LOS TIEMPOS VINIERON TURBIOS, como las aguas después de la tormenta, pero la Villa es muy grande, y lo que pasa en un barrio puede repercutir en otro, no siempre en todos. La gente se esconde cuando hay ruido, pero sale a la calle a poco que se apacigüe, a gozar del sol, a escuchar a los cantores populares y a sus acordeones. Y siempre hay parejas enlazadas por la cintura indiferentes a Hitler, a Stalin, y a Daladier. París es la ciudad más libre del mundo, y todos pueden vivir a su manera. La mía, de momento, no fue feliz. Andaba como ausente, escribía mis crónicas de una manera mecánica, escuchaba al señor Magalhaes como se escucha a alguien que habla solo en el piso de al lado. Tardé en recobrarme, y lo hice de repente, al leer una carta enviada por Simón Pereira, una carta muy amable de la que deduje que el señor Magalhaes se había quejado de mi falta de entusiasmo anticomunista. Aquello fue como si transitase por las estrellas y, de repente, alguien tirase de mis zapatos hacia abajo para traerme al mundo real. Pensé en renunciar inmediatamente a mi puesto, pero, al imaginar cómo sería mi vida solitaria en el pazo miñoto, me dio más miedo. Tenía al menos una ocupación en que distraerme durante el día; podía llegar cansado a casa y dormir; podía hallar incluso compañía. Respondí a Simón Pereira que, en efecto, no había manifestado nunca el menor entusiasmo anticomunista, pero tampoco lo contrario, y que si me habían destinado a reseñar el mundo de la cultura, que a ello me limitaba. La carta era elocuente, y dedicaba unas líneas a describir la propensión excesiva del señor Magalhaes hacia el nazismo, cosa que tampoco me parecía muy defendible, y que seguramente no agradaría a los señores Pereira (tan sospechosos de ascendencia judía como cualquiera). ¡El señor Magalhaes, con su jeta de zulú importado!… Tenía gracia. Las cosas quedaron así, la cuestión del día era el problema de las reparaciones. Los países europeos no podían pagar sus deudas a Estados Unidos, y éste se hallaba en apuros. Como que había aumentado en varios millones la cifra de parados, y ya se sabe que si hay gente que pasa hambre, nadie se inquieta; pero si los hambrientos son norteamericanos, el problema puede ser universal. Era una cuestión que no cabía en la cabeza del señor Magalhaes, de modo que recurrió a mí para que se lo explicase. Le respondí que lo haría de buen grado si me proporcionaba información reciente. Lo hizo: a partir del día siguiente, al llegar a la oficina, tenía encima de la mesa tres o cuatro revistas especializadas, en francés y en inglés. Redactaba para el señor Magalhaes un resumen de la situación diaria, y él se encargaba después de relacionarla con la marcha de la política. Unas veces acertaba, otras no. Le costó trabajo entender la trampa financiera de los nazis, que montaban una economía sin divisas ni reservas de oro. «Mire usted, señor Magalhaes: eso no es nuevo en la historia de Alemania. En tiempos del imperio guillermino ya sucedió lo mismo. Lo malo que tienen estas trampas es que terminan en guerra». Al señor Magalhaes, la idea de una contienda lo aterraba: él esperaba la implantación del imperio nazi, ante todo, por el convencimiento de los ciudadanos; después, por medio de la acción directa ejercida contra los disidentes, comunistas y demás ralea. Pero nada de cañones ni de bombardeos de aviación. «Se destruiría Europa, ¿no lo comprende?». «Lo comprendo, y ellos también, pero no debe importarles mucho». El señor Magalhaes, cuando leía una mala noticia, o cuando escuchaba de mis labios una idea que consideraba subversiva, tenía la costumbre de santiguarse.
Permanecí en París hasta bien entrado el año mil novecientos treinta y siete. Ya contaré las razones de mi marcha y el cómo. Fueron casi tres años inolvidables, pero difícilmente recordables si se quiere imponer un orden en el relato. Las viejecitas que tomaban el sol en el parque de Luxemburgo no parecían enteradas de que Hitler intentase ampliar el territorio alemán, de que Mussolini se apoderase de Abisinia, de que los ingleses se abstenían, y de que sobre Francia y su política recaían las consecuencias más visibles. Había huelgas, algunas de ellas originales, pues consistían en que los empleados de una fábrica, o de unos grandes almacenes, se encerraban en el lugar de trabajo después de haber comprado todas las vituallas de los contornos. Los parisienses aprendieron la desagradable tarea de ir a la panadería en busca de su dorada barra y hallarse con que no había pan, o, lo que era casi tan molesto, que había que hacer cola. Una vez un amigo me dijo que, aquella mañana, unos albañiles habían colocado en lo alto del Ministerio de Asuntos Exteriores una bandera roja, rápidamente retirada, eso sí. ¿Qué iban a decir en el extranjero? Daladier buscaba unas alianzas, Laval otras, y el señor Blum, con sus amigos, preconizaba el Front Populaire, que ya había triunfado en España. Tengo muy claro el catorce de julio de mil novecientos treinta y seis: las izquierdas habían organizado una manifestación en los Campos Elíseos; las derechas, también. Una manifestación iba de arriba abajo; la otra de abajo arriba. Los de la izquierda cantaban La Internacional; los de la derecha, La Marsellesa. ¡Qué solemnes, qué hermosos resultaban ambos himnos cantados por tanta gente!… ¿Cómo recibirían en el cielo solemnidades tan contradictorias? Aunque también es posible que los cielos se limitasen a sonreír. Llegaron a enfrentarse: ni cien metros separaban la cabeza de una manifestación de la cabeza de la otra. Yo andaba por allí, con mi credencial de periodista en el bolsillo, por si acaso. En los aledaños hubo algún que otro sopapo. Pero el grueso de los manifestantes de un bando se limitó a contemplar el grueso de los manifestantes del otro, y a poner más entusiasmo en los himnos respectivos. Por aquellos mismos días, según la prensa, en mi país andaban a palos y, casi con la misma frecuencia, a tiros. Después dicen que no hay Pirineos.
