una solución, de orden puramente intelectual, para mí suficiente: se trataba de un acontecimiento absurdo, que lo era pura y simplemente porque yo no poseía más que la mitad de los datos, los míos; aquellos por los que le di acogida en mi casa a Clelia durante unas horas, la contemplé, la escuché, la vi marchar. Pero el otro sistema de datos, el suyo, lo ignoraba, y, lo que todavía lo ponía peor, desconocía su naturaleza y no era capaz de imaginarla. Pudo ser una burla, pero ¿por qué y para qué? Por muchas vueltas que le di en mi cabeza a las razones de Clelia para portarse como se portó, no hallé ninguna convincente, y hasta llegué a pensar que hubiera obrado sin razones: por puro capricho, por una apuesta. ¿Quién puede saberlo? Yo, no, por supuesto. Si lo he contado aquí aquel acontecimiento, se debe a su rareza, a su irracionalidad, a su inexplicabilidad, a que, tiempo después, tuvo una secuela. Aunque hubiera partido de un principio caprichoso o, como prefería madame Claudine, melodramático (un niño recién nacido por medio siempre inclina al melodrama), pudo haberse desarrollado de otra manera, pudo incluso haber continuado. Si Clelia me hubiera dicho que deseaba permanecer en mi casa, la habría acogido sin límite de tiempo. Hubiéramos acabado por enamorarnos o, por lo menos, por tener relaciones maritales. O acaso no, ¿quién lo sabe? Pero no considero legítimas ninguna de estas consideraciones. Llegó, se fue, no volvió, no tenía por qué volver. También podía ser una loca: esta idea no se le ocurrió a madame Claudine.
Lo que sí recuerdo es que por aquellos días aproximadamente triunfó el Frente Popular en las elecciones españolas. Una mañana, al llegar a la oficina, hallé muy preocupado al señor Magalhaes. Me mostró los diarios, los grandes titulares con la noticia. «Bueno. ¿Y qué? Era una posibilidad como las otras. No olvide que aquí puede suceder otro tanto». «Sí —me respondió, compungido—. Pero Francia no es limítrofe con Portugal. ¿Qué podemos hacer nosotros si el comunismo se instala en España?». «Recuerde, querido Magalhaes, que España fue hasta anteayer una monarquía, y no por eso se contagiaron ustedes». «Esto es distinto, muy distinto. Esto es la zarpa moscovita que aprisiona a la parte mayor de la península, y que acabará por apoderarse de toda ella». «Bueno, usted, por lo pronto está en París, y hasta aquí no creo que llegue esa zarpa. Ya ve cómo van las cosas». «¡Las cosas aquí van igualmente mal, señor Freijomil! ¡No queda más que Alemania!». «Pues pida que le manden de corresponsal a Berlín. Así podrá entrar en Lisboa con los libertadores cantando la Horísvessertlied». «Ríase, ríase. ¡Ya verá lo que será de su pazo y de su dinero si los comunistas entran en Portugal!». «¿Mi pazo y mi dinero? ¿Quién le dijo semejante cosa?». «¡Todo se sabe, señor Freijomil! ¡Si alguien tiene que temer al comunismo es usted! Yo no poseo más que mi profesión y mi sueldo. Pero ¡usted!… ¡Usted tiene un nombre, un patrimonio!… ¡Usted es un señorito!». (Lo dijo en español).
