Y YO NO SÓLO ME SABÍA OTRO, sino que me iba descubriendo día a día, hoy un detalle, mañana una sorpresa, después un susto. No hace muchas líneas, me comparé al viajero que regresa; ahora tengo que corregir la imagen: regresé, sí, pero desde una altura donde había dejado mi piel ardiendo. La de ahora, la nueva, parecía más vulgar y probablemente lo era. Descubrí mi vulgaridad en el hecho de que empecé a reírme de mí mismo, aunque no del todo, más bien suavemente, ironía más que risa: pero me reía desde una posición vulgar, la de cualquiera. Me hacía sonreír el hecho de haber escrito unos poemas, convencido de que jamás volvería a escribirlos: envidioso de mí mismo y algo resentido contra mí. Fue una ironía inexperta, allegadiza, que me preocupó, que creció, que se alimentó de mi pasado inmediato. La ironía, si se ejerce con sinceridad, es como la serpiente que se muerde la cola: hay que reírse de la propia ironía, hay que someterla a esa prueba difícil. Y eso es como entrar en un inacabable círculo de hielo. Para quedarse en la primera ironía, para instalarse en ella y usarla como método universal de juicio, conviene dejar de ser sincero; es muy posible que entonces yo haya dejado de serlo.
Una de las conclusiones a que llegué, o acaso haya sido una convicción que me vino de fuera, suscitada por cualquier advertencia o comentario de mi maestro o de la miss («¿Y no se aburre de no hacer nada? Es demasiado joven para no pensar en otra cosa que en vivir aquí, encerrado»), fue la de que tenía que hacer algo, no sabía qué, ni se me ocurría nada. Hubiera sido lógica la decisión de dedicarme a la literatura, pero ni me pasó por mientes, vacío como me hallaba de imágenes y de emociones. Lo único que hice fue marchar a Lisboa y visitar al señor Pereira. En cierto modo, bastante justificado por otra parte, el viejo financiero ocupaba el lugar de mi padre; lo pienso ahora, aunque entonces no lo sintiera así. Acudí a él sin proponerle nada, sin pedirle consejo: como quien dice, me limité a presentarme, a estar sentado delante de él, a sostener una conversación llena de vaguedades que debió desesperar a una persona como él, que no usaba más que palabras precisas para cuestiones concretas. Fue él quien me sacó del laberinto de la palabrería: «¿Piensa usted hacer algo de su vida? ¿Tiene usted algún proyecto?». Cuando le dije que no, se me quedó mirando como se puede mirar a alguien cuya vida se rige por leyes inaceptables, o no se rige por leyes sino por bandazos. Tuve el buen acuerdo de responderle: «Vengo a que usted me aconseje». Aquello ya le pareció más natural. Me hizo una serie de preguntas, y a muchas me fue difícil contestarle; por ejemplo, cuando me preguntó por qué había dejado mi trabajo en Londres. Lo más probable era que el señor Pereira no hubiera compartido mis razones, que no lo habían sido, sino impulsos; más aún, que lo hubiera desaprobado. No sé si me habrá creído cuando le dije que el clima de Londres me sentaba mal, que había tenido principios de asma. ¿Es que había tanta diferencia entre la humedad londinense y la del pazo miñoto? El aire era más puro, sin duda, y en esto estuvo conforme. Me pidió que volviera a verlo al día siguiente. Y lo hice, puntual. Tuve que esperar un poco, y, antes que yo, entró su despacho un caballero desconocido, que, más tarde, el señor Pereira me presentó como su hijo. Ocupaba un puesto de importancia en tal banco, etc. Se llamaba Simón, y me invitó a almorzar.
Era un hombre bien portado, de los imponentes que saben disimular por cortesía, o quizá por hábito: sabía hacerlo, y no humillaba, a mí al menos, aunque piense que en sus deferencias conmigo habría influido no ya la devoción de su padre por mi abuela, sino el hecho de ser yo cliente de su banco. No es ésta una condición que se lleve impresa en las tarjetas de visita, pero su comprobación no dejó de abrirme algunas puertas y sacarme de algunos apuros.