El señor Magalhaes andaba muy atareado. Tenía que informar a los lectores lisboetas de acontecimientos que no entendía. El señor Hitler se apoderó del Sarre. ¿A quién importa lo que es el Sarre, si no a los que viven allí? El señor Hitler rondaba a los sudetes. Pero ¿quién en la rua do Alecrim, sabe quiénes son esos señores? El señor Hitler, con la complicidad de un tal Seys-Inquart, entró en Austria. ¿Quién es ese señor, de dónde sale? Las noticias de cada día traían nombres nuevos, o que al menos lo eran para nosotros. No dábamos abasto en consultar el «¿Quién es quién?». Pero o nuestro ejemplar estaba retrasado, o no había tiempo de meter en sus páginas a los héroes emergentes. Cuando el protagonismo del día recaía en Laval o en Daladier, incluso en Léon Blum, el señor Magalhaes se sentía más tranquilo: eran nombres conocidos, figuras familiares, como quien dice vecinos del mismo patio. Sus caricaturas venían diariamente en los periódicos. Action Française llamaba «La camella» al señor Blum, con gran regocijo de Magalhaes: «“La camella”, mira que llamarle “La camella”. No deja de tener gracia». Magalhaes envidiaba la pluma de Maurras. Pero pese a su devoción acerca de los personajes nazis, no estaba bien informado. Cada día surgía un caso nuevo. Y cuando llegaron las noticias de la purga de Munich, «la noche de los cuchillos largos», abrió los ojos de una cuarta. «Pero ¿es que había maricones dentro de las SS?». «Maricones, mi querido Magalhaes, los hay en todas partes». No lo podía creer. En principio se aferró a la tendenciosidad de las informaciones, que sólo habían sido rumores. «¡No puede ser, no puede ser!». El señor Magalhaes estimaba en mucho el ejercicio correcto de la virilidad como parte de su propia estimación, y en sus divagaciones, más o menos utópicas, proponía a los nazis como modelo supremo que ofrecer al mundo: atletas aparatosos aparatosamente dotados. «¡No lo puedo creer, no lo puedo creer, maricones en las SS!». Concluyó por su cuenta y como explicación razonable, cuando las noticias fueron por fin fidedignas, que el nazismo, como todo cuerpo vivo, había engendrado carroña y se libraba de ella. En cuanto a las rivalidades internas, a las luchas por el poder, lo achacaba a los periodistas pagados por el oro de Moscú. Según su manera de verlo, el nazismo era un bloque en el que no cabían fisuras.
Con un texto de historia contemporánea delante sería fácil dar a estos acontecimientos un orden, no sólo cronológico, pero eso sería traicionar la espontaneidad de mis recuerdos y su mayor o menor riqueza. Por otra parte, escribo muchos años después, cuando ya las cuestiones suscitadas en aquel período se zanjaron con una guerra que aún colea. La guerra fue el nudo de todos los conflictos, y es natural que mi mente, educada en los principios de la estética literaria más exigente, tienda a organizarlos a la manera de un drama o, en el caso de que tal sublimidad me fuese dada, a la de una epopeya triste. Pero sé que no es legítimo, ni me apetece. En cualquiera de los casos, habría falsificado la realidad. Lo cierto fue que la historia de Europa repercutía no como secuencias orgánicas, sino como sustos, en aquella oficina modesta, donde dos hombres como cualesquiera otros, profesionalmente deformados, examinaban las noticias, las elegían y las redactaban, habida cuenta del modo de pensar y de sentir de los previsibles lectores; pero a las doce y media de la mañana, con el sombrero y el abrigo, cada uno de nosotros recobraba su vida privada, y se metía en la cotidianeidad de París hasta el día siguiente. Y, en París, las viejecitas del Luxemburgo seguían indiferentes a los grandes trompetazos y a los nombres que llenaban el universo, y sacaban de sus bolsitas puñados de maíz para alimentar a las palomas. También, en los atardeceres, terminados el trabajo, y el tedio, se juntaban los amantes, recorrían enlazados las veredas oscuras, cenaban en restaurantes pequeñitos e íntimos, y después se iban a la cama, si la tenían, en busca de una compensación, que unas veces consistía en encontrarse a sí mismos, y otras en perderse. Antes, no hace mucho, mencioné los cantores populares: fueron una de mis grandes aficiones. Los escuchaba y me divertían sus sátiras versificadas y musicales contra casi todo, aunque a veces, en su repertorio, apareciese alguna canción de amor que el público coreaba, y yo también.