A partir de aquel día, todas las mañanas, al llegar a la oficina, hallaba sobre mi mesa los diarios con las noticias de España subrayadas en rojo. Las cosas iban mal, efectivamente; por alguna razón ignorada, yo las leía como si no me afectasen, como si fuesen noticias de un país ajeno al mío. No tenía familia en España ni en ninguna parte, ni apenas amigos. ¿Qué me podía suceder? ¿Quedarme sin mi patrimonio español? ¿Y aunque perdiese también el portugués? No dejé de dar vueltas a semejante hipótesis, y creo haberla considerado con libertad de mente. Llegué incluso a concluir que, desde mi punto de vista personal, ambas pérdidas me hubieran favorecido en el caso (que no debía descartar) de que la pobreza súbita me sirviese de acicate. El señor Magalhaes me había llamado señorito, en español, y efectivamente lo era, sobre todo si lo entendemos como designación de un parásito. Era verdad que, en cierto modo, trabajaba; lo era también, en otro cierto modo, que vivía del trabajo ajeno. Esta situación la veía no como una inmoralidad, sino como una realidad de la que no me sentía responsable. Si, de pronto, aquellas circunstancias en las que yo no tenía arte ni parte me obligasen a salir adelante por mi cuenta, tenía en mis manos instrumentos suficientes para hacer frente a la pobreza, para vivir de mi esfuerzo personal, como tantos otros. Y era posible que, así, le hallase otro gusto a la vida, que le hallase algún sentido. ¿Sería entonces capaz de algún compromiso, de algún sacrificio? ¿De alguna ambición, al menos? No me faltaban ideas, pero, a juzgar por lo que veía a mi alrededor, la gente no se movía por ideas, sino por pasiones, más o menos ocultas o disimuladas, cuando no francas y agresivas. Podía llegar a ser dueño de mi destino y no, como entonces y ahora, sujeto pasivo de la historia, juguete del triunfo de los unos o de los otros, indiferente a ellos. Empezó a ocurrírseme marchar a América. No era una solución original, podría ser conveniente, pero América no me atraía ni siquiera imaginativamente. Claro está que aquel modo de pensar, y de esperar, partía de la convicción de que la historia era Europa, y de que, emigrando, podía un hombre cualquiera hurtarse a sus consecuencias. Después comprendí que también en eso estaba equivocado. Si me hubiera decidido a emigrar, la historia también me habría cogido allí, de un modo u otro. Siempre fui pronto a fantasear y a imaginar soluciones, tardo en tomar decisiones. No me importaban ni las unas ni las otras. Y la más cómoda, la que exigía menor esfuerzo, era quedarse en París, como estaba, sin la menor modificación de mi estilo de vida, sin tomarme el menor trabajo ante las circunstancias. A causa de no sé qué especie de insensibilidad, probablemente de alguna falta de fe, lo que sucedía en el mundo me interesaba, no me angustiaba, como al señor Magalhaes. Claro que las angustias de mi jefe se olvidaban al salir de la oficina, se aplazaban hasta las noticias del día siguiente. Entretanto aprovechaba esas facilidades que da París. Una vez me invitó a una fiesta en su casa. Fue la primera vez, después del tiempo que llevaba a su lado, en que pude sospechar algo de su vida privada. Vivía en una mansarda muy confortable, más que la mía. Lo rodeaban objetos portugueses con los que había construido una especie de sucursal de su patria, lo necesario para curarse de la saudade en el caso de que le acometiese. Tenía un gramófono con discos de fados y de sambas, y cuando entré allí pude escuchar uno de ellos, que había extendido los efectos de su melancolía a los presentes, caballeros y chicas. Serían ocho o diez, un número par, en todo caso: yo quedaba fuera de juego. Había en una mesa viandas y vino de Oporto. Magalhaes me presentó no como su subordinado, sino como un caballero portugués; dejó traslucir que de alto copete, pero, a esta parte de la presentación, nadie hizo caso. No pude saber, en las horas que permanecí allí, cuál era la calaña de sus amigos y amigas, si coincidían sólo en el modo de divertirse o también en las ideas políticas. Se comió, se bailó, se contaron anécdotas y chistes. Entre las muchachas había dos brasileñas, morenas y bonitas; estudiaban alguna clase de arte y no me hicieron demasiado caso. La verdad es que ninguno de los presentes me dio más importancia que a los muebles de la mansarda. Cuando llegué, ya se habían emparejado. Cuando terminó la fiesta, cada cual se fue con su pareja, salvo la de Magalhaes, una holandesa opulenta, que se quedó con él. Me hallé solo en la calle, como siempre. Había gastado tres horas de mi vida en una diversión estúpida. Siquiera en las de Londres, y en algunas otras de París, se hablaba de literatura, de arte o de política. Me hallé solo