XVI

LO QUE EMPEZÓ AQUELLA NOCHE lo recuerdo, en parte, como los trámites ordenados, efectos en cadena, de la misma causa: dos que se aman en un mundo al que no importa que se amen, también como tumulto o revoltijo en que unos hechos reaparecen claros o en penumbra; así fue, quizá haya sido así, sin un antes y un ahora. Salvo el comienzo, que ya he contado, y el incierto final, diluido en distanciadas intermitencias.

Hoy me atrevo a decir que se acabó, como yo mismo un día de éstos, ¿quién lo sabe? La fecha incierta no se presiente. Estos recuerdos, así, en maraña, no surgen quietos; vienen y van, parecen girar, mezclarse, perseguirse, furiosos o frenéticos, ni uno solo tranquilo ni duradero. Los que aparecen iluminados, aunque nunca enteramente, son momentos cualesquiera en que culminó el amor: aquella tarde en que ella resbaló y estuvo a punto de caerse del bote al río, o aquella otra de lluvia, en que cuando iba a pedirle que detuviese el coche, porque necesitaba besarla, ella paró de repente y me besó. Pero después pierden la luz y se pierden ellos mismos en el general olvido, y son otros los que ocupan su lugar y se iluminan, para en seguida también desvanecerse: los miedos, las esperanzas irracionales, algún gemido. Contarlos es difícil al no existir en la memoria ese orden que el relato requiere. Tampoco es fácil describirlos, por la imprecisión de sus contornos al recordarlos, por su fugacidad. ¿Se distanciaron, o coincidieron, esta caricia con la otra, o es que duplica la memoria lo que fue uno? Acontecieron, sin duda, un día después de otro, y con su ritmo. El orden se perdió en el olvido: del ritmo, me queda la sensación, antes la llamé frenética, real como los acontecimientos mismos. Ursula la imponía, no en el ejercicio del amor, precisamente, aunque a veces también, sino en la vida en común que llevamos durante cierto tiempo, el poco que nos duró; un instante en mi recuerdo, quizá dos o tres meses en la realidad de Londres de aquel año. Pero ¿quiere decir algo el tiempo? Todo el que alguna vez amó sabe que su sentido se pierde, que el amor tiene duraciones propias nunca uniformes, a veces agitado, otras tranquilo. Rapideces y demoras las hubo también en el nuestro, lentitudes como eternidades, vértigos furiosos que no son nada en el recuerdo, porque también tiene su tiempo la memoria y alguna ley que se esconde debajo de su capricho, nos trae la imagen como quiere, no como fue. ¡Las veces en que me he recreado, a lo largo de todos estos años, en dilatar los instantes! Pero ¿siempre los mismos? También en éstos debe de haber su ley o su capricho, en la reaparición inesperada, involuntaria, de secuencias enteras que huyen como vinieron, que no se dejan retener y que difieren en cada una de sus apariciones, porque lo que sucedió fue siempre más complejo y más rico que lo que reaparece y no cabe de una vez en el recuerdo: ahora lo ves así, después de otra manera, las mil caras de la realidad, centelleantes, e inasequibles. Y, luego, a la memoria la condicionan las circunstancias del momento real, y las de este en que recuerdo. Por ejemplo, lo que busco en ese maremágnum, del cuerpo de Ursula: no es visual, sino táctil. Se dejaba acariciar en la oscuridad, pero algo más fuerte que ella le impedía mostrar su cuerpo a la luz. Se disculpaba con su educación puritana, quizá fuese cierto. Sin embargo, la impresión que deja la caricia es más intensa que la de la mirada. Ver precede a tocar, lo que los ojos perciben lo reconocen las manos, lo recorren, lo hurgan, lo aprehenden. Y para eso no hace falta luz. Cuando intento recordar el cuerpo de Ursula tengo que poner la memoria en los dedos, en las palmas de las manos, y preguntar por los inacabables caminos que crearon. Fueron tantos que se confunden y a la postre quedan en uno solo, el cuerpo entero quieto en la oscuridad, si no es su mano, que me busca. Pero esto me impide saber si amaba con los ojos abiertos o cerrados, y si al amar sus ojos resplandecían. Probablemente, sí, porque es lo acostumbrado; pero me disgusta imaginar como propios de Ursula los ojos de otras mujeres que vi, efectivamente, embellecidos. Prefiero dejar en mera incertidumbre lo que fue luz invisible. Recuerdo, en cambio (muchas imágenes fundidas) que después del amor quedaba silenciosa, acostada sobre el vientre y la cabeza entre los brazos, como si durmiese, algo apartada de mí, digamos sola. Eso pensé alguna vez, acaso la primera, y creí prudente retirarme; pero ella sintió que me apartaba, me sujetó con su mano y dijo: «Espera». Aquella especie de ausencia le duraba más o menos, nunca tanto que me desesperase; después volvía parsimoniosamente a la proximidad y a la ternura, como quien pasa de un tiempo a otro, de un tiempo casi inmóvil a la palpitación del juego renovado. Alguna vez me pareció que durante aquellas quietudes asistía a una especie de rito personal que permitiese a Ursula revivir los sentimientos y las sensaciones inmediatas, que los prolongaba: una suerte de técnica al alcance de experimentados y de sabios, a la que yo no tenía acceso, y por eso me causaba una amorosa envidia, si así puedo llamar al deseo incumplido de participación, o quizá como quien queda a mitad de camino, mientras el compañero progresa. Lo que podía adivinar en la penumbra, aquello a que asistía, no me daba para imaginaciones sublimes: sólo un cuerpo en silencio, impenetrable. Hoy he llegado a comprender, o al menos a imaginar, que la mutilación de Ursula le hubiera obligado a construir su vida alrededor del sexo, entendido, no como cualquier muchacha de su edad y educación, sino de manera personal y sin parangón posible, un modo que la condujese precisamente a cierto umbral de misticismo erótico que me resultaba, más que inalcanzable, ajeno. ¿No buscaría inútilmente, no esperaría que le llegase esa comunicación profunda con la realidad que algunas mujeres alcanzan a través del sexo? Ahora lo veo así, pero nunca se está seguro de haber llegado al fondo del corazón del otro.