Se me ocurrió, no sé cuándo, que ya sabía bastante de literatura. O quizá fuera que me diese cuenta de que no andaba bien de historia. Con frecuencia, a Magalhaes y a mí nos faltaban datos de difícil hallazgo para quienes no tenían ideas claras de lo que estaba pasando en función de lo que había pasado. Me matriculé en cursos, cambié de lecturas, y fue como un descubrimiento o una revelación. Lo que más me entusiasmó fue el empeño puesto por gentes inteligentes y enteradas en dar un orden y un sentido a todo lo que los hombres habían hecho y deshecho desde el comienzo de los tiempos. Por entonces todavía se leía y se discutía a Spengler. Uno de mis maestros dijo una vez que era una lástima que síntesis tan brillante fuera radicalmente falsa, sobre todo al profetizar el porvenir del prusianismo; pero el mismo maestro había dicho otro tanto de Hegel y de Marx, por cuanto cada uno de ellos, a su modo, preconizaba el Estado absoluto. Aprendí mucha historia durante aquel tiempo, pero nunca supe a qué carta quedarme, ni lo sé todavía. De todos modos, aquellos estudios me fueron útiles. Llegué a entender más sólidamente lo que acontecía delante de mis narices, y llegó un momento en que el señor Magalhaes me confesó las ignorancias que yo ya conocía, y me rogó que de vez en cuando le redactase una síntesis de lo que debía contar en sus crónicas, y, sobre todo, cómo debía contarlo. Aquel «de vez en cuando» se convirtió en cada día. Llegaba a la oficina, leía la prensa francesa y también la inglesa. Esto me llevaba tiempo. Escribía una cuartilla, se la entregaba a mi jefe y me iba a almorzar. Supongo que estos servicios me valieron los dos o tres aumentos de sueldo que percibí durante mi estancia en París. Esto quiere decir que mis relaciones con Magalhaes, que era en el fondo un buen hombre, sin más miedo que el normal, y con la dosis de estupidez corriente, acabaran siendo de amistad. «Desengáñese, amigo. Si hay guerra, la ganarán las escuadras, como siempre». Nuestros puntos de vista, sin embargo, volvieron a chocar, aunque sólo incidentalmente, cuando un escritor no demasiado glorioso, sino más bien de los repudiados, publicó una novela que metió mucho ruido. Voyage au bout de la nuit. La elogié en mi crónica. Magalhaes se puso furioso, pero cuando le informé de que el autor tenía fama de fascista, o que al menos eso se aseguraba por los cafés de París, le buscó una explicación a la crudeza del texto. «Claro, la podredumbre de la sociedad puede verse lo mismo desde la izquierda que desde la derecha. En el fondo ese señor tiene razón». Se quedó muy sorprendido cuando le descubrí su coincidencia con ciertas opiniones de Carlos Marx; se sorprendió y se asustó: «Sí, hombre, pero no se espante. A Carlos Marx le gustaban las novelas de Balzac, aunque éste fuera reaccionario. Pero, como usted dice, la podredumbre de la sociedad se puede ver desde cualquier parte. Lo malo es que siempre es la misma, en tiempos de Balzac y en los nuestros». La salida de Magalhaes fue decir que el nazismo impondría al mundo una moral incorruptible.
