AQUELLOS DÍAS DE LISBOA, pocos, los pasé como un barco al garete casi perdido. Me acosaban los recuerdos, esos recuerdos amargos sin esperanza, y me costaba un inmenso esfuerzo acomodarme a una vida que aún no sabía cómo iba a ser, que iba a ser como ceniza. El señor Pereira me retuvo con el cuento de mis intereses, y el tiempo se alargó lo indispensable como para que le llegase una carta de Londres en que el mismo mister Ramsey le daba cuenta de mi dimisión y le tranquilizaba acerca de mi comportamiento. «Dice que es usted todo un gentleman», y le bailaban los ojos de complacencia. Pero tuvo la discreción de no preguntarme el porqué de mi regreso: probablemente le bastó saber que no obedecía a ningún error profesional. Me preguntó acerca del destino que le pensaba dar a aquel dinero colocado en Inglaterra, la parte más saneada de mi herencia. «Se lo pregunto porque la situación internacional no es muy tranquilizadora, y es muy posible que aquí, en Lisboa, esté algo más seguro. Ya se lo indiqué otra vez». Le respondí que siempre había confiado en él y que seguía confiando. «Se avecinan tiempos duros, más tarde o más temprano». También me preguntó por lo que pensaba hacer. «De momento, ir a Villavieja, no sé aún por cuánto tiempo. Después ya tomaré una determinación». Para que no me creyera frívolo o caprichoso, le añadí que también en España tenía un patrimonio, por el que debía interesarme. Me preguntó si estaba en buenas manos: le respondí que sí. Volví a España por Madrid. Los empleados del hotel se alegraron al verme. «Parece usted otro, aunque todavía se le reconoce». Pero el mayor júbilo, verdadero o cortés, lo mostró el director: no me sentí halagado. Busqué a Benito, quedamos en cenar juntos, le rogué que llevase a su novia. Si yo había cambiado en mi aspecto, él también: muy serio, finchado, suficiente, sin una nota alegre en su atuendo: ya parecía un magistrado en funciones. Estaba a punto de terminar la carrera, con notoria brillantez, y se esperaba mucho de él, aunque acerca de su porvenir no estuviera muy de acuerdo con su novia: él prefería una cátedra; ella, algo de más prestigio en la sociedad: insistía mucho en el prestigio. En cualquier caso, su porvenir pasaba por Bolonia, a donde esperaba ir al siguiente curso. «Los bolonios son la aristocracia de la abogacía», decía ella; pero yo no estaba muy informado acerca de los bolonios, lo cual seguramente me rebajó en la estimación de aquella señorita. «Y tú ¿sigues metido en eso de la poesía?», me preguntó Benito. No quise defraudarle; le respondí que, después de haber pasado todo aquel tiempo en un banco, pensaba dedicarme a las finanzas. «Para eso también te convendría acabar la carrera». Quedamos en que lo haría. Benito, más que curiosidad por lo que me había acontecido, sentía necesidad de hablar de sí mismo: le dejé que lo hiciera. Comprobé que aquel tiempo había bastado para hacer de él un conformista; el mundo le parecía bien si no fuera por la política, su gran preocupación. Le escuché atentamente, porque yo lo ignoraba todo de aquel tema, y cualquier acontecimiento me cogería tan de sorpresa como me había cogido la república. El resumen de lo que me explicó Benito, que tenía informes «de muy buena tinta», era de que las cosas iban mal, de que las derechas se equivocaban tanto como las izquierdas, y de que en mucha gente renacía la más antigua esperanza española, la del hombre fuerte, con espada o sin ella. «Y tú ¿estás de acuerdo?». No me respondió ni que sí ni que no, sino con vaguedades teóricas y referencias al pasado de España y a nuestra mala costumbre de repetir las situaciones. Con la agravante, ahora, de que existía un partido comunista fuerte y bien organizado. «Tú no te habrás hecho comunista, ¿verdad? Tú eres un hombre rico». Le respondí con la misma vaguedad con que él lo había hecho un poco antes. «Y ahora ¿qué vas a hacer? ¿Te quedarás en Madrid?». Tampoco lo sabía, pero no era probable que volviera a una ciudad donde nada me atraía. Acompañamos a Beatriz a su casa. Benito vino conmigo hasta el hotel; en el camino me preguntó si tenía novia. Le dije que no. «Pues te conviene buscarla cuanto antes. A tu edad, se está mal sin una novia». La suya me telefoneó a la mañana siguiente, me dio una cita en un café. Parecía venir de misa, con mantilla y rosario. Las explicaciones que me dio fueron tan prolijas como vagas, interrumpidas constantemente por un «¡Ay Dios mío, si alguien me ve contigo!». Disimulaba el rostro con la mantilla, pero se quitó el abrigo para que viera la opulencia de sus pechos. Ella quería que Benito fuese diplomático, pero no lo encontraba suficientemente distinguido, sino con esa torpeza de los intelectuales. «¡Ay, si fuera como tú, un hombre con experiencia! ¡No hay más que verte la corbata!». También intentó convencerme de que una mujer tiene que mirar por su porvenir. Le entró luego una prisa repentina, me dio su dirección y se fue. «Debías venirte a Madrid. Un hombre como tú ¿qué hace en provincias?».