en la calle, me sentí tan estúpido como ellos. Aquella noche me fui a La Rotonde, donde solía encontrarme con dos o tres conocidos sin importancia, gente que, como yo, merodeaba alrededor de los protagonistas del momento: los veía desde lejos y comentaba lo que decían de ellos los periódicos. Los hallé como esperaba, a mis amigos, dándose importancia como si fuesen el ombligo del mundo. Al unirme a ellos, al participar en su conversación, me convertía en un iluso más, en un comparsa que disimula serlo. Eran extranjeros como yo, provincianos también. Cuando volviesen a sus pequeñas patrias, contarían infatuados: «Cierta noche, hallándome en La Rotonde…». Lo único positivo que sacaba de aquel modo de vivir era lo que iba aprendiendo en los cursos de la universidad. Posiblemente no me valiese de nada para vivir en el mundo, pero al menos me ayudaba a entenderlo. Se puede estar en el mundo metido en él, comprometido con él: el que tiene una familia, el que lucha por su trabajo, el que intenta modificarlo: pero hay otro modo de estar: situarse fuera, contemplarlo y hacerse una idea de lo que pasa. Esta idea no tiene por qué ser acertada, basta que lo parezca. Si se tiene talento, se acaba por ser filósofo, de las muchas maneras que la realidad ofrece a este ejercicio; si no se tiene, da igual, porque a nadie le importa ni nadie le impide hacerse ilusiones. Los hay que escriben sus reflexiones en periódicos y revistas, letra muerta que se olvida. Si lo hacen en verso, y el verso es bueno, pueden durar un poco más. De los unos y de los otros conocí varios ejemplares. Mostraban su poema o su artículo como la solución del mundo y pasaban por las calles como iluminados: una luz que sólo ellos percibían. Yo llevaba a muchos la ventaja de no tomarme en serio, de considerar mis ideas como errores o meras fantasías sin consistencia, sin esperar jamás que dieran en el clavo. En mis estudios literarios había aprendido lo que es una función: mis ideas cumplían la suya, que no era la de engañarme a mí mismo porque ni aun eso me era dado, el engañarme.
Debíamos de andar por abril del treinta y seis cuando, cierta tarde, al pasar entre los grupos de estudiantes en los pasillos de La Sorbona, oí una voz muy conocida que hablaba en un idioma ininteligible. Volví sobre mis pasos, me acerqué: era la voz de Sotero Montes, que hablaba en voz bastante alta con una muchacha hindú, una joven bella, envuelta en un sarong tan hermoso como ella; una chica de tez oscura, de grandes ojos negros, con una gota de sangre en medio de la frente (supuse que era eso, una gota de sangre, aquel círculo de un rojo chocolate, símbolo de algo o seña de identidad). Me acerqué a ellos y escuché: me situé detrás de Sotero, mirando a la muchacha. Fue inevitable que ella me mirase también, con la atención suficiente como para que Sotero volviese la cabeza y me descubriese. Soltó un taco: «¿De dónde sales? ¿Qué haces aquí?». No había cordialidad en el tono de su voz, sino la habitual superioridad mezclada a la sorpresa, y acaso también el desagrado que le causaba mi aparición. Le contesté que perder el tiempo. «Como siempre, como siempre. No has hecho otra cosa en tu vida; pero si sabes hablar francés, hazlo para que esta señorita entienda lo que dices». Lo hice, aunque simulando torpeza. «Estoy aquí, ya ves. Sigo unos cursos de historia». «¿Para qué?». «Pues tampoco lo sé. Para hacer algo». Se echó a reír y dijo unas palabras a la hindú en una lengua que debía de ser la de ella. La muchacha sonrió y me miró con cierta ironía. «Y tú ¿qué haces aquí?», le pregunté y me arrepentí inmediatamente de haberlo hecho. «He terminado mi curso de lenguas indostánicas, y ahora estoy a punto de marchar a Berlín, donde tengo cosas que aprender, a no ser que esos bestias de los nazis hagan innecesario mi viaje». Sotero andaba vestido de manera casi estrafalaria, pero llamativa. Su gran cabeza inteligente, sus ojos negros, superaban cualquier mal efecto que pudiera causar aquel abrigo raído, aquel sombrero chafado y desvaído de color. Cuando yo miraba su atuendo, él se fijaba en el mío. «Sigues tan pituco como siempre, ¿verdad? Haces bien. Es lo único que te justifica en el mundo». ¡Curiosa la coincidencia de Sotero con mi abuela Margarida! Mi bisabuelo Ademar no había pasado de aquello, de pituco, si bien es cierto que a él lo saludaban los tejados y a mí no. Por fortuna la muchacha hindú no nos había entendido, porque Sotero volviera al español. Tal vez deliberadamente. Acabó por presentármela. Se llamaba Madanika. Le dije que su nombre era hermoso como sus ojos, se lo dije en francés, y Sotero me respondió por ella: «No seas imbécil». Madanika no parecía compartir su punto de vista, a juzgar por su mirada.