Me llevó a un restorán de campanillas, donde le conocía todo el mundo; donde, al encargar el almuerzo, el maitre se limitó a indicar: «Los vinos, los de siempre, ¿verdad, señor?», cosa que Simón Pereira confirmó después de haberme (inútilmente) consultado. Por los vinos comenzó la conversación. Ante la evidencia de mi impericia, Simón Pereira se extendió largamente sobre el tema, aunque enfocado en el sentido de que un caballero debe conocer de antemano cuáles y de qué clase corresponden a los menús bien concebidos, para lo cual conviene prevenir, no de manera superficial, sino más bien perita, las posibilidades reales de la ocasión y del país. Deduje de su exposición, que duró hasta los postres, que su sabiduría al respecto era inmensa, acaso tan grande como su habilidad financiera, y que en eso como en tantas cosas yo no alcanzaba siquiera el grado de aprendiz. Me prometió enviarme lo más rápidamente posible un par de libros en que podía iniciarme, y después de esto, de un salto, me preguntó: «Y, usted, ¿qué piensa hacer? ¿Cuáles son sus proyectos, o, al menos, sus aspiraciones?». Le respondí que no consideraba terminado mi aprendizaje mundano, y que si bien la temporada en Londres me había permitido no sólo perfeccionar el inglés, sino también iniciarme en el mundo de los negocios, en el literario y también en el de la calle, ahora me convendría alcanzar del francés un saber semejante. «¿París? ¿Le interesa París?». Le respondí que sí, y él quedó silencioso, como quien recuerda o medita. «En París está vacante una plaza de corresponsal suplente de tal diario. Que yo sepa, hay al menos dos aspirantes, gente con larga práctica periodística, pero, toda vez que ese periódico es propiedad de mi banco, no sería difícil conseguir ese puesto para usted, en el caso de que le interese. ¿Sabe escribir el portugués tan bien como lo habla?». Le respondí que sí. Un poco a la ligera, lo reconozco, sin pensar que podía meterme en un buen lío. «Pues hablaré de usted donde tenga que hablar. Espere unos días. Mi padre conoce su dirección, ¿verdad?». Yo vivía en un hotel de segunda en una calle céntrica. Se lo dije. «Me parece un buen lugar para usted. Los hoteles de lujo son para otra clase de caballeros», y sonrió. Después empezó a hablarme de política portuguesa. Las cosas se presentaban bien para los bancos. El nuevo régimen tenía muchos proyectos, necesitaba dinero. Había que modernizar el país. «Yo, en su caso —me dijo en un momento—, me quedaría. Tiene usted una gran finca en el norte que podría explotar…, pero también es cierto que puede usted esperar a que esto se asiente un poco más, se asiente definitivamente». «Esto —le pregunté—, ¿es una dictadura?». «En cierto modo sí, una dictadura, pero con limitaciones». No sé por qué, interpreté aquella respuesta en el sentido de que los dictadores harían lo que los bancos quisieran.
Las cosas salieron bien, aunque supongo que, al concederme la plaza de corresponsal suplente en París, se cometía una injusticia. Incluí en mi equipaje los volúmenes de crónicas de Eca de Queiroz, que yo había leído alguna vez con evidente entusiasmo. Durante el tiempo que duró mi dedicación al periodismo, los tuve como modelo, cuya perfección, evidentemente, nunca llegué a alcanzar.