Villavieja del Oro no se conmovió con mi llegada. La verdad es que yo no hice nada para que se conmoviese. No tardé en darme cuenta de que la gente vivía para la política, de que no se hablaba de otra cosa, de que se pronosticaban catástrofes. Y fue en Villavieja donde me cogió la noticia del triunfo electoral de los nacionalsocialistas de Alemania. Si en algunos momentos había decidido, no sé si para engañarme, que Ursula se las habría arreglado para escapar al peligro, a partir de aquel momento no pude evitar la inquietud, que llegó, en momentos, a la angustia. Esperaba todos los días el paso del cartero como un enamorado primerizo que espera esa carta en que el amor se decide. Después bajaba al café, donde los antiguos Cuatro Grandes, bastante envejecidos, pero aún ternes, mantenían a su alrededor un corro de curiosos o de secuaces. Yo me sentaba un poco apartado, y me entretenía con la lectura de los periódicos; intenté olvidarme de que estaban allí y de que discutían en voz alta de cuestiones vitales, pero no lo hacían desacertadamente: como que llegué a escucharlos, disimulando mi atención con la supuesta lectura, y gracias a ellos logré entender algo mejor lo que estaba pasando por el mundo, y las presentidas catástrofes del señor Pereira comenzaban a cobrar forma. «Esto de los alemanes es como lo de Mussolini», dijo una tarde uno. «Está usted equivocado, y no hay más que mirar el mapa. Italia es un país periférico, su lugar de expansión es el África, y África le importa al mundo de una manera secundaria. No habrá una guerra porque Mussolini se apodere o deje de apoderarse de Abisinia. Pero los nazis son pangermanistas; su lugar de expansión es toda Europa; si no, al tiempo». «En todo caso, ¿qué nos importa a nosotros? Quedamos lejos». «Usted parece olvidar que, cuando lo del catorce, más de media España era germanófila y que muchos de aquéllos están aún vivos». «¡No me va usted a comparar a Hitler con Guillermo II!». «No, pero Alemania es la misma». Sí. Mas, para mí era sólo el lugar, un lugar enorme y peligroso, en que estaba Ursula. Aquella gente acabó dándose cuenta de que yo la escuchaba; un día uno de ellos se me acercó, me dijo que era amigo de mi padre, y me invitó a que me uniera al corro. Fui, durante la primera hora, objeto de curiosidad. Venir de Londres, haber pasado allí tanto tiempo, me confería una especie de aureola y me daba derecho a la palabra en aquel local en que repercutía la Historia del mundo. Fue mi presencia la que alteró la monotonía de las discusiones, aunque no las hiciera desaparecer. ¡Pues no faltaba más! Pero las antiguas preocupaciones intelectuales, las que yo recordaba, surgieron del olvido. Se interesaban por el teatro, y pude hablarles largamente del inglés. También les agradaba comprobar por testigos lo que por lecturas sabían de Inglaterra, alegrarse de que no andaban descaminados, aunque yo pudiera añadir a sus conocimientos ciertos detalles que sólo se descubren por experiencia. Alguna de aquellas conciencias se sublevó al enterarse de cómo funcionaba el régimen de propiedad urbana en Inglaterra, y más aún cuando les informé de que la Iglesia anglicana poseía tanto y cuanto de tierras y de casas, y que a la mayor parte de los ingleses les parecía bien. «¡Y nos quejamos de lo de aquí!», dijo alguno. Y otro le retrucó: «Porque en Inglaterra sobreviva la injusticia medieval, no vamos a tolerarla en Galicia». De todas maneras, después de asistir varias veces a aquella reunión, concluí que, si bien todos eran republicanos, no se inclinaban a la izquierda radical, sino lo indispensable para no avergonzarse de sí mismos. De