Hablé de frenesí. No partía de mí, sino de Ursula. Daba la sensación de que era escaso nuestro tiempo, de que ella sabía a qué hora le llegaría el fin, y de que había que colmarlo sin dejar un entresijo vacío. Hicimos aquel tiempo (¿dos o tres meses?) lo que pudiera hacerse en un año. No sólo las confidencias que dejaban en claro, a cada uno de nosotros, la intimidad del otro (¡y qué fácil es engañar con la verdad, y sin quererlo, de qué modo es posible que un conjunto de revelaciones verdaderas construyan fuera de uno una imagen ficticia!), como si nuestra necesidad de posesión recíproca pretendiese alcanzar a la totalidad de las personas, sino que intentamos acumular hechos que llegasen a constituir el sucedáneo engañoso del «toda una vida» a que aspiran, por la naturaleza del amor, los que se aman. Salvo aquellas horas en que nuestros trabajos nos mantenían separados, todo lo demás se hacía en común, así lo cotidiano como lo extraordinario. Pero necesito destacar un matiz que quizá nos confiriese singularidad: parecía como si Ursula quisiera enseñarme todo lo que yo ignoraba, o bien ponerme en la situación de aprenderlo, aun cuando ella no estuviese; lo que se dice dejarme encaminado, y esto era tan evidente, que un día se lo pregunté. No escabulló la respuesta (no solía hacerlo), y ahora puedo resumir con palabras mías lo que entonces me respondió: obedecía a su necesidad ineludible de justificación. ¿Ante quién? No ante mí, por supuesto, pero quizá ante algo que, sin quererlo, yaciese en el fondo de ella misma. Aunque estuviese convencida de que nuestro amor se bastaba y se agotaba también en nosotros, sin relación con nada ni con nadie, no podía eludir aquella especie de mandato que surgía de su conciencia, la convicción de que el amor era pecado si se reducía a nuestros límites, por inmensos que fueran. «¡No podemos tener un hijo, hay tantas cosas en que puedo ayudarte!». Así reaparecía en ella, transmutada en pedagogía, la maternidad imposible. Y otra vez me dijo que había llegado a sus brazos casi adolescente, y que quería que saliese de ellos pisando el mundo con seguridad. Y fue en aquella ocasión, eso sí que lo recuerdo ahora, cuando, a una pregunta mía («¿Temes que esto no dure?»), me respondió que sí, que lo temía, que no podía evitar un presentimiento de que algo nos iba a separar. Y era este miedo, quizá seguridad, lo que la empujaba a consumir los instantes, a vivir en poco tiempo lo posible y buena parte de lo imaginable.