Antes de irme a París tuve que pasar por Villavieja, donde había quedado pendiente la cuestión del servicio militar. Era una amenaza que pesaba sobre mí desde hacía algún tiempo y en que jamás había pensado. Hablé con mi abogado, y éste me lo solucionó en poco más de una semana: después de un reconocimiento más o menos formulario, se me declaró inútil por estrecho de pecho y propenso al asma. Todo era falso, pero suficiente como para que me expidieran un nuevo pasaporte sin dificultades y unos papeles en los que me declaraba libre de cualquier servicio. Tenía que pasar por Madrid; lo hice sin detenerme y sin ver a nadie, ni siquiera a Benito. Madrid estaba triste, como bajo una nube oscura. Tomé un tren de la noche. Habíamos convenido en que el corresponsal titular del periódico me esperaría en la estación. Por las señas, se trataba de un hombre corpulento y bigotudo el senhor Magalhaes. Lo reconocí fácilmente. Tendría como treinta y cinco años bien llevados, y su voz era tan poderosa como los bigotes. Hablaba un portugués del sur. Pronto me dijo que había nacido en el Alemtejo, pero que se había criado en Lisboa. No me recibió mal, aunque sí, desde el primer momento, desde el saludo, marcó su doble superioridad: la de sus años (de su experiencia) y la de su jerarquía profesional. No me costó trabajo quedar en el lugar que me señalaba; más aún, me resultaba cómodo.
Me había buscado alojamiento en un hotel modesto de la Rive Gauche, en el que podría vivir con cierta comodidad hasta que encontrásemos un departamento conveniente. No me sentí mal, de momento, en aquella habitación pequeña y bastante anticuada, pero alegre, con una ventana grande a la calle y un servicio para uso personal. «Esto es muy difícil de encontrar en París —me ponderó—. Aquí siguen en uso los retretes colectivos, uno por planta. Si es usted de los aficionados al agua, con la ducha le basta». No dejé, sin embargo, de recordar las comodidades de la casa de mistress Radcliffe, casi olvidadas, y sus baños calientes. «La ventaja de este hotel es que está situado en la parte de París que a usted le interesa. Como puede comprender, lo más importante de la corresponsalía lo llevo yo. Esto quiere decir que los temas políticos y económicos me pertenecen, más exactamente, que yo tendré a mi cargo todo lo que no sea la vida cultural, que es lo que le corresponde a usted. Francia atraviesa un momento muy delicado, que sólo lo entendemos los expertos. ¿Le dice algo Daladier? ¿Está usted enterado de la cuestión del desarme? Son cosas para gente madura, hay que reconocerlo. La cultura es cuestión más fácil y de menos riesgo. Son gente que juegan a darse importancia en los cafés de moda. Locos en su mayor parte, pero esa clase de locura tiene público en París y en todo el mundo. La cultura de París se encierra entre cuatro calles, en uno límites bastante estrechos que pronto aprenderá. Claro que, de momento, se encontrará perdido entre tantos nombres y tantos grupos, pero ya le presentaré a alguien que le oriente y pueda introducirlo. Mientras tanto le recomiendo que se dé un paseo por ciertos cafés. Le Dôme, La Coupole, La Rotonde, que no están lejos de aquí, que más bien están cerca. Mire, voy a enseñarle el camino». Sacó del vademécum un mapa de París y lo extendió sobre la cama. «Fíjese bien. Nosotros estamos aquí —y trazó una cruz—, y esos cafés están aquí —y me señaló dos lugares de una calle—. Sin más que consultar un mapa, puede usted escoger un itinerario entre los muchos posibles. Convendrá aprender cuanto antes a manejarse con el metro y los autobuses. ¿Trae dinero? Al menos para hacer frente a los gastos de un mes. Las pagas suelen llegar hacia el diez…
»Los restaurantes baratos están por esta zona, y por ésta. Le recomiendo tales para almorzar y tales para cenar. Si pasea de noche y alguien intenta detenerle, no le haga caso y siga su camino. En París no hay serenos, como en Madrid; le abrirán la puerta del hotel si toca el timbre y dice su nombre. Cuidado con las putas. Nunca lleve demasiado dinero encima. ¿Tiene experiencia de gran ciudad? No me refiero a Madrid o a Lisboa».