todas maneras, los momentos en que se hacía el silencio a mi alrededor y sorbían mis palabras, era cuando les hablaba de poesía. Los había entre ellos que habían traducido y publicado poemas irlandeses, pero sus informes acababan en lady Gregory y lord Dunsany más o menos. «¿Y ha visto usted a Chesterton? ¿Y ha visto usted a Bernard Shaw?». Sí, pero había visto también, o, por lo menos leído, a otros de los que no tenían noticia. La base de mi reputación posterior, de la que hablaré cuando llegue el momento, se estableció durante aquellos días: los que tardé en recibir una carta de Ursula, en francés, fechada en París, en la que en pocas líneas me comunicaba que estaba bien y me daba una dirección a la que escribirle. «Je pense a toi. Je t’aime toujours», como en una canción. No podía imaginar qué hacía en Francia, y, a pesar de eso, saberla fuera de su país me tranquilizaba, aunque me acusase a mí mismo por aquella tranquilidad. Le escribí diciéndole que me iba a Portugal. Incluía la dirección del pazo miñoto. Tenía que pasar por Lisboa a recoger mis libros, que habían llegado consignados al señor Pereira, y con los libros, algunos cachivaches. Había traído conmigo todo cuanto tenía un valor y ciertas naderías cargadas de recuerdos. Tardé, sin embargo, algunos días en hacer el viaje; el abogado de Villavieja que se encargaba de mis asuntos me recomendó que vendiera algunos predios, restos de la herencia de mi madre, y que no dejase de visitar el pazo de los Taboada; un caserón bastante destartalado, con escasos muebles, y una finca abandonada. Requería mi presencia y bastantes gastos, se quería dejarlo habitable, pero no me sentí capaz de acometerlo por mi cuenta, de modo que el abogado se encargó de hacerlo en mi lugar. Había en mi cuenta dinero suficiente y aquello era lo mejor en que podía gastarlo. Sólo cuando estos asuntos estuvieron en marcha, me fui a Lisboa, esta vez en tren por la costa, después de haberme detenido una noche en el pazo miñoto; sólo una noche, cenar allí, dormir, y salir muy de mañana para coger el tren. Mi maestro y la miss parecían una pareja feliz, tenían dos hijos internos en un colegio de Oporto, y se portaban como señores del pazo; tenían derecho, por lo bien que lo cuidaban y lo escrupuloso y detallado de sus cuentas, que mi maestro pretendió mostrarme aquella noche y que yo decliné hasta más adelante, cuando regresase. Anuncié que pasaría allí una temporada. Como me daba miedo tropezar con mi pasado, me limité aquella noche a los espacios indispensables, con la conciencia de que el reencuentro me esperaba inexorablemente. Sin que yo lo preguntase, me dieron noticias de Belinha, que no había vuelto de Angola, pero que enviaba nuevas de vez en cuando. Por lo pronto había tenido otra hija. Imaginé que, aunque no me hubiera olvidado, mi recuerdo se habría desvaído, sería como un sol sin fuerza que pugna por ponerse y no se oculta nunca.
Permanecí en Lisboa el tiempo indispensable para recoger mis pertenencias y enviarlas al norte. Dejé para más tarde la respuesta a las insinuaciones del señor Pereira, de quien comprendí que, tras la aparente modestia de su despacho, enmascaraba una verdadera y, para mí, inexplicable potencia. Me enteró de sus relaciones con la banca más rica de Portugal, pero eso apenas me decía nada. Lo entendí en cambio cuando me declaró: «Puedo hacer mucho por usted, y lo haré en cuanto me lo pida». ¿Era el recuerdo de mi abuela Margarida lo que inclinaba hacia mí el corazón de aquel viejo? Me bastó suponerlo. Le respondí que necesitaba algún tiempo de soledad y meditación antes de decidirme, y marché a casa.