Recordaba a Ursula, ¡eso siempre!, en ocasiones, con gran intensidad, con fuertes repercusiones sentimentales. Pero en el fondo de mi ánimo estaba convencido de que no la vería más, aunque no llegase a admitir, sin otros datos que la ausencia, la efectividad de su muerte. Pero lo cierto es que la recordaba como un viudo a la difunta amada; es decir, sometido el recuerdo a un proceso de debilitación que sólo se reforzaba, y, aun así, temporalmente, cuando alguna razón externa hacía resurgir las imágenes más vivas de nuestra vida en común. No siempre eróticas, y, pasado el tiempo, cada vez menos eróticas. No había seguido el consejo de Ursula de buscarme una mujer, aunque me fuera difícil pasar tanto tiempo sin mujeres. Varias vinieron a mi piso durante aquel tiempo; unas duraron más que otras, ninguna demasiado. Si me pusiera a evocarlas una a una, no conseguiría representarme ahora no ya sus figuras o su carácter, sino ni siquiera sus rostros y sus nombres; ellas y otras constituyen, en mi recuerdo, algo tan vago como una nube cuyos contornos adquieren por casualidad una forma reconocida y fugaz. Acaso alguna de ellas haya merecido más atención de la que le presté, pero inevitablemente, tal vez sin quererlo yo mismo, las comparaba con Ursula y las hallaba inferiores. No sé si esto sucederá a todos los varones que, a una edad prematura, han tropezado con una mujer excepcional que los deja marcados para siempre. Si antes de Ursula había buscado en las mujeres a Belinha, y, en ella, a mi madre, después busqué a Ursula, la madre ya olvidada. Lo que no podría decir con palabras claras es en qué consiste esto de buscar a una mujer en otra. Es algo de lo que se habla, que algunos afirman haber experimentado, yo uno de ellos. ¿Se busca un recuerdo? Pero ¿qué clase de recuerdos? ¿Un parecido físico, un modo de portarse, un rasgo de carácter? ¿No será (no lo habrá sido en mi caso) el pretexto o la justificación de una volubilidad no aceptada? Lo curioso fue que, durante todo este tiempo, conforme las aventuras transitorias se iban sucediendo, yo pensaba en serio, o creía pensar, en el amor, y llegué a elaborar una teoría que, por fortuna, quedó en mero ejercicio mental, y como tal se olvidó. No pasaba de reflexión algo pedante sobre mis relaciones con Ursula, que intentaba, sin saberlo, elevar a categoría universal, como quien ha agotado, en una sola aventura, toda la experiencia del amor. Lo que sí puedo reconocer es la falta de coincidencia entre la teoría y la práctica. Yo me justificaba diciendo que ellas no hubieran aceptado mi modo de entender el amor, tan retorcido y tan complejo; en el fondo, tan literario. Pero ¿habría participado Ursula?
También debo decir, en honor a la verdad, que la mayor parte de aquellas aventuras vinieron rodadas, sin gran esfuerzo por mi parte, sin apenas iniciativa. No creo que, a este respecto, yo me distinguiera mucho de los hombres de mi edad que andaban por mis alrededores, estudiantes, periodistas, aspirantes a escritores. Si a alguno de ellos se le podía llamar, a la francesa, coureur de femmes, los demás no lo éramos, sino sólo amantes a salto de mata, sin grandes aspiraciones, sin grandes escrúpulos, también sin grandes remordimientos. Sin embargo, las relaciones estables, o al menos duraderas, eran más frecuentes de lo esperado. De alguien muy conocido se decía: «Tiene la misma amante hace cuarenta años y no sabe cómo deshacerse de ella». Alguna vez pensé que era un buen tema de novela; por supuesto, cruel.
Contaré, porque lo debo contar, que una noche llegué a casa un poco tarde. No andaba entonces enredado con ninguna muchacha. Iba a entrar cuando se me acercó una mujer con un niño en brazos y, en el otro, una especie de jaula cubierta con un paño grueso. «¿No vive aquí Paulette? ¿No es en este portal?». Le respondí que no conocía a Paulette ni había oído hablar jamás de ella. «Pues Paulette me dio esta dirección y no puede haberme mentido. Paulette estaba enterada de que yo salía hoy del hospital y me había invitado a dormir en su casa. Hace cinco días que he dado a luz a este niño y mi jilguero se está muriendo de frío. Yo no puedo recorrer el barrio en busca de la casa de Paulette. Además, a estas horas, ¿a quién voy a preguntar?». Aunque mi calle no estuviera demasiado iluminada, podía ver perfectamente a aquella mujer, que no iba mal vestida, que no tenía aspecto de golfa ni de bohemia, menos aún de mendiga. Llevaba también un bolso bastante grande, casi un maletín, no lo había advertido al primer vistazo. Interpreté que en sus palabras había una petición de socorro, aunque hubiera sido hecha sin el menor patetismo, y dudé unos instantes si invitarla a subir o dejarla a su suerte, con su niño y su pájaro. Me decidí, en un santiamén, a socorrerla. ¿Por piedad o por iniciar un juego? «¿Quiere venir a mi casa? Es todo cuanto puedo hacer por usted». Me miró muy fijamente. «¿Es usted de fiar?». «Séalo o no, en cualquier caso le diría que sí. Usted verá lo que hace». También su decisión fue rápida. «Abra la puerta». Entró detrás de mí, esperó a que encendiera la luz, subimos juntos en el ascensor, sin decir palabra; sólo al salir la advertí que faltaban unos cuantos escalones. No me respondió. Cuando se halló en medio de mi salón, sin desprenderse de la jaula ni del niño, miró alrededor y dijo para sí misma: «Un extranjero de clase media, no demasiado rico, de aficiones intelectuales. Quizá no sea mala persona». Le pregunté bromeando si era detective. Ella, antes de responderme, dejó la jaula cerca de la salamandra, y el niño en el sofá. «No, no es necesario serlo. No hay más que mirar. Tiene usted libros y grabados por las paredes. El piso es de los corrientes. Tampoco debe de ser mujeriego, porque no veo desnudos por ninguna parte. Claro que no entré aún en el dormitorio». Le abrí la puerta y se lo mostré. «¿Qué piensa ahora?». «Un pequeño burgués de costumbres morigeradas. ¿De dónde es?». «Español». «Los españoles son quijotes o son donjuanes». «También los hay intermedios y mezclados. Clasifíqueme como le apetezca. ¿Quiere comer algo?». «Debía de habérsele ocurrido nada más entrar. Del hospital se sale por la tarde. Desde el mediodía no probé bocado». «Pues siéntese y caliéntese». Iba a entrar en la cocina, pero volví sobre mis pasos. «¿Y el niño? ¿Necesitará leche?». Volvió la cabeza airada. «Lo crío yo. ¿O qué se piensa? No soy una madre cualquiera, ni él un hijo cualquiera. Pero para darle mi leche necesito comer». Entré en la cocina, le preparé unos bocadillos y calenté la leche. Recordé haber oído alguna vez que a las mujeres lactantes les convenía la cerveza, de modo que agregué una botella a la bandeja. Se la puse delante. Ella me dio las gracias y empezó a comer vorazmente. Bebió la cerveza y, al final, la leche. Yo me había desentendido de ella y preparaba la cama. «¡Señor!».