Cuando le dije que había pasado tanto tiempo en Londres, empezó a mirarme de otra manera. «¡Ah, entonces ya sabrá cómo caminar por el asfalto! Londres es mayor que París. Yo estuve allí alguna vez, poco tiempo; creo que fue con motivo de alguna conferencia internacional o cosa parecida. Pero, naturalmente, a usted tiene que interesarle más París. En el aspecto cultural, París es la capital del mundo, incluso de los ingleses. Los ingleses vienen mucho por aquí, y no digamos los americanos. De toda América, créame, incluidos los brasileños. Ya lo creo. París es París». Aquella noche me invitó a cenar, y quedamos citados para el día siguiente. Me llevó a su despacho, en el que había un rincón para mí. Me dio instrucciones acerca de las dimensiones de las crónicas, de cómo había que enviarlas, y de que me convenía inventarme un seudónimo, ya que lo de Freijomil no era muy portugués. «¿Qué le parece Ademar de Alemcastre?». Se me quedó mirando. «¿Por qué escogió ese nombre?». «Era el de mi bisabuelo». «¡Ah! Eso hace cambiar las cosas…». Y de repente, en vez de sentirse por encima de mí, como hasta aquel momento, se sintió involuntariamente achicado. «¡Un Alemcastre —dijo en portugués— e um Alemcastre!».
Las cosas cambiaron mucho más cuando, durante el almuerzo, y como respuesta a una pregunta suya («¿También en Londres se dedicó al periodismo?»), le hablé de mi experiencia como empleado de banca. «¡Ah! ¿De modo que el mundo de las finanzas no le es ajeno?». No exhibí mis conocimientos, pero, por lo que le conté, dedujo que sabía más que él, aunque no lo declarase así, sino con una especie de admiración súbita que se me manifestó en preguntas concretas acerca de esto y de lo otro. Rebajé la idoneidad de mis respuestas diciéndole que había pasado algún tiempo desde mi estancia en Londres, y que el panorama de la economía mundial habría cambiado. «Sí, cambió, claro está, pero para quien tiene un hábito, ponerse al día no es difícil». Me eché a temblar por dentro ante el temor de que, además de la cultura, me encasquetase también las noticias económicas, pero se limitó a anunciarme que alguna vez tendría que consultarme, pues en lo que era verdaderamente perito era en cuestiones de política. Entonces le pregunté qué esperaba de los nazis. Se le alegraron las pajaritas. «¡Ah, el nacionalsocialismo! Es el porvenir del mundo. El miedo al comunismo se acabó: Hitler dará cuenta de él». Es posible que el señor Magalhaes hubiera bebido algo más de beaujolais de lo debido, porque habló durante un buen rato con gran elocuencia y trazó con entusiasmo que no excluía la precisión el cuadro de la Europa dominada por el fascismo. «Francia está en las últimas, amigo mío. Se empeña en ser de izquierdas cuando el mundo va hacia la derecha. Es la justicia de Dios. Todo lo malo del mundo sale de Francia». Al contemplarle así de entusiasmado, no dejé de considerar ciertos rasgos faciales que denunciaba al menos un antepasado de los importados de África por el marqués de Pombal. No dejé de decirle durante un respiro que se tomó: «Pero eso del racismo no le será simpático. Los ibéricos no somos precisamente una raza pura». «El racismo de Hitler es una cuestión de política interior, que no nos afecta a los demás». «¿Y el antisemitismo? Usted no puede ignorar que el banco propietario del periódico para el que trabajamos cuenta con mucho capital judío». «Tampoco creo que eso tenga valor fuera de Alemania». «Entonces ¿qué espera de los nazis?». «Que pongan las cosas en orden, amigo mío. Que acaben con la subversión. En cuanto se meta usted en el mundo de la cultura, verá que está dominado por los comunistas. Y no sólo en Francia; por las noticias que tengo, también en su país son una amenaza». Le respondí que de la política interior española no estaba bien informado.