Ya no pude evitar entonces el reencuentro con aquellos ámbitos en que habían transcurrido tantas horas de mi vida, que estaban dentro de mí con todo mi pasado, pero a los que ahora me acercaba sin nostalgia, acaso sin recuerdos. Fue el primer índice de mi cambio. Ya no me hablaban desde ellos mis abuelos, ni siquiera podía recuperar, en el silencio, las voces de la abuela Margarida. El recuerdo de Belinha, inevitable, pasaba sin conmoverme, aunque no me sintiese indiferente a él. Mi actitud era, ¿cómo lo diríamos?, más estética. Ursula me había enseñado a sentir los espacios, como formas significativas en sí mismas, y eso era lo que hacía en mis largos recorridos, sentirlos como espacio: estancias, salones, crujías, pasadizos. No me sentía ajeno a ellos, pero los descubría como una realidad nueva, por la que había transitado sin percibirla, o, al menos, sin percibir más que su apariencia. La misma biblioteca me resultaba nueva, aunque no distinta; más rica, eso sí, en matices de color, en formas del aire y de la luz. Pasé unos cuantos días entretenido en buscar sitio a los libros, en ordenarlos, y como algunos de ellos no los hubiera leído aún, les dediqué las mañanas. También renuncié a mi habitación de niño, y elegí otra, una alcoba de pomposo lecho con una salita, de los que apenas sí necesitaba salir. Había en la salita una hermosa chimenea de piedra, muy historiada. Me la encendían todas las mañanas. Si el día estaba bueno, me iba a leer a algún rincón de los jardines; si no, quedaba en la salita, junto a la chimenea. Almorzábamos en común, se hablaba del tiempo, de las cosechas, de cómo se había vendido el vino. Mi maestro solía buscarme cuando yo estaba solo, para hablar de política internacional. Le preocupaba la situación de Europa. Por lo que pude advertir, estaba mejor informado que yo, y, gracias a él, pude mejorar mi idea de cómo marchaban las cosas. Lo de Alemania le obsesionaba especialmente; no podía suponer que le acompañaba en aquella preocupación, aunque la mía se limitase a un nombre de mujer, a la que acaso la Historia hubiese apresado, mientras yo me empeñaba en permanecer al margen de la Historia; como siempre, desde mi nacimiento. En cuanto a la miss, me preguntó una vez si entraba en sus propósitos casarme, que ya me iba llegando la edad, y que en lugares vecinos había señoritas hermosas y bien dotadas en las que quizá me conviniera pensar. Como yo no fuera muy explícito en las respuestas, me preguntó una vez si había dejado algún amor en Inglaterra. Le respondí resueltamente que no. Y, así, en estas naderías, pasaron los primeros tiempos. No recibí más noticias de Ursula.
La novedad de aquella vida me distrajo de mí mismo. Me sentía tranquilo, aunque por debajo de mi tranquilidad sintiese algo así como el presagio de un vendaval. Llegué incluso a entretenerme en averiguaciones inútiles en las que jamás había pensado y que no me habían preocupado, según mi recuerdo, desde los años de mi adolescencia. La contemplación del retrato de mi bisabuelo Ademar, aquel que Margarida me había impuesto por modelo y al que había sido infiel, fue el arranque de unos días de búsqueda y recuerdos. Era un buen retrato anónimo en el que aparecía un hombre de buena facha, aunque algo rebuscado en el vestir. Atuendos como aquel los había visto en Inglaterra, cuadros de museos locales o de casas nobles de esas que se visitan los fines de semana: reminiscencia indudable del dandismo, más duradero en Portugal que en la misma Inglaterra, quizá por más tardío. Ademar había sido un dandi, y su atildamiento me resultaba anticuado, aunque no antipático; no le faltaba gracia. Me hubiera desentendido de él si no fuera porque, hurgando en las gavetas de algún mueble, hallé montones de cartas suyas, desordenadas, algunas incompletas, como si fuesen adrede mutiladas. Muchas eran de negocios, generalmente malos; otras, bastantes, de amor. Me permitieron reconstruir una parte de la historia de aquel mozo frívolo, y lo hice sin