Acudí al salón con una manta en la mano. «¿Dónde voy a dormir?». «Donde usted quiera». «¿En su cama?». «Se lo aconsejo». «Espero que comprenda que soy una mujer recién parida y que tengo que dormir sola». «Lo había comprendido ya, señorita». «¡Señora!», dijo muy orgullosa. «¡Ah! ¿Y su marido? ¿La ha abandonado?». «Sí, hace ya tiempo. Ha muerto». «¡Cuánto lo siento!». «Yo no lo siento en absoluto. ¡Menudo cochon! Me deja embarazada y se muere. ¿Lo encuentra usted correcto? ¿Cree que es una muestra de cariño?». «Desconozco las circunstancias del caso, no lo puedo juzgar». «Primero me abandonó; después murió. Me abandonó a las cinco de la tarde, murió hacia las diez, sin darme tiempo a acostumbrarme. Abandonada a las cinco, viuda a las diez. Muy poco tiempo para tantas emociones». Yo no sabía qué contestarle. Se me ocurrió preguntarle si no deseaba dar de comer al niño, pues, en ese caso, yo esperaría en el dormitorio. «¿Para qué? ¿Es usted de los que piensan que el seno de una mujer lactante es un objeto erótico?». «¡En modo alguno, señora! Además, aun estando presente, sé volver la cabeza en el momento oportuno». Se levantó. «Haga usted lo que quiera». Cogió al niño y se fue con él hacia la salamandra. «¡Si tuviera usted una sillita baja…! Estaría más cómoda». Le traje lo más parecido a una sillita baja que pude hallar. Se sentó, sacó la teta y la metió en la boca del niño. «Pienso en mi pobre pájaro. Muerto de frío y de hambre. Además viene de pasar una mala temporada: en los hospitales tratan mal a las personas, y a los pájaros peor. ¿No tendría usted unas miguitas de pan?». Le di las migas al pájaro, que no pareció entusiasmarse, pero que acabó por acercarse a ellas y picotearlas. Me aparté del grupo y me senté de espaldas. Se oía el chupeteo del mamón y, de cuando en cuando, el aleteo del pájaro. «¿No se ha dormido?», dijo ella de pronto. «No, madame». «Estoy pensando que con toda seguridad interpretó mal lo que acabo de contarle. Claro está que las cosas se toman como a uno se las dan. Me refiero a lo del abandono y la viudez. No es que haya mentido, pero oculté algunos detalles. ¡La falta de confianza! La verdad es que, todas las tardes, mi marido y yo reñíamos, y él se marchaba a las cinco diciendo que no volvería más, con lo que yo me pasaba unas horas con el berrinche del abandono. Pero él volvía siempre, y nos reconciliábamos. Aquella noche no volvió, no por su voluntad. Murió atropellado. Pero como yo no lo sabía, ni lo podía esperar, antes de llorar la viudez, lloré también la soledad presentida y la humillación que se siente al pensar que existe otra mujer. ¡Qué injusta fui con mi marido aquella noche horrible! Puede usted comprender, pues, que no le he engañado del todo. Pero las cosas no son iguales contadas de una manera que de otra». «Estoy de acuerdo, señora; pero antes llamó a su marido cochon». «Fue un pronto, créame, y lo hice con la mejor intención. La verdad es que, en nuestra intimidad, solía llamarle “mon petit cochon”, aunque no lo fuera en absoluto. Y no es que yo sea mal educada; es que se lo oí decir una vez a una criada, dirigiéndose a un niño, me hizo gracia. Es como si, ahora, se lo llamase al mío».