Fue una tarde, la de aquel día, la que dediqué a callejear, sin salir de los límites de mi barrio, que eran bastante amplios. La verdad es que recorrí los alrededores de la Sorbona y el bulevar Saint-Germain. Me aguantaba la soledad recorriendo las calles. Pude comprobar que, aunque yo no entendiera demasiado bien el francés hablado de prisa, a mí se me entendía. Acerté con el restorán en que entré a cenar. Al hallarme en la calle, con la noche encima, se me ocurrió coger un taxi e ir a Montparnasse, a los famosos cafés que el señor Magalhaes me había señalado como el coto en que debía cazar. Les eché un vistazo. Había mucha gente, se hablaba mucho, pero yo no conocía a nadie, aunque lo más probable fuera que la mayor parte de aquellas fisonomías, unas serias y herméticas, otras gesticulantes, fuesen familiares a los curiosos y a los inquietos de todo el mundo. Observé cierta tendencia al desaliño en el vestir, y tomé buena nota. El taxi que cogí para el regreso me dejó frente a la Sorbona. El resto del camino lo hice a pie. Llovía un poco, el aire estaba azulado y no frío. Fui más allá de mi hotel, con tal fortuna que me paró una prostituta, de la que me fue difícil deshacerme, a pesar de responder en inglés a sus proposiciones. Al separarse de mí se despidió con un insulto. Hallé en el hotel un recado del señor Magalhaes: «No deje de venir temprano a la oficina. Le interesa».
Lo hice. El señor Magalhaes me había encontrado, dijo que por casualidad, un departamento vacío. Teníamos que ir de prisa a verlo, no fuera que alguien se nos adelantase. Estaba en una calle de las cercanas al teatro Odeón, y para llegar a él tuvimos que subir cinco pisos en un ascensor y otro más a pie. La portera nos acompañaba. No me disgustó: tenía luz, estaba bien amueblado, aunque de manera más funcional que personal, y desde las ventanas se veía un hermoso panorama de tejados relucientes de lluvia y alguna que otra mansarda. «No sé si lo encontrará usted un poco caro, pero aquí nada hay barato». Hice un cálculo mental de mis disponibilidades, y allí mismo lo contraté con la portera. Había, sin embargo, que firmar unos papeles y entregar un anticipo, pero todo quedó zanjado aquella misma mañana, después de un viaje al banco al que el señor Pereira había consignado mi dinero: un banco de la plaza Vendóme. Supongo que el pronto pago me granjeó el respeto de la portera, que se llamaba Claudine y que tenía un aire de Celestina simpática. Magalhaes me recomendó que le diese la primera propina, y ella recibió con toda naturalidad mi puñado de francos. Me advirtió que evitase traer al piso amigos ruidosos, porque la vecindad era muy respetable. Aquella misma mañana hice el traslado, y a la siguiente el señor Magalhaes me dejó libre para que pudiera comprar algunos complementos y también comestibles. Lo primero lo hallé en unos almacenes de escaleras mecánicas muy ruidosas; para lo segundo tuve que informarme de madame Claudine, quien se ofreció a hacerme la compra diaria si confiaba en ella. «Siempre le costará menos que si lo hace usted directamente». Bueno.