emoción, por pura curiosidad. Nunca hasta entonces me había interesado por el destino de las cartas amorosas, que, por su naturaleza, y según mi manera de pensar, deberían destruirse; que si alguien las había legado como herencia al primer lector incierto, era por pura vanidad. Mi abuelo Ademar no había quemado aquellos testimonios de su ocupación más deleitosa para que alguien imprevisible los conociese y aumentar así en la estimación de lectores imprevisibles. Me pregunté si su hija Margarida habría llegado a conocerlas, y si en su corazón aprobaba los deslices de su padre. ¿Serían ellos la causa de la admiración que le había tenido? Al proponérmelo como modelo, ¿había deseado yo que llegase a ser un Periquito entre ellas? No podía, lógicamente, hallar respuesta; pero, puesto en el lugar de mi abuela, y con el mismo derecho que ella, juzgué a Ademar como hombre ligero, al fin y al cabo de su tiempo, quién sabe si bailarín de cancán, para quien la fama de conquistador afortunado valía tanto como la flor que se ponía en el ojal. Hoy comprendo que fui demasiado severo con el dandi Ademar; pero por aquellos días me hallaba dominado por mi pasión hacia Ursula, y no admitía que las relaciones con una mujer pudiesen tomarse a la ligera. La mayor parte de aquellas cartas eran quejas. El bisabuelo Ademar había sido infiel a sus amantes, pienso que organizaba al mismo tiempo la conquista y la infidelidad, como si fuesen la misma operación. Pero también es posible que ellas no merecieran otra cosa. No deja de ser curioso que por aquellos días me tropezase con Amor de perdición, la primera novela que había leído en mi vida, la que probablemente había configurado mis esperanzas amorosas de adolescente. ¡Qué distinta, aquella pasión, de la frivolidad de mi abuelo! Claro está que, irrazonablemente, comparaba lo que había sido real con lo meramente literario. Pero yo, aun entonces, me sentía más cerca de la literatura, y a juzgar por mí mismo, creía en la realidad de aquellos modos extremados del amor.
La tempestad presentida se insinuó cautamente, como si la estorbase un sistema defensivo del que yo era consciente: de súbito me encontré metido en ella, y no a disgusto. Consistió en la reaparición tumultuosa de mis recuerdos, de los de Ursula quiero decir, y no tanto de lo más aparente y continuado, nuestra vida en común, lo que relaté, sino de lo que la había acompañado acaso como accidente o cosa de poca monta, escondido en los repliegues de la memoria. Muchos de estos recuerdos eran de pequeñeces transitorias que, recordadas, me causaban placer o sorpresa, nunca disgusto. Los otros eran detalles de la vida corriente que había dejado pasar, por no hallarles relación con el amor que vivía, pero que ahora, acumulados y patentes, muchos de ellos, la mayor parte, me dejaban perplejo. ¿Cómo había pensado, cómo había sentido, aquello que, sin embargo estaba allí, sentido por mí y pensado, es decir, vivido? No se trataba sólo de las enseñanzas de Ursula, ante las que alguna vez he sonreído (injustamente), sino de respuestas personales e insospechadas, a mi situación junto a ella, en la sociedad, en el mundo. Supongo que todos podemos sacarnos del saco del alma recuerdos como aquéllos, importantes o triviales, qué más da, porque resultan de la experiencia. Lo que por aquellos días sucedió fue que tuve conciencia de la mía. Me sentaba ante las llamas, dejaba la memoria discurrir, y así, horas y horas. Hasta que una de aquellas noches me levanté y me puse a escribir; no deliberadamente, sino como una consecuencia necesaria de tantas reviviscencias. Un acto, sin embargo, no enteramente personal, porque algo exterior me empujó y me dictó las palabras que iba escribiendo; poseído, aunque no arrebatado. No sé cuánto tiempo, de aquella noche, empleé en escribir mis primeros poemas, cuya forma no había sido prevista ni estudiada, cuyo ritmo me salía de la sangre. Dejé de escribir y me fui a dormir como un sonámbulo que recupera el lecho: era muy tarde.