Yo me hallaba perplejo, y en el fondo de mi conciencia se insinuaba el arrepentimiento por haberla socorrido, pero, la verdad, no me causaba ningún terror. Ciertamente ignoraba lo que traía en aquel enorme bolso; podía encerrar una pistola o un cuchillo grande, de esos cuya vista estremece la médula. Pero ¿para qué? En mi piso había poco que robar. No sé si instintivamente al entrar, había dejado la cartera encima de la mesa, un lugar muy visible, y ella se había dado cuenta. Lo hiciera como prueba de confianza, pero también para dar facilidades, llegado el caso. «¿Es usted profesor?», me preguntó de pronto. «No, periodista». «¡Ah, periodista! Gente superficial los periodistas, ¿verdad?». «Yo, al menos, lo soy, señora». «Debe de ser muy aburrida la vida para la gente superficial». «A veces se tiene la suerte de hallarse en una situación como la mía en estos momentos. Convendrá conmigo en que no es nada aburrida». «Para mí, desde luego que no. Me encuentro muy bien y empiezo a sentirme verdaderamente agradecida, sobre todo si sigue usted siendo cortés como hasta ahora». «¿Teme que no lo sea?». Volvió la cara hacia mí, me miró fijamente. «No. Usted no es capaz de abusar de una mujer parida e indefensa. Porque yo estoy indefensa». Echó mano al bolso y empezó a hurgar en él. «Ahora sí que tiene que marcharse». Sacó del bolso unos pañales y unas ropas de niño. «Se dará cuenta del porqué». Le sonreí, me levanté y me fui al dormitorio, y allí estuve hasta que ella me gritó que ya podía volver. Tenía el niño en el regazo, mudado y bien fajado. «¿Ve usted? Ya está como una rosa». Lo besó y lo dejó aparte, bien envuelto en su toquilla. Después me mostró el paquete que había hecho de lo sucio. «¿Qué hago con esto?». «En la cocina hay un cubo. Mañana, madame Claudine lo tomará a su cargo». Quizá debiera haberme levantado y llevarlo yo mismo al cubo de la basura, pero se me ocurrió tarde, cuando ya ella lo había hecho. El viaje a la cocina, ida y vuelta, me permitió observarla mejor. Llevaba un traje sencillo, de buen corte, probablemente comprado en unos grandes almacenes, que no me aclaraba en absoluto su condición social, menos aún la personal. Era de buen gusto, pero eso, en París, apenas si puede servir para una caracterización muy general. La calidad de la tela no la pude percibir, algo alejado como estaba, inexperto en tales valuaciones. Tenía una cara simpática, muy expresiva, nada fea, pero tampoco hermosa, salvo unos grandes ojos grises. Podía ser una normanda o una bretona, pero también haber nacido en París. Me lo pareció por su acento, pero el acento se adquiere.
«¡Estoy cansada! Ha sido un día de muchas emociones». «Puede acostarse cuando quiera». «¿Y usted?». Me limité a señalarle la cama turca de un rincón. Lanzó hacia allá la mirada. «También podía yo dormir ahí». «Pienso que se sentirá más libre en un dormitorio. Si de noche el niño la obligara a levantarse, tendría que entrar ahí». «Y despertarle, ¿no?». «Eso sería lo de menos». Tres o cuatro frases más, todas triviales, y las buenas noches. Le advertí que la puerta podía cerrarse por dentro. Sonrió. «No creo que sea necesario». Volvió a desearme buenas noches y se metió en el dormitorio con el niño. Fuera quedaba la bolsa: salió a buscarla pasado un rato breve. «Había olvidado esto. Perdóneme, aquí están los pañales». Bueno… Junto a la salamandra quedaba el pájaro enjaulado.
Intenté desentenderme de su vecindad y me puse a escribir algo, no puedo recordar qué. Tardó en darme el sueño. Me acosté. Apenas pude dormir. La cama turca era incómoda, uno de esos objetos que sólo sirven para los primeros escarceos con una chica. Di vueltas y vueltas. La escena se ha visto en muchas películas norteamericanas, pero en ellas el varón suele dormir mejor que yo aquella noche. Fue una de ésas, insomnes, en que acude a la mente de uno el pasado, pero no el que nos gusta recordar, sino menudencias sin interés, imágenes que van y vuelven, mezcladas a canciones que creía en el olvido y que no se recuerdan completas. ¡Una que me cantaba Belinha! O estados anteriores que reviven: por ejemplo, el de aquellas noches, en el pazo miñoto, en que me obsesionaban mis poemas. No es que uno nuevo, inesperado, estuviera a punto de emerger, de apoderarse de uno, ni mucho menos: mi invitada no me había causado emoción tan profunda, ni siquiera deseo, sino sólo curiosidad, que también reapareció a lo largo de aquellas horas. ¿Quién será? ¿Por qué está aquí? Pero sin demasiada insistencia. En ningún momento la hallé misteriosa, probablemente porque no lo era, aunque sí interesante. Al menos lo era la situación. No había, sin embargo, que inquietarse: no me importaba gran cosa quién pudiera ser; y la reiteración con que me preguntaba la atribuí al insomnio. A cierta hora de la madrugada oí llorar al niño, y a ella, después, ajetrear sigilosamente. Después volvió el silencio.
