VINIERON DÍAS DE HUELGA GENERAL y agitación, esta vez proletaria. Poco había que hacer en la calle, y el señor Magalhaes me sujetaba al despacho con su versión personal de lo que estaba pasando: una mezcla de miedo y de alegría que deformaba las informaciones fidedignas (más o menos) que yo podía leer; sus largas conversaciones me sirvieron para ir enterándome de la situación internacional, lo cual, si por una parte me ayudaba a entender el mundo en que vivía, por la otra contribuía a soportar el aburrimiento. Pero las cosas fueron calmándose. El señor Doumergue organizó un ministerio en el que figuraba el mariscal Pétain, con otros generales, y yo pude, por fin, asistir a la representación de Tovarich sin miedo a ser golpeado por la policía. El señor Magalhaes me envió al teatro como si fuera a un mitin: no conocía mis aficiones, despiertas y cultivadas en Londres. Yo estaba acostumbrado a juzgar el teatro como tal, no como un panfleto, y a poco de empezar la comedia me sentí incómodo: era floja y escasamente convincente. Así lo dije en mi crónica, de la manera más inocente posible, pero al señor Magalhaes le disgustó. «Usted no es suficientemente anticomunista —llegó a decirme—. La existencia de un comunista malo no quiere decir que todos lo sean. Como suele decirse, una mosca no hace verano». «Pero ¿está usted de acuerdo con los horrores de Stalin?». «No, por supuesto». «Pues eso es el comunismo». «Los horrores de Stalin no aparecen para nada en la comedia. Lo que yo fui a juzgar fue una pieza dramática. Como tal, Tovarich es una mediocridad». «Pues podía usted callárselo. Pienso, por lo menos, que no todo el mundo será de su opinión». «Efectivamente, los espectadores de ayer tarde aplaudieron a rabiar, como siempre que los buenos triunfan sobre los malos, aunque, en este caso, haya influido el recuerdo de los días de huelga». «¿Y eso no le parece suficiente?». «Me permito recordarle que el éxito de la comedia no se oculta en mi crónica, lo digo expresamente: el público aplaudió a rabiar». «Pero da a entender que usted no aplaudió». «Efectivamente, señor Magalhaes, no aplaudí, pero por razones de buen gusto». El señor Magalhaes quedó refunfuñando, y fue entonces cuando sonó el teléfono. Lo cogió y escuchó. «Alguien pregunta por usted. Una mujer extranjera». Pegué un salto y cogí el auricular. «Ursula I am». Al señor Magalhaes le molestó visiblemente que mi conversación con Ursula fuese en inglés. «¿Señorita tenemos, don Filomeno?». «¿No le preocupaba tanto mi soledad?».
Fue muy escueta, Ursula, como si hablase con testigos. Convinimos en encontrarnos en el café Procope. Llegué antes que ella y, mientras duró la espera, me acució la impaciencia. Dudé hasta verla entrar. La vi llegar, miró alrededor, me descubrió en seguida. Nos abrazamos en medio del pasillo, delante de unos comensales indiferentes a nuestro abrazo, indiferentes también nosotros a su presencia. «Meu meninho, meu meninho…», repetía. Nos sentamos cogidos de las manos, mirándonos en silencio. Ella había cambiado, se le había endurecido el rostro, y la ropa que llevaba, aunque elegante, parecía gastada. Pero seguía hermosa. Me dijo: «Estás más hombre» con alegría. El camarero esperaba el final de nuestras efusiones para tomar sus notas. «Meu meninho, meu pequeno poeta…».
Muchas veces volví a aquel café y ocupé la mesa en que nos habíamos sentado, pero siempre lo hice solo. Entonces, vacante mi mirada, pudo ver y examinar. Pero aquella mañana no llegué a saber en qué lugar del mundo estaba, ni puedo recordar lo que comimos ni qué palabras nos dijimos. Sólo que, cuando llené de vino el vaso y lo alcé para brindar «¡Por nosotros!», ella me rogó: «No brindes». Y su voz era triste. Comprendí que había llegado para marcharse, que aquellas eran unas horas excepcionales. No obstante, mi alegría de estar con ella superaba la esperanza de tristezas. Nos fuimos en seguida a mi casa, mi brazo apretándola contra mí, como en los mejores días de Londres, cuando callejeábamos entre la niebla. Ahora estaba un día gris azulado, muy de París. Madame Claudine, al vernos juntos, murmuró algo así como «¡Ya iba siendo hora!», y sonrió a Ursula. El piso estaba caliente, y en la penumbra lucía, como un ojo inmenso, el fuego de la salamandra. Encendí la luz, y ella no me mandó apagarla. «Pasaremos aquí la tarde, cenaré contigo, y después me marcharé. No sé hasta cuándo, ni siquiera si volveré, aunque lo desee ardientemente». Se quitó el abrigo y la chaqueta y, por primera vez, se desnudó con la luz encendida. Pude ver entonces, entero, lo que tantas veces había acariciado. Y hallé que la caricia era superior a la mirada.