Ni el sueño ni el descanso me libraron de aquel embrujo. Fueron unos días de vivir ausente de la realidad, concentrado en mí mismo, y, al mismo tiempo, casi ingrávido, o al menos experimentando una sensación general como si lo fuera. Poca diferencia había entre la vigilia y el sueño; ni sé si éste la continuaba, o al revés. Antes del umbral del despertar, llevaba ya un tiempo largo sintiendo cómo un poema nuevo se balanceaba en mi conciencia; no escuchaba las palabras sino el ritmo, un ritmo abstracto, pura música. Así estaba todo el día y todos los días: mecido por aquel vaivén, hasta que, de noche, volvía a escribir. Y esta situación, que llamé de embrujo, me duró el tiempo necesario, si era tiempo eso, para escribir un montón de poemas, la mayor parte de ellos largos, en que me iba vaciando. Andaba durante el día como alelado; sólo al caer la tarde, con el crepúsculo, empezaban las palabras a encajarse en la música. Surgían versos aquí y allá, como autónomos que después reunía en el poema; pero cada uno de ellos crecía, creaba antecedentes y consecuentes, hasta formar cuerpos que se juntaban unos a otros, como si supieran de antemano cuál era su lugar. El nombre de embrujo lo usé para salir del paso. Me explico ahora, tanto tiempo pasado, que a los poetas se les haya llamado vates, y que el ejercicio de la poesía se haya entendido como un proceso de posesión divina (o diabólica); pero lo curioso es que, por mi educación y mis convicciones, yo entendía entonces el poema más como un ejercicio mental que emocional, y estaba haciendo lo contrario. Mientras duró, no me hallaba en estado de reflexionar, ni me hubiera apetecido hacerlo. Usé la palabra vendaval, también tempestad. Acaso sea un poco exagerado, porque si un viento me soplaba, no me zarandeaba ni sacudía, sino sólo me empujaba, delicadamente, aunque también inexorablemente, como una convicción. Lo mismo los vendavales que las tempestades amainan, y supongo que los casos de posesión divina (o diabólica) desaparecen también, llevados por la misma causa que los trajo, fuera de toda lógica, o, al menos, con la suya propia. Sucedió que una mañana me desperté tranquilo, con la mente clara y agudizada la conciencia de la realidad más inmediata, que contemplé como el viajero que regresa a las costumbres y a los objetos de cada día, los que le tranquilizan y aseguran de que está vivo: mi lecho, mi casa, el árbol que veía moverse a través de la ventana. Tenía sin embargo la impresión, casi el convencimiento, de haber dejado algo detrás de mí, algo que se alejaba, irrecuperable, y que, sin embargo, era yo. Aquella mañana me levanté como el reptil que abandona su piel porque va revestido de la nueva, que es, sin embargo, igual, al menos en apariencia. No me devolvió el espejo un rostro nuevo, sino el acostumbrado, y mis manos eran las mismas. No había olvidado los poemas, pero cuando los tuve delante, montón nutrido de folios, el interés que sentí por ellos fue como el de quien se acerca a textos desconocidos: leí unos cuantos, escritos de corrido, sin tachaduras. En seguida comprendí que había que retocarlos o acaso rehacerlos. Y a esa tarea me dediqué el tiempo que siguió, pero, cosa normal si bien se piensa, durante el día, no por la noche: lúcido, dueño de mí, aunque también sorprendido por la calidad de los poemas y por el hombre que en ellos se revelaba. Si era yo mismo, apenas me reconocía: todo aquel mundo de emociones, de pensamientos, de imágenes, lo había vivido yo, formaba parte de mí, pero no ya como actual, sino como pasado. Iba unido a la persona y al nombre de Ursula, le pertenecía a ella más que a mí, con ella se alejaba. Si a lo largo de un mes lo había escrito, tardé dos en corregirlo, en darle la forma definitiva, la que consideré adecuada, cuidadoso de cómo estaba dicho, metido en asunto de palabras. Apliqué a aquella tarea lo que había aprendido en tantos ejercicios de versificación vacua, en tantas lecturas. Y el día que terminé, contemplé mi obra como si fuera de otro, y me acordé de aquel soneto que había dado a leer a mi profesor, el soneto del que se había reído una niña bonita y estúpida, que ya tampoco me parecía mío. Guardé los versos. Descansaron. Los releí. Me gustaron, pero los hallé impublicables por excesivamente íntimos. No sé si lo que yo había escrito allí podía sentirlo otro; pero sentía que mi intimidad no le importaba a nadie. Se los hubiera leído a Ursula de tenerla a mi lado y de poder ella entenderlos; pero ni aun tal esperanza me quedaba. Sin embargo, los copié a máquina, medio los encuaderné y los guardé, no sin haber deliberado conmigo mismo si debía destruirlos. Si no lo hice fue acaso por las mismas razones por las que mi bisabuelo Ademar no había quemado los testimonios de sus andanzas eróticas. Quiero decir con esto que acabé perdonándole su decisión de conservarlas.
Pero no creo que mi bisabuelo Ademar se hubiese hallado alguna vez distinto de sí mismo.