Cuando salió de la habitación, ya vestida y arreglada, yo había preparado el desayuno. Le ofrecí una taza de café y unos bollos del día anterior. Lo aceptó y lo comió en silencio. Le pregunté si le parecía bien almorzar conmigo: me respondió que sí, a condición de que ella preparase la comida. «Vendrá a verla la portera. Es la encargada de la compra. Ella le traerá lo que usted señale, y no se preocupe por el dinero, porque ya me pasará la cuenta». Dijo que sí con toda naturalidad. Al salir a la calle busqué a madame Claudine y le expliqué la situación. «Pero ¿cómo metió en su casa a una desconocida? ¡Puede ser una anarquista!». «En todo caso, una anarquista que en vez de bomba trae un niño». Se quedó rezongando a causa de la insensatez de los hombres. No fue aquélla una mañana importante, ni había noticias que me entretuviesen en la oficina. Pedí permiso al señor Magalhaes para salir un poco antes. ¡Cómo me agradeció aquel reconocimiento de su superior jerarquía, aunque fuese en un ámbito tan modesto como el de nuestra oficina! Se me ocurrió llevar a la desconocida un ramito de flores, nada más que unas pocas violetas. Tuve la preocupación de ocultarlas a la curiosidad de la portera, quien me esperaba muy amilagrada. «Oiga, esa señora no es una cualquiera. Me dio el dinero para la compra, y llevaba mucho más. Las ropas de la criatura son de lo fino, y nada de recién parida; el niño tiene ya más de un mes. Los modales de la madre son de dama. Yo que usted andaría con cuidado: puede meterle en un lío. Dios sabe cuál». «¿Le dijo cómo se llama?». «Cuando se lo pregunté, indirectamente, como hay que averiguar esas cosas, se hizo la desentendida». La dejé rápidamente por miedo a que las violetas se me chafasen debajo del abrigo. Llamé a la puerta en vez de abrir con mi llave. Lo hizo ella con la mayor tranquilidad y una sonrisa. Había en el piso un olor a comida suculenta que me recordó los tiempos en que no comía en restoranes multitudinarios y baratos. Antes de quitarme el abrigo le ofrecí las violetas. «Son para su niño, por supuesto». Se echó a reír. «Que vous étes gentil». Las recibió y volvió a sonreírme. Le comenté que por primera vez desde que yo lo ocupaba, mi piso olía agradablemente. «Soy buena cocinera, podría ganarme la vida en cualquier restorán de lujo». Había puesto la mesa, con los dos cubiertos enfrentados. Buscó un vaso, colocó en él las violetas, con su agua, y adornó con ellas la mesa. «Mi hijo, como usted debe comprender, no está aún para recibir gentilezas». Había preparado una sopa, una carne asada, y unos pastelillos de chocolate: calculé que habría pasado en la cocina la mayor parte de la mañana.
Cuando nos íbamos a sentar, le dije: «Sería conveniente que me indicase un nombre para dirigirme a usted. El mío es Filomeno». «¡Oh, Filomeno, qué bonito! Llámeme Clelia». «Es un nombre de Stendhal». «Yo soy un personaje de Stendhal». Le hice una reverencia. «Es un honor con el que no contaba. No puedo decirle que yo lo sea de Balzac, menos aun de Proust. En realidad carezco de lo más indispensable para ser un personaje». «¿Qué es lo que considera indispensable?». «Una personalidad definida». «También hay personajes indecisos». «Entonces yo soy uno de ellos». Se echó a reír. «Nos hemos metido sin querer en la literatura, pero le garantizo que la sopa y el asado son reales. Quizá los profiterolli sean algo fantásticos, pero eso está en su naturaleza». Se sentó y me rogó que lo hiciese. Había servido la sopa, que humeaba. La probé. Estaba exquisita y la felicité por ella. «Ya le dije que está hecha con ingredientes reales y que soy una buena cocinera. Confío en que el rôti le agrade más». Cuando terminó la sopa, trajo el asado y lo sirvió ella misma. Cortó la carne con habilidad. Sólo entonces, y como sin darle importancia, me dijo: «Ya he visto en su dormitorio el retrato de su novia. Porque supongo que será eso, su novia, esa señorita rubia de la fotografía. Dígame sinceramente si necesita el campo libre de cinco a nueve. Es la hora de dar un paseo largo con el niño». Hubiera podido, quizá debido, preguntarle en aquel momento cuánto tiempo pensaba quedarse, pero lo que hice fue aclararle que no esperaba a nadie aquella tarde. «Esa señorita rubia de la fotografía pertenece al pasado». «Cést dommage! Tiene todo el aire de una muchacha agradable, tres comme il faut, aunque le estorbe a su belleza un no sé qué de dramático. ¿Y no hay otra mujer en