Nada de esto quiere decir que no fuese capaz de ternura. Solía llamarme en inglés «mi pequeño poeta», pero una vez me pidió que le enseñase a decir en portugués «mi pequeño Filomeno». Tuve que disimular la sonrisa que aquel deseo me causó, y no pude evitar el recuerdo de Belinha, cuando le dije: «Meu pequeno Filomeno», que corregí en seguida: «Meu meninho Filomeno», y mejor aún, «Meu meninho». Lo ensayó varias veces, la corregí hasta que lo pronunció como una garota de la ribera del Miño, y mientras jugábamos a enseñar y aprender, yo me daba cuenta de que siempre le había ocultado el nombre de Ademar, y toda la faramalla del Alemcastre, de que me avergonzaba ante ella sólo de pensarlo. Llegué a creerme libre de aquel pasado. En el mundo creado por Ursula y por mí, Ademar quedaba flotando como una noción remota, ni siquiera una imagen. Ursula me había reconciliado con mi nombre, y no sentía necesidad de renunciar a él. Cierta tarde, ya pasado bastante tiempo de nuestras relaciones, la llamé «Minha meninha Ursula», y entonces se le llenó la cara de resplandor, como si hubiera triunfado, y me dijo: «Estoy muy contenta de que me llames así y, sobre todo, de que lo sientas». Y de verdad lo había sentido; de verdad me había considerado, en aquellos instantes, no sé en qué sentido, por encima de ella, si más fuerte, o más viejo, o simplemente, más seguro. Se debió a que la tenía en mis brazos como a una niña.

De todas maneras no puedo asegurar que aquel amor haya transcurrido con naturalidad, porque estuvo, desde el principio, subrayado por esa inquietud que dije, que era como su asiento secreto. Muchas veces, despierto en medio de la noche y escuchando, a mi lado, la respiración de Ursula, sintiendo en mi costado la caricia del suyo, o en mi mano sus cabellos, sentí temores súbitos de que nuestra relación se rompiese, de que ella se fuese un día cualquiera después de explicarme, con sus mejores palabras, que todo es efímero y el amor más que nada. Varias veces, durante aquel tiempo, volví a proponerle que nos casáramos y aunque no se negase, lo relegaba con una sonrisa o un beso, a una fecha incierta, después de ciertos acontecimientos a los que aludía, pero que nunca dijo con claridad cuáles eran: «Deja, no hablemos de eso». Nunca pensé que un pasado secreto lo impidiese; se trataba, por lo que pude colegir, de secretos futuros. Tenía sueños ingratos. Solía escucharla dormir y con frecuencia su placidez se interrumpía por un grito débil o por un sollozo.

De aquellos meses conservo fotografías. Tenía Ursula una cámara alemana que llevaba en el bolso, y lo mismo que le gustaba recoger imágenes de edificios, de paisajes, de rincones, lo hacía de momentos de nuestra vida en común, de objetos triviales que en algún momento hubieran tenido sentido personal para nosotros, o bien una actitud, una postura. No constituyen esas fotografías los testimonios ordenados de una historia de amor, sino sólo momentos inconexos, bastantes de los cuales, al contemplarlos, desplazan mis recuerdos: la imagen de una catedral en medio de praderas o junto a un río, de un castillo, cuando no de un rebaño de carneros en medio de un camino. Difícilmente se asocian con las imágenes de una noche en una posada, o de una cena feliz en un figón. Pero todo ha envejecido, ha perdido calor. Amarillea como las fotografías mismas.