Eran las seis de la tarde cuando me levanté para preparar una taza de té. Mientras lo hacía, ella se vistió. Tenía algunas galletas, que puse encima de la mesa, con la tetera. Me dio las gracias, ¡lo había hecho ella tantas veces por mí!, y no hablamos durante un buen rato, lo que duró tomar el té y fumar un cigarrillo. Observé que ella sacaba de su bolso un paquete: antes no solía fumar. «¿Te extraña? —me preguntó, y añadió sin esperar a que yo le respondiese—: Muchas cosas han cambiado, y yo con ellas. Hay largas esperas que sólo se soportan fumando. ¿Puedes imaginar lo que es estar en el fondo de un coche, en medio de la oscuridad, tiempo y tiempo, hasta que la luz de una linterna te dice que todo ha salido bien? En esas largas angustias, en esas zozobras, se juegan vidas». Le pregunté qué hacía, por qué tenía que marcharse. Habló ella sola durante mucho tiempo, fumó varios pitillos, y hasta me preguntó si tenía algo de alcohol, whisky o cosa semejante.
Formaba parte de una organización que sacaba clandestinamente de Alemania a gente perseguida, católicos, judíos, comunistas, sin distinguir de credo religioso ni de filiación política. La persecución borraba las diferencias, los unía a todos en el mismo terror. Y a ella le correspondía esperar, al lado de las fronteras, a que la labor de otros hubiera tenido éxito. Pero las fronteras no eran sólo las de Francia, sino también las de Suiza, las de Checoslovaquia, las de Dinamarca. A Polonia era difícil llegar; sacar a alguien por la de Austria, demasiado incierto. Tenía la misión («No pases miedo por mí, mi trabajo es el de menos riesgo») de llevar a la gente en un automóvil, de conducirla a un país libre. Alguna vez la habían tiroteado, pero con eso había que contar, con eso y con la suerte. Lo malo estaba en la contraorganización, en los espías distribuidos fuera de Alemania, con orden de matar si podían hacerlo. «Aquí mismo, en París». Temía que la hubieran seguido, temía que, ante la puerta de mi casa, alguien esperase su salida. Después dijo que aquel trabajo la anulaba, que no era jamás ella, sino un número en un conjunto, ni siquiera un nombre. Como yo le hablara de heroísmo, me respondió: «Sí. Un heroísmo que embrutece, que aniquila, como todos los heroísmos. Pero es necesario». Entonces me preguntó por mi vida. Le referí mis andanzas, le describí mi soledad en París. «¿No tienes una mujer? ¡Pero así no puedes vivir, amor mío!». Algo que pensó y me dijo, la hizo desfallecer: cuando aquello terminase, si terminaba, ella habría envejecido. «No debes pensar en mí, no debes esperarme. Este encuentro no es más que una debilidad mía. No he podido resistir el deseo de estar contigo, y no me arrepiento de haberlo hecho, aunque por estas pocas horas de estar juntos te conviertas en sospechoso para cierta gente. Pero nadie sabe si volveré; es posible que yo no vuelva. Hoy no corro peligro, pero ¿quién sabe mañana? Es una locura que me esperes, es un sacrificio inútil, no puedo permitirlo. Si algo más fuerte que yo me apartó de ti, ¿por qué vas a consumir tu vida en una incertidumbre? ¡Prométeme que buscarás una mujer, prométeme que me olvidarás!». «Y tú ¿podrás olvidarme?». «¡Yo no cuento, yo no me pertenezco! Al unirme a mis camaradas, me he comprometido con la muerte. En cualquier caso, he renunciado a mi vida personal. No sé si algún día podré recuperarla. Lo de hoy es un pecado». «¿También entre vosotros hay pecado?». «Llámale, si quieres, debilidad, aunque también puede llamarse traición. Claro que pasar contigo estas horas no lo ha sido. Es el descanso del soldado». Estaba sentada junto a mí, su cabeza reposaba en mi brazo. Pude advertir que llevaba colgado al cuello el reloj del mayor Thompson. Se dio cuenta de lo que había visto, de que mis dedos jugueteaban con la cadena. «Cuando temo caer en manos de los otros, se me ocurre que pueden quitármelo y dárselo a otra mujer. Entonces deseo tener tiempo para arrojarlo lejos o destruirlo. Pero cuando estoy sola, en el fondo del coche, en medio de la oscuridad, como te dije, entonces miro la hora a la luz del mechero, y me acuerdo de ti. Me acuerdo todo el tiempo que tarda en aparecer la señal. A partir de ese momento dejo otra vez de ser mía, y tú te desvaneces. Pero estás en el fondo como un sentimiento agazapado que espera el momento de surgir». Se arrebujó contra mí y entró en uno de sus silencios. No muy largo, aquella vez. «Me gustaría que me llamases “Minha meninha”. ¿Te acuerdas?». Teníamos aún por nuestro algún tiempo, y nada nos reclamaba fuera. Pero esta vez no se desnudó. Curiosamente, no había mentado a Dios.
La llevé a cenar a un bistrot próximo a mi casa, un lugar donde, a aquella hora, todas las mesas estaban ocupadas por parejas que hablaban en voz baja y que a veces reían. Nosotros no lo hicimos: sólo palabras sueltas que bastaban para traducir nuestros sentimientos. «Ahora ya me voy. No me acompañes. No te levantes siquiera. Te daré un beso». Lo hizo, se puso el abrigo sin mi ayuda, y marchó. No lloraba. Desde la puerta me sonrió. Yo esperé solo, un buen rato. Al salir, caminé por caminar. La noche de París era hermosa, o me lo parecía al menos. Llegué a un lugar desconocido, tardé en hallar mi rumbo. Al entrar en casa me arrojé sobre la cama deshecha, buscando lo que aún quedaba de su olor y no sé cuánto tiempo estuve con la cara hundida en las ropas. Estas emociones tienen la ventaja de que suscitan el sueño. Cuando desperté asomaba la luz por mi ventana.