su vida? Quiero decir ahora». «No». «¡Mala cosa es que esté solo un hombre de su edad! ¡Y más en París! París es una ciudad para vivirla en pareja, usted debe saberlo ya». «Sí, es una ciudad hecha para el amor, pero no siempre el amor acude, aunque es muy posible que yo no desee su llegada». «¿La ama todavía? Quiero decir a la del retrato». «Lo más probable es que haya muerto. En cualquier caso, ya no la espero». No me respondió. Se entretuvo con la carne un buen rato. Yo la examinaba durante aquel silencio, o, más exactamente, miraba sus manos: comía de una manera refinada, con calma y esa forma de seguridad (o naturalidad) que crea el hábito. Estuve a punto de preguntarle: ¿Quién es usted? ¿Por qué está aquí? Pudo más la cortesía. Me había mentido al decir que estaba recién parida, esto era evidente, pero lo interpreté como medida de precaución. También había mentido, en consecuencia, al decir que venía del hospital. Y el nombre que me había dado también era falso. Pero todas esas mentiras, tan evidentes, no hacían más que amontonar unas curiosidades sobre otras. «Ya he visto —dijo de pronto— que habla usted varios idiomas. He reconocido, naturalmente, el francés y el inglés entre sus libros; de los otros, supongo que uno será el español». «El otro es el portugués». Pareció quedar perpleja. «El portugués. Nunca lo he oído hablar». «Puede oírlo ahora, si lo desea». Me levanté, cogí un libro al azar (salió, claro está, un tomo de Queiroz) y le leí unos párrafos. «Suena muy bien —dijo ella—, parece música». «Pues el autor de esta página que acabo de leerle vivió y murió en París hace ya bastantes años. Se llamaba…». «No lo oí nombrar nunca». «Es que Francia suele ser ingrata con los extranjeros que más la aman». «¿Lo dice por usted?». «No. Yo no tengo queja de los franceses, pero tampoco soy escritor ilustre». ¿A qué venía aquello? Me di cuenta de que nuestra conversación no iba más allá de las puras trivialidades y de que aquella mujer, fuese quien fuese, se llevaría una pobre idea del que la había acogido en su casa. Me sentí, de pronto, necesitado de mostrarme de otra manera, aunque fuese forzando la situación. «¿Le interesan a usted los versos?». «Como a todo el mundo». «Es decir, no le interesan». «Le he dado a entender que sí». «Entonces, si me permite… —Me levanté, cogí el viejo cuaderno donde estaban los míos—. Voy a leerle un poema escrito en español. Mejor que al francés, podría traducirlo al inglés, pero confío hacerlo regularmente en su lengua». «¿Y por qué no en inglés?». No le pedí explicaciones. Escogí uno de los poemas que considero más intensos, y lo fui traduciendo al inglés, cuidando la dicción. Como ejercicio escolar no tuvo tacha. Ella escuchó atenta. Me pidió un par de veces que repitiera; al final me preguntó: «¿Es suyo ese poema?». «Sí». «Usted no es un periodista superficial. Ese poema es muy hermoso, y supongo que, en español, lo será más. Su inglés es bastante perfecto». «Trabajé en Londres durante tres años». Se me quedó mirando un rato fijamente. «Usted no está todavía en la edad de ser un hombre interesante, pero ya lo es. Siento haberme equivocado». Se levantó, fue a la cocina y trajo los profiterolles de chocolate. «Me alegro de haberle ofrecido una buena comida. Fue el mejor modo de compensarle, aunque merezca más». Retiró la mesa en silencio. La oí ajetrear en la cocina. «¡Deje los platos para mí!», le rogué, pero no me hizo caso. Me senté en un sillón y la escuché. Iba y venía como una sombra. De repente apareció ante mí con el abrigo puesto, el niño en brazos, la bolsa colgada, la jaula en difícil equilibrio. «Ha sido usted muy amable conmigo. Se lo agradezco, pero me voy». Me levanté. «¿Tiene usted adónde ir? Puede permanecer aquí todo el tiempo que quiera». «Gracias, pero no lo encuentro prudente. Y no se preocupe por mí. Tengo de sobra a donde ir». «¿No necesita nada? ¿Puedo ayudarla?». «Ha hecho todo lo que podía, y yo también. Cuando me recuerde, hágalo con el nombre de Clelia, que no es el mío, sino una de las muchas mentiras que le conté. Pero no debo permanecer aquí ni un minuto más. Debe usted comprenderlo. Siento de veras que vaya a quedarse solo. Una mujer puede hacer compañía, pero una mujer con un niño es siempre un estorbo. Gracias». Me dio un beso en la mejilla, pero no me ofreció la suya. Abrió ella misma la puerta y se marchó.
Cuando entré en el dormitorio vi el retrato de Ursula acostado, la cara oculta.