La placidez aparente de nuestras relaciones se alteró una tarde en que me leyó, en un diario, noticias de Alemania: la lucha en la calle se había recrudecido, las organizaciones nazis habían llegado a acorralar prácticamente a los grupos comunistas, y cantaban victoria. «Uno de los acorralados es mi hermana». Desde aquel momento, el dolor y el temor por la suerte de Ethel estuvieron presentes, prestaron al amor una sutil e indudable amargura. No alteró la apariencia, lo que ya era costumbre: sí su sabor. Fue entonces cuando empecé a pensar de verdad que aquello se acababa. Nos entristecimos y no disimulábamos la tristeza. Yo intentaba compartirla, pero, aunque aparentemente iguales, no era la misma. Yo no conocía a Ethel, no la amaba, no podía temer por ella. Mi temor pudiera resumirse en una afirmación grotesca: Filomeno iba a morir.

Fue la suya una agonía intensa y breve; empezó al telefonearme Ursula para pedirme que al salir del trabajo fuese directamente a su casa. No quiso decirme más, pero advertí la congoja de su voz. Al abrirme la puerta, vi en su rostro el dolor: la mirada, fija; ella, desalentada. Adiviné la muerte de Ethel y me limité a abrazarla sin una palabra. Había cierto desorden en la casa, y en el salón, tres maletas a medio llenar. Fue allí donde me dijo: «Tengo que acudir al lado de mi padre: se siente culpable». «¿Te vas a quedar con él?». «Voy a acompañarle el tiempo necesario para que comprenda, sin que yo se lo diga, que estoy del lado de mi hermana». «¿Y después?». Me miró con una mirada larga y triste. «¿Quién sabe? Mi hermana ha dejado un lugar vacío que de algún modo me corresponde llenar». «Pero tú no eres comunista». «No, y por eso a donde vaya no será un puesto de lucha. ¿Qué sé yo? Todavía estoy confusa. Lo que sé es que ha llegado lo que temía. Ya no soy dueña de mí. Mañana cogeré en Folkstone un barco para Francia. No quiero ir directamente a Hamburgo; tengo miedo de que me confundan y me maten también. Soy igual a Ethel. Prefiero ir por tierra, con tiempo para meditar y precaverme. ¿Querrás venir conmigo? A Folkstone, quiero decir». «Sí, por supuesto». «Ve a tu casa, coge lo necesario. Pienso salir en el coche dentro de hora y media. Llegaremos a tiempo de cenar allí». Fui a mi casa, preparé un maletín. Iba a marcharme cuando se me ocurrió que ningún destino mejor para el reloj del mayor Thompson que entregárselo a Ursula. Lo metí en el bolsillo. Cuando llegué a su casa había cerrado las maletas y todo estaba en orden. «Toma, lleva esto también», le dije, ofreciéndole el reloj. Lo cogió, lo miró, me besó. «Gracias». Hablamos poco durante el camino. Hacía una tarde de lluvia fina y apenas había coches en la carretera. En Folkstone buscamos un hotel. Durante la cena le dije que, puesto que ella se iba, poco me quedaba por hacer en Londres, y que me iría también. Quedamos en que me enviaría noticias a Villavieja. Fue aquella una noche intensa de amor y de pena, una noche casi sin palabras. ¡Cómo habíamos llegado a entendernos en el silencio! Por la mañana nos distrajo el embarque del coche y el de la propia Ursula. Nos dijimos adiós como tantos amantes: ella en la borda, yo en la orilla del muelle, mirándonos, sólo mirándonos. Cuando el barco zarpó, cogí un tren para Londres. Aquella misma mañana, aunque ya tarde, pedí una entrevista con mister Ramsey y le presenté mi dimisión. No me pidió explicaciones, pero rogó que esperase unos días. Mistress Radcliffe mostró cierto sentimiento al saber que marchaba. Lo hice desde Southampton hasta Lisboa. El señor Pereira me recibió con alborozo: «Meu querido Ademar».