«Ya que has aparecido como llovido del cielo, como un bólido, ¿por qué no nos invitas a cenar? Solías ser rico». «No lo soy tanto como crees, pero puedo invitaros, y lo haré con mucho gusto. ¿Adónde queréis ir?». Lo consultó con Madanika. A ella no pareció desagradarle. «Aquí, a la salida, hay tres o cuatro restoranes. Vamos al que prefieras». Frente a la Sorbona, al salir, vimos a un fotógrafo ambulante sin clientela. Sentí hacia él, abandonado del interés ciudadano, cierta inesperada piedad. «Os invito también a una fotografía, si os parece». «¿Quieres perpetuar el momento?», preguntó Sotero con cierta guasa. «¿Por qué no?». No lo esperaba, pero aceptó. Nos fotografiamos, la chica en medio, y el ambulante nos dio una prueba a cada uno. Las pagué. Y la comida, celebrada en uno de aquellos restoranes, no tuvo nada de particular. Sotero me informó de sus inmensos saberes, y de lo mucho que le quedaba aún por aprender, no sé si para alcanzar el saber universal. Había presentado en Madrid una tesis doctoral sobre filosofía de la historia, y ya tenía segura una cátedra. Más bien lo instaban, le urgían a que se presentara, pero no tenía prisa. «Sobre todo quiero pasar unos meses en Berlín antes de regresar a España». «¿Y tú crees que te dará tiempo?», le pregunté. «¿Qué quieres decir?». Me miró hoscamente. «No sé. Las cosas por allá abajo van mal». «No sucederá nada, ya lo verás. No sé si decirte que por fortuna o por desgracia En España siempre hubo dos bandos, los mismos con distintos nombres, y nunca fue duradero el triunfo de ninguno de ellos. Ahora estamos nosotros, mañana pueden cambiar las cosas, pero con unos o con otros, el saber siempre es el saber. No me preocupa en absoluto lo que suceda». Hablábamos en francés. Yo, lo mismo que al principio, simulaba torpeza. El que hablaba Sotero era correcto, pero de acento claramente español. «¿Y aquel palacio que tenías en Portugal?». «Lo he vendido». «¿Vives en Villavieja?». «No vivo en ninguna parte. Es decir, vivo en París, no sé por cuánto tiempo». Sotero pareció alarmado. «Pero ¿aquella biblioteca…?». «Ya no es mía». «Nunca has sabido vivir…».
No me atreví a preguntarle por sus relaciones con Madanika. Por el modo de tratarse, sobre todo por el modo de tratarla él, no parecían amantes, pero no era discreto esperar de Sotero una conducta como la de cualquier otro, ni siquiera la de mostrarse amable con la mujer cuyo lecho se comparte. Era evidente que Madanika lo admiraba; quizá también lo admirase en la cama y sintiese el desdén como una cualidad inalienable del genio amado. No sé. Fueron conjeturas mías. Marcharon juntos: eso sí, marcharon a pie, después de una despedida que no implicaba volver a vernos.
Era evidente que Sotero no deseaba relacionarse conmigo. Alguna vez, en los días siguientes, creí verlo, u oírlo, en los pasillos de la universidad. Procuré eludirlo. Tampoco vi a Madanika, aunque me hubiera gustado contemplar sus ojos inolvidables, acariciar la textura de su sarong. ¿Cómo podría ser el amor entre seres tan dispares? Imaginaba a Sotero acostándose con ella como un mero trámite, después de una sesión provechosa de lenguajes indoeuropeos, como un vampiro de la sabiduría que, en cierto modo, acaba por recompensar a su víctima. De paso se libraba de pejigueras sexuales.
Este encuentro con Sotero tuvo que ser, aproximadamente, por los días del triunfo del Front populaire. El recuerdo del encuentro me viene acompañado de cierto barullo callejero. Fueron días en que el señor Magalhaes se refugiaba en un rincón de la oficina, los telegramas agarrados fuertemente y murmurando: «¿Qué va a ser de nosotros?». «Pero ¡hombre de Dios!, ¿no ve usted que la vida sigue su curso y que la de París apenas ha cambiado?». «¿Llama usted no cambiar a la presencia de Blum al frente del gabinete? ¿Lo encuentra por lo menos aceptable?». «Lo encuentro real, querido Magalhaes, y además previsible. Ya verá usted cómo la sangre no llega al río». «¿Y el ejemplo? ¿Qué me dice usted del ejemplo? Empezó por España. Ahora ya ve… Mañana será Inglaterra y los países escandinavos, y Bélgica… ¡Bélgica también, Freijomil, un día de éstos!». «¡Pues iremos a celebrarlo a Bruselas!».