Ya tenía una dirección fija y una casa franca. Entonces me dediqué a buscar la librería a la que había enviado las cartas a Ursula. Estaba en una calle cerca de la iglesia de San Severino, y se anunciaba como librería marxista. Vi desde fuera la gente que la atendía, y no me decidí a entrar: escribí a Ursula una carta dándole mis señas, el teléfono de la oficina (de tal hora a tal otra) y la envié por correo, aunque sin mucha esperanza de respuesta, no sabría decir por qué. A la mañana siguiente empezó, por fin, mi rutina de corresponsal suplente, con las noticias culturales a mi cargo. Tuve que someterme a ciertos trámites burocráticos para poder circular por París como residente y periodista en ejercicio. El señor Magalhaes demoró para una fecha incierta mi introducción en el mundo de los artistas y de los escritores: alguien que él conocía y podía hacerlo se hallaba ausente. Pero me dio un montón de diarios y de revistas para que, de su lectura, entresacase lo que, a mi juicio, podría interesar en Lisboa. Fue como si en un bosque donde todos los pinos son iguales, me dijeran: «Elija uno». Yo hice lo que pude: eché mucho ambiente a la noticia, muchas consideraciones sobre la lluvia que resbalaba por las copas de los castaños y un poco de los cafés que había visto. El señor Magalhaes lo aprobó, incluso con entusiasmo. «Escribe usted muy bien el portugués». Le respondí que había tenido buenos maestros, y, por citar uno, nombré a Queiroz. «Buena pluma, pero de pensamiento peligroso —me respondió Magalhaes—. No es escritor cuya lectura convenga a un joven como usted». El consejo me llegaba tarde.
Temí que comenzase en París una etapa de soledad semejante a la de Londres: trabajo por la mañana, callejeo, o cine, o teatro por las tardes, y nadie con quien hablar. Podía, eso sí, matricularme en algún curso de la Sorbona, y lo hice: uno de literatura francesa y otro de arte renacentista. Me ocupaban cuatro tardes semanales, y no quedé defraudado. Había chicas bonitas entre las compañeras, pero no me sentía con ganas de enredarme con ninguna de ellas, esperanzado como estaba de que Ursula acabaría apareciendo. Hice, sin embargo, algunas amistades superficiales, gente con la que cenar en algún restaurante cercano o con la que ir a ver a un clásico a la Comedia Francesa. Logré pasar los días entretenido, pero, a las noches, me entraba la melancolía, más lejos cada día la esperanza de que Ursula volviera.
Una de aquellas mañanas, fría como todos los infiernos, al salir a la calle y caminar un poco, me encontré con los bulevares llenos de gente y de gritos, la policía enfrente, pegando fuerte, fugas por las calles laterales huyendo de la represión, pero para reagruparse un poco más abajo y continuar los gritos y canciones. Yo había asistido, en Londres, a manifestaciones callejeras, pero ordenadas, casi procesionales. Los policías parecían estar allí para que no se descompusieran, para que siguieran siendo ejemplares e incluso respetables. Lo que veía ahora era otra cosa, obediente a otra estética y seguramente a otra política. Logré llegar a la oficina, aunque con mucho retraso. El señor Magalhaes estaba fuera de sí entre la indignación y el temor. «¿Lo ve usted? ¡Ya está aquí el comunismo, en Francia, el país más estable de Europa! ¿Qué va a ser de nosotros si el comunismo se apodera de Francia?». «Supongo —le respondí— que no habrá dificultades para regresar a Lisboa». «¡Sí, pero, ya ve usted, las cosas se precipitan y los nazis aún no han tenido tiempo de organizarse! Recuerde la Revolución francesa. ¿De qué valió entonces la intervención alemana?». Yo no sabía tanta historia como para responderle, de modo que le dejé hablar, y quejarse, y trazar las líneas generales de un futuro inmediato bastante negro, dominada Francia por la hoz y el martillo. Y mientras le escuchaba, miraba de reojo a través de la ventana. En la calle, la gente seguía corriendo y chillando, pero no me parecían obreros, menos aún populacho: había incluso grupos uniformados cuya filiación yo desconocía. Además de policías, guardias, con sus cascos y no sé si alguna fuerza militar. El señor Magalhaes, cuando se hubo desahogado, se agarró al teléfono y empezó a interesarse por los detalles, y me iba diciendo lo que le decían a él: que si algunos ministros dimitían, que si había que custodiar a los diputados, que la gente no se atrevía a salir a la calle. Pero resultó, al final, que los desórdenes los habían provocado grupos de extrema derecha reunidos en La Concorde para protestar contra el gobierno. «¿Y dónde almorzamos hoy? ¡Han cerrado los restoranes!». «Pues esta tarde pensaba ir a la Ópera Cómica. Cantan El barbero de Sevilla». «¡No se le ocurra ir allá! Precisamente por esa parte de París es por donde los choques son más violentos. Acaban de decírmelo. Hay muertos». Quizá haya sido entonces cuando pasamos un buen rato en silencio, él a su crónica política, yo a la reseña de una exposición de pinturas donde media docena de artistas al parecer conocidos presentaban una colección de óleos que no me interesaban nada, pero de los que los periódicos hablaban bien. Me limité a describir la exposición como fiesta social («Estaba todo París menos Picasso») y a transcribir los elogios, sin tomar parte. Ya había terminado la crónica, ya la había corregido, cuando el señor Magalhaes se acercó a mi mesa. «Voy a decirle algo en secreto». Alcé hacia él la cabeza, expectante. «Mire, ¿oyó usted hablar de Mi lucha?». Debí de poner cara de tonto. «Pues escuche lo que voy a decir, señor Freijomil: es el libro más importante del mundo, después de los Evangelios». Y empezó a contarme que Mi lucha se había traducido al francés aparentemente sin permiso de su autor y que dentro de muy pocos días estaría en los escaparates, si no lo estaba ya. «¿Y quién es ese autor?», le pregunté ingenuamente. «Pero ¿es que no lo sabe? ¿En qué mundo vive?, ¡hombre de Dios! Mi lucha es el libro de Hitler». «¡Ah!». No le comenté más. Podría haberle dicho que Hitler era la causa remota de que Ursula me hubiese abandonado, pero ¿qué podría importarle al señor Magalhaes? «Ya le traeré un ejemplar. Un hombre joven como usted no puede prescindir de esa lectura. El futuro del mundo se encierra en sus páginas». Comprendí que, por el hecho de haber sido los Cruces de Fuego y no los comunistas los autores del alboroto, el señor Magalhaes veía más claro el porvenir del mundo.
Retrasamos, aquella mañana, la salida de la oficina hasta que las calles inmediatas parecieron vacías de gritos. Pude haberle dicho al señor Magalhaes que yo, en mi casa, tenía vituallas para los dos y que podíamos almorzar juntos. No me decidí por miedo a su verborrea política, a sus temores universales, a sus descripciones de los posibles cataclismos. No sé si su oratoria era ineficaz, o si yo carecía de sensibilidad o de la conciencia indispensable para que aquellas profecías me conmoviesen. Recuerdo que, al despedirse, me dijo: «Están representando o van a representar, no sé en qué teatro, una comedia anticomunista, Tovarich se titula. Dígame cuándo está dispuesto a ir, para que le proporcione las entradas. Por cierto, ¿irá usted solo?». «Espero que sí». Se sonrió paternalmente y me echó la mano al hombro. «No está bien que el hombre esté solo, dijo el Señor en alguna ocasión memorable. Yo se lo transmito. Y más en París, donde es tan fácil encontrar compañía». No pude dominar la ocurrencia de preguntarle si él también la tenía. En vez de responderme, se rió. Luego dijo: «Ya hablaremos de eso, ya hablaremos».
Pude llegar a mi casa con bastantes dificultades. Corrí dos o tres veces con los policías detrás. No me alcanzaron los golpes. Al llegar a mi casa, madame Claudine estaba a la puerta, muy sonriente. «¿Viene usted sofocado?». «Pues ya lo ve». «Me alegro de que también usted haya corrido, porque eso quiere decir que es de los nuestros. Arriba le dejé la compra de esta mañana. A pesar de las manifestaciones fui al mercado». No me atreví a preguntarle con cuál de los equipos